viernes, 30 de diciembre de 2011

Fin de año en la peluquería

Sandra tiene ojos azules, pero no son de veras. Son lentes de contacto. También tiene un tatuaje medio tumbero de una luna sobre el hombro izquierdo. La luna parece temblar como un reflejo de agua cuando ella entra en la peluquería y agita una sidra helada en el aire. "¡Ey! ¿Se brinda o no se brinda acá?", pregunta. Clarita levanta sus ojos maquillados de rosa con unas pestañas postizas puestas medio así nomás porque hoy se levantó temprano y no tuvo tiempo de acomodarlas mejor. "Hola nena, dale, ahora brindamos", dice. Y vuelve a su trabajo. Frente a ella hay una señora vestida de verde. Tiene un brushing vaporoso y unos lentes que le cuelgan de una cintita y se apoyan sobre su escote como si estuvieran dormidos. La señora lleva un yeso; de ahí sobresalen sus dedos. Clarita le está pintando las uñas con aplicación: una capa de porcelana, otra de esmalte plateado... ¡de esmalte plateado! ¿Qué hace una señora tan formal con las uñas pintadas como una adolescente fumona?
Yo no pregunto. Sigo leyendo. Llegué hace un rato, antes que Sandra. A mí me atiende Daniela, la hija de Clarita, que te pinta las uñas como los dioses. Pero la chica está haciendo una depilación en un cuartito de atrás así que tengo que esperarla. Entonces, mientras tanto, leo Para Tí. "Dale, leé tu horóscopo chino para el próximo año", alienta Clarita mientras me instala en un sillón, con la Para Tí, Dos Vanidades y una Cosmpolitan que en la tapa propone "hacele todo lo que lo vuelve loco y no le hizo su ex".
No entiendo esas revistas para mujeres que en lo único que piensan es en los hombres y cómo complacerlos. De todos modos, tampoco tengo mucho tiempo para pensar en el asunto. Porque Clarita me pide que lea en voz alta su horóscopo. Ella nació en 1955. Así que es cabra. "Ah, yo nací un año antes, después fijate y leeme a mí", pide la señora del yeso y las uñas plateadas.
Dejo la Cosmopolitan de lado, abro la Para Tí y empiezo por Clarita: "Has recorrido una montaña escarpada, has desafiado tormentas pero ahora llega el momento de pastar con tranquilidad y disfrutar...", empiezo con tono neutral. Es gracioso todo eso de la parábola de la cabra, pienso, pero no quiero decirlo. "Eso es una verdadera mierda", sentencia Sandra sin pelos en la lengua. Y se sienta a mi lado.
Clarita explica que Sandra sabe "de cosas de la magia, del tarot, el horóscopo, los espíritus". "Vos le preguntás y ella te contesta", agrega. La señora del yeso y yo la miramos sin entender. Pero la misma Sandra deja la botella en el piso y explica: "Es un poder que me viene de lejos, de mi bisabuela, en mi familia todos sabemos". Luego se interrumpe. Y pregunta si vamos a brindar o no.
Clarita lo llama a Jonatan, su otro hijo, peluquero, que está durmiendo en la habitación contigua a ésa donde Daniela hace depilación. Es que son las once de la mañana y el chico, que la tiene muy clara con las tijeras, se fue a descansar un rato porque salió de fiesta anoche y no hay clientes para él. "Jonattttan, Jonatttan", insiste Clarita hasta que el otro aparece. "Conseguí unos vasitos, querido, así brindamos. Dale, destapá la sidra, hacé algo por mamita". El pibe desaparece y vuelve con un único vaso de plástico con sidra hasta el borde, que le entrega a Sandra. Ella dice "salud" y toma una buena parte. Luego sigue contando lo de los espíritus, que ella sabe astrología, numerología, abrir registros akáshicos, todo sabe.
"Yo veo al Sagrado Corazón", aporta Clarita. Y dice que cada mañana, cuando abre la peluquería, también prende una vela a una estampita del Sagrado Corazón que tiene arriba de un armario. Después se pone a acomodar. "Y siempre a la hora de limpiar el piso, sobre las baldosas, se me aparece".
La señora del yeso mira sin creer. Entonces Sandra le pregunta la fecha de su nacimiento. La señora responde. Sandra dice: "vos sos una persona con mucha culpa. Preferís matarte a ver sufrir a tus hijos". Y luego explica cosas sobre Saturno y la cuadratura con Júpiter y la señora asiente y pone cara de que ahora sí cree.
"El horóscopo chino es una mentira --continúa Sandra--. Yo siempre se lo digo a Susana Roccasalvo. Susana vive por acá", y hace un gesto difuso, que no indica un lugar en particular. Sigue: "Pero yo le tengo prohibido que comente en sus programas de chimentos quiénes vienen a verme".
Mientras tanto, Clarita me explica que Sandra tiene el local de tarot al lado de la peluquería, ese que tiene en la puerta un poster de San Expedito y una Yemanyá. Sandra sigue hablando de sus clientes famosos (pero sin dar nombres porque ella es discreta, dice, porque su trabajo sin discreción es imposible).
Daniela no se desocupa. Yo me enojo porque hace como dos horas que espero. Sandra me dice que se me nota lo nervioso por el Escorpio que tengo en el ascendente. Clarita le dice a la señora del brushing que no se ande tocando las uñas recién pintadas con los dedos, que se marca todo y queda feo. Y a mí me dice que ahora se fija si Daniela tiene para mucho. Sandra dice que ella puede venir en un rato, y que al fin, se tomó toda la sidra sola, que feliz años nuevo. Y se va.
La señora del yeso me susurra que quedó impactada, porque de veras que ella es como dice Sandra, que cuando se va a tomar un café sola se siente culpable de tener un rato para ella. "A lo mejor voy de Sandra y el año que viene me curo", agrega y se encoge de hombros mientras agita el yeso en el aire, así las uñas se secan más rápido.

domingo, 27 de noviembre de 2011

Regalo de cumpleaños

Este texto apareció en la contratapa del diario Tiempo Argentino, hoy.

lunes, 21 de noviembre de 2011

Sobre los poemas de Roberto Malatesta

El silencio iluminado es una antología de poemas de este autor santafesino. Lo conocí en el Ciclo de Poesía y Música en el CCEBA, cuando fue invitado a leer junto a la música Flopa Lestani. La reseña sobre su libro, acá

.

miércoles, 16 de noviembre de 2011

La naturaleza anterior

Una chica lleva un canasto de mimbre con ramitos de jazmines envueltos en celofán. Los acomoda y, entre sus dedos, el papel cruje como el gemido de una naturaleza anterior a todo. Es tarde. Cuenta los ramos. Desliza el canasto por su brazo y lo deposita en el piso. La calle Corrientes ruge a su alrededor. En los carteles, todas las actrices son bellas y tienen la mirada potente. Las luces de los autos titilan. Ella sólo tiene ojos para sus flores, tan blancas en el centro, con los costados apenas ajados. Entonces revuelve la mochila. Saca una botella de agua. La inclina con cuidado. De la botella caen chorros breves, que humedecen los pétalos. Las flores brillan como si revivieran. Después va hasta la parada de colectivo. Alguien resopla mientras ella sube con su canasto, que ocupa mucho lugar. Las hojas siguen verdes. Ella consigue un asiento y mira a través de la ventana el día que deja atrás, desvaído.

Los chongos de Roa Bastos

Entrevista a Javier Viveros y Damián Cabrera

, dos de los autores que participan de una antología de literatura paraguaya imperdible, editada por Santiago Arcos. La nota, acá.

miércoles, 9 de noviembre de 2011

Diálogo con Vera

--Hola. Qué bueno que me pasaste tu celu porque ya no daba estos de los mails de ida y vuelta. ¿Cómo anda la obra?
--...
--Viste, te dije, no hay que tener miedo. Además, está bueno eso de la honestidad, de construir un personaje desde una cuestión literaria, como si fuera el personaje de un cuento. Voy a ver si vamos con tu amigo.
--...
--¿En Montevideo todavía? Y claro, toca Sonic Youth. El otro día lo invité a ver a D. y no quiso venir. Dice que ni en pedo vuelve a un recital de D. Qué prejuicioso. Igual, lo queremos tanto.
--...
--Sí, sí, esa novia hermosa que tiene le hace bien. Escuchá, te llamo para saber si apareció la factura.
--...
--¿Cómo que te dijeron eso? Pero Ivana, un poco de sentido común. Ya te dije: pasé un día, dejé un sobre en la recepción a tu nombre y me fui. No le pregunté al tipo de la recepción cómo se llamaba. Es el tipo de la recepción. Se supone que él se ocupa. "Hola, me dice su nombre, porque soy colaboradora del diario y seguro se pierde mi factura y me van a preguntar cómo se llama usted".
--...
--Sí, bueno, si los de administración te preguntan eso, son unos nabos. Mirá, tu nombre, viste, a veces suena como "Juana". Me acuerdo que estaba escrito en el sobre y el tipo me dijo "Acá no hay ninguna Juana". Pero había un compañero tuyo por ahí, que dijo que seguro eras vos, que sos "Ivana", que se escribe parecido porque la I, viste, puede parecer J.Es el único detalle.
--....
--No, me llevó un amigo en el auto, dejé el sobre y me fui. Qué se yó, fue hace dos semanas, no sé si un jueves o un viernes, vos te habías ido, me dijeron eso.
--....
--No, buscala porque si tengo que hacerte otra factura debo anular la anterior y para eso tengo que tener el original de la anterior. Me lo dijo mi contadora.
--...
--No es para que te pongas así, ya sé que estás haciendo lo que podés pero dale, fijate, la semana que viene te llamo. Hace unos días que tengo tu celu acá, en la compu y siempre ando con otra cosa.
--...
--¿Justo estuviste leyendo "Help a él" anoche? Mirá cómo te viniste a reencontrar con mi viejo. Pero vos estás loca.
--...
-- "Help a él" es un cuento que no se debe leer de noche. Es riesgoso. No se debe.

martes, 8 de noviembre de 2011

El territorio perdido

Una chica diminuta con lentes culo de botella lleva tacos desmesurados dorados, con una lluvia de lentejuelas transparentes encima. Un hombre petiso acaricia el hombro blanco de su novia redonda. Dos mujeres Testigos de Jehová llevan polleras largas pero a una se ve el borde de una bombacha color carne, toda con puntillas. Un niño va de la mano de las mujeres, con camisa y corbata. Baja una adolescente alta, narigona, con musculosa negra y corpiño rojo por debajo. Lleva unos pantalones escoceses, un cinturón con tachas, un tatuaje y es como Amy Winehouse en sus primeras fotos, con ese candor. Va y viene entre las dos salidas, sin decidirse por ninguna. Lleva un rollo de papel madera y yo creo, no sé por qué, que en ese rollo hay un mapa escrito con tinta china de un territorio perdido cuya entrada está en alguna boca del subte, no sabemos cuál.

domingo, 23 de octubre de 2011

Poemas escritos en chino básico

Esta nota habla de dragones, de viajes, de idiomas incomprensibles, de tradiciones, de vanguardias a partir de un libro maravilloso llamado "Un país mental (100 poemas chinos contemporáneos)". Apareció el suplemento de cultura de Tiempo Argentino de hoy. El texto, acá

.

domingo, 9 de octubre de 2011

Sobre "Grace, Tamar y el divino Laszlo"

Un libro hermoso escrito por Deborah Kay Davies que aquí editó Bajo la luna
. La reseña, en el suple de cultura de Tiempo Argentino de hoy. Se puede leer acá.

miércoles, 5 de octubre de 2011

Otra escena en el subte

Tres chicos viajan con su padre.
El más grande se frota las manos contra el guardapolvo y dice "la curiosidad mató al gato".
El del medio pregunta por su madre.
El padre responde que fue al médico.
El chico pregunta si ella está enferma.
La gente pasa a su lado; lo empuja a él y al hermano menor, el de corte taza que tiene ojos de mirar por primera vez o de ver algo que se escapa.
El padre dice que la madre no está enferma, que le salió un lunar en la mejilla, eso es todo.
El de corte taza mira la puerta del vagón que se abre.
El del medio repite la pregunta, si su madre está enferma.
El padre responde que no, como si lo dijera por primera vez. Y explica.
Dice que ella volverá más tarde a la casa: van a cocinar, como siempre, van a mirar tele, y quizás armen una rampa de autos.
El más chico está parado un poco lejos.
El del medio dice que su madre tiene unas mejillas hermosas.
El padre dice que sí.
El más grande habla de gatos.
El chiquito se roza los dedos, del menor al índice, saca la cuenta de algo, calcula, quizás las estaciones que faltan.
A su alrededor, el aire es tibio.

domingo, 2 de octubre de 2011

Entrevista a Carlos Pardo

Esta nota salió hoy en el suple de cultura de Tiempo Argentino.

viernes, 30 de septiembre de 2011

Poderosos colores

Entrevista a Ana von Rebeur, autora de La ciencia del color (historias y pasiones en torno a los pigmentos). La nota, acá

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martes, 6 de septiembre de 2011

Yo soy mi propia mujer

El año pasado, tras la muerte de Néstor, algunos empezaron a batir el parche con el luto de Cristina, al que consideraron "exagerado". Acá

, el texto que escribí para reivindicar el derecho de la Presidenta al dolor.

