viernes, 31 de diciembre de 2010

Por qué escucho Música Cretina

Este artículo apareció hace unas semanas en el diario Tiempo Argentino. Lo subo ahora porque a veces, fuera de la redacción, mis tiempos no son periodísticos sino propios.

jueves, 30 de diciembre de 2010

El Oso

A las puteadas. Con todo el cansancio del que soy capaz puteaba al mediodía mientras el chico del departamento de al lado tenía un ataque de tos. Yo no podía verlo pero sabía. Porque esa tos, aunque ronca, era de niño. De Niño Goyeneche, quizás, pasado de ventilador más que de trasnoche. Porque en estos días hace un calor de locos y por ahí el chico durmió bajo un ventilador demasiado fuerte, bajo un aire acondicionado inclemente, qué sé yo. Lo de “Niño Goyeneche” se me ocurrió porque en un momento comenzó a sonar un bandoneón y me gustó pensar que el niño había dejado de toser para empezar a cantar. Quizás el bandoneón venía de otro lado. Las personas nos armamos historias con pocos elementos y a veces confundimos todo.
No puteaba por la tos del chico, claro. Puteaba porque el fin de año me pone los pelos de punta. Entonces sonó el teléfono. Hace unos años vi a Baglietto con una remera que decía “341”. Esa es la característica telefónica de Rosario. Yo me siento “341”. Durante mi infancia fue “3465”. Y en el celular había una llamada que comenzaba con ese número. Era mi amiga Carla. Pero hace como un año que no la veo a Carla, que llamaba desde un fijo que no tenía registrado. Dijo “Hola, habla Carla”. Yo hice repaso mental de las Carlas que conozco. Y no pensé en ella particularmente. Además, estaba esperando un llamado de La Plata. Hace muchos días que no sabía nada de una amiga que a veces se pone muy triste y no atiende el teléfono ni chatea. Hace un rato otra amiga me avisó que mi amiga está bien, pero triste. Era lo que yo pensaba.
Carla me dijo: “Se murió el Oso”. El Oso se llama (bah, sigo pensando en él como presente y a veces como pasado) Ernesto. Problemas de salud, granja de rehabilitación ultra católica, diabetes y todo junto fue demasiado. Tenía unos cuarenta años, no más. Carla dice que no sabía bien si decirme o no porque al fin hace un montón de años que me fui del pueblo. Es verdad. De todos modos, el Oso es mi amigo de Facebook. Aún no revisé su perfil, me resultaría morboso. Una amiga (no Carla, no la de La Plata) me contó que luego de la muerte de una hermana suya, un montón de gente del pueblo le solicitó amistad vía Facebook, como si así pudieran asistir a la muerte ajena desde un palco y no desde el gallinero, allá arriba, allá lejos.
El Oso era músico. Quizás era otras cosas, pero para mí, sobre todo, era músico. Tocaba la guitarra, creo. Tenía algunas bandas en el pueblo y lo veía actuar en los recitales que se hacían en la cancha de básquet del Club Argentino. Había cierto clima rockero ahí: comíamos choripanes y mirábamos a nuestros amigos sentados en las gradas. Él no era mi amigo, al principio. Después empecé a militar en lo que luego sería el Frente Grande, con su padre y mi tío y el veterinario Amestoy (que venían del comunismo) y con otra gente que venía del Partido Intransigente y con otra que venía del peronismo combativo y otra que veía en Chacho Alvarez, Aníbal Ibarra y Graciela Fernández Meijide unos cuadros políticos que daban esperanza en medio de la andanada menemista. La unión hace la fuerza.
Muy fashion, el Oso. Atendía un local de ropa del centro. Era más bien petiso y por temporadas engordaba pero era un poco difícil no enamorarse de un tipo que me hablaba como si yo fuera adulta, que sabía cómo combinar los colores y que se reía fuerte pero con risa bonita, más contagiosa que violenta. Usaba un perfume con olor a madera suave y especias. Era el primer tipo al que conocía que usaba perfumes otros días que no eran los fines de semana. Y fue el primero en decirme abiertamente que le aflojara con la ropa batik y los aros largos y los colgantes de Parsec, pura estética hippie importada al pueblo que mi hermana mayor me traía desde Rosario, cuando ella era estudiante universitaria. Mi viejos ponían el grito en el cielo porque a veces yo me iba con ella y junto a los aros de ámbar y mostacillas y el descubrimiento de una ciudad de veras aparecieron novios con pelos largos.
Yo no tenía mucha plata para comprar ropa en el local caro que atendía el Oso pero un par de veces ahorré y me pude sacar en cuotas un vestidito o una remera cool. El resultado era medio extraño: combinaba vestiditos elegantes con bijou de alambrecitos berreta y unos zuecos de madera, que era el único calzado con taco que tenía.
A veces iba a tomar mates con sus viejos, que me dejaban fumar adentro de la casa. Toda una rareza. En mi casa no se fumaba. Mi mamá le cebaba mates a mi papá en un mate de chapa y mi papá se quejaba de que se quemaba los dedos. No me gustaba tomar mates con gente que se arrojaba indirectas como si yo no me diera cuenta de que se detestaban. El Oso tomaba mates con sus padres y tocaba la guitarra y su padre le enseñaba sobre acordes y composiciones. Una vez, Oso padre le reprochó que estuviera tocando una canción tremenda de desamor que Oso hijo acababa de escribir y a la que le estaba buscando la melodía adecuada. “Hay que hacer que las canciones tristes sean mejores, pa, como dice Mc Cartney en Hey Jude y yo estoy en eso”, le respondió el Oso.
Estoy triste. El Oso fue un buen amigo.

