lunes, 22 de agosto de 2011

Es hora de reacomodar los muebles

Mi amigo H avisa que está a diez cuadras de casa. Me pregunta si quiero una biblioteca que una ex desocupó. Esa clase de objetos, dice, que uno prefiere no tener otra vez en casa. Le digo que sí, que la quiero.
Todos mis muebles (muy pocos, la verdad) llegaron así, por gente que se mudó, se separó, se fue. No es raro: soy de esas chicas que han venido mudándose. Yo también me fui. Suena un poco dramático, pero no.
--Siempre lo mismo, si una no los ayuda, los tipos no pueden solos –dice la vecina del departamento de al lado, una señora que se emborracha seguido y usa chalinas alemanas de seda que le manda su hija desde el extranjero. Esa es su respuesta cuando le pregunto si conoce un camión de mudanzas que pueda venir en, digamos, tres minutos. Ella justo ha salido a dejar la basura en un cuartito que hay en cada piso, que probablemente se llame “incinerador” a menos que esa palabra sólo aparezca en las malas traducciones de Anagrama.
Camina con dificultad y tiembla al hablar. Hasta hace un tiempo, dejaba varias botellas de whisky vacías en ese cuartito. Ahora hay menos. Creo que le dan vergüenza esos cadáveres transparentes, sin nada que les corra ya por las venas. “Es que mi hija se volvió a Alemania hace poco, y yo estoy sola y la extraño”, delizó una vez. Le respondí que no se sienta sola, por decir algo, mientras pensaba en los muertos que cada quien tiene dentro de su placard.
No hay camión de mudanzas a la vista, entonces. Camino por las veredas estrechas de este barrio lleno de turistas y basura. Es una mañana húmeda. Llovió por la noche. Piso baldosas flojas que se mueven. Tengo el pelo sucio. No debe importarme. H tiene una biblioteca que cargaremos de un modo u otro.
--Hola, rocker —le digo cuando lo veo, con su estampa curtida y elegante. Vivió mucho tiempo en Tolosa, un barrio de La Plata. Lo conocí el año pasado en un recital. Llevaba una remera de Grateful Dead. Es poeta. Es alto. Tiene más años de los que aparenta. Un día vino a casa con unas botas de cuero que parecían salidas de un tugurio, hermosas y llenas de polvo. Su hijo se recibió de psicólogo y él le regaló una guitarra eléctrica.
Tira al piso una colilla de Colorado. El humo queda en el aire. Lleva un piloto de película francesa porque, bueno, claro, nunca pierde la elegancia. Al lado suyo hay un biblioteca de tres estantes. Cuando la veo, me pregunto si lograremos llevarnos bien. Una debería preguntarse esas cosas cuando conoce una persona, no cuando se decide por un objeto.De ahí debe venir mi manía por bautizar los peluches de la infancia pero también las mesas, el televisor, unas cucharitas de madera clara (Agneta y Frida, como las cantantes de Abba).
--Vamos—dice H. Agarra la biblioteca por adelante y yo la parte de atrás. Empezamos a caminar. Opina que la gente nos va a cagar a puteadas por andar ocupando la vereda con ese mamotreto. Me río. Piso una baldosa que me salpica. Puteo. No puedo ver por dónde camino, sólo una biblioteca de bordes ásperos que me corta las manos. No nos vamos a llevar bien, querida.
Me gustaría parar y H dice que no. Le armaría un escándalo. Pero no da. A bancar los trapos, que nadie me obligó a decir “sí, quiero”. Aunque él también se cansa. “Romero, un, dos y abajo”, dice y la biblioteca queda un poco en el aire, un poco en mis brazos, en los suyos, pesada, la odio.
--Somos re clase media ¿eh? – se ríe H.
Nuestro ángel salvador aparece entre los autos. Es grande, corpulento. Se carga la biblioteca como si fuera una muñequita de papel, con esa delicadeza. “Pero si no pesa nada, che”, se ríe. Y pregunta dónde vamos. Goliat va silbando despreocupado, esquiva los charcos, la gente, se mueve por la calle como por una casa espaciosa, sin secretos. Nos cuenta que se llama Javier, que es un trapito de la zona. Deposita la biblioteca en la puerta de mi edificio, cobra lo suyo y se va.
--Ah, conseguiste un camión y un marido –dice la vecina del departamento de a lado cuando nos ve subir. H empieza a reír.
Dejamos la biblioteca en el único lugar donde hay un poco de espacio; es decir, el medio del living, que también es comedor, que también es el lugar donde escribo. Queda horrible ahí, tan fuera de lugar. H me pregunta si puede preparar café. Desde la cocina, me cuenta que compró esa biblioteca en Tolosa. Hace un tiempo pasé en tren por ahí y luego escribí un poema triste.
Quizás sea momento de que todas estas pilas de libros que atesoro, dispersas por el piso, empiecen a tener un lugar. Es hora de reacomodar los muebles. Podría pensar en decorar mi casa, tan ascética, que parece una habitación de hotel para pasar solo una noche. Podría empezar. La biblioteca se va quedar conmigo. “Tolosita”. Así la bautizo.

Ni tu groupie ni tu juguete

Texto punk publicado en diario Tiempo Argentino luego de ver una propaganda de pañales tre-men-da y por una infancia con derecho a juegos que no deban ser o rosas o celestes.

domingo, 14 de agosto de 2011

Entrevista a Luis Pescetti

Hace muchos años, leí unos cuentos maravillosos en un libro llamado "El pulpo está crudo", escritos por un tal Pescetti, nacido en San Jorge. Así comencé a conocer su trabajo, sus textos, sus canciones. Me hice fan. Pero fan crítica, eh? Fan de ésas que te dicen "tal texto me gustó más que otro". Fui a entrevistarlo. El resultado, en Tiempo Argentino de hoy.

