domingo, 19 de septiembre de 2010

Flores de septiembre


En 2003 participé de la organización del Bafici en Rosario. Es decir, una selección de pelis exhibidas en Buenos Aires que luego también se proyectaron en otros lugares. Allí conocí el documental Flores de septiembre, que por entonces estaba recién terminado. Este trabajo relata la desaparición de un grupo de alumnos del colegio Carlos Pellegrini. Recuerdo que cuando terminó la proyección, la sala quedó en silencio. Pasó un minuto, quizás dos, antes de que estallaran los aplausos.
Por esos días entrevisté a los realizadores y escribí una nota para El Eslabón. La nota comenzaba diciendo: “Así trabaja la esperanza:/la torturan y no habla/no habla con la policía/ no habla con el juez/ no habla con almirantes/no habla con la muerte señora” escribe el poeta Juan Gelman bajo el cielo enrarecido de Buenos Aires, en 1975, pocos meses antes del golpe militar.
Desde allí hasta hoy, la palabra ha tejido los hilos sutiles que preservan nuestra memoria histórica. “Flores de septiembre” es un documental que habla de la represión a partir de un puñado de historias del cuarto año turno noche del Colegio Carlos Pellegrini, dependiente de la Universidad de Buenos Aires. En él se narran vivencias duras, que se van entrelazando en torno de la amistad y la militancia compartida por Mauricio Weinstein, Rubén Benchoam y Juan Carlos Mártire, tres alumnos de aquel curso, militantes de la Unión de Estudiantes Secundarios (UES), ligada al peronismo revolucionario”.

Muchas cosas han cambiado en el país desde esos días gobernados por Eduardo Duhalde tras la caída de De la Rúa. Algunos de los cambios más importantes son los avances en la recuperación de la memoria histórica, la apertura de juicios para encarcelar a los asesinos responsables de tanta muerte, los avances que ha hecho el Equipo de Antropología Forense en la identificación de restos de personas desaparecidas. Sin embargo, la película es de una asombrosa actualidad en medio de las tomas de colegios secundarios en demanda de mejoras educacionales, quizás porque la memoria se nutre a medida que la gente deja el miedo y habla y participa.
Para escribir la nota que publiqué en Tiempo Argentino visité el Pellegrini, que hasta entonces era para mí sólo un fotograma. También lo eran Alejandra Naftal o Gustavo Frojan, compañeros de los chicos desaparecidos. Y los familiares de Laura Feldman o Claudio Braverman, cuyas historias también se relatan. Pero, mientras me involucraba en la escritura de la nota, esa gente recuperó su carnadura, su dignidad, su dolor.
El jueves pasado fui al estreno comercial de Flores de septiembre en Artelplex Belgrano. Y allí estaban todos los que podían estar.
Cuando una escribe una nota, no sabe muy bien qué efecto tiene en la persona que lee. La escritura y la lectura son dos actos solitarios y quizás por eso me hubiese gustado ser estrella de rock, porque una enseguida puede percibir lo que sucede del otro lado. Pero acá estoy. Y el jueves vi a la gente que da testimonio en la peli leyendo lo que yo había escrito. Luego los realizadores me presentaron a Alejandra, a Gustavo, a otros. Nunca olvidaré el modo en que Alejandra me abrazó o el gesto breve que hizo Gustavo al decir “gracias”. Son esos momentos donde la emoción es anterior a cualquier otra posibilidad de relato.
La nota aparecida en el diario, acá.

El espacio diminuto


Soy una chica y sos un chico.

