jueves, 1 de marzo de 2012

Con esta boca, en este mundo

El tipo es un pelotudo. Eso dice de sí mismo el que está hablando por esa radio que el taxista puso a todo volumen. “Soy un pelotudo…” seguido de una anécdota banal sobre el precio que pagó por unos fideos de exportación que le vinieron con cucaracha muerta. El chiste es celebrado por una chica que habla de “probar el paquete” y otro más que mezcla el paquete que lleva entre las piernas con las bondades de los labios de la chica y todo con música punchi punchi de fondo.
El taxista pega un manotazo sobre el asiento. Resopla. Otro semáforo en el que quedamos varados. Una cola de autos por delante, otra por detrás, camiones, motos que se abren paso como surfers avezados en esto de andar por arriba de las olas. “Todo es culpa de la yegua, que se le da por cerrar la calle para pasar, no vaya a ser que le pongan una bomba, que bien puesta estaría”, suelta el taxista. Es que la presidenta dará inicio a las sesiones legislativas en el congreso. Estamos por ahí cerca. Las cuadras están valladas, con policías con pecheras de un naranja furioso. Pienso que no tengo que responderle nada al taxista. Con ciertos taxistas no se habla. Para qué. Se sienten dueños de esas dos ruedas que transforman en bar, en escenario de sus dramas, en piecita donde tocarse la entrepierna cuando no hay pasajeros y se aburren. Entonces, para qué. Tengo una amiga cuyo marido es taxista. No le gustaría leer esto. Bueno, su marido no debe ser así. Y una no puede quedar bien con todo el mundo.
El problema es que el taxista no puede remontar la fila de autos. Eso lo pone frenético. Vamos a paso de hombre. No importa, salí con una hora de anticipación para llegar a la entrevista con una poeta que se ocupó de escribir de otra. De Olga. Es raro, Olga aparece en mi vida cada vez que espero. La primera vez, a comienzos de los noventa, yo estaba en un comité en Firmat donde íbamos los que militábamos más o menos orgánicamente en el Frente Grande. Yo no tenía edad de votar pero el clima asfixiante del menemismo no dejaba alternativas: o te volcabas a la idea de que había que viajar a Roma y volver contando que era una ciudad vieja, o te ponías a militar en algún lado o a quemarte la nariz con merca o a escuchar los Redondos o todo junto. A mí se me dio por lo primero. Y ahí estaba, esperando que llegaran unos compañeros para una reunión. Cuando apareció Don Molina. No recuerdo cómo se llamaba. Caminaba bamboleándose porque el cuerpo medio gordo ya no se sostenía en su eje. Pero el señor andaba siempre peinado, con unas camisas blancas y un Particulares medio caído sobre el labio. Cuando hacíamos un asado, de madrugada, le pedíamos puchos porque él era al único que le quedaban. Para entonces, ya habíamos fumado todo lo demás. Los Particulares eran el tiro de gracia para mis jóvenes pulmones, que al día siguiente se curaban con unos mentolados, los Kool, que tampoco nadie me pedía al final de la noche.
Pero Olga. No sé cómo apareció. Creo que hablamos de poesía, de Juan Gelman, de Oliverio Girondo, de Edgar Bayley, de Juana Bignozzi, de toda esa gente que una se podía servir de la biblioteca popular de Firmat. Un gusto, por ejemplo, toda la colección de poetas y narradores del Centro Editor de América Latina. En fin, un nombre fue llevando a otro y Don Molina me contó que había conocido a Olga. Y a la semana cayó con un libro de Olga, Con esta boca en este mundo.
Para una adolescente, ese título es una declaración de principios. No te pronunciaré jamás, verbo sagrado, / aunque me tiña las encías de color azul / aunque ponga debajo de mi lengua una pepita de oro, / aunque derrame sobre mi corazón un caldero de estrellas / y pase por mi frente la corriente secreta de los grandes ríos.