miércoles, 22 de diciembre de 2010

El derrame

Tres pelotas azules en el piso. Y el nene que las levanta apenas el subte arranca. Hace malabares, las golpea contra el techo, vuelven a sus manos,se agacha apenas, una queda en su nuca. Así, unas tres veces. Nadie aplaude. Es que quizás el nene sea demasiado pequeño. Agarra las pelotas. Pide monedas. Se detiene adelante de la caja que llevo, verde con pinitos y nieve dibujada. El nene me mira. Seca su frente con el reverso de su remera de Boca, tan amarilla, tan azul como las pelotas. "Qué calor ¿no?",comenta. Y me pregunta si le puedo dar... dar... dar... Le pido que me lo repita. Hay ruido, gente que baja y sube y el nene quiere algo en especial que no escucho. "Que si me podés dar algo de tu caja", dice. La abro y le digo que elija lo que quiera. Se encandila con unos confites de colores. Le doy los confites, el budín, el pan dulce, el turrón. Me mira. "Es mi primer regalo de esta Navidad", dice. Quizás no tengo hijos porque si mi hijo me mirase por un segundo con la gratitud de ese pibe, yo creo que el corazón se me derramaría. Y así no se puede vivir.

sábado, 11 de diciembre de 2010

El hilo

Hubo algo que no dije en el post anterior sobre Toto. Y es que Toto sí tiene quien lo ame. Ella se llama Flora y es como Toto en versión humana: alta y sinuosa, de grandes ojos claro, y con una apariencia muy dulce. Además, Flora es DJ así que seguramente tiene Mucha Onda. En verdad, fue todo un gran chiste que hice para tener de qué escribir mientras la redacción donde trabajo colapsaba un día feriado. Un hilito del cual aferrarme cuando las cosas no andaban bien.
Es que también el mundo exterior estaba colapsando. En este momento, hay cuatro muertos producto de una situación caótica, compleja, poco ajustada a la idea de “dos bandos que se pelean entre sí por el control de un terreno”, como se emperran en seguir diciendo algunos medios. Me refiero al conflicto por tierras en Villa Soldati. El miércoles los medios comenzaron a mirar esa avalancha de confusión, de violencia, de pobres contra pobres, de gente marginada, de políticas mezquinas, cuando ya se nos había venido encima porque hasta entonces el conflicto era, en verdad, más largo pero también más orillero: ocurría al sur de la ciudad. Cuando estas cosas ocurren, la realidad es una aplanadora y la gente que labura en los medios se las apaña lo mejor que puede. Porque no sólo está el deber de informar. También está la línea editorial de un diario, que va a determinar qué se va a contar y cómo. En el diario donde trabajo, los editores generales no se ponían del todo de acuerdo y mucha gente quedó en la redacción hasta la madrugada: editores, redactores, diagramadores, fotógrafos, correctores. Porque un diario es como el pozo del Quini 6: sale o sale. Un diario es, además, una empresa. Y los laburantes son eso, laburantes. Muchos. Sin nosotros/as, no hay diario. Pero a veces no podemos tomar algunas decisiones aunque las cosas se resuelvan con nuestro trabajo.
El tema del foco es bien interesante. Un amigo que conoce el lugar se fue a Soldati con su cámara. Trajo una filmación distinta de las de la tele. Por ejemplo, en un momento, los periodistas rodearon a una mujer a quien le habían asesinado un familiar. La mujer, morena, pequeñita, estaba en el centro de una batahola que se ocupaba de ella y no. Es decir, todo el mundo estaba con las cámaras, con los grabadores, con los micrófonos, rodeándola y afuera de ese círculo, otro, de más camarógrafos, tiracables, y afuera otro círculo de gente del barrio. Y en el medio la señora sola, llorando, en shock, asustadísima. Y nadie se ocupaba de ella. Y en un momento, simplemente se fue. La gente de los medios comenzó a las puteadas. Y un líder del barrio, Dionel Pérez, trataba de aplacar los ánimos.
No vi todo eso en la tele, sólo vi la señora que estaba y luego no.
En fin, que el día que escribí sobre Toto, nada de esto había ocurrido aún (era temprano por la tarde) pero la tensión en el aire ya se advertía. Y pasó algo raro: Flora aparece en una fotografía de las que yo escribí ese día en el diario. Pero yo no sabía eso.
Ayer fui a la muestra donde estaba la foto de Flora. Era un estudio de diseño convertido en galería de arte, en el borde entre Colegiales y Chacarita. Así que en algún lugar había mac y pantones (que son como unos catálogos de color) y carteles bonitos como este que decía: “las computadoras no son interesantes, sólo saben dar respuestas”. Me gustan los estudios de diseño porque parecen cajitas con ideas adentro.
Este tenía un par de salas. En una estaban las fotos tomadas por Raquel; en otras las de Norberto. Eran unos desnudos femeninos que, mirados con lentitos de esos de celofán de dos colores, se transformaban en desnudos en 3D. No es que la piel de las chicas fuera de repente una realidad palpable. Ellas seguían allí y vos de este lado, pero sus curvas eran más inquietantes.
Norberto me preguntó qué pensaba de las fotos en la terraza. La terraza daba a un cielo despejado, a unas copas de árboles que me recordaban a Rosario. Ok, era un día donde tenía ganas de acordarme de Rosario así que las copas de los árboles me venían bien y el estudio de diseño me venía bien porque estuve enamorada muchos años de un diseñador rosarino. A veces su recuerdo vuelve.
--Las fotos son lindas –respondí, sin mucho compromiso. Y dije algo sobre el hecho de que las chicas fotografiadas no eran modelos, no eran todas flacas, no eran todas tetonas, no eran todo lo que ciertos parámetros machistas esperan de un cuerpo femenino.
--Esos parámetros son violentos, la demanda de lo supuestamente perfecto es violencia de género –dijo Norberto.
No es común que un varón en una reunión social hable con claridad respecto de cualquier tema vinculado a problemática de género. Y menos, que en vez de afirmar tal o cuál cosa, me preguntase a mí que pensaba. Hablamos, por ejemplo, de que los varones siguen siendo educados con parámetros machistas. Y que eso se ve claramente en el sexo, con tipos que se desempeñan como si quisieran mandar, que hacen cosas de pelis porno, como piruetas y contorsiones burdas, que nada tienen que ver con la delicadeza con la que una desea ser tratada, mimada con sabiduría, con deseo, lascivia, con un presionar, besar, lamer en el lugar indicado, con saber hacernos explotar y disfrutar de eso y estallar junto a nosotras sin sentir que si gozamos, es sólo porque tenemos algo que no es nuestro entre las piernas. Si fuese así, si en la cama varones y mujeres fuésemos similares en nuestra diversidad, nadie se escandalizaría por andar metiendo dedos o juguetitos en orificios que no son sólo los de la mujer. Ahora que lo pienso, fue una conversación algo atípica para un evento mundano.
La mala noticia: es difícil encontrar un compañero que se deje llevar por una, al menos en ciertos momentos, que admita que nadie se las sabe todas y se abandone al misterio. La buena noticia: esa persona anda en algún lugar y la voy a encontrar.
En ese momento, apareció Flora.
Me contó que se va de viaje por unos días. Me preguntó si podía darle amor a Toto mientras tanto. Lo dijo así: darle amor. Yo pensé que me estaba pidiendo que lo trajese a casa. Le dije que sí, que lo traía. Se rió. Dijo que no era necesario eso, que ya tenía quien lo cuidara, que simplemente me proponía “darle amor” cualquier día que quisiera pasar. Luego dijo que le había gustado el post del Gato Punk. Y se fue.
¿Cuántas veces tuve ganas de dar amor o de recibirlo? Muchas. ¿Cuántas veces supe dar amor? Algunas, otras no. ¿Cuántas veces supe recibir amor? Ufff, todas las que no saqué las uñas, pocas a decir verdad. Y todo se resume en “quiero amor”, “puedo darte amor”, “no puedo dártelo”, “no puedo recibir amor”. Es que a veces no se puede, créanme.
Mientras pensaba en estas cosas, comenzó a cantar Maricel Ysasa, una chica que vuelve loco a Vincent Moon. Sí, Vincent, tan talentoso director de videos, estaba allí, filmando a Maricel, encantado de andar de incógnito por la ciudad descubriendo música. También cantó una mexicana, Valentina González. Ella era su propio instrumento. Loopeaba su voz, que era como una base rítmica, y cantaba arriba. Me recordó mucho a Camille. Descubrí a Camille una noche en Rosario, hace mucho ya. Me pregunté si las personas que hemos amado pueden seguir viviendo en nosotros sin hacer ruido, como un loop que nos permite imprimirle una forma más presente, moldear esa voz con lo que de ella aprendimos, cantar a coro o dejarla atrás. Creo que las personas somos las voces que amamos ahora más que las que hemos amado. Pero todas nos constituyen.
Valentina me contó que fue telonera de Camille, en Francia, cuando Camille presentó un trabajo llamado Le fil. El hilo.