Hay entre nosotros un destello, una palabra, dos, tres, muchas palabras, hay nombres, otros nombres que pueblan nuestra vida, hay un perro que vivía en tu terraza, hay un gato que adoptaste hace poco, hay silencios, hay un mensaje de texto y otro de respuesta y otro sin respuesta, hay viajes y huellas, hay fotos en tu billetera, hay tickets de las últimas compras que hice en la mía y preguntás por qué yo no tengo fotos en la billetera pero tampoco en la casa y yo no sé muy bien qué responder a eso, hay sangre de vez en cuando escapando de mis piernas, hay valijas cerradas en la casa de tu madre que vas abriendo despacio, hay un paraguas transparente con el que me pasé la noche mirando las estrellas una vez de chica hacía un tiempo espléndido en Buenos Aires pero yo no sabía lo que era un paraguas porque de donde venía nunca había lluvia. Hay un rastro de cigarrillo en tu piel desparramada en mi almohada, hay una anécdota que contó una amiga sobre un tipo que le dijo que se pasó la noche mirándola dormir desnuda pero no lo dijo de un modo romántico sino más bien como quien se pasó las horas abriendo un boquete en la pared para robar un secreto que de otro modo nunca le hubiese pertenecido. Hay otro amigo que se saca los pantalones cuando toma demasiado whisky y luego manda mails pidiendo disculpas. Hay quien me cuenta que buscaba a su padre entre la gente a comienzos de los ochenta porque alguien le dijo que si había faltado de casa por años es porque unos policías se lo llevaron y lo dejaron perdido en la ciudad, donde él no recuerda el camino de retorno. Hay un novio que me trató mal. Hay una novia cuyo nombre es al mismo tiempo la sal sobre la herida abierta y el talismán contra una próxima desgracia.

Soy un chico y sos una chica.
El diminuto espacio entre una palabra y otra es suficiente para romper el equilibrio del cielo.

(La imagen pertenece a http://thotigacias.blogspot.com/)

martes, 7 de septiembre de 2010

Al borde del cumpleaños

Además de un límite, la frontera es eso que pone a las cosas en tránsito.
(Pablo Makovsky)



Esta mañana recibí un sobre lleno de libros. Uno de ellos, editado por la editorial municipal de Rosario, se llama, justamente “Rosario, esta ciudad”. Es un libro de fotos tomadas por gente pro y aficionada, cuyo trabajo fue seleccionado por concurso. Como se explica en la introducción, para guiar en algo a los/as artistas, se armó una lista de más de quinientos términos que trataban de sugerir “lo inabarcable de una realidad urbana”. Y la lista incluía estas palabras, así, sin comas ni nada: garajes barcos familias tapiales perros autoservicios carteles publicitarios pizzerías circunvalación ventana lluvia vendedores ambulantes terraplenes… Y seguía.
No digo nada nuevo ni original si cuento que me emocioné al ver el resultado. Una es capaz de olvidar todo lo que ha visto, pero cuando las imágenes vuelven desde afuera, el olvido se disgrega. O se mezcla con el recuerdo y crea fotos difusas, que se superponen con las que están ahí, mirándote.
No es el hecho de recordar el río Paraná desde el ascensor del museo de arte contemporáneo. Es saber que alguien apretó el obturador allí donde una miró una vez. Desde ese mismo lugar vi una tarde cómo una empresa constructora hacía explotar unos silos añosos cercanos al puerto. Derribarlos era necesario para construir allí unas torres de edificios coquetos. No son los trenes detenidos en un lugar del bajo. Es recordar cuántas veces vi esos trenes desde arriba, como los ve quien tomó la foto, mientras cruzaba el puente, mientras pensaba en un hombre que ya no está conmigo o en amigos que hace mucho que no veo o en un paisaje que quedó ahí mientras yo me vine acá.