Texto en La Mujer de mi Vida

Hace un tiempo publiqué un texto en La Mujer de mi Vida. Acá está.

Desde chica advertí que las cosas no eran simples. Adentro de cada persona, me imaginaba, hay un mundo del que se sabe poco, del que es difícil hablar. Cargamos toda esa gente, sus ciudades, sus campos, sus gobiernos, que cada tanto chocan contra nuestras costillas para avisarnos que siguen allí, como los lápices Colorama que guardaba en la mochila, que hacían tap, tap, tap, cada vez que volvía corriendo de la escuela a casa. La palabra no es todo lo que tenemos para referirnos a ese mundo (tenemos el dibujo, por ejemplo) pero casi. Yo sabía estas cosas porque las leía. Mi padre guardaba unos libros de un tal Carl Jung en un estante alto de la biblioteca. No me refiero a una biblioteca grande sino a unos cuantos libros que iban sobreviviendo entre mudanza y mudanza. Mi padre era empleado en un banco pero cada tanto discutía con el gerente de turno y sobrevenía el traslado. Nunca hablaba, de eso ni de nada. Leía el diario todas las tardes. Leía los libros de su biblioteca exigua. Yo leía lo que él leía para tratar de entender su silencio. Decidí hablar su idioma críptico con la esperanza de romperlo. Así que, desde temprano, entre nosotros no se estableció ningún diálogo claro, amoroso o terrible, sino frases como “Volvió a juntarse Serú Girán, lo leí en el diario que trajiste” que se podía traducir más o menos en “Me encantó cuando me hiciste escuchar Seminare en un tocadiscos que te ganaste por haber comprado un bono contribución a los bomberos voluntarios. Así que ya que en su momento fuiste generoso con ellos y luego conmigo, ahora dame plata para el recital”. A veces funcionaba pero la mayoría del tiempo cada cual entendía lo que se le daba la gana.
Beatriz fue mi primera terapeuta, a los 18 años, cuando me fui a estudiar a Rosario luego de encallar por años en un pueblo del sur de Santa Fe donde mi padre se había jubilado. Elegí mi primera terapeuta por tres razones: a) era mujer, b) cobraba poco ya que trabajaba en una institución que tenía convenio con la Universidad, c) era la única terapeuta que podía atenderme más o menos con urgencia.
Otra cosa que debería decir aquí es que la falta de comunicación familiar se tradujo en romances desdichados con chicos que terminaban huyendo de mí. Las cosas empezaban bien: me enamoraba enseguida de cualquiera que hubiese escuchado la Velvet Underground, supiera cocinar (yo no sabía) y le causara gracia Juan Carlos Batman. En general, se trataba de estudiantes que iban a la facultad en bicicleta para ahorrar el dinero de los colectivos y vivían junto a otros varios en departamentos minúsculos. Así es como, junto al chico y sus amigos, formábamos una familia perfecta que los lunes se juntaba a mirar Cha Cha Cha. De repente, todo se iba a pique. De un día para otro, comenzaba a detestarlo con una excusa cualquiera. Gritaba mucho, decía cosas horrendas y me iba a llorar sola.
Llegué a Beatriz tras una de esas curiosas rupturas. Trabajamos juntas unos diez años. Al principio iba a su consultorio pero los últimos tiempos me recibía en su casa. A veces le dejaba lugar a su gata en un sillón donde ella y yo nos recostábamos. Pero Beatriz bajaba a la gata mientras le susurraba “ahí no, mamita”. Así es como supe que vivía sola, que tenía dos gatos (uno se murió durante las últimas sesiones), que sabía alemán porque su hijo (que quizás se divorciaría) vivía en Berlín.

Con el tiempo me mudé a Buenos Aires. Después de dos años la volví a llamar por teléfono. Sonó sorprendida y alegre y calma. Olvidé decirlo pero creo que también la elegí porque tenía una voz clara y ojos azules. Todo en ella irradiaba cierta transparencia que me sosegaba. Me preguntó cómo estaba.
--Bien. Estoy escribiendo sobre vos y justo encontré tu número así que te llamo.
--¿Y que escribís?
--Una columna para una revista.
Luego me despaché con anécdotas de mi vida. Y cuando llegó el momento de presentarle a M., mi actual pareja, quedé muda por un rato. Esta es la parte que no me gustaría contar. Me había pasado la mañana discutiendo con M. luego de varios meses de bonanza. Las excusas fueron la reciente visita que le hizo su ex novia para llevarse unos micrófonos comunes (ella canta), mi imposibilidad de decirle a un jefe alemán que es un idiota y cambiar de trabajo, la compu que le llené a M. de virus tratando de bajar unos programas para componer música de unos sitios rusos (yo canto). Cuando dos personas tienen ganas de no ponerse de acuerdo, de hacerse mal, lo logran con facilidad. Terminé llorando y sonándome la nariz con un rollo de cocina a falta de kleenex. Le conté todo a mi ex terapeuta.
--No estamos condenados a repetir la historia de los otros, los silencios o las omisiones de nuestros padres. Ni siquiera estamos condenados a repetir nuestra propia historia.
Eso es lo que me dijo. Una vez más. Había escuchado eso por años. Pero esta vez sonó casi novedoso. Como cuando vuelvo a escuchar Sunday Morning después de mucho tiempo y Lou Reed es dulce y melancólico y joven, una y otra vez. Cuando corté, me sentí mejor. Me hubiese gustado contarle a Beatriz que ya no fumo pero quizás no venía al caso.

lunes, 22 de agosto de 2011

Es hora de reacomodar los muebles

Mi amigo H avisa que está a diez cuadras de casa. Me pregunta si quiero una biblioteca que una ex desocupó. Esa clase de objetos, dice, que uno prefiere no tener otra vez en casa. Le digo que sí, que la quiero.
Todos mis muebles (muy pocos, la verdad) llegaron así, por gente que se mudó, se separó, se fue. No es raro: soy de esas chicas que han venido mudándose. Yo también me fui. Suena un poco dramático, pero no.
--Siempre lo mismo, si una no los ayuda, los tipos no pueden solos –dice la vecina del departamento de al lado, una señora que se emborracha seguido y usa chalinas alemanas de seda que le manda su hija desde el extranjero. Esa es su respuesta cuando le pregunto si conoce un camión de mudanzas que pueda venir en, digamos, tres minutos. Ella justo ha salido a dejar la basura en un cuartito que hay en cada piso, que probablemente se llame “incinerador” a menos que esa palabra sólo aparezca en las malas traducciones de Anagrama.
Camina con dificultad y tiembla al hablar. Hasta hace un tiempo, dejaba varias botellas de whisky vacías en ese cuartito. Ahora hay menos. Creo que le dan vergüenza esos cadáveres transparentes, sin nada que les corra ya por las venas. “Es que mi hija se volvió a Alemania hace poco, y yo estoy sola y la extraño”, delizó una vez. Le respondí que no se sienta sola, por decir algo, mientras pensaba en los muertos que cada quien tiene dentro de su placard.
No hay camión de mudanzas a la vista, entonces. Camino por las veredas estrechas de este barrio lleno de turistas y basura. Es una mañana húmeda. Llovió por la noche. Piso baldosas flojas que se mueven. Tengo el pelo sucio. No debe importarme. H tiene una biblioteca que cargaremos de un modo u otro.
--Hola, rocker —le digo cuando lo veo, con su estampa curtida y elegante. Vivió mucho tiempo en Tolosa, un barrio de La Plata. Lo conocí el año pasado en un recital. Llevaba una remera de Grateful Dead. Es poeta. Es alto. Tiene más años de los que aparenta. Un día vino a casa con unas botas de cuero que parecían salidas de un tugurio, hermosas y llenas de polvo. Su hijo se recibió de psicólogo y él le regaló una guitarra eléctrica.
Tira al piso una colilla de Colorado. El humo queda en el aire. Lleva un piloto de película francesa porque, bueno, claro, nunca pierde la elegancia. Al lado suyo hay un biblioteca de tres estantes. Cuando la veo, me pregunto si lograremos llevarnos bien. Una debería preguntarse esas cosas cuando conoce una persona, no cuando se decide por un objeto.De ahí debe venir mi manía por bautizar los peluches de la infancia pero también las mesas, el televisor, unas cucharitas de madera clara (Agneta y Frida, como las cantantes de Abba).
--Vamos—dice H. Agarra la biblioteca por adelante y yo la parte de atrás. Empezamos a caminar. Opina que la gente nos va a cagar a puteadas por andar ocupando la vereda con ese mamotreto. Me río. Piso una baldosa que me salpica. Puteo. No puedo ver por dónde camino, sólo una biblioteca de bordes ásperos que me corta las manos. No nos vamos a llevar bien, querida.
Me gustaría parar y H dice que no. Le armaría un escándalo. Pero no da. A bancar los trapos, que nadie me obligó a decir “sí, quiero”. Aunque él también se cansa. “Romero, un, dos y abajo”, dice y la biblioteca queda un poco en el aire, un poco en mis brazos, en los suyos, pesada, la odio.
--Somos re clase media ¿eh? – se ríe H.
Nuestro ángel salvador aparece entre los autos. Es grande, corpulento. Se carga la biblioteca como si fuera una muñequita de papel, con esa delicadeza. “Pero si no pesa nada, che”, se ríe. Y pregunta dónde vamos. Goliat va silbando despreocupado, esquiva los charcos, la gente, se mueve por la calle como por una casa espaciosa, sin secretos. Nos cuenta que se llama Javier, que es un trapito de la zona. Deposita la biblioteca en la puerta de mi edificio, cobra lo suyo y se va.
--Ah, conseguiste un camión y un marido –dice la vecina del departamento de a lado cuando nos ve subir. H empieza a reír.
Dejamos la biblioteca en el único lugar donde hay un poco de espacio; es decir, el medio del living, que también es comedor, que también es el lugar donde escribo. Queda horrible ahí, tan fuera de lugar. H me pregunta si puede preparar café. Desde la cocina, me cuenta que compró esa biblioteca en Tolosa. Hace un tiempo pasé en tren por ahí y luego escribí un poema triste.
Quizás sea momento de que todas estas pilas de libros que atesoro, dispersas por el piso, empiecen a tener un lugar. Es hora de reacomodar los muebles. Podría pensar en decorar mi casa, tan ascética, que parece una habitación de hotel para pasar solo una noche. Podría empezar. La biblioteca se va quedar conmigo. “Tolosita”. Así la bautizo.

