No estar de ánimo es decidir que los casamientos son una porquería.
Cuando era chica amaba los casamientos, las fiestas en general. En mi pueblo se hacían en el gimnasio de un club, a la luz cegadora de unos reflectores poco románticos que hubiesen escandalizado a cualquier wedding planner. En el gimnasio se practicaba básquet, así que los novios solían decorar los aros para encestar con globos y guirnaldas de nylon. Acomodaban a los invitados a lo largo de tablones forrados en papel. Nada de mantelería. ¿Para qué si con tanto costillar, tanto pollo asado, tanto vinagre en la ensalada, el papel quedaba hecho un estropicio? Porque un casamiento era, ante todo, una excusa para comer como si Belcebú te hubiese avisado que llegó tu hora, como si fuese la última vez que probarías un ojo de chancho o esas cosas asquerosas que la gente disfruta.
También estaba la orquesta que amenizaba la velada. Ricardo Guidobaldi y su conjunto Los Diablos, por ejemplo. Guidobaldi tocaba el acordeón de un modo rockerísimo, era como un Leonard Cohen del acordeón, elegante, atildado, calmo, que la descosía. Él era, en verdad, peluquero. En su peluquería tenía un poster de Rosana Falasca y otro de María Rosa Yorio. Yo miraba esos posters cuando pasaba por la vidriera porque siempre me intrigaba saber cómo se peinaban las mujeres grandes. Ellas usaban túnicas y pelos desprolijos que no me gustaban porque yo era una chica formal, que adoraba que cada cosa estuviera en su lugar. Esas hippies, Dios, que manera de afearse. Les iba a mostrar los Musicuentos con dibujos de Cenicienta para que entendieran cómo debía arreglarse el pelo una mujer adulta.
La que se peinaba bien era la madre de Giuliani, que tenía una zapatería a dos cuadras de casa. Usaba su pelo oscuro batido y se sentaba en la entrada de la zapatería con su gata en brazos, las uñas pintadas y mucho maquillaje, con la espalda erguida contra la silla de mimbre como una reina. Daba gusto. Giuliani hijo tenía cara de nada y atendía la zapatería de a ratos. También tocaba algo, no me acuerdo qué, en la orquesta de Guidobaldi. En fin, que la orquesta estaba formada por gente laburante que los fines de semana se ponían chalecos y camisas de seda y amenizaban casamientos y cumpleaños de quince con unas cumbias de letra inocentona. Con el tiempo, a Guidobaldi le empezaron a hacer competencia dos muchachos jóvenes y pintones, que encima abrieron una peluquería en la avenida Santa Fe, la del centro. Cuando te ibas a cortar el pelo, te servían coca cola, te mostraban revistas de moda importadas, escuchaban música en grabadores doble casetera ultra sofisticados. Pero Guido siguió tocando sus temas, cortando el pelo a la vieja usanza mientras sentaba al cliente en un sillón de cuerina que pedía descanso. Quizás todavía haga todas esas cosas.
En fin, que un casamiento allí no era una puesta en escena sino una excusa para juntarse. Es verdad que a veces me aburría cuando el asunto se extendía demasiado y a mí me entraba sueño. La hija de unos amigos de mi papá se casó un mediodía y estaba muy hermosa, como una verdadera princesa de Musicuentos, con su vestido blanco y su juventud. Pero ya a las cuatro de la tarde yo me quería volver a casa. Me entretuve durante unas horas dándole de comer ensalada a un chivo, que estaba atado al fondo del tinglado donde había sido la fiesta. El chivo, pobrecito, se las apañaba para estar parado en medio de una pila de escombros a punto de derrumbarse.
Con el tiempo y luego de ir a varios casamientos en Rosario cuando me mudé ahí de grande, aprendí que una fiesta es, para ciertas personas, un modo de evidenciar status. Ya no se comía hasta el hartazgo sobre caballetes de madera sino que se contrataba decoración, vajilla, mozo, catering, iluminación, disc jockey y se presentaban platitos con raciones mínimas pero muy primorosos. Y los novios se daban besos mezquinos en medio de la opulencia.
Sin embargo, las cosas pueden ser de otro modo, siempre.
Me refiero a que hay gente que se sigue casando por amor. Y que le pone onda, pero no se endeuda hasta la quinta generación para tirar la casa por la ventana una noche. Son los menos, pero los hay.