Reconozco la zona sur de la ciudad, con esas paredes pintadas con Eva y Perón y las avenidas anchas y esos negocios detenidos en el tiempo. También la estatua en medio de una fuente sin agua del garage Apolo. Es difícil explicarle a alguien que no es de Rosario que hay un garage de autos que en fondo tiene todo eso. En ningún otro lugar las azoteas son tan bonitas. Y la luz de la tarde cae oblicua sobre una terraza mientras las nubes se disuelven en la noche y las golondrinas migran. Yo lo vi. Ahora mi corazón lo vuelve a ver, por obra de estas fotos que llegaron hoy a la redacción de un diario de Buenos Aires donde trabajo.
Cuando volvía en el subte a casa, miraba el libro y pensaba que quería escribir algo sobre él. También sobre mi cumpleaños. Las dos cosas no tienen nada que ver pero a veces sucede que una siente que debe escribir así, sobre cosas poco integradas porque finalmente algo bueno sucede.
Es un poco hedonista querer decir algo sobre una que no le interesa a nadie. O sea, sé que hay gente que te felicita por tu cumpleaños pero no sé si eso te da derecho a postear algo al respecto. Y la conclusión a la que llegué es que los textos que me gustan en general no cuentan grandes historias. Inclusive muchos/as escritores/as hablan de sí mismos/as sin inconvenientes. Lo que hace bellos a esos textos es la capacidad de quien escribe de contar algo más allá de sí pero poniendo en la escritura toda la sinceridad de la que se es capaz.
Mi madre me mandó una carta hace unos días. Una carta con su letra cursiva de maestra jubilada a quien le inculcaron que debía dar el ejemplo con una caligrafía clara y hermosa, que entendiera hasta el del último banco. Ella escribe así. Me contó que le han empezado a ofrecer el asiento en el colectivo. Se rió de eso. Por alguna razón, yo me puse a llorar. Supongo que por el hecho de que mi madre tiene casi la edad de mi abuela materna al morir. Nunca antes había pensado en la muerte de mi madre. “Si la carta era de reír”, me decía mi vieja cuando hablamos por teléfono después. Pero claro, ella entiende que somos una familia de mujeres duras de corazón blando. Y lloramos como locas por cualquier pavada. “No llores en tu cumple”, advirtió mami como quien se dice algo a sí misma más que a otros/as. No puedo, mami. Estoy en la frontera de un nuevo año. Y por suerte, hay muchas cosas en tránsito.
Hay un instante del día (o del año, al menos) en que una piensa en todas las personas que ama o amó, en todas las personas que se cruzaron en tu vida un rato o mucho rato, en todas esas fotos que llevás prendidas del alma para que el viento a veces las mueva, las desacomode, se las lleve consigo a otros lugares (es que a veces no hay más remedio que irse).
Pienso en todas esas personas, con la cabeza o con el corazón.
Y pienso en dos niñitas que no conozco, Esmeralda y Olivia. Una está por nacer, la otra nació hace días. No viven en la misma ciudad ni sus madres ni sus padres se conocen ni comparten nada. Pero ellas marcan los dos extremos de las geografías donde me muevo: la casa materna y mi lugar aquí, hoy. Y son también la esperanza de lo que vendrá. En el medio, Rosario, la república creativa a la que estoy aprendiendo a volver. Hacia atrás, el pasado. Por delante, la vida tumultuosa. No es poco.
Feliz cumple.