Ni tu groupie ni tu juguete

Texto punk publicado en diario Tiempo Argentino luego de ver una propaganda de pañales tre-men-da y por una infancia con derecho a juegos que no deban ser o rosas o celestes.

domingo, 14 de agosto de 2011

Entrevista a Luis Pescetti

Hace muchos años, leí unos cuentos maravillosos en un libro llamado "El pulpo está crudo", escritos por un tal Pescetti, nacido en San Jorge. Así comencé a conocer su trabajo, sus textos, sus canciones. Me hice fan. Pero fan crítica, eh? Fan de ésas que te dicen "tal texto me gustó más que otro". Fui a entrevistarlo. El resultado, en Tiempo Argentino de hoy.

Adiós al dibujante que inventó mundos de tinta china

Gracias Francisco Solano López!
La despedida escrita en Tiempo Argentino, acá.

domingo, 7 de agosto de 2011

Entrevista a Jorge Boccanera

Es la nota de tapa del suplemento de Cultura de Tiempo Argentino, hoy. El texto, acá.

El Palacio de la Pizza

Son doce hombres, seis de cada lado. Entonces aparezco de un costado, luego de pasar por la caja, con mi campera negra engomada, las uñas pintadas y un plato de aluminio con una porción de pizza y un faina encima. Un faina, sin acento, porque así le dicen todos ahí. Me siento en el medio de esas mesas largas donde la gente come pizza al paso en calle Corrientes. No hay mucha posibilidad de resguardarse: es mediodía, estamos todos juntos, un poco apretados, mirándonos las caras de a ratos. Es una intimidad no elegida y por eso, un poco incómoda.
En general, las mujeres se reúnen en mesas laterales. Las más jóvenes van de a dos o tres; las más grandes, solas. Pero las mujeres grandes en Buenos Aires parecen estar siempre solas. En fin, me gusta meterme en el medio sólo para ver cómo reaccionan los tipos. ¿Qué sucede cuando se rompe esa regla tácita de que hay zonas que son sólo para hombres? No es que busque joderles el almuerzo porque, de hecho, la clave es poner cara de “tranquilos, yo también estoy en mis cosas”, un gesto levísimamente grave en la cara, y ya.
Es que los varones que paran a comer pizza al corte, en general no son turistas que tienen toda la tarde por delante. Son laburantes. Están ahí porque trabajan en la zona: motoqueros con el pelo rasurado o larguísimo (son casi la única estirpe que usa pelo largo todavía), oficinistas de puestos bajos con corbatas estridentes, che pibes que hacen los trámites del banco o gente con cara de ser de otro lado y haber tenido que meterse en el centro de la ciudad por algún asunto que los excede, algún problema legal, de salud, de plata, andá a saber.
La gente que atiende estos lugares también parece de otro lugar. Los que están en la caja en general peinan canas. Usan anteojos que caen sobre el pecho atados con correa. Son como almaceneros de barrio, con esa misma tranquilidad. Quizás porque trabajan en el mismo lugar desde hace años, y saben que todo ese lío de gente hambrienta, mozos que van y vienen y pizzeros que cortan porciones con maestría de samurais, dura un rato. Luego sobrevendrá cierta calma.
Los pizzeros también son señores mayores. Pero hay algunos jóvenes. No son como empleados del Starbucks, que saben idiomas y hacen sus primeras experiencias atrás de esos vasos donde ponen tu nombre con fibrón para pagarse la universidad. En términos laborales, el Starbucks funciona como nuevo MacDonalds. En unos años, algunos de estos pibes convertidos en empresarios ascendentes dirán en la revista La Nación del domingo “mi primer trabajo fue poner jarabe de chocolate en los cafés de Starbucks”. Otros serán empleados anónimos toda la vida. Es el capitalismo.
Pero los empleados de las pizzerías son distintos, más morochos, o de rasgos más duros aunque sean casi niños. Es como si supieran que para ellos difícilmente llegue el día de gloria con foto en alguna revista. O ni se lo preguntan. Se dedican a amasar, a escanciar harina sobre las mesas de madera añosas donde ponen bollos de pizza. Cortan fiambre, ponen aceitunas, arrojan una lluvia de orégano como si fuera un polvo mágico, aromático, capaz de convertir tus deseos en realidad. Usan guardapolvos blancos y gorritos de tela que vistos desde arriba, tienen forma de lágrima o de vulva. En algunos casos, en las cocinas hay televisores con el Fútbol para Todos.
Algunas noches atrás, pasé por El Palacio de la Pizza. Era tarde y había poca gente en el mostrador: un tipo de esos que usan gel y pantalones de marca; un alto que pidió moscato Crotta y le comentó al cajero que no le gustaba, que era pura azúcar; y otro con uniforme de empresa de seguridad que charlaba con uno de los mozos y en un momento hizo con los dedos un “ok” efusivo, como de Facebook.
En uno de los laterales había dos espejos enormes y arriba, unos cartelones de esos con letras que se pegan y los precios desactualizados. Al costado, unos ventiladores de metal con pelusitas en las aspas, fuertes, nobles. Y enfrente, muchas cajas de pizza apiladas, una bacha donde un pibe lavaba platos, y varios vinos Toro blanco y Toro tinto como soldados en una estantería.
El cajero, con un sweater a rombos, el pelo crespito y cara de buen tipo, bien podría haber nacido en mi pueblo natal. Ahí entendí por qué me gustan las pizzerías estas: porque todos estamos un poco fuera de lugar.
En un momento me preguntó si estaba todo bien. Le respondí que sí. Tomé un poco de cerveza y mastiqué para echar por tierra cualquier intento de seducción. El cajero parecía satisfecho. Cuando me fui, dijo: “En el Palacio de la Pizza son bienvenidas las princesas como usted”. Me reí. Respondí que reina o nada. Se quedó en silencio. Arqueó las cejas y limpió el mostrador con un trapo rejilla. Sobre el mostrador de baquelita se reflejaban todas las luces de la ciudad.

lunes, 25 de julio de 2011

La Nube, un milagro en Chacarita

La asociación civil La Nube es una biblioteca, centro de documentación, teatro, espacio de formación, etcétera, etcétera, dedicado a la infancia. Tengas la edad que tengas, si vas, te emocionás al ver con qué amor se cuida el patrimonio de los/as chicos/as de la Ciudad. La nota que escribí en Tiempo Argentino, acá.

Los cincuenta trajes españoles que le regalaron a Eva

Esta exposición se puede ver en el museo Enrique Larreta (Juramento 2291). La nota aparecida en Tiempo Argentino, acá

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lunes, 18 de julio de 2011

Una fotonovela que recrea los momentos previos al atentado de la Amia

A 17 años del atentado que mató a 85 personas

, el dolor seguimos siendo todos. Entrevisté a Ilan Stavans y Marcelo Brodsky, autores de Once@9:53AM. La nota fue publicada el viernes 15 de julio en Tiempo Argentino. El texto, acá.

Sobre "Perros que cantan" de Colum McCann

Escribí sobre este libro ayer, para el suple de Cultura de Tiempo Argentino. El texto, acá

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lunes, 27 de junio de 2011

Plegaria

I)
Veo
a través de las palabras.
Pienso formas de nombrar la luz
sobre el paisaje efímero
en la tarde que se apaga.

II)
Al costado del andén
alguien escribió “San La Muerte:
gracias por el deseo cumplido”.
Cada cual con sus plegarias.
Quisiera decir que es bueno verte ahí
tras la ventana
aunque te quedes en Tolosa
y yo no.

III)
Guardo los rastros del viaje
junto a otros silencios
que no hacen daño.
Se irán de mí
solos,
hechos ceniza
a su tiempo.

lunes, 20 de junio de 2011

In memorian

Escribí una columna en Tiempo Argentino

a raíz de la presentación del libro Los nada de Javier Adúriz. La columna, acá.
Copio, además, un poema de ese libro.

Un artista

Del hambre no hay mucho que decir,
es constitucional, intrínseca en la jaula.
Todo consiste en una suerte de honor
sombrío, algo que llega de otra parte.

Hubo días --extraordinarios días--
en que una muchedumbre se aproximaba
expectante. Incluso, quien pagara
por ver. Días de gloria en suma.

Pero ahora, ¿qué decir del ahora?
cuando estoy parado y seco y flaco
en el fondo del patio de las fieras.

¿Ni un paso atrás en estas condiciones?
¿Ni siquiera morderme las uñas?
¿O abrir los ojos y estar a lo que venga?

(La imagen está tomada de www.escritoenlacalle.com)

domingo, 19 de junio de 2011

Rosario

Alguna vez nos besamos en el baño.
Desearíamos hacerlo otra vez.
Estamos bien y el tiempo no se nota.
Pero la fiesta terminó.
Su marido la busca.
Ya no escuchamos la misma música.

lunes, 13 de junio de 2011

Un pequeño pedazo de música que duele

El día anterior habíamos caminado unas cuarenta cuadras hablando de bueyes perdidos. Pero así son las cosas con los amigos que no ves por un tiempo: te reencontrás y comenzás la conversación allí donde la habías dejado o en cualquier otro lugar que, de todos modos, es interesante. Hablamos de la escritura, por ejemplo. Abonizio está dando un taller de letras de canciones en Rosario, donde vive. “Está bueno ir al espacio con otros astronautas”, dijo. También me contó que hacen letras de canciones con muchas cosas “con los números de la quiniela, con nombres de jugadores de fútbol”, por ejemplo. Y es que si un pibe siente que la escritura no es un paraíso lejano sino un oficio terrestre, quizás se anima.
En un momento, se paró frente a una vidriera con libros. Había novelas, autoayuda, cocina, todo mezclado. Y él se puso a improvisar versos con los títulos de los libros. No los recuerdo, pero juro que eran buenos. Quedamos en vernos un rato otra vez, al día siguiente, durante la filmación. Vino a Buenos Aires porque tiene un papel en la última que está filmando Daniel Burman.
Ese día, por la noche, me tomé el subte y leí algunas líneas de “Desayuno con John Lennon”, un libro de crónicas de Robert Hilburn que me parece interesante por lo despojado, por lo testimonial, porque Robert estuvo con Dylan, con Cohen, con Springsteen y los retrata como tipos apasionados, no como figuritas de colección. Además, él comenzó a escuchar rock cuando era una música under cuyo sonido llegaba desde los sótanos de la ciudad, no una banda de sonido al alcance de cualquiera a través de la web. Robert estuvo allí cuando la cosa empezaba. Y aún cree que los buenos músicos de rock son artistas populares más que estrellas.
En fin, nos pusimos a hablar de eso cuando nos encontramos en un teatro en el Once. A nuestro alrededor había actores de reparto, gente con cables, con micrófonos, gente que coordinaba gente y gente que acompañaba gente. Valeria Bertucelli, la protagonista, por ejemplo, andaba con su hijo. Jorge Drexler, el otro protagonista, con un par de amigos. Yo venía a ser la coequiper de Abonizio, que aguardaba su turno metido en un saco negro con un pin de Perón.
Me gusta mucho la música de Drexler. Llevo de vez en cuando sus temas en mi mp3 y versos como “somos un breve latir/ en un silencio antiguo/ con la edad del cielo” me habitan. Quiero decir, a veces una no sabe muy bien qué decir respecto de lo que te ocurre o de algo que te cuentan. Y que alguien pueda entenderlo sin conocerte, es una gran cosa.
Ahí estaba Jorge, con una bufanda de muchos colores, un saco con pitucones (son como unos parches en cuerina; mi madre compraba unos así en una mercería para emparcharme los pantalones cuando era chica) y unas zapatillas medio aparatosas. Es que Jorge corre, contó. Habíamos quedado un grupo, a un costado, mientras al lado filmaban una escena. Y Drexler, mientras tomaba café en un vasito de papel explicó que le dolía “aquí” y se señaló una pantorrilla “por andar corriendo”. Abonizio le preguntó si corría en la peli o algo así y él dijo que no, que “corre por correr”. Hablaba muy quedo (no es una bonita frase?), como buen uruguayo. Una amiga dice que parece un farmacéutico con onda, de esos que cuando recomiendan un antigripal, sonríen. Es que él se recibió de médico otorrinolaringólogo.
El trabajo de periodista te pone muy seguido al lado de gente “famosa”. En general, ver a esa gente no me pone los pelos de punta. Pero esta vez, era de otra manera. Por un minuto, me dieron ganas de ser totalmente groupie y decirle “Jorge, sacate una foto conmigo porque tus letras me conmueven”. Aunque no sentí que fuera lo mejor. Se lo conté a Abonizo, que se empezó a reír y dijo que una foto no era nada del otro mundo. Y entonces le pregunté por qué a una le gustan ciertos músicos de un modo tan fan, distinto de un escritor, de un artista plástico. “Bueno, a vos te gustan de ese modo”, me respondió con un poco de ironía. Ok, jodeme un rato, me la banco, ja, pero explicame qué pasa.
Entonces Abonizio volvió a pensarlo y dijo: “Un escritor puede tomarse un poco de tiempo y te puede seducir despacio. Pero un músico tiene menos de cinco minutos, lo que dura un tema. Y tiene que concentrar todo su talento en ese tiempito. Si es intenso para él, es lógico que también lo sea para vos”. Y claro, ya sabemos qué pasa cuando alguien te toma el corazón por asalto.
Después aparecieron un chico y una chica judíos, jovencísimos, que llevaban cada uno un bebé en cochecitos. Pensamos que eran parte de la peli, pero no, eran vecinos de la zona que venían a ver lo que pasaba. “Me voy al motorhome a esperar mi escena porque hace frío”, dijo Jorge y se fue.
La historia de los chicos judíos hablando con Abonizio sobre cuánto cuesta filmar una película la dejo para el próximo post.
(Gracias Miro por ayudarme a encontrar el título).