Adiós al dibujante que inventó mundos de tinta china

Gracias Francisco Solano López!
La despedida escrita en Tiempo Argentino, acá.

domingo, 7 de agosto de 2011

Entrevista a Jorge Boccanera

Es la nota de tapa del suplemento de Cultura de Tiempo Argentino, hoy. El texto, acá.

El Palacio de la Pizza

Son doce hombres, seis de cada lado. Entonces aparezco de un costado, luego de pasar por la caja, con mi campera negra engomada, las uñas pintadas y un plato de aluminio con una porción de pizza y un faina encima. Un faina, sin acento, porque así le dicen todos ahí. Me siento en el medio de esas mesas largas donde la gente come pizza al paso en calle Corrientes. No hay mucha posibilidad de resguardarse: es mediodía, estamos todos juntos, un poco apretados, mirándonos las caras de a ratos. Es una intimidad no elegida y por eso, un poco incómoda.
En general, las mujeres se reúnen en mesas laterales. Las más jóvenes van de a dos o tres; las más grandes, solas. Pero las mujeres grandes en Buenos Aires parecen estar siempre solas. En fin, me gusta meterme en el medio sólo para ver cómo reaccionan los tipos. ¿Qué sucede cuando se rompe esa regla tácita de que hay zonas que son sólo para hombres? No es que busque joderles el almuerzo porque, de hecho, la clave es poner cara de “tranquilos, yo también estoy en mis cosas”, un gesto levísimamente grave en la cara, y ya.
Es que los varones que paran a comer pizza al corte, en general no son turistas que tienen toda la tarde por delante. Son laburantes. Están ahí porque trabajan en la zona: motoqueros con el pelo rasurado o larguísimo (son casi la única estirpe que usa pelo largo todavía), oficinistas de puestos bajos con corbatas estridentes, che pibes que hacen los trámites del banco o gente con cara de ser de otro lado y haber tenido que meterse en el centro de la ciudad por algún asunto que los excede, algún problema legal, de salud, de plata, andá a saber.
La gente que atiende estos lugares también parece de otro lugar. Los que están en la caja en general peinan canas. Usan anteojos que caen sobre el pecho atados con correa. Son como almaceneros de barrio, con esa misma tranquilidad. Quizás porque trabajan en el mismo lugar desde hace años, y saben que todo ese lío de gente hambrienta, mozos que van y vienen y pizzeros que cortan porciones con maestría de samurais, dura un rato. Luego sobrevendrá cierta calma.
Los pizzeros también son señores mayores. Pero hay algunos jóvenes. No son como empleados del Starbucks, que saben idiomas y hacen sus primeras experiencias atrás de esos vasos donde ponen tu nombre con fibrón para pagarse la universidad. En términos laborales, el Starbucks funciona como nuevo MacDonalds. En unos años, algunos de estos pibes convertidos en empresarios ascendentes dirán en la revista La Nación del domingo “mi primer trabajo fue poner jarabe de chocolate en los cafés de Starbucks”. Otros serán empleados anónimos toda la vida. Es el capitalismo.
Pero los empleados de las pizzerías son distintos, más morochos, o de rasgos más duros aunque sean casi niños. Es como si supieran que para ellos difícilmente llegue el día de gloria con foto en alguna revista. O ni se lo preguntan. Se dedican a amasar, a escanciar harina sobre las mesas de madera añosas donde ponen bollos de pizza. Cortan fiambre, ponen aceitunas, arrojan una lluvia de orégano como si fuera un polvo mágico, aromático, capaz de convertir tus deseos en realidad. Usan guardapolvos blancos y gorritos de tela que vistos desde arriba, tienen forma de lágrima o de vulva. En algunos casos, en las cocinas hay televisores con el Fútbol para Todos.
Algunas noches atrás, pasé por El Palacio de la Pizza. Era tarde y había poca gente en el mostrador: un tipo de esos que usan gel y pantalones de marca; un alto que pidió moscato Crotta y le comentó al cajero que no le gustaba, que era pura azúcar; y otro con uniforme de empresa de seguridad que charlaba con uno de los mozos y en un momento hizo con los dedos un “ok” efusivo, como de Facebook.
En uno de los laterales había dos espejos enormes y arriba, unos cartelones de esos con letras que se pegan y los precios desactualizados. Al costado, unos ventiladores de metal con pelusitas en las aspas, fuertes, nobles. Y enfrente, muchas cajas de pizza apiladas, una bacha donde un pibe lavaba platos, y varios vinos Toro blanco y Toro tinto como soldados en una estantería.
El cajero, con un sweater a rombos, el pelo crespito y cara de buen tipo, bien podría haber nacido en mi pueblo natal. Ahí entendí por qué me gustan las pizzerías estas: porque todos estamos un poco fuera de lugar.
En un momento me preguntó si estaba todo bien. Le respondí que sí. Tomé un poco de cerveza y mastiqué para echar por tierra cualquier intento de seducción. El cajero parecía satisfecho. Cuando me fui, dijo: “En el Palacio de la Pizza son bienvenidas las princesas como usted”. Me reí. Respondí que reina o nada. Se quedó en silencio. Arqueó las cejas y limpió el mostrador con un trapo rejilla. Sobre el mostrador de baquelita se reflejaban todas las luces de la ciudad.