lunes, 6 de septiembre de 2010

Sobre los casamientos

No estar de ánimo es decidir que los casamientos son una porquería.
Cuando era chica amaba los casamientos, las fiestas en general. En mi pueblo se hacían en el gimnasio de un club, a la luz cegadora de unos reflectores poco románticos que hubiesen escandalizado a cualquier wedding planner. En el gimnasio se practicaba básquet, así que los novios solían decorar los aros para encestar con globos y guirnaldas de nylon. Acomodaban a los invitados a lo largo de tablones forrados en papel. Nada de mantelería. ¿Para qué si con tanto costillar, tanto pollo asado, tanto vinagre en la ensalada, el papel quedaba hecho un estropicio? Porque un casamiento era, ante todo, una excusa para comer como si Belcebú te hubiese avisado que llegó tu hora, como si fuese la última vez que probarías un ojo de chancho o esas cosas asquerosas que la gente disfruta.
También estaba la orquesta que amenizaba la velada. Ricardo Guidobaldi y su conjunto Los Diablos, por ejemplo. Guidobaldi tocaba el acordeón de un modo rockerísimo, era como un Leonard Cohen del acordeón, elegante, atildado, calmo, que la descosía. Él era, en verdad, peluquero. En su peluquería tenía un poster de Rosana Falasca y otro de María Rosa Yorio. Yo miraba esos posters cuando pasaba por la vidriera porque siempre me intrigaba saber cómo se peinaban las mujeres grandes. Ellas usaban túnicas y pelos desprolijos que no me gustaban porque yo era una chica formal, que adoraba que cada cosa estuviera en su lugar. Esas hippies, Dios, que manera de afearse. Les iba a mostrar los Musicuentos con dibujos de Cenicienta para que entendieran cómo debía arreglarse el pelo una mujer adulta.
La que se peinaba bien era la madre de Giuliani, que tenía una zapatería a dos cuadras de casa. Usaba su pelo oscuro batido y se sentaba en la entrada de la zapatería con su gata en brazos, las uñas pintadas y mucho maquillaje, con la espalda erguida contra la silla de mimbre como una reina. Daba gusto. Giuliani hijo tenía cara de nada y atendía la zapatería de a ratos. También tocaba algo, no me acuerdo qué, en la orquesta de Guidobaldi. En fin, que la orquesta estaba formada por gente laburante que los fines de semana se ponían chalecos y camisas de seda y amenizaban casamientos y cumpleaños de quince con unas cumbias de letra inocentona. Con el tiempo, a Guidobaldi le empezaron a hacer competencia dos muchachos jóvenes y pintones, que encima abrieron una peluquería en la avenida Santa Fe, la del centro. Cuando te ibas a cortar el pelo, te servían coca cola, te mostraban revistas de moda importadas, escuchaban música en grabadores doble casetera ultra sofisticados. Pero Guido siguió tocando sus temas, cortando el pelo a la vieja usanza mientras sentaba al cliente en un sillón de cuerina que pedía descanso. Quizás todavía haga todas esas cosas.
En fin, que un casamiento allí no era una puesta en escena sino una excusa para juntarse. Es verdad que a veces me aburría cuando el asunto se extendía demasiado y a mí me entraba sueño. La hija de unos amigos de mi papá se casó un mediodía y estaba muy hermosa, como una verdadera princesa de Musicuentos, con su vestido blanco y su juventud. Pero ya a las cuatro de la tarde yo me quería volver a casa. Me entretuve durante unas horas dándole de comer ensalada a un chivo, que estaba atado al fondo del tinglado donde había sido la fiesta. El chivo, pobrecito, se las apañaba para estar parado en medio de una pila de escombros a punto de derrumbarse.
Con el tiempo y luego de ir a varios casamientos en Rosario cuando me mudé ahí de grande, aprendí que una fiesta es, para ciertas personas, un modo de evidenciar status. Ya no se comía hasta el hartazgo sobre caballetes de madera sino que se contrataba decoración, vajilla, mozo, catering, iluminación, disc jockey y se presentaban platitos con raciones mínimas pero muy primorosos. Y los novios se daban besos mezquinos en medio de la opulencia.
Sin embargo, las cosas pueden ser de otro modo, siempre.
Me refiero a que hay gente que se sigue casando por amor. Y que le pone onda, pero no se endeuda hasta la quinta generación para tirar la casa por la ventana una noche. Son los menos, pero los hay.
Cecilia y Pablo se casaban y hacían su fiesta en una quinta de Pilar. Hasta allá fuimos con una amiga y su novio y otra gente, en una combi que arrancó desde Caballito. Para llegar ahí, tomé el subte. Me senté junto a una señora que iba con un niñito de mejillas coloradas. “Mi nieto estuvo hasta recién persiguiendo palomas en Plaza de Mayo”, me contó la señora, que tenía el pelo canoso sobre los hombros y una sonrisa distendida y ojos vivaces. Le pregunté si el subte me dejaba en la estación Acoyte. A veces hago esas cosas: he tomado un montón de veces el mismo subte, los carteles indicadores señalan en letra visible (bah, la señalética porteña no es gran cosa) las estaciones pero no puedo dejar de preguntarle a gente desconocida si tal subte me deja en tal estación.
