sábado, 18 de enero de 2014

Lo cotidiano está vivo pero también, en peligro de extinción



Julián era mi vecino de al lado. Nos cruzamos en el pasillo algunas veces. Nunca nos dimos mucha pelota.
La portera me contó que es de La Pampa, que su padre tuvo un puesto alto en el Congreso, que durante un tiempo Julián mismo anduvo en algo ahí. Genial, un detestable nenito de papá, pensé. Pasaron los años. Lo escuché poner música tecno fea cada noche, me escuchó coger. Es que la pared de su living da a mi dormitorio. Y las paredes aquí son tan finas que a veces los ruidos van y vienen a su antojo, burlándose de cualquier propiedad privada.
Desde hace unos meses compartimos Internet. Por eso me dejó su celular. Ni lo anoté en el mío. Puse el papelito con un imán, en un costado lateral de la heladera. Y lo olvidé.
En algún viaje por ascensor me contó que su padre había venido a instalarse nuevamente porque tuvo una operación importante en el corazón. Otra vez avisó que el padre estaba mejor, que los fines de semana se iba a Tigre y después volvía. Yo sabía cuándo su padre estaba porque escuchaba a Fantino en la tele y porque escuchaba ataques de tos. Supongo que el departamento de Julián tiene dos habitaciones porque nunca había escuchado ruidos contra mi pared, salvo cuando apareció Don Padre. Supongo, entonces, que el padre ocupó la habitación que Julián no usa. A Julián nunca lo escuché toser ni coger, sólo música tecno.
Hace un rato, le mandé un mail a un escritor que me cae bien aunque no lo conozco. Pero me gustan sus textos irreverentes y sucios sobre putos, travestis, sobre él mismo y las notas periodísticas que publica en Soy y el sentido del humor que destila en todo eso que escribe. Es que me enteré que el escritor tuvo un problema gravísimo de salud y zafó. Le escribí para decirle que causa alivio que su foto de perfil de Alejandro Urdapilleta esté acompañada de actualizaciones donde habla de su dolor pero también de su entereza. Está vivo. Escribe. Se ríe de sí mismo. Está vivo.
Después Internet se cayó. Pasó un rato largo y nada. Busqué el papelito. Llamé a Julián.
Por el pasillo iba escuchando el ring tone de su celular, que era como de cadenas que se arrastran.
Salí a la puerta. La de él estaba abierta. “Soy yo, tu vecina”. “Ahí voy”, respondió. “Mirá Julián, que si me desconectaste de Internet por los ruidos que hago algunas noches, está todo mal”. Se rió.
Lo invité a pasar y a sentarse. Es la primera vez que hacía eso.
Parecía triste. O agobiado. Sus ojos tenían las persianas bajas. “Me voy”, dijo, “me vuelvo a La Pampa”.
Quedé muda. Pensaba que este pibe era la clase de gente que no altera sus costumbres.
Pregunté por qué. “Porque debo estar grande y ya me embola Buenos Aires, porque tengo ganas de vivir otra vez en La Pampa, de tener mi propio negocio, de no andar esclavo de esta ciudad”. Es un tipo largo con rulitos de un rubio claro. Se apoyó en la mesa, medio torcido. Parecía una soga atacada por la tormenta en un barco a la deriva. Me dijo que volverá en febrero por unos días, para llevarse sus últimas cosas. Suspiró.
Me preguntó qué onda yo, en qué andaba. Le hablé de mis cosas por arriba. Pero también le dije que sé lo que se siente cuando sos de otro lado y estás acá.
--Sí, fueron muchos años. Y siempre me puse de novio con pibas de afuera. Chicas de Misiones, de Chaco, de allá, siempre de allá. Chicas que siempre volvían a sus ciudades. La última es de La Pampa, de mi ciudad –dijo. Era algo parecido a una confesión.
--Bueno, a lo mejor puedan componer.
--No sé, no lo creo. Estar en la misma ciudad no garantiza nada.
Dijo que su padre vendrá algunos días al departamento, menos que al principio. Pero que por ahora no me preocupe por Internet. Agregó: “qué loco que la primera vez que me llames sea justo cuando me estoy yendo. Por ahí tenés un sexto sentido”.
Se levantó. Se fue. Volvió. “Ya tenés conexión, se ve que desenchufé unos cables cuando saqué el equipo de música”, anunció. Y también: “ya no te voy a joder con la música”.
El escritor me devolvió el mensaje. Me cuenta un poco de su estado de salud que lo ha dejado con debilidad en los músculos. “Es una experiencia nueva, que me dicen pasará con el tiempo, pero uno siente que el tiempo es una categoría extraña y que todo es el dolor presente”, escribe.
Escucho a Julián ir y volver un par de veces más. Lo escucho cerrar la puerta de su casa. Está con alguien, con otro hombre. Le dice “listo, vamos”. Bajan por el ascensor.
Una llega a creer que lo cotidiano no se modifica, que está ahí como telón de fondo, como el puerto inmutable donde volver cada vez que todo lo demás se desmorona. La calle donde decidiste quedarte, la portera, los árboles, la pintada de enfrente, la puerta de tu casa que no le abrís a cualquiera. Hasta que alguien se muda, el panadero de al lado se muere, termina un año y una advierte que también en el alma murieron muchas cosas. Entonces te das cuenta de que el tiempo no se detiene: ahí donde está el puerto acecha también el desborde.


jueves, 2 de enero de 2014

Sobre "Los colores primarios" de Alexander Theroux

El amor es rojo, afirma Alexander Theroux. También la muerte, su contraparte. El rojo es el color de la Navidad, la sangre, el setter irlandés. El living de la granja que Dorothy Parker compró en 1934 con Alan Campbell, su segundo marido, en Pennsylvania, estaba pintado en nueve tonalidades de rojo. Claro que las cintitas que Miss Parker agitaba en sus muñecas tras un nuevo intento de suicidio y que les mostraba con morbo infantil a los amigos, eran azules. El azul puede ser un color melancólico, tal como el período azul de Picasso, el más lúgubre de su obra. Pero todo depende de quién mire. Wallace Stevens, por ejemplo, consideraba que era el amarillo el color de decadencia y disolución ("ese pasto está amarillo y flaco"). Theroux también enumera  cosas que a él le parecen amarillas: las tías solteras, las pastillas de goma, la timidez, la letra H, la canción de Nat King Cole "China Gate", los poemas de todas las mujeres (excepto los de Emily Dickinson, que según el autor "desde luego son rojos"). Sí, esta es una lista caprichosa, un recorte arbitrario de una enumeración obsesiva contenida en un libro de esos que se agradecen: Los colores primarios. 
Se trata del primer texto de Theroux –autor de varias novelas y ensayos– traducido al castellano. Si bien fue publicado originalmente a mediados de los noventa, es recién ahora que llega a nuestro país gracias a La Bestia Equilátera (una editorial que también se ha ocupado de rescatar tesoros como los libros de Muriel Spark, Alfred Hayes o Alexander Baron, entre otros). La traducción está al cuidado de Ariel Dilon.
El rojo, el azul y el amarillo son materia suficiente para que Theroux construya un recorrido cultural por la dimensión artística, literaria, lingüística, botánica, cinematográfica, culinaria y hasta emocional de cada color primario. "Toda mi vida fui un lector apasionado", cuenta vía correo electrónico a Tiempo Argentino. "Y también una persona inquisidora, incluso indiscreta", agrega con un toque de humor. "Me encanta que ciertos sucesos, en especial si son raros o curiosos, me sigan dando vueltas en la cabeza. Además de eso, tengo un impulso personal, incluso pedagógico, de querer transmitir estas cosas interesantes al mundo, que es lo que un escritor necesita. El poeta Robert Frost se describía a sí mismo, sin embargo, no como un docente sino como un ‘awakener’ (es decir, alguien capaz de despertar a otros). Me gustaría ser las dos cosas", dice. 
Theroux nació en Massachusets, Estados Unidos, en 1939 y es escritor como su hermano Paul (autor de La costa mosquito y exquisitos libros de viajes). Antes de salir al ruedo con su escritura –alabada por John Updike, Anthony Burgess e incluso el elusivo Cormac Mc Carthy– se refugió cuando era joven en dos conventos. En 1972 publicó su primera novela, Three Wogs, nominada para el National Book Award. Nueve años después, en 1981, fue el turno de Darconville’s Cat, considerado su texto más logrado. De hecho, con An Adultery, de 1987, forman una especie de trilogía consagratoria que, no obstante, ha sumado muchos otros textos. Y es que la suya parece una inteligencia renacentista, a la que no le interesa una disciplina específica sino el modo en que todas conversan. 
Hace tres años escribió The Strange case of Edward Gorey donde narra su vínculo de amistad con este gran ilustrador (que con sus personajes macabros y encantadores ha servido de inspiración, por ejemplo, a Tim Burton). Y el año pasado publicó The Grammar of Rock, donde traza un listado de las mejores y peores letras escritas durante los años ochenta, los instrumentos más extraños, los títulos de canciones más ridículos y la cantidad excesiva de temas dedicados a la Navidad. 
Las listas son, entonces, una obsesión para él que evidentemente no agotó con Los colores primarios (ni siquiera con The Secondary Colors, de los que también se ocupó). "Muchos lectores son perezosos y, desafortunadamente, creen que en apariencia una lista es un asunto descorazonador e incluso, irrelevante. Es una lástima. Una lista tiene un aspecto educativo, quizás un afán ilustrativo, y es eso lo que admite, al mismo tiempo, convertirlo en un gesto cómico e incluso satírico, que explica un poco el sentido del humor de Rabelais, Joyce, Cortázar en Rayuela, Raymond Queneau, entre otros. En mis novelas, descubro que también es un modo de validar una verdad, digamos, por acopio, algo que está en la naturaleza propia del coleccionismo", dice. 
En alguna entrevista afirmó que adora las cataratas de palabras pero también le gusta escuchar el silencio entre una y otra. Ahora explica que eso –que llama "temperamento poético" (una cualidad que, sostiene, todos tenemos de un modo u otro)– "está abierto a captar el significado de cualquier silencio relevante, percibir las connotaciones de los colores pero también la elegancia de una nota musical, los detalles de la confidencia que nos relata un amigo". Y agrega: "En este libro traté de ir más allá de las verdades convencionales sobre los colores para mostrar que hay extrañas variables que les otorgan rasgos comunes y a la vez, particulares. Hice esa búsqueda en la música, el arte pero también en la botánica, la comida y así sucesivamente. Supongo que todo esconde un lenguaje secreto, una suerte de palimpsesto cuyo significado debemos encontrar."
Su esperanza, finalmente, es encontrar un lector entusiasta "que tenga empatía con las selecciones, antologías, compendios, álbumes, corpus, potpurrís, reuniones". Theroux vuelve a leer lo que escribió. Y agrega, con gracia: "Fijate ¡otra lista!".  «
(Publicado originalmente en la edición del 2 de enero de 2014 en el diario Tiempo Argentino http://tiempo.infonews.com/2014/01/02/cultura-116013-el-fascinante-mundo-que-esconde-cada-uno-de-los-colores-primarios.php)