La pareja no logra hacerse entender. Él hace señas mientras señala los fiambres. No un fiambre en particular sino la góndola. Ella dice “grammous” e intenta: “mil”, “million”, y se da cuenta de que no, no es esa la cantidad, no es ese el modo de pedirlo. El chino los mira, impasible. Tiene la cara redonda, el pelo como un cepillo, un delantal de un azul oscuro. Espera. No intenta entender. Como si supiera que la ayuda llegará y si no llega, bueno, dos que se van. Otros llegarán. Así son las cosas.
--Cien gramos de jamón cocido –le explico a él mientras los miro a ellos, que asienten. Lo sé, pero no sé por qué. Quizás en ese inesperado encuentro intercultural en el supermercado, me siento más cercana a los chicos que hablan inglés. Aunque con el señor chino estamos aprendiendo a entendernos. A fuerza de ir seguido, él me saluda como a una clienta, con un leve movimiento de cabeza, con una sonrisa.
Le pregunto si tiene pan caliente. En algunos super chinos hay hornitos eléctricos, como en éste. “En diez minutos”, responde. Se ve que entiende cuando quiere. Hago gesto de fastidio fingido y me río. Adelante mío hay un canasto de mimbre con unos pocos panes chamuscados. “Diez minutos es mucho tiempo”, le respondo. Y él me hace señas de que espere. “Ocho minutos”, anuncia. “Dar vueltas en super, comprar y volver”, propone. Hace señas con los dedos, dibujando círculos en el aire. Hago señas de que no, y sigo.
En la caja hay media docena de señoras. Llevan esas bolsas ecológicas y livianas que se usan ahora. O changuitos primorosos de tela estampada. En San Telmo están esas señoras y también, las que cargan con lo que pueden en brazos, mientras intentan calmar a los niños que piden Titas o juguitos con superhéroes. Llevan bebitos a la rastra y mirada de cansancio. Viven en algunos edificios tomados, de ésos que sobreviven entre hostels y negocios de chucherías cool, como mates de acrílico transparente o morrales fabricados con restos de goma de auto.
Supongo que llegar a la chica de la caja tomará más de ocho minutos. Así que vuelvo a lo del señor chino de la fiambrería. No me ve regresar, enfrascado en sus cosas mientras corta pedazos de queso, los pesa y los envuelve en plástico. Cuando me ve, dice “volvé”. Entiendo que es, más bien, “volviste”. Y le pregunto si los panes ya están cocidos. “No, ratito”, dice y se cruza de brazos, con cara de estar esperando una guardia médica. “¿Argentina Portugal?”, pregunta.
-- ¿El partido? – le pregunto.
--Sí.
--Ganó Argentina, dos a uno.
--Ah ¿Usted juega?
Me río. Le digo que no, no juego, que vi un pedazo del partido.
--¿En bar? ¿O trabajo?
--Trabajo.
--¿Gana bien en trabajo? –pregunta el señor chino.
--Más o menos.
--¿Cuánto?
Me empiezo a reír. Hasta donde sé, una persona no le pregunta a otra cuánto gana, a menos que haya cierta confianza. Pero el señor chino me mira como si hubiese preguntado algo muy natural.
Esta tarde, en la redacción donde trabajo, apareció una de las correctoras con una amiga, una chica de unos treinta años que tenía una pollera de colores y una prestancia poco común. Bah, sonreía y parecía en calma. En estos días vi mucha gente a la defensiva, quizás sea por eso que noté el contraste. Yo soy más bien del estilo de la chica. La curiosidad, a veces, gana a la cautela. Así es como me encontré con gente maravillosa y con gente que terminó siendo horrible. Ayer, por ejemplo, compré unos libros en calle Corrientes. Pagué y me fui. Volví enseguida porque me di cuenta de que no tenía monedas y quizás en la librería pudiesen ayudarme. El chico que atendía me dijo que no. Pero luego dijo “ah, esperame” y trajo un libro gordo de Balzac, con tapas duras. Lo abrió. El libro estaba ahuecado en el centro. Era un buen lugar para esconder plata. Le pregunté cómo se le había ocurrido. Me contó que ellos, los de la librería, a veces compran lotes de libros usados. Al revisarlo, éste reveló su corazón vacío. En lugar de hojas, tenía una cinta de video. El chico me contó que la miró y que sólo había un cumpleaños infantil grabado de manera casera. Nunca sabremos por qué alguien se tomó el trabajo de esconder la cinta de ese modo. Ahí está el fin de esta historia y el comienzo posible de un buen cuento.
La chica que fue a la redacción vive hace un año en China, en una ciudad de 700 mil habitantes cerca de Beijing. “Vivo en una ciudad relativamente chica para las dimensiones de todo allá”, me cuenta. Fue por un intercambio estudiantil así que vive con un argentino, una francesa, un belga y alguno más que no recuerdo. No sabía mucho del idioma cuando llegó, hace unos ocho meses. “Ahora hablo como lo haría un chico de cinco años”, dice. O sea, puede sacar un boleto de tren, pedir sopa, quizás comprar corpiños. Y andar en taxi sin que la estén paseando de más. Admirable, en verdad. No sé qué opinaría el señor chino sobre su “edad cultural”. Quizás él también sea un chico de cinco años y con saber escribir números le basta y le sobra. El resto es ingenio.
Él saca el pan y pone cara de preocupación. De allí abajo, donde está el horno, sale humo. Vuelca los panes recién salidos en el cesto de mimbre, al otro lado de la góndola, frente a mí. Están un poco quemados. Elijo algunos y me voy.
Dos que parados en lugares muy distintos intentan comprenderse para llevar adelante un intercambio. El señor chino, vender. Yo, comprar. Y en el medio, matices poco explícitos, sutiles, donde probablemente yo piense una cosa allí donde el señor chino haya percibido otra muy distinta. Y aún así, nos decimos “adiós, hasta mañana” con amabilidad. Quizás el amor sea eso, un desencuentro constante, preguntas indiscretas dichas como si nada, un dejar hacer a pesar de todo.
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