El niñito miraba las vías del subte. Es que la línea A tiene un ventanal precioso a través del cual vas viendo las estaciones de frente, la gente que baja y sube, los ramales. Por la ventana abierta entró una bocanada de aire que despeinó el flequillo del niño. Él se río con un gozo que me entró por los poros.
Sí, sí, yo no le hago caso a las normas de seguridad urbana y hablo con desconocidos como si fueran vecinos de pueblo. No siempre, no con cualquiera. “Me voy a un casamiento”, le dije a la señora. Y ella se interesó. “No parecés muy entusiasmada”, comentó. “Bueno, hace un tiempo que no veo a la novia, al novio no lo conozco, el casamiento empieza a las seis y seguro termina tarde y no puedo volverme antes si quiero porque queda lejos, no me gustan los carnavales cariocas, no me gustan los videos de novios que te muestran su vida como si fuera sofisticada, no me gusta zarandearme en la pista con desconocidos que usan la corbata de vincha, no me gustan las fotos sociales. Y, sobre todo, no creo en el amor eterno”, dije. Tomá. Ahí estaban todas las Grandes Razones por las que yo estaba yendo a ese casamiento con cara de circunstancia.
“Yo hice una fiesta con todas las letras y a los cuatro meses me divorcié”, declaró la señora. Luego me contó que formó una segunda pareja por años, y que de ella nació su hija, la madre del niño, que en ese instante debía terminar unos muñecos que fabrica y por eso abuela y nieto se habían ido a la plaza. “No hay recetas. Los vínculos funcionan más allá de las formalidades”, agregó. Y me deseó suerte cuando bajé. Ella seguía un par de estaciones más.
El asunto es que, más tarde, cuando Cecilia apareció en el parque de la quinta, con su vestido corto y claro y leve, con sus zapatos de terciopelo azul, con su sonrisa, su aplomo, su tranquilidad que derribaba cualquier sentimentalismo, yo sentí que había algo en mi lógica que no funcionaba. Me refiero a que ella, ahí, de la mano del hombre con el que duerme cada noche, intercambiando anillos bajo la mirada de un amigo que los casó (no hubo curas, por suerte) era demoledoramente creíble y segura en su amor.
Así que cuando ellos se besaron con música de Pappo de fondo me puse a llorar un ratito. Y cuando todos se acercaron a saludar a la novia, yo la abracé como una tía que vuelve de un viaje demasiado largo. Y bailé, mucho. Y me saqué fotos. Y no hubo carnaval carioca sino la Babel Orkesta, una banda de artistas y actores que la rompieron con unos sonidos a medio camino entre la música báltica, el rock vintage y los valsecitos que bailaban los abuelos. Y el video no estuvo mal, de veras.
Allí estaban Cecilia y Pablo, sobre el final de la noche bailando “Somewhere over the rainbow” en la versión de Israel Kamakiwiwi’ole, con ese fondo de reggae que le quita solemnidad al tema original. Ella, con la enagua del vestido anterior y botas tejanas para dar respiro a los zapatos. Él, con la camisa transpirada y las zapatillas con un borde de barro. Juntos, solos, en la pista, ajenos a todo, exhaustos y bellísimos.
No creo que logre llevarme bien con los casamientos. Pero sí me di cuenta de que, por más trillado y cursi que suene, no hay nada más poderoso que dos personas que deciden compartir su vida, en los días soleados y en los otros. El amor, de eso se trata. El mismo con el que desmoronaron mi montañita de prejuicios armados con paciencia. Y es que, por suerte, las ideas se mueven y nosotros podemos movernos con ellas. Si nos animamos a hacerlo, entendemos que es bueno sentir que la lluvia moja, sentirlo con mucha intensidad aunque el reverso de la maravilla sea el dolor, que acecha lo mismo que la muerte. Quizás de percibir la luz del instante se trate la celebración de aquello que está vivo. Quizás por eso volví a casa liviana y feliz. Y un poco más libre, también.

Dimitri Velhurst, un hallazgo

Fue genial conocer a Dimitri Velhurst, que vino a Buenos Aires en el marco del festival de literatura Filba. La nota, acá.

Entrevista a Mariam Said y extras


Acá la nota que escribí luego de asistir a la conferencia de Daniel Barenboim en Buenos Aires.

Acá, la entrevista que junto a Azucena Galettini (traductora y brillante ayuda en la edición de la nota) hicimos a Mariam Said, esposa del pensador palestino Edward Said, que estuvo en Baires junto a Barenboim.

(Incluye foto nuestra, charlando con Mariam)