lunes, 30 de mayo de 2011

Nada se queda donde lo dejamos

I)
El caparazón minúsculo se diferenciaba de las piedras porque tenía dibujos verdes y amarillos. La tortuga permanecía quieta en el fondo del río. Grité lo suficiente como para que mi padre escuchase desde la orilla cuando la encontré. Opinó que teníamos que sacar la tortuga de allí, porque se la comerían unos pájaros con pico ligero que pescaban mojarritas en la orilla.
No recuerdo si lo hicimos. Creo que era mediodía –había sol– y nos fuimos al rato, subiendo unas calles empinadas y llenas de guijarros. Quizás yo llevaba un balde rojo. Pero pudo haber sido esa vez, o alguna otra.

II)
Hay datos incompletos: una casa junto al río; una cámara kodak instamatic (tenía un magic cube, arriba, al costado, un cubo mágico que servía para sacar fotos con flash); las lonas con flecos de algodón en los bordes, húmedas y con restos de arena al fin de la tarde. Mi padre, claro, estaba todavía.

III)
Los tipos estaban intentando cruzar el río en un viejo citröen y el auto se paró en medio del vado. El agua subió de improviso. Así pasa en los cerros cuando el río crece. El hombre intentaba hacerlo arrancar, mientras la mujer se bajaba a empujar el auto, impávido, mañoso, cansado.
Alguien les gritó desde la orilla. Corrieron. Ellos pudieron cruzar, pero al auto se lo llevó la corriente. Parecía una hoja a la deriva. O una tortuga que escapa del pájaro de pico ligero, como si se tratase de un juego. La tortuga se burla de él mientras hace trompos en la vorágine del agua, y se aleja.
Lo rescataron con una grúa, inservible, unas horas más tarde.

V)
Mi madre repite los detalles a cada turista que encuentra. Que el río es traicionero y no avisa, dice. Pinta a la orilla del río con acuarelas. Y cuenta la anécdota del citröen ahora, muchos años después. Un hombre viejo la escucha. Ella, tan prolija, tiene un borrón violeta sobre la hoja, pero extiende el pincel como si no lo viera.

jueves, 26 de mayo de 2011

Putxs y peronistas

Durante la Marcha del Orgullo de 2007, vi una bandera que me llamó la atención "Putos Peronistas"

. A los pocos meses, les hice una nota que salió en Soy, de Página 12. Esta mañana, me mandaron un mensaje vía Facebook para agradecer esta nota, una de las primeras que registró el surgimiento de esta organización.

miércoles, 25 de mayo de 2011

La grandota de Independiente

Llueve y las gotan chocan contra el borde del cemento, se disgregan en los charcos donde flotan manchas de aceite de todos los colores. Pero eso ocurre arriba. Abajo, solo los rastros de la tormenta: un calor demasiado húmedo, la gente que entra en el subte con el pelo mojado, con paraguas que sacuden como perros lanudos, con la cara que uno tiene a las ocho de la noche, luego de un día de trabajo.
Sube una mujer con una nena en brazos; de un año, no más. Es, más bien, un paquetito rosado y mullido, cubierta de pies a cabeza, donde asoman una nariz diminuta y los ojos absortos ante esa multitud de gente que se mueve con torpeza. Al lado de ellas, aparece una chica grandota. Tiene auriculares, lentes gruesos, los labios semiabiertos como si estuviera en Babia. Y una campera azul con el escudo de Independiente. La mujer mira de soslayo a la chica grandota, con un dejo de molestia, y se acomoda en un asiento que alguien le cede.
La mujer va charlando con otra. Le habla de la hija, de los cólicos de la hija, de un cumpleaños, de un padre que no está. La chica grandota se queda parada, al lado de ellas. No queda claro si está ahí de casualidad o es una especie de hermana o prima no querida que se les pegó. Está parada demasiado cerca de la madre, la mira fijo, con una mansedumbre tosca, inquietante. La mujer escucha el ring tone de su celular. Busca en una mochila rosa, con la nenita encajada en su cintura. Saca un celular con funda rosa, lee, responde algo sobre “que tus chicos tb estén bien” y aprieta “send”. Tiene además otro bolso rosado, donde sobresalen unos pañales y una bolsa de papas fritas. Le pasa la mochila a su amiga y en ese momento, golpea con el codo el muslo de la chica grandota, que la mira, impávida, casi amigable. La mujer la ignora. Se abre camino entre sus bolsos, su hija, y llega a las papas fritas. Se mete un puñado en la boca y la nena le toca las comisuras, investigando los labios de su madre donde resbalan restos de sal y aceite.
La nenita se pone a mirar la ventana, donde sólo se ven cables y oscuridad. La ventana está llena de polvo y la chica grandota se estira sobre la madre, sobre un par de tipos y con su manota limpia la ventana para que la nena mire. La madre le grita “salí de acá, estúpida”. La grandota la mira sin énfasis, se refriega las manos contra su campera con el escudo de Independiente. Se da vuelta, prende el mp3 y mira a la ventana del otro lado, el perfil húmedo de los viajeros exhaustos, la tarde que se fue.

domingo, 15 de mayo de 2011

Entrevista a Diedrich Diederichsen

Qué tienen en común las tapas de los discos de la Velvet hechos por Andy Warhol, el punk y los Talking Heads? Este alemán lo cuenta en su libro Psicodelia y reday made. Y en esta nota lo esboza.

domingo, 8 de mayo de 2011

Conoce usted a Coki Debernardi?

Acá va la Columna Torcida que escribí en la contratapa de Tiempo Argentino hoy.

lunes, 2 de mayo de 2011

Cuando la violencia de género deja de ser naturalizada, también en los medios

La periodista Sandra Chaher publicó en Artemisa Noticias un excelente artículo sobre los casos donde dos varones, uno en Argentina y otro en España, escribieron columnas en medios gráficos violatorias de los derechos de las mujeres. El artículo afirma: "La intolerancia de la sociedad a las agresiones a las mujeres habla del comienzo del desmonte cultural de la naturalización de la violencia de género".
Este texto, con total claridad, refleja la complejidad del debate pero no se va por las ramas ya que sitúa claramente el eje central: ya no es aceptable que los derechos de las mujeres sean avasallados en columnas periodísticas. Y el varón que elija escribir en ese registro tanto como el medio donde ese texto sea publicado, deben hacerse responsable de sus palabras. Como sabemos, las palabras tienen efectos concretos en el espacio social y en la subjetividad de las personas.
El texto, acá.

jueves, 28 de abril de 2011

Qura

Me puse a hablar sola. Dije cosas frente al espejo (cosas secretas, que no vienen al caso). Canté un poco también, pero quedó claro que el resfrío perdura. Mi voz con ronquera suena extraña, algo rota en los bordes y al mismo tiempo, saluda como si fuera de la familia. Yo creo que la estoy cambiando, como sucedió ya, alguna vez.

sábado, 23 de abril de 2011

Muchos mundos

“Todas las vidas que podríamos vivir, todas las personas a las que jamás conoceremos, que jamás seremos, están en todas partes. En eso consiste el mundo”. Con este epígrafe de Aleksandar Hemon comienza Que el vasto mundo siga girando, de Colum McCann.
En eso, periodistas y escritores nos parecemos. Andamos tras el rastro de mundos que no son los nuestros y creo que, en el fondo, buscamos entender un poco el caos de esos mundos para entender el caos propio. Todas esas vidas ajenas que relatamos --cuando no responden sólo a tener que llenar una página diaria sino a un interés real por ese otro que está allí, con su historia— vistas a trasluz, luego de un tiempo, dicen algo también de nosotros mismos.
Nunca lo sentí tan claramente como cuando me pasé un año siguiendo a una niña travesti, recién salida de la adolescencia, que vivía en José C. Paz. Para ella, yo era una piba que se movía en un mundo que le intrigaba, el del periodismo, el de la universidad (por entonces estaba haciendo una maestría en periodismo). Para mí, ella era una piba que se movía en un mundo que me intrigaba, el del transgénero, donde toda idea binaria y preconcebida sobre lo que era un hombre o una mujer se caía bajo las ruedas del tren que me llevaban hasta la casa de M, en un barrio periférico, donde ella me esperaba con sus tetas hechas de hormonas, a veces enamorada de un chico, a veces enamorada de otra travesti. Con el tiempo, me di cuenta de que yo también me sentía fuera de lugar. Estaba cambiando de geografía, de amigos, de amores y estaba reinventándome en una ciudad desconocida. Sin la brutalidad del estigma con el que cargan muchas travestis, yo también estaba haciendo mi camino hacia lo que deseaba ser. “Ay, vos, con esas eses que aspirás tan santafesina”, se reía M. A veces creo que esa historia debería ser publicada de una vez.
Por estos días, he recuperado ese sentimiento de andar tras otra buena pista. Todo lo que puedo decir hasta que se publique es que estoy tras las huellas de un músico que ya no está pero está. Y quienes me hablan de él, también me hablan de sí mismos. Así es como, por ejemplo, llegué a la casa de un señor que colecciona mecanos y discos de pasta, al de un chica que crió un gato para que le coma los ratones de su casa en La Boca hasta que el gato se le amotinó en un ropero, al de un pibe que hacía revistas under con Pettinatto, a un baterista mítico para la historia del rock, a un chelista que está laburando con Leo García, a una familia macanuda que conoció de cerca a Piazzolla. Sus casas, sus gestos, las cosas que van recordando mientras hablamos quizás no sirvan para la historia central que necesito contar. Pero a veces una se cansa de trabajar por inercia, de resolver las cosas por teléfono, de ir detrás de un dato sin sentarse a hablar cara a cara con el tipo que te puede dar ese dato, u otro, o ninguno. No sé cómo es que una se hace tiempo, pero se lo hace. Y se sienta a tomar café o cerveza o mate con la persona que tenés enfrente. Y esperás. Hasta que ese otro mundo aparece, aunque sea a grandes rasgos. Creo que funciona un poco como la poesía. Es decir, cuando te sentás a escribir, quizás no nombres los detalles. Pero de algún modo, una sabe que eso que se silencia está allí, entre esas líneas, aunque nadie más lo vea. Y ese detalle es una de las cosas que diferencia una nota tipo cable de agencia de una nota que, con más o menos éxito, tiene un murmullo de sangre tibia bajo su carnadura de papel.
Pensaba todo esto mientras andaba por la Feria del Libro. Ahí encontré, de casualidad, en una sección de ofertas otro libro de McCaan, anterior a Que el vasto mundo siga girando, llamado Perros que cantan. Me traje el libro, que ya vale la pena por este párrafo donde el protagonista habla de la infancia de su padre: “Las señoras protestantes lo criaron en una casa de tazas de té de magnífica porcelana, programas de radio, bollitos con crema de leche. Lo sentaban junto a un piano de cola, se chupaban los dedos y le peinaban hacia atrás, aunque tenía un indómito remolino en la frente. Le encargaban las ropas en Dublín, bonitas camisas blancas que él destruía corriendo por el tremedal, pantalones de tweed que desgarraba en las rocas del mar, preciosas corbatas azules que utilizaba como honda para lanzar piedras a los zarapitos. Lo bautizaron en una iglesia protestante con el nombre de Gordon Peters, y años después, tras recibir una paliza en la escuela a causa de ese nombre, tan inglés y tan protestante, él se vengó meándose en sus cepillos de dientes. Sin embargo, él las amaba de una manera extraña, a esas ancianas de centelleantes ojos verde botella”.
Las historias más interesantes en apariencia no esconden nada del otro mundo.Variaciones de la incertidumbre, que es lo más cierto que tenemos como compañía. Puntos ínfimos, exhalaciones breves, hasta que alguien, desde el periodismo o la ficción, se ocupa de ellas. Y las cuenta. Y alguien lee. Y así, aunque nunca se encuentren, quien relata y quien escucha por un instante se sienten menos solos.

domingo, 17 de abril de 2011

El amor es hardcore (entrevista a Gabo Ferro y Carlos Trunsky)

A veces pasa que una se pierde. Es decir, tenés tu archivo de notas previas, tus apuntes, tus preguntas (cada periodista lo hace a su modo) pero en cierto momento de la conversación, sentís que es bueno seguir a la gente que entrevistás hasta donde quieran ir. Así se construyó esta conversación con los creadores de Pavura

. La nota se publica en la edición de hoy de Tiempo Argentino y se puede leer acá.

sábado, 16 de abril de 2011

Intercambio en un foro de cocina para principiantes

Por favor necesito que me orientes en los tiempos de cocción de alimentos en horno eléctrico, como así también que me pases algunas recetas. Gracias. María del Mar

Hola María del Mar: No se pueden generalizar porque cada horno es distinto. Encuentras las respuestas en las instrucciones para el uso. Recetas hay muchas en el recetario de este foro. Saludos, Cristina.

Cristina: No te estarían preguntando tiempos de cocción si figurasen el manual, naba!
Jonks

Hola Jonks: Yo sé leer!!! Si en las instrucciones no ponen nada, hay que probarlo porque cada horno es diferente. Gracias por tu comentario. Cristina

Por qué en vez de pelear y decir ostiadas no dicen algo útil!!! Mariana

Cuánto tarda una papa en cocinarse en un horno eléctrico?
Cuánto tarda una berenjena en cocinarse en un horno eléctrico?
Cuanto tarda 1 colita de cuadril?
Cacho

Me compre un horno eléctrico y no sé los tiempos que lleva lo que quiero cocinar. Karina

Karina: Que quieres cocinar? Si me lo cuentas, pruebo ayudarte. Cheers. Bill

Hola Bill: Yo me canso contestar mil veces la misma pregunta. Tú la has contestado en este mismo foro, pero la gente no se molestan en leer lo que ya está escrito. Tú sabes que me gusta ayudar, pero no tengo tiempo para bromas. Saludos para ti y Pepa. Cristina.

Hola Cristina: Igualmente, espero tú y tu marido estén bien. Es triste pedir y luego ignorar la respuesta. Muy mal educado. Hasta la próxima vez, con verdadero desafío.
Cheers. Bill

jueves, 14 de abril de 2011

Pensamientos sueltos

La casa del árbol de paltas no está más. La tiraron abajo para hacer un edificio. Mi amigo H vendió la suya, contigua a esa. Pasé algunas noches allí mirando el cielo mientras él estaba de viaje. Tampoco estoy segura de que el cielo sea el mismo.

Mi madre llama por teléfono. Me cuenta que el gato sigue sin aparecer. Era un gato viejo, color ámbar, peludo, hermoso, estúpido. Mi madre lo ayudó a nacer a él y a sus hermanos. La gata madre un día, de grande, desapareció. Lo mismo hizo la hermana del gato viejo, a su turno. Mi madre cree que los gatos siguen una ley que ella no comprende, pero acepta. Aunque pegue carteles en la cuadra que dicen "Gatito, volvé".

Hoy subió en el subte una mujer malhumorada con dos hijos, un chiquito con gesto grave y una nenita vestida de rosa que tenía la cara por el piso. Les dí mi asiento y mientras me levantaba, se me cayeron unos libros. A la nena le causó gracia verme renegar con los libros caídos, el bolso abierto, entre mucha gente. Pensé que era una nena odiosa, mirándome sentadita con su pollera a lunares, como una muñeca tras una vidriera llena de polvo. Cuando se bajó, la nena me sonrió. Entonces me olvidé de lo que había sentido un segundo antes y sólo me quedó la tibieza.

En mi próxima vida quiero nacer en Jerez y tener padres gitanos. Quiero tocar la guitarra junto al mar, batirme a duelo en los tablados con mujeres que me miren con fiereza. Quiero bailar y cantar los lamentos ancestrales de los gitanos. Quiero dejar de bañarme, que me crezca el pelo hasta la cintura, que mis ojos sean oscuros,que pueda leer las líneas de las manos y el alma de la gente. Quiero llamarme Ramona y tener el mismo apellido que ahora. Quiero tener muchos maridos y que todos se lleven bien entre ellos y yo, llevarme bien con sus amantes.

jueves, 7 de abril de 2011

Una novela policial escrita a cuatro manos

Entrevista a Mariano Hamilton y Alejandro Marinelli, que escribieron una novela policial muy entretenida. El texto se publicó hoy en Tiempo Argentino y se puede leer acá

.

domingo, 3 de abril de 2011

Cuestión de fe

Al momento de ponerme mística, me interesan dos figuras que se van por la tangente de la religión canónica: María Magdalena y un ángel con ojos en las alas que está en la catedral de La Plata, tallado en madera, en un altar lateral, casi escondido.
El ángel tiene rasgos indígenas, una nariz aguileña, pelo de madera oscura. No es un rechonchito con rizos dorados y cara de nene bien sino un muchacho alto y flaco, con gesto reconcentrado, con túnica, morocho, indio. Un cabecita negra, quizás tallado por alguien como él, que encontró en el sincretismo su modo de resistir a la religión impuesta a punta de espada. Y está en la Catedral, colado en el centro del poder, relojeando como viene la cosa con esos ojos que tiene en las alas en señal de alerta, para avisarle a todos el día que el paraíso venga a la tierra.
Le cuento a mi hermana, vía mail, que la Desatanudos no necesariamente es una advocación de María la Virgen. ¿Cuántas advocaciones de la Virgen hay con los hombros desnudos? A las vírgenes en general las cubren con velos hasta las orejas. (¿Cualquier semejanza con el uso de chador será pura coincidencia?). Y lo llevo más lejos. Creo que la Desatanudos es más bien María de Magdala. Ella me escribe: "Conozco , más o menos la historia de María de Magdala. Era un apóstol más, aunque después hicieron como que no existió... o peor, dijeron que era una prostituta. En el cuadro "La Última Cena" probablemente sea la persona que aparece sentada al lado de Jesús. Para ser hombre tiene rasgos demasiado delicados. Ella tiene un vestido rosa con ribetes celestes. Él, túnica celeste con ribetes rosa. Están mirando a lados opuestos, como si fueran uno el reflejo en espejo del otro. Si se pudiera recortar la imagen de ella, y acomodarla al otro lado de Jesús, quedaría con la cabeza recostada sobre su hombro. Como sea, los dos fueron revolucionarios en ese sentido: ella por andar mano a mano con los hombres, y él por permitírselo públicamente, en una época en que las mujeres valían menos que un jarrón”.
Pensaba todo esto en el subte. Frente a mí, una mujer iba rezando el rosario. Tenía unos entre los dedos y otro colgado del cuello y murmuraba cosas. Hace unos días, otra chica con medias de nylon gruesas y sandalias se miraba la punta de los pies cubiertas. En un momento sacó una Biblia y se puso a leer en voz alta, como si tuviera el mp3 demasiado alto y fuese tarareando una melodía que no podía entender nadie más que ella.
El que más me gustó, sin embargo, era un niñito. Anochecía a la salida de la línea D. El pibito apenas sabía caminar. Su madre lo iba guiando por la escalera. Él subía como podía, despreocupado pero poniendo empeño. Levaba unas zapatillitas de esas que tienen luces a los costados de las suelas.
Quizás la fe consista en eso, en saber que las palabras son poderosas, en admitir que nos construimos mundos sutiles que se pueden desplomar en un segundo pero la incertidumbre es todo lo que tenemos, además de la certeza de la muerte. O también, puede ser que la fe tenga que ver con subir y bajar escaleras como uno puede sabiendo que finalmente vas a llegar al mejor lugar para vos aunque no sea el lugar que esperabas; en dejarse acompañar porque no hay acto de amor posible sólo en lo individual. Somos una comunidad de empecinados y empecinadas en la fe. Nos reconocemos por llevar lucecitas en los pies para decir “yo estoy aquí”. Y también “caminemos juntos”.

viernes, 1 de abril de 2011

Gente que gobierna

La Corporación Cultural Nuestra Gente no es una "corporación" en el sentido de una empresa sino en el de una "organización compuesta por personas que, como miembros de ella, la gobiernan" (RAE, dixit). Hace un tiempo estuve en Mar del Plata, en un congreso sobre Cultura y Transformación, donde conocí a Jorge Blandón, uno de los encargados de este laburo en Medellín. Así, en el corazón de un barrio narco, Blandón y otra gente decidieron que para combatir las balas, nada mejor que el emponderamiento popular. Y que eso se logra si la gente es capaz de expresar su propio tiempo a través del arte. Es algo que pensaron hace unos veinte años, y que hoy sigue dando sus frutos.
La nota, áca.

jueves, 24 de marzo de 2011

Sobre "Desapariciones", la muestra de Helen Zout

Hace unas semanas entrevisté a Helen Zout en Buenos Aires. Luego me invitó a ver sus fotografías en su casa en La Plata. Allá fuimos con una amiga en común, Inti María. En un tramo de la entrevista me dijo que ella prefiere andar por la vida pensando que cada persona tiene algo bueno para decir y algo bueno para escuchar. También aclaró que sabe que es una actitud un poco naif pero a la vez, es lo que le permitió acercarse tanto a la gente que retrata. También me habló del retrato de Jorge Julio López que hizo en el 2000. Contó que López estaba todo el tiempo dobujando y escribiendo sus recuerdos sobre los días de su secuestro entre 1976 y 1979 como si hubiese podido advertir cuál era la fatalidad de su pasado pero también, de su futuro.
La entrevista, publicada hoy en Tiempo Argentino, acá.

domingo, 20 de marzo de 2011

Sobre "Campo Albornoz"

Escribí la reseña del último libro de Osvaldo Aguirre. El texto, acá.
(La imagen es de Poetas Argentinos).

viernes, 18 de marzo de 2011

Tres señoras

Estoy sentada en un café Havanna, en Mar del Plata. De repente, el sol se tapa y comienza a llover. Entra un tumulto de señoras, algunas con las mallas puestas, cubiertas con toallas. Se van a un costado, para comprar alfajores. Están de vacaciones y se sienten como en casa. Como un montón de gente por arriba de los setenta que andan dando vueltas con sus gorritos marineros y esa morosidad propia de quien ya le entregó a la vida, en otro momento, el apuro y ahora nada le debe.
--¿Me puedo sentar? --pregunta una mujer con un abrigo colorado y un abanico. Y no espera respuesta. Se sienta en mi mesa y se cubre la cara con las manos. Tiene las uñas largas, pintadas de rosa y el rostro desencajado. Quizás llore pero no. "Me siento descompuesta", dice. Y me avisa que sus amigas vendrán a buscarla. Le pido un vaso de agua al mozo. Ella agradece y se toma una pastilla.
Aparece una señora con camisita a rayas y una medalla de alguna virgen colgando de una cadena plateada. Es menuda y bonita. Sonríe de manera despreocupada y le susurra algo a su amiga. Luego aparece otra más, con un audífono diminuto en la oreja derecha.Las dos están paradas. Las miro y pienso en mi abuela, que murió hace mucho. Me gusta la gente grande, la que va envejeciendo con dignidad; o sea, la que termina comportándose como si una niñez tardía le estuviese asaltando los huesos cansados. Los viejos pueden ser sabios o maliciosos. Y los chicos también. Los que andamos en el medio a veces somos ni fu ni fa.
Esta mañana había decidido pasarla sola y acordarme de la vez que vine con un novio que quise mucho y entristecerme porque no se me ocurría nada mejor. Pero ahí, frente a mí, una señora se abanica y dos no se deciden a sentarse. La verdad es que necesito una abuela que me mime un rato, aunque sea con palabras. Sonrío y las señoras se sientan. "Parecemos unas pesadas, no queremos molestarte", dice la de la medallita. La del audífono le grita a la del abanico si se siente mejor. "Es que estamos comiendo cosas raras, churros de Manolo y mucho mate. A nuestra edad, no se puede", explica la del audífono.
Las tres andan por los setenta y pico. Vinieron de vacaciones hace diez días y por nada del mundo quieren perderse el último día de playa. Ellas son de un centro de jubilados de Avellaneda, cuentan.Por el oeste comienza a escampar. Día raro.
La señora del abanico se pone a llorar despacito. Le ruedan las lágrimas con naturalidad. Es idiota preguntarle a alguien que llora así si se siente bien. Pero no se me ocurre cómo animarla. Le ofrezco un té. La de la medallita me dice que soy un encanto y en ese instante adoro a las tres abuelas postizas que se han sentado a mi mesa.
"Se le murió la hija hace un año, por eso está así", me susurra la del audífono, que se ve que puede regular el tono de voz cuando quiere. Pero la otra la escucha. Y asiente. "Pensar que yo me casé y tuve una hija para no envejecer sola y acá estoy, sin nadie", suspira. Su marido murió hace mucho. La hija tenía cincuenta años.
--Una cree que nunca le va a tocar enterrar un hijo. Una está preparada para morirse, no para que se te mueran -- comenta la de la medallita. La del audífono me cuenta que va a ser bisabuela porque la novia de su nieto, el de veintidos, está embarazada.
La lluvia para. La señora del abanico se desabrocha el abrigo y dice que bueno, que se vayan al hotel. La señora del audífono me agradece. La señora de la medallita me pregunta si soy periodista. "Es que no tenés problemas en preguntar cosas, nena", se ríe. Dice que mi computadorita, la que está arriba de la mesa, es muy linda. Y que no parezco tener treinta y cuatro. Y que Dios me bendiga, me dé salud y me conserve la sonrisa.

domingo, 13 de marzo de 2011

Thiago Pethit

Entrevisté para Tiempo Argentino

a este músico paulista, que toca hoy a las 20 en el Teatro 25 de Mayo.
El texto, áca.

martes, 8 de marzo de 2011

Tres poemas con mujeres chinas

I)

La chica del super habla bien.
Escribe “carefree” en un cartel
y sabe de memoria cuánto vale todo.
Su familia puso una cámara en el comedor
y nunca la apaga.
Así ve a su hermana comer con palitos,
quedarse dormida sobre la mesa.

“Che, te olvidas las papas”, me dice.
Y también “Estás borracha”
cuando le pago una botella de vino.

Sonríe.

Me gusta la gente que dice lo que piensa
en el idioma que encuentra más adecuado.


II)

Dijiste “lloré” y es difícil pensarte así.

Los hombres fuertes lloran en silencio.
Desnudos son ceniza de papel.

Tu cuerpo se extiende ante mí
como una tela perfecta.
Con mis dedos deshago cada uno de sus hilos
y los acomodo a mi antojo,
mientras silbo.

III)

La chica del laverap
usa remeras con brillos
y pantalón de hombre.

Hay más trabajo cuando llueve.
La ropa no seca.
La primavera no llega.

Nada le importa.
Tiene chancletas de raso de todos los colores.

sábado, 26 de febrero de 2011

Escena marina

Una gaviota con el ala rota.

El perro se acerca.

Ella grita.

Dos puntos minúsculos

y el mar

que no recuerda.

domingo, 20 de febrero de 2011

Sobre "Una idea genial", de Inés Acevedo

Hebe Uhart me señaló este libro durante una entrevista. Dijo que era una de las cosas más interesantes que estaba leyendo. Acá, la reseña.

El destino del agua

Mi madre se mudó.

Sus gatos, dice, se acostumbran a todo.

La hembra trae restos de estopa en la boca.
Quién sabe dónde va.

El macho se sienta en el vano de la puerta.
Escudriña el cielo
como un viejo que lee en las nubes
el destino del agua.

Mi hermana cuenta estas cosas
en mails brevísimos.

La distancia nos reúne.

jueves, 17 de febrero de 2011

Falsa fumadora

Había llovido.
La gente se arrimaba a la playa para juntar caracoles. Las conchas de caracol, tan frágiles bajo tus pies, se quebraban como vidrios.
Nos metimos en un bar. En cualquier lugar donde estuviésemos, habíamos armado nuestra casa de amor. En ella cabían las promesas que nos hicimos, los amores previos. Y los amores nuevos de los amores previos, también. Habíamos hablado demasiado alto, demasiadas veces, para escucharnos. Mejor si estábamos en silencio, con el mar alrededor.
“No quiero”, me decías.
Yo leía el anuncio de un libro nuevo de Patti Smith en el diario.
Un tiempo después la música sería mi única casa. Me pararía frente a la foto que Mapplethorpe le sacó a Patti en el Chelsea Hotel y me inquietaría su perfección.
Me dan miedo las cosas perfectas. A veces meto cigarrillos en el bolsillo sólo para ser una falsa fumadora.
Mi corazón se ha roto.

lunes, 14 de febrero de 2011

El amor según Los Amados


El Chino Amado, un galán de otra época, cuenta los secretos del romanticismo a los lectores (y lectoras) de Tiempo Argentino acá.
Y para saber en qué anda este grupo teatral-musical, acá.
(Las fotos son de Soledad Quiroga).

El juguete

Es difícil dejar ir a quien amaste, ver cómo se pierde al doblar una cuadra luego de decirte que esta vez va en serio, que nada de llamados ni de mails ni de alusiones a él en ningún relato. Y una dice sí, sí, sí porque la tristeza te desborda pero esta vez no vas a llorar ahí. La cabeza en alto, como John le enseñó a Yoko luego de regalarle unos lentes oscuros una tarde luminosa poco antes de que todo terminara mal. Entrás en el subte y jugás con el collar largo, de cuentas negras y brillantes, tan bonito, tan de luto. Te pasaste todo el encuentro intentando desenredar las diez vueltas de ese collar. Cuando lo lograste, no había más que decir.
Intentaste un chiste. Es que la conversación estaba siendo demasiado triste. Él hablaba de que no había querido saber nada más de vos y vos, le confesaste, te metiste en Facebook a ver sus fotos de recitales, lo googleaste, consultaste el Astropuntocom para ver cómo le iba en la vida. Tampoco era tan así pero te pareció apropiado ser un poco melodramática, mostrar alguna herida. Era un modo de contarle que la separación no te salió gratis. Ni a vos ni al malvón. Ahí dijiste lo del malvón.
Una noche él apareció en tu casa para devolverte unas pocas cosas y llevarte las suyas. Te devolvió un televisor, pero también un cepillo de dientes, algunas muestras de cremas, la gorra de baño… No da. La gorra de baño no da. ¿Por qué usabas gorra de baño por entonces? Ah, sí, porque te alisabas el pelo. ¿No te gustaban tus rulos? No. Y tenías el pelo demasiado corto. Así que cuidabas tu alisado. No hay manera de que una gorra de baño no sea ridícula. Se ve que los fabricantes de gorras lo asumieron. Así que llenaron sus gorras plásticas de colores horrendos (amarillito, rosita, verdecito agua) y las estamparon con perros, estrellas, patos, flores, trencitos. La tuya tenía trencitos. La tiraste, como todo lo demás, menos la tele, que se convirtió en una buena amiga cuando la portera te extendió su conexión, gratis. La portera es lo más. Ella conoce a todos tus novios. No son tantos. O sí. A quién le importa. ¿Por qué una chica no puede tener muchos novios? ¿Por qué sólo los varones pueden tener sexo casual? Ah, claro, tu ex no tenía sexo casual. Eso es lo que decía. Ese fue uno de los problemas. Que cuando llegó la hora de mudarse juntos, vos lo pensaste dos veces. Le preguntaste qué pasaba si a alguno de los dos le gustaba alguien más, por un rato. Le preguntaste si el deseo debe ser enterrado en un frasco, como el poroto de un germinador, para verlo crecer de cerca, para tirarlo si sale defectuoso porque así no se aprueba la clase de Biología. Le preguntaste si todo se puede tener bajo control. Y finalmente, le dijiste que no todos los días lo amabas igual.
A veces, por ejemplo, no lo querías cerca. No te parece que el colmo del amor sea dormir para toda la vida con la misma persona. La portera del edificio opina lo mismo. Lo supiste hace unos días, cuando ella se iba a algún lado y vos también te ibas a trabajar. Salieron juntas a la calle. Una vecina del primer piso le gritó “Hooooola Edith ¿dónde vas???”. Y Edith se hizo la sorda, saludó con la mano mientras me decía un poco entre risas pero también con un dejo de rabia “A ver un macho, a eso me voy. Decime qué le importa dónde voy, decime”. Edith es una señora de sesenta años, que se pasa el día limpiando los pisos y el ascensor, con un marido electricista y un hijo internado por consumo de paco. Ella mira a los novios. Si le pregunto, opina cuál es más lindo y más conveniente. Y no opina nada en las temporadas sin novios. Y se harta, como cualquier hijo de vecino, de que las mujeres del edificio le estén espiando su vida. Y cree, estás segura que lo cree de veras, que el matrimonio no soluciona todos los males y que, si ella pudiera empezar otra vez, probablemente no se hubiese casado ni con el electricista ni con nadie.
Lo del malvón, eso. Fue solamente un chiste. En un momento donde estaban intentando averiguar si cuando el te mandó tal mail a vos te cayó pésimo pero él dice que no, que no era la intención, que el tuyo sí era bravo y vos decís que no, que imposible, que se lo leíste a una amiga antes de enviarlo y lloraron juntas porque si alguien te dice lo que decías vos en ese mail por ahí revisabas tus ideas y volvías a confiar en el amor. Y él decía que sí, que claro, que eran cosas muy hermosas y profundas pero a él igual le cayó para el ojete porque estaba claro que no estabas pidiendo nada, denunciando nada, sólo diciendo adiós. Y vos te preguntabas qué otra cosa podías hacer luego de meses y meses de separación sin hablarse, si había algo más digno que decir adiós. Y no querías parecer beligerante y ni estabas en condiciones de ensayar ninguna ofensa, tal era la tristeza. Hablabas con un hilo de voz, bajabas la vista para evitar todo tipo de enfrentamiento, te concentrabas en desenredar el collar. Entonces se te ocurrió.
“El malvón se murió, pobrecito, de pena”, dijiste. Te pareció una frase genial, de bolero, de cuento para chicos un poco pasado de rosca como Platero y yo. Era una frase cómica de tan triste. Y él te miró y abrió los ojos. Y vos te envalentonaste: “El malvón estaba encantado de irse a tu casa porque en mi departamento se sentía solo. Acordate cómo se asustó cuando lo agarró la primera lluvia, en tu patio, y luego las hojas se le engrosaron y volvió a dar flores. Él necesitaba estar al aire libre. Era una planta, no un juguete. Y la pasaba bien en tu patio”, dijiste. Hiciste silencio. Levantaste los ojos y dejaste por un rato el collar. Lo que estabas diciendo era importante. “Te lo podrías haber quedado. No por mí. Por él. Cuando lo dejaste en casa, se entristeció sin remedio”, agregaste. Él te miró. No estaba seguro de que estuvieses hablando en serio. Vos tampoco. En cierto aspecto, sí. Y en otro, claro, no. Así funciona el humor. Como el deseo. Es algo por momentos contundente y por momentos, elusivo. Es algo que inquieta por su cuota de verdad, Freud lo dijo primero. Y a la vez hace las cosas tristes, más soportables.
Cuando te metiste en el subte, quizás pensabas en eso. Un chico subió con una guitarra. Tendría unos diez años, no más. Empezó a cantar temas de Nino Bravo. Decía “Noelia, Noelia, Noelia” y se agarraba el pecho mientras corría la guitarra a un lado como un rocker en momento de epifanía. Desafinaba. Era un encanto. Y también, era incómodo ese desgarro fingido. Aunque quizás el chico había padecido lo suyo, quién sabe. Al terminar, le diste unas monedas. “Son todas las que tengo”, le dijiste. Y era verdad. El chico dijo “gracias”. Y sonrió. Cuando sonríe, Dios debe tener una sonrisa así.