miércoles, 8 de diciembre de 2010

Amor no correspondido por gato punk

Alguien me pregunta si quiero a Toto.
Yo respondo que no lo conozco, que es adorable, seguramente, pero que al menos deberían presentarnos. Parece que Toto se ha pasado de piola: rasgó entero el borde de un sillón de diseño, hizo pis en un acolchado de pluma, se pone irascible entre las tres y las cinco de la tarde como galán de telenovela despechado porque sí y está como poseso y corre por toda la casa y cae rendido finalmente. Con esos datos, yo ya sé que amo a Toto, el Gato Punk.
Toto también me ama. O al menos, eso es lo que demuestra cuando lo traen. Es un bicho de pelo gris, corto, ojos azulísimos sobre una carita pequeña, huesos flexibles y largos como un siamés. Pero no es siamés del todo. Y tiene un par de bolas llamativas, como si se tratase de un toro comprimido en un cuerpito sid vicious. Yo no creo que este gato pegue corcovazos taurinos. Mirá lo bonito que es.
Se instala en mi falda y allí se queda. Ronronea. Me mira como un perfecto gatito. Busca mis manos para que acaricie su cabeza huesuda. Toto, te amo, te amo, te llevo conmigo. Él sabe que me gusta. Cada vez más. Entonces, me rindo a sus encantos, muestra su verdad: abre la boca, exhibe los dientes, muerde con fuerza mi collar nuevo de cuentas negras, tintineantes en su oído toda la noche como una música atávica que lo devuelve a sus tiempos salvajes. Y allí se queda y no hay dios que lo mueva ni torero que lo haga soltar su presa de bisutería. Toto se separa de mí con un pedazo de collar como trofeo. Mi corazón, Toto, eso es lo que te has llevado.