Olga fue una de esas personas que me enseñaron que hay misterios que no deben clausurarse. Claro que llevó tiempo. Recién ahora, por ejemplo, estoy empezando a aceptar que una no puede saber todo de un poema, de una persona, de cada mundo que se te aparece. Me hice periodista para averiguar cosas, para conocer mundos y ahora me encuentro con una escritora con la que haré eso llamado “clínica de obra” que me dice “y sí, a los periodistas les cuesta que sus textos literarios se le animen al delirio”. Puede ser, pero el delirio está en la calle y no puedo dejar de mirar eso con fascinación. Pero quizás sea hora de aceptar este asunto de los mundos misteriosos, que se van alineando como se les canta, y una no puede más que decir “ah” y buscar la forma de ordenar ese caos en una hilera de palabras que, de todos modos, nunca son suficientemente buenas.
Como el día que me mandaron de una revista, cuando ya estaba en Baires, a hacerle una guardia a Ernestina Herrera de Noble. Acababa de comprarme la antología de poemas de Olga que había publicado el Fondo de Cultura Económica. Allí estaba, otra vez, la boca de Olga, ese poema de la señora tomando sopa “se quedará sin fiesta, sin amor, sin abrigo”. Y yo me protegía de esa guardia que parecía al cuete (porque en una época me mandaban a hacer cosas que eran bien al cuete) con los poemas de Olga. Entonces se abrió el portón de la casa señorial y entró el auto de Magnetto y la señora que ya no sé si toma sopa pero toma todo, como la perinola, esperando a Magnetto y el fotógrafo y yo, ahí, volviendo a la redacción de raje con unas fotos frescas, recién cazadas, de un encuentro que era clave. Y más tarde Magnetto preguntándole a Fontevecchia cómo fue que se filtramos el dato, qué armas de inteligencia aplicamos. No sé, el periodismo te sorprende. Pero la sorpresa dura poco porque el periodismo, a la vez, te engulle y lo que hoy es importante dentro de un rato deja de serlo. Y a otra cosa.
Ahora, entonces, estoy aquí, con Olga, rozando el libro con los dedos mientras pasan los minutos y pienso que ya está bien. Una hora y pico arriba del taxi para llegar a Scalabrini Ortiz y Córdoba. La poeta no me espera ya. Le explico la situación de la demora, que la ciudad colapsó, que a Macri se le dio por no hacerse cargo de los subtes porque es como un adolescente siempre triste, enfermo de boludez, que en el fondo nunca jugó a la pelota. Será por eso, porque nunca jugó a la pelota, que no entiende mucho de cierto espíritu colectivo necesario para hacer política. Él se enoja y se lleva la pelota a la casa. Ni siquiera, la deja ahí, con desgano, mañana puede comprar otra pero nunca alcanza. No, no le digo todo esto a la poeta, que de todos modos empieza a las vueltas, que ya se va, que lo dejamos para otro día.
Una ambulancia avanza de manera trabajosa entre esa multitud de autos que se corren como animales cansados. La sirena tapa la voz de la poeta. Veo el perfil del tipo que maneja la ambulancia. Es pelado, tiene lentes, gesto grave, me pregunto en qué va pensando. No quisiera estar en su lugar. Con todo, si la poeta sigue enojada, no pasa nada. Sé que es rubia, sé que mañana se le pasará, sé que ni su vida ni la mía están en ese instante en juego. Sé que una nota más o una nota menos no son en el fondo, nada. El de la ambulancia va rumbo a un misterio pesado, nada poético. Que le abran paso. Que lo dejen ir. Que esta ciudad que hoy me muerde los talones se vaya sosegando mientras cae la tarde. Luego, a la noche, haremos las pases ella y yo, solas, cuando nadie mire, en la intimidad de una ventana que sólo nosotras conocemos. Olga, yo quiero abrigo. No quiero quedarme sin fiesta, sin amor. Pero en este sencillo acto acepto que me lleva una corriente secreta. Todo lo que tengo es mi boca para nombrarla. En el mundo que me ha tocado. Olga, ¿eso es suficiente?