domingo, 13 de febrero de 2011

Última foto

Dibujaste una sirena,
su pelo largo,
escamas,
los ojos de caracol vacíos.

Hay un castillo en la arena.
También, otras cosas
sumergidas.

Te vas.

El sol tiembla.
Alguien grita.

La tarde es la más bella del mundo.

miércoles, 9 de febrero de 2011

El amor es universal

La pareja no logra hacerse entender. Él hace señas mientras señala los fiambres. No un fiambre en particular sino la góndola. Ella dice “grammous” e intenta: “mil”, “million”, y se da cuenta de que no, no es esa la cantidad, no es ese el modo de pedirlo. El chino los mira, impasible. Tiene la cara redonda, el pelo como un cepillo, un delantal de un azul oscuro. Espera. No intenta entender. Como si supiera que la ayuda llegará y si no llega, bueno, dos que se van. Otros llegarán. Así son las cosas.
--Cien gramos de jamón cocido –le explico a él mientras los miro a ellos, que asienten. Lo sé, pero no sé por qué. Quizás en ese inesperado encuentro intercultural en el supermercado, me siento más cercana a los chicos que hablan inglés. Aunque con el señor chino estamos aprendiendo a entendernos. A fuerza de ir seguido, él me saluda como a una clienta, con un leve movimiento de cabeza, con una sonrisa.
Le pregunto si tiene pan caliente. En algunos super chinos hay hornitos eléctricos, como en éste. “En diez minutos”, responde. Se ve que entiende cuando quiere. Hago gesto de fastidio fingido y me río. Adelante mío hay un canasto de mimbre con unos pocos panes chamuscados. “Diez minutos es mucho tiempo”, le respondo. Y él me hace señas de que espere. “Ocho minutos”, anuncia. “Dar vueltas en super, comprar y volver”, propone. Hace señas con los dedos, dibujando círculos en el aire. Hago señas de que no, y sigo.
En la caja hay media docena de señoras. Llevan esas bolsas ecológicas y livianas que se usan ahora. O changuitos primorosos de tela estampada. En San Telmo están esas señoras y también, las que cargan con lo que pueden en brazos, mientras intentan calmar a los niños que piden Titas o juguitos con superhéroes. Llevan bebitos a la rastra y mirada de cansancio. Viven en algunos edificios tomados, de ésos que sobreviven entre hostels y negocios de chucherías cool, como mates de acrílico transparente o morrales fabricados con restos de goma de auto.
Supongo que llegar a la chica de la caja tomará más de ocho minutos. Así que vuelvo a lo del señor chino de la fiambrería. No me ve regresar, enfrascado en sus cosas mientras corta pedazos de queso, los pesa y los envuelve en plástico. Cuando me ve, dice “volvé”. Entiendo que es, más bien, “volviste”. Y le pregunto si los panes ya están cocidos. “No, ratito”, dice y se cruza de brazos, con cara de estar esperando una guardia médica. “¿Argentina Portugal?”, pregunta.
-- ¿El partido? – le pregunto.
--Sí.
--Ganó Argentina, dos a uno.
--Ah ¿Usted juega?
Me río. Le digo que no, no juego, que vi un pedazo del partido.
--¿En bar? ¿O trabajo?
--Trabajo.
--¿Gana bien en trabajo? –pregunta el señor chino.
--Más o menos.
--¿Cuánto?
Me empiezo a reír. Hasta donde sé, una persona no le pregunta a otra cuánto gana, a menos que haya cierta confianza. Pero el señor chino me mira como si hubiese preguntado algo muy natural.
Esta tarde, en la redacción donde trabajo, apareció una de las correctoras con una amiga, una chica de unos treinta años que tenía una pollera de colores y una prestancia poco común. Bah, sonreía y parecía en calma. En estos días vi mucha gente a la defensiva, quizás sea por eso que noté el contraste. Yo soy más bien del estilo de la chica. La curiosidad, a veces, gana a la cautela. Así es como me encontré con gente maravillosa y con gente que terminó siendo horrible. Ayer, por ejemplo, compré unos libros en calle Corrientes. Pagué y me fui. Volví enseguida porque me di cuenta de que no tenía monedas y quizás en la librería pudiesen ayudarme. El chico que atendía me dijo que no. Pero luego dijo “ah, esperame” y trajo un libro gordo de Balzac, con tapas duras. Lo abrió. El libro estaba ahuecado en el centro. Era un buen lugar para esconder plata. Le pregunté cómo se le había ocurrido. Me contó que ellos, los de la librería, a veces compran lotes de libros usados. Al revisarlo, éste reveló su corazón vacío. En lugar de hojas, tenía una cinta de video. El chico me contó que la miró y que sólo había un cumpleaños infantil grabado de manera casera. Nunca sabremos por qué alguien se tomó el trabajo de esconder la cinta de ese modo. Ahí está el fin de esta historia y el comienzo posible de un buen cuento.
La chica que fue a la redacción vive hace un año en China, en una ciudad de 700 mil habitantes cerca de Beijing. “Vivo en una ciudad relativamente chica para las dimensiones de todo allá”, me cuenta. Fue por un intercambio estudiantil así que vive con un argentino, una francesa, un belga y alguno más que no recuerdo. No sabía mucho del idioma cuando llegó, hace unos ocho meses. “Ahora hablo como lo haría un chico de cinco años”, dice. O sea, puede sacar un boleto de tren, pedir sopa, quizás comprar corpiños. Y andar en taxi sin que la estén paseando de más. Admirable, en verdad. No sé qué opinaría el señor chino sobre su “edad cultural”. Quizás él también sea un chico de cinco años y con saber escribir números le basta y le sobra. El resto es ingenio.
Él saca el pan y pone cara de preocupación. De allí abajo, donde está el horno, sale humo. Vuelca los panes recién salidos en el cesto de mimbre, al otro lado de la góndola, frente a mí. Están un poco quemados. Elijo algunos y me voy.
Dos que parados en lugares muy distintos intentan comprenderse para llevar adelante un intercambio. El señor chino, vender. Yo, comprar. Y en el medio, matices poco explícitos, sutiles, donde probablemente yo piense una cosa allí donde el señor chino haya percibido otra muy distinta. Y aún así, nos decimos “adiós, hasta mañana” con amabilidad. Quizás el amor sea eso, un desencuentro constante, preguntas indiscretas dichas como si nada, un dejar hacer a pesar de todo.

sábado, 5 de febrero de 2011

El arte según Dani Umpi


Dani Umpi estuvo amabilísimo, respondiendo mis preguntas por mail para armar la nota que se publica hoy sábado en Tiempo Argentino.
En un momento de epifanía (cuando una siente que la persona que entrevista entiende lo que estás planteando y vos a la vez percibís que entendés al otro y así se quiebra, al menos por un instante, el malentendido sobre el que parecen estar construidos los diálogos entre la gente) le hice una pregunta sobre su concepto de arte. Pero me fui por las ramas, hablando de la belleza, de las posibilidades o no que el arte transforme algo de este mundo; en fin.
Él me respondió de modo muy pragmático y con los pies sobre la tierra (o la Tierra): "Uy. Las preguntas que siempre me hago. En eso también soy contradictorio. Mirá, te voy a ser sincero. Por un lado me cuesta ver TODO como arte, que cualquier cosa puede ser arte. Suena horrible, mega conservador, ya sé. No es que piense que, por ejemplo la gastronomía no es arte o que no me interese un artista que haga obras sin querer mostrarlas en un espacio artístico. Muchas cosas en ese sentido me encantan y me interesan, las disfruto, las aplaudo, pero aunque suene medio feo, me encanta la gente que hace carrera, que tiene en cuenta la Historia del Arte y se ubica de alguna manera en ese mecanismo. Me interesa bastante el mercado, la creación consciente, estratégica, el sistema. Hay algo de eso institucional que me emociona aunque aparentemente suene frío y parezca una visión burguesa, muy poco crítica, muy poco rupturista, poco punk. Son cosas que me parece que hay que respetar o, al menos, tener en cuenta, interesarse. Hay una línea, una continuidad. Las cosas no surgen de la nada. Si yo digo que lo que hago es border, o fronterizo, o lo que sea, reconozco la existencia de una institución, un devenir, una línea aunque no sea rígida y continuamente otras expresiones creativas, otras creaciones simbólicas , estén entrando y saliendo. No lo veo como algo de compartir belleza y eso. ¿Suena facho? Mirá que, en realidad, ni ahí, eh".
Le respondí: "Tu respuesta no es facha ni ahí; por el contrario, habla de asuntos complejos como qué es arte y qué no, los sistemas de legitimación, esas cosas que son urticantes porque quiebran el concepto de arte como una práctica romántica y la ubican, en cierto aspecto, como un oficio, dentro de un mercado". También reconocí que por ahí me había pasado de romántica, que no conozco muchos periodistas que hagan preguntas sobre la idea de "multiplicar belleza". Y agregué: "Ahora que la miro, es una pregunta cruza entre Walter Benjamin y Jeannette Rodriguez".
Y a los dos nos causó gracia.
La nota acá y acá.
(La foto de la nota en papel es de Marcos Medina y la que se publica acá es de Rafael Lejtreger)

viernes, 4 de febrero de 2011

Las huellas de la memoria

Una nota sobre Vestigios, un proyecto de Memoria Abierta que se puede ver en la web.

miércoles, 2 de febrero de 2011

Discos recordados

En el suplemento de cultura del diario donde trabajo,una de las secciones se llama "El disco recordado". Ahí, un/a músico/a cuenta por qué lo/a conmueve determinado disco. Sería una sección de rescates y rarezas. Ramiro García Morete, que el año pasado editó un trabajo precioso, Los Caminos, junto a su grupo, escribió un texto que se publicará el próximo domingo. El disco que Miro eligió, Blood on the tracks, me obligó a pensar en esas extrañas simetrías que se dan entre personas que no se conocen. Esto es lo que escribí, evocando mi propio disco recordado.