sábado, 4 de diciembre de 2010

Otra historia en el subte

El subte se detiene. Se abre la puerta y la mujer duda. Se queda en el borde del vagón. Es voluptuosa. Una pollera de verde subido le aprieta las caderas. Lleva unos tacos de corcho, los labios pintados, una melena negrísima enrulada. Lleva también un cochecito de bebé plegado. Es un poco mayor para ser madre, quizás. O no. La gente adopta chicos, se somete a fertilizaciones, se enamora de gente más joven que tiene hijos, es amiga de gente con hijos, hereda niños de padres que no pueden criarlos, niños dejados a la deriva. El mundo está lleno de chicos que necesitan una mujer maciza que los abrace y los sostenga.
--No, mamá, no subas –le dice alguien que no aparece en el cuadro.
El subte cierra las puertas y sigue.
--Está demasiado lleno, mierda –le dice una chica. Se aleja de las vías y vuelve a sentarse en uno de los bancos del pasillo. Sostiene una cunita portátil con un niñito o niñita dentro. Es alta, con una mini y el pelo cobrizo, suntuoso, cayéndole por los hombros, con un flequillo tupido. Carga un bolso con pañales que asoman, lleno de moños colorados y brillos. En el antebrazo derecho lleva tatuada una chica parecida a ella, con el pelo más violeta. Cuando fue madre, Patti Smith se debe haber visto más o menos así.
--En esta ciudad no puedes estar. El otro día un hijoputas frenó ahí, ahí, a dos pasos de nosotros ¿puedes creerlo? –sigue la chica. Tiene acento español.
--Sí, sí, me imagino. Pero vos, también, no podés ponerte así, tan nerviosa –susurra la madre. Se sienta en el banco. Se alisa la falda. La madre habla castellano.
¿Por qué la encantadora chica tatuada habla español? Porque sus padres se separaron de pequeña y ella se fue con su padre, a España. Ahí estudió arte, curaduría de museos, arquitectura, canto. Aquiló un piso junto a unos argentinos, unos holandeses, unos ingleses, todos varones bonitos que se paseaban en cueros. Parece que se fue de su casa tras una discusión con su padre. Eso no fue todo. El padre le escribió una carta diciéndole que ella era un verdadero infierno, que él no entendía como un sobreviviente de los setenta podía tener una hija así, que se drogaba con cualquier cosa y escupía en el piso. Ella nunca dijo nada de eso. Volvió una temporada al país. Con su madre las cosas no anduvieron mejor. La chica cree que todas las mujeres se vuelven un poco locas cuando se convierten en madres. Es imposible mantener la cordura sabiendo que en tu cuerpo va creciendo un ser complejo, fascinante, que será tuyo pero no, que tendrá una vida propia, que te amará aunque llegue a odiarte, que siempre estará buscando el camino a casa y vos no le podrás decir demasiado sobre cómo llegar hasta ahí, porque vos también estarás perdida.
La chica se volvió a España y finalmente se embarazó. Del más bonito de los ingleses, por ejemplo, un chico con madre inglesa y padre indio, de piel bronceada que olía a azahar y manteca, porque así de exóticos y sensuales son los aromas que despiden los chicos lindos. Él consiguió trabajo en el museo Reina Sofía, como gestor cultural o algo así.
Estuvieron juntos un tiempo pero la cosa está en stand by. La chica maduró un poco además. Volvió un tiempo mientras piensa cómo seguir. Ahora cree que su madre es una excelente abuela. Hace poco se lo dijo al padre, durante una visita relámpago que el padre hizo al país para dar una conferencia sobre los setenta en un museo de la memoria. Fue durante una cena donde el padre estaba irritado porque se le resbalaban los cubiertos de las manos y no podía saber por qué. El tenedor quedó al lado de la pata de la mesa tras la conversación.
--Ahora esperamos el próximo subte y lo tomamos. No va a venir tan lleno –opina la madre.
La chica apoya la cuna portátil en el banco. Se pone en cuclillas a la altura de su hijo.
--Lindo, lindo, lindo –le susurra mientras frota su nariz contra los piecitos del bebé, que se ha despertado. Los dos ríen.

Entrevista a Hebe Uhart

El diario Tiempo Argentino tiene flamante suplemento de Cultura y ahí publiqué junto a mi compañero de trabajo Juan Pablo Cinelli esta entrevista a una de las escritoras más maravillosas que conozco, Hebe Uhart. El texto, acá.