Cecilia y Pablo se casaban y hacían su fiesta en una quinta de Pilar. Hasta allá fuimos con una amiga y su novio y otra gente, en una combi que arrancó desde Caballito. Para llegar ahí, tomé el subte. Me senté junto a una señora que iba con un niñito de mejillas coloradas. “Mi nieto estuvo hasta recién persiguiendo palomas en Plaza de Mayo”, me contó la señora, que tenía el pelo canoso sobre los hombros y una sonrisa distendida y ojos vivaces. Le pregunté si el subte me dejaba en la estación Acoyte. A veces hago esas cosas: he tomado un montón de veces el mismo subte, los carteles indicadores señalan en letra visible (bah, la señalética porteña no es gran cosa) las estaciones pero no puedo dejar de preguntarle a gente desconocida si tal subte me deja en tal estación.
El niñito miraba las vías del subte. Es que la línea A tiene un ventanal precioso a través del cual vas viendo las estaciones de frente, la gente que baja y sube, los ramales. Por la ventana abierta entró una bocanada de aire que despeinó el flequillo del niño. Él se río con un gozo que me entró por los poros.
Sí, sí, yo no le hago caso a las normas de seguridad urbana y hablo con desconocidos como si fueran vecinos de pueblo. No siempre, no con cualquiera. “Me voy a un casamiento”, le dije a la señora. Y ella se interesó. “No parecés muy entusiasmada”, comentó. “Bueno, hace un tiempo que no veo a la novia, al novio no lo conozco, el casamiento empieza a las seis y seguro termina tarde y no puedo volverme antes si quiero porque queda lejos, no me gustan los carnavales cariocas, no me gustan los videos de novios que te muestran su vida como si fuera sofisticada, no me gusta zarandearme en la pista con desconocidos que usan la corbata de vincha, no me gustan las fotos sociales. Y, sobre todo, no creo en el amor eterno”, dije. Tomá. Ahí estaban todas las Grandes Razones por las que yo estaba yendo a ese casamiento con cara de circunstancia.
“Yo hice una fiesta con todas las letras y a los cuatro meses me divorcié”, declaró la señora. Luego me contó que formó una segunda pareja por años, y que de ella nació su hija, la madre del niño, que en ese instante debía terminar unos muñecos que fabrica y por eso abuela y nieto se habían ido a la plaza. “No hay recetas. Los vínculos funcionan más allá de las formalidades”, agregó. Y me deseó suerte cuando bajé. Ella seguía un par de estaciones más.
El asunto es que, más tarde, cuando Cecilia apareció en el parque de la quinta, con su vestido corto y claro y leve, con sus zapatos de terciopelo azul, con su sonrisa, su aplomo, su tranquilidad que derribaba cualquier sentimentalismo, yo sentí que había algo en mi lógica que no funcionaba. Me refiero a que ella, ahí, de la mano del hombre con el que duerme cada noche, intercambiando anillos bajo la mirada de un amigo que los casó (no hubo curas, por suerte) era demoledoramente creíble y segura en su amor.
Así que cuando ellos se besaron con música de Pappo de fondo me puse a llorar un ratito. Y cuando todos se acercaron a saludar a la novia, yo la abracé como una tía que vuelve de un viaje demasiado largo. Y bailé, mucho. Y me saqué fotos. Y no hubo carnaval carioca sino la Babel Orkesta, una banda de artistas y actores que la rompieron con unos sonidos a medio camino entre la música báltica, el rock vintage y los valsecitos que bailaban los abuelos. Y el video no estuvo mal, de veras.
Allí estaban Cecilia y Pablo, sobre el final de la noche bailando “Somewhere over the rainbow” en la versión de Israel Kamakiwiwi’ole, con ese fondo de reggae que le quita solemnidad al tema original. Ella, con la enagua del vestido anterior y botas tejanas para dar respiro a los zapatos. Él, con la camisa transpirada y las zapatillas con un borde de barro. Juntos, solos, en la pista, ajenos a todo, exhaustos y bellísimos.
No creo que logre llevarme bien con los casamientos. Pero sí me di cuenta de que, por más trillado y cursi que suene, no hay nada más poderoso que dos personas que deciden compartir su vida, en los días soleados y en los otros. El amor, de eso se trata. El mismo con el que desmoronaron mi montañita de prejuicios armados con paciencia. Y es que, por suerte, las ideas se mueven y nosotros podemos movernos con ellas. Si nos animamos a hacerlo, entendemos que es bueno sentir que la lluvia moja, sentirlo con mucha intensidad aunque el reverso de la maravilla sea el dolor, que acecha lo mismo que la muerte. Quizás de percibir la luz del instante se trate la celebración de aquello que está vivo. Quizás por eso volví a casa liviana y feliz. Y un poco más libre, también.