Escuché por primera vez Los Caminos, de Miro y su Fabulosa Orquesta de Juguete, en casa de un buen amigo, tras un mal día. ¿Quién era ese pibe capaz de escribir “nos fuimos muriendo para poder vivir”? ¿Cómo podía cantar con el desapego calmo y dulce de quien ha perdido todo, como un ciego que alimenta palomas un domingo de sol? No tenía voz de hombre mayor. Y es que Miro ni ha cumplido los treinta. Pero canta y escribe como si hubiese vivido muchas vidas.
Me bajé el CD. Al tiempo me enamoré de un chico con el corazón roto. Una mañana, en su auto, en medio de un embotellamiento, puso Blood on the tracks. Yo no lo había escuchado hasta entonces. Le dije que luego, si los autos seguían estancados, podíamos escuchar también un disco que llevaba en mi cartera. Después le hice una copia de Los Caminos y él, una del de Bob. Yo ya no subo a su auto y creo que él terminó de zurcir su corazón con otra. Pero sé que esa mañana, los dos vivimos varias vidas, con Bob y Miro como banda de sonido.

domingo, 30 de enero de 2011

Te quiero, Nick


Lo primero que leí de Nick Hornby fue Un gran chico. Era verano, hacía calor y me pasé todo el fin de semana echada en un sofá junto con el libro.
El verano pasado leí Alta fidelidad. Era verano, hacía calor y la playa se extendía a mis pies como un abismo azul y verde.
Este libro, Juliet, naked, lo leí a fin de año. Diciembre es un mes que pone nerviosa a la gente. Claro, también hace calor.
Leí más libros de Hornby en otras estaciones, pero por alguna razón, los textos suyos que más me gustan aparecieron en época estival. Será porque el verano me pone triste de a ratos y siento que este tipo sabe de qué se trata. Su escritura se sienta a mi lado para abrazarme sin pedir nada a cambio.
La reseña de su último libro, acá.

sábado, 22 de enero de 2011

Las palomas

Me asomé a la ventana y la paloma me miró con su ojo redondo. A las palomas, de perfil se les ve el ojo entero, ,no como a la gente. Entonces, es como si me hubiese mirado abarcándome en un segundo moviendo su cuellito breve y emplumado. Le dije “hola” por decir algo. Ella se había instalado en la boca de salida del calefactor del departamento del piso de abajo.
Hace un tiempo pasó lo mismo. Una paloma hizo nido allí para cuidar sus huevos. Por entonces yo tenía un novio que hacía música. A mí me gustaba su música y a él le gustaba que yo escribiera. Creímos que era suficiente.
En tres semanas los pichones tendrían que haber nacido. Pero la paloma se pasó un largo mes empollando, y nada. Finalmente se fue. El nido quedó solitario, un montón de ramas con los huevos adentro que parecían cada vez más delgados, como pieles que van envejeciendo. Pasaron soles, lluvias y vientos y las cascaritas de los huevos se volaron
También mi novio se fue. Si él leyera esto, probablemente pensaría que fui yo quien se fue. Y quizás tampoco estaría muy de acuerdo en que escriba estas cosas. Era celoso de su intimidad. Lo entiendo. Días atrás, unas amigas publicaron en Facebook unas fotos de una reunión preciosa que hicimos mientras estuve de vacaciones en mi pueblo natal. Al fin, les pedí que dejaran de incluirme. Una noche, un amor, un gesto pueden ser mostrados si hablan de algo más que de sí mismos. La literatura no hace más que chusmear en vidas ajenas, a veces reales y a veces inventadas, pero funciona cuando dice algo que trasciende la anécdota. Y en el Facebook no hay lugar para eso. Lo entendieron, claro. Y dejaron mi muro en paz no sin antes escribir un par de ironías como esos cuetes que los chicos arrojan a la hora de la siesta para joder a los vecinos.
Justo cuando volví de mi lugar natal, encontré otra paloma, la que me mira de perfil. Esta semana llovió fuerte una mañana y ella se quedó donde estaba aunque no fuera un lugar protegido y se mojase. Me gusta pensar que esta vez nacerán los pichones.
Ahí donde veo un quiebre de tiempo entre la primera paloma y ésta, en verdad sólo hay continuidad. Lo interesante es que nunca las cosas siguen ocurriendo del mismo modo luego de que ciertas personas amadas o ciertos hechos recordados pasan por nosotros. Entre alguien que llega o alguien que se va, una puede trazar una línea. Pero sospecho que en definitiva la vida es otra cosa, un fluir constante, un caudal rumoroso que cambia de color pero no cesa, ni aún cuando dejamos de estar.

lunes, 17 de enero de 2011

Fabián Casas y Vincent Moon

Notas en Tiempo Argentino aparecidas en el suplemento de Cultura.

Entrevista a Fabián Casas. El texto acá.

Pequeño perfil de Vincent Moon. El texto acá.

viernes, 14 de enero de 2011

Pequeños relatos míticos

i) A mi mamá no le preocupa la mudanza, sino el par de gatos que hace años viven con ella. Los pondrá en una habitación, solitos, en la nueva casa de la ciudad también nueva hasta que ellos mismos decidan salir. Ella dice que los animales no tienen noción del futuro, así que no angustian por lo que vendrá. Tampoco saben qué es el pasado, así que no evocan otros tiempos. Viven, eso es todo. Y en el hoy de los bichos sólo están sus largas siestas. Hace mucho, Walt Whitman habló de eso mismo, de los animales. Su poema estaba escrito en un libro para chicos que busco por la casa y no encuentro. Mi mamá lo regaló, al igual que un vestido lleno de mariposas que sólo usé una vez.

ii) Hace un rato salí del kiosko y me crucé a Cristian. Fuimos juntos al jardín de infantes, éramos vecinos, jugábamos a salir por el barrio para cazar gente como el Hombre Gato, El Pitufo Asesino o La Llorona. Él dijo “hola” y yo dije “hola” y los dos fumamos nuestros cigarrillos en silencio. Supongo que no se nos ocurrió nada bueno para decir, nada mejor que todas esas tardes que no recordamos.

iii) La plaza de noche huele a eucaliptos y a tierra húmeda.

iv) LaDany dice que tras la muerte de su amiga, siente que perdió la personalidad. Que todo su ser quedó partido y perdido “una parte acá, otra en Saturno, otra andá a saber”. Y sabe que los pedazos no se volverán a unir del mismo modo. Quizás ni sean los mismos pedazos.

v) El pueblo se detiene entre las doce y las cuatro de la tarde. Si te parás en el medio de una calle, podés ver cómo se pierde hacia un costado y otro, a lo lejos.

vi) La gente va a los clubes, tiene sus propias piletas o amigos con pileta. Se socializa el derecho al chapuzón.

vii) Rosita tiene 98 años. Dice que no quiere vivir más, que todas las personas que quiso se murieron, que para ella no es un problema morirse sino seguir respirando.

viii) En este pueblo hay tres hamacas que se mecen solas. Nadie las empuja, ellas se hamacan cuando quieren, porque sí. Mucho rato. Ayer lo hicieron otra vez, con una calma narcótica. Las necesito más histéricas. Así, tranquilas, no quedan bien en la filmación.

ix) Bruno tiene siete años. Su madre le dice que yo vivo en Buenos Aires. Me pregunta si soy amiga de Ricardo Fort. Le presto mi cámara de fotos y salimos a dar una vuelta. Hace click por acá y por allá. “Te saco fotos para que te acuerdes del barrio”, dice.

x) Hace una semana, Bruno me vio en una foto y le preguntó a su madre quién era yo, que no se acordaba de mí. Hoy pasó en moto con su padre y me saludó con una sonrisa. Ahhhhhh, muero de amor.

xi) A esta altura, mucha gente de mi edad tiene hijos, con rasgos parecidos a sus padres. Yo recuerdo esos rasgos en esos padres cuando niños. No sé si será por el paso del tiempo o por el hecho de que en general, no volví a ver a los padres, nunca antes había visto esos niños.

xii) En la plaza, de noche, un hombre juega al fútbol con sus dos hijos.

xiii) Vi a mi padre después de un año. Vino a verme desde el campo donde vive desde que se separó de mi madre, cinco años atrás. Usa una camisa blanca con rayas finas, un cinturón Nasa y una mochila. Dice que quiere comprarse una computadora para tener Internet y Skype. Que su amigo le dijo que se compre una netbook usada para empezar a entender lo básico. Mi viejo nunca había tenido amigos, ni había mostrado interés por la tecnología ni por comunicarse con nadie. Él sólo se dedicaba a llevar adelante una panadería y leer obsesivamente el diario cada día. Yo no sé si hago algo muy distinto, aunque no trabaje en una panadería.

xiv) Hace unos días, los perros del campo le robaron el celular. Eso dice mi viejo que hicieron los perros. Se lo llevaron y lo dejaron por ahí. Después de una lluvia, lo devolvieron, magullado. Pero a tarjeta, anda.

xv) Mi madre se compró un vestido que no usa. Me lo probé. Me queda bien. Aunque sea amarillo patito. Aunque tenga puntillas. Aunque mi madre me lleve treinta y cinco años. Sépanlo, muchachos, cuando evoquen ese chiste idiota que dice que para ver cómo será una chica en el futuro, hay que mirar a su madre. Yo me parezco a ella por las caderas. Y por cosas más secretas que sólo alguien muy valiente averiguará.

xvi) Tengo una prima de cuarenta años, que padece autismo. Es corpulenta, con la carita redonda y lisa como una manzana y los ojos perdidos. Se mueve todo el tiempo, agita las manos, dice “ah, ah, ah”. Estoy charlando con mi tía y en un momento la chica vuelve con un equipo de música chiquito. Se lo pone en la falda. Mi tía me explica que su hija escucha música y que sabe ponerla a todo volumen. Mi tía tiene ojos de perro asustado, de hartazgo, de decepción y a veces siento que odia a sus sobrinos a pesar suyo, porque seguimos creciendo ahí donde mi prima se retiró del mundo. Mi tía repite que su hija escucha la música a todo volumen y que sabe bailar.

xvii) A las doce de la noche, un ejército silencioso de mujeres invade la ciudad: las barredoras. Hace unos años, el municipio compró unas barredoras mecánicas, unos carritos con cepillos redondos adelante que a veces yo veía cuando volvía tarde de bailar. Pero estas mujeres reciben planes sociales y parece que la gente, la que no recibe planes sociales y tiene muchas hectáreas de soja, puso el grito en el cielo para que “hagan algo”. Así que las barredoras mecánicas quedaron herrumbadas en algún galpón y las mujeres hacen el trabajo a mano. Limpian con sus escobas todos los cordones de la ciudad. Se dividen por zonas. Empiezan a la medianoche para terminar cerca de las siete de la mañana, cuando la gente, la otra, va a tomar café a un bar coqueto y a molestar a las mozas, que a esa hora, tan temprano, están dormidas y malhumoradas, con toda razón.

xviii) Le voy a comprar trocitos Whiskas a los gatos. En la veterinaria tienen una docena de jaulas, acomodadas de a tres, clavadas contra la pared. En ellas hay cotorras verdes, blancas, unos pajaritos que se llaman “diamantes”, mirlos, corbatitas, jilgueros, canarios. De algunos ejemplares hay muchos pájaros; de otros uno o dos. Todos cantan y no creo que se escuchen entre sí. Es como si vivieran en un edificio hecho con alambre y palitos.

xix) Vista de costado, la ciudad es una mancha verde, con césped prolijo y tilos y palos borrachos. A medida que vas entrando, es de otros colores.

xx) Anoche llovió un rato. Me quedé bajo el alero de la casa de mi amiga Natalia, al borde de la vereda. Hablamos de todas las noches de verano que fuimos al kiosko de Harry para que nos vendiera alfajores Fantoche fríos, que ponía a congelar junto con las cervezas. Harry es bombero. Pasamos muchas noches en su kiosko cuando éramos adolescentes. Tantas, que nos invitó a su casamiento. La novia llegó a la iglesia en autobomba y nosotras les regalamos un calefoncito eléctrico.
También nos contamos historias míticas de una ciudad que abandoné.