“Invisible
es en cambio su movimiento oscuro”, leo. Circe Maia es una poeta de lo tenue
que, en ciertos versos, ilumina la sombra de un modo rotundo. No importa lo que
siga. Tampoco lo que haya venido antes. Estoy con su último libro en las manos.
Se llama “Dualidades”. Estuve mirando libros de otros autores. Separé algunos,
guardé la mayoría. Pero Circe sigue ahí y creo que nos iremos juntas. Tengo
tiempo. Alejandro avisó que llega en un rato. Su librería se llama “La Lupa” y queda en la peatonal
Bacacay, al lado de un café del mismo nombre. Me siento junto al estante de
poesía como quien decide hurgar la tierra para ver si aparecen monedas perdidas.
Entran personas a preguntar por el libro de Gabriel Rolón, por uno de Calvino,
por otro de cocina tailandesa. La chica de lentes me convida caramelos sugus
(bah, me los sirvo) mientras atiende a cada uno, mientras envuelve un paquete
para regalo. Es viernes a la tarde. Estoy en Montevideo. A pesar del resfrío
que sigue, obstinado, desde hace varias semanas, me siento feliz. Desde la
librería puedo ver la ventana de mi habitación, ahí arriba. Es que el hotel donde
me alojo, el Spléndido, está enfrente.
Lo del viaje
empezó como idea hace unas semanas. Mi padre estuvo enfermo en el verano pero
ya se mejoró. O sea, no tuve vacaciones en el verano. Seguí yendo al diario todos
los días. La inminencia del verano me daba temor. No sé por qué. Como si la
sucesión de los días fuera la boca tibia de un animal que me iría a tragar y a
escupir al costado de un río donde no podría bañarme. No sé de dónde saco esas
ideas. Porque, la verdad, el verano se presentó desde el inicio manso, incluso
festivo.
Los años nunca empiezan un primero de enero. Las estaciones no
empiezan los 21 cada tres meses. Mi verano empezó a comienzos de diciembre,
cuando mi amigo Martín pasó por el diario con un libro que me había traído
desde Montevideo: “Rolling Thunder”, ese milagro escrito por Sam Shepard sobre la
gira que hizo Bob Dylan a mitad de los setenta por Nueva Inglaterra. Martín y
su mujer Ana consiguieron el libro para mí. También trajeron algunos discos que les encargué;
entre ellos, los de Eté & los Problems. Yo le había dicho a Martín que a
ver si conseguía que el Eté firmase sus discos para mí. Ana, Martín y el pibe son
amigos. No sé si lo había dicho muy en serio porque ya estoy grandecita para
jugar a la groupie. Pero ahí estaban los discos -“Vil” y el flamante “El
éxodo”- firmados en tinta negra, con letra irregular. Uno decía “Para Ivana,
con una mano en el corazón” y el otro “Para Ivana, con la otra mano en el
corazón”.
Fui a la
casa de mi amiga Toia con esos tesoros para arreglar unos asuntos del viaje que
haríamos juntas a la semana siguiente. Nos íbamos al mar antes de la vorágine
de las Fiestas de fin año. Ahí fue cuando ella puso “El éxodo” en el equipo de audio que
tiene en su estudio de yoga. Los pisos están cubiertos de una goma firme y
suave. Y el último disco empezó a sonar a todo trapo. “Sos como Jordan /
flotando sobre las manos del resto / en las alturas /estás tan sola”. Nosotras
hacíamos pogo como cuando teníamos quince. Y volvíamos a tener quince porque se
nos daba la gana. Y no estábamos solas. Así fue como
esos discos se transformaron en una parte sustancial de mi banda de sonido el
verano.
Hay canciones que tienen su momento. Me refiero al momento en que están
hablando exactamente de lo que te pasa. Un tipo que amé me había roto el
corazón hacía unos meses y yo no sabía (no sé) muy bien qué hacer con eso. Sólo
me salía escribir largas cartas que nunca mandaba porque no eran ni chicha ni
limonada. O sea, intentaban algún punto de equilibrio en medio del caos pero a
la vez, estallaban de rabia, de desazón, de enojo cada cuatro frases. Al fin
opté por escribir un largo texto furioso que aún no encontró su destino final.
Y mientras tanto, bailaba. En mi depto, en el mar, en la habitación de mis
amores de paso, en el subte, en la sala de espera de los consultorios. Y luego,
cuando mi padre enfermó, en el trayecto hasta el sanatorio, en la habitación a
oscuras mientras él dormía, en los pasillos cubiertos de luces blancas. Si no
podía bailar con el cuerpo, bailaba con el corazón. Algunos rezan, otros
bailan, cada cual con sus ritos.
En fin, que
cuando me enteré que “El éxodo” se presentaba en la Trastienda ahora, en abril, me pregunté por
qué no volver a Montevideo. O, dicho de manera más ajustada, por qué no
ir-y-quedarme-unos-días-for-first-time. Es decir, que Montevideo no fuera una
escala apretada antes de llegar al mar uruguayo (como ocurrió otras veces) si
no destino en sí mismo.
Hice algunos
intentos para ir acompañada. Pero al fin decidí viajar sola.
Mi amiga
Gabby me recomendó parar en el hotel Spléndido. “Si vas a quedarte unos días,
es el lugar ideal”. Lo miré por internet, llamé por teléfono (soy tan analógica,
la web no me da desconfianza) y reservé una habitación. Ya sabía algunas cosas:
que iría al recital como quien cruza el río para agradecer por plegarias
atendidas y que estaría en un hotel precioso en la Ciudad Vieja edificado en 1901,
frente al Teatro Solís, al toque del bar La Ronda (me habían hablado tantísimo
de La Ronda). En la página web se ve a Eva peinándose su larga cabellera rubia
en una habitación. No es verdadera esa foto. Me encanta que no lo sea, que la
gente del Spléndido elija a Eva como musa y ficción encantadora.
Llego un
viernes de sol a Tres Cruces. Decido tomar un colectivo hasta la Ciudad Vieja.
Doy una vuelta innecesaria al bajarme pero llego de todos modos. El Spléndido
no tiene cartel en la puerta pero sí una escalera de mármol y unos cuantos
afiches de asuntos tan diversos como una fiesta rave, el Pepe Mujica o Fito
Páez sentado en una habitación de ahí mismo (esta foto, me dijeron, no tiene
truco como la de Eva). Leandro, uno de los chicos a cargo del hotel, escucha Lou
Reed. O Iggy Pop. O David Bowie. Me guía hasta la habitación.
Es enorme. Me
arrojo sobre la cama doble para mirar el techo. Después empiezo a tomar algunas
fotos. Como dice un amigo fotógrafo, hay que buscar la luz. Porque la cámara ve de
manera distinta al ojo. A través de la lente, quise mirar los adornos del
balcón. Pero la luz del mediodía aplanaba todo y yo no tengo pericia suficiente
para regular esa luz según mi conveniencia. No me desalenté. La cámara me
acompañó todo el tiempo en Montevideo. Tengo más fotos que notas. Fotografié
detalles, objetos inertes, no personas. No me animo a levantar una cámara para
fotografiar a alguien. A las personas las recuerdo. El sábado a la tarde, por
ejemplo, había un grupo de cuatro señoras grandes sentadas en un banco de la
avenida 18 de Julio. Estaban arregladas, con polleras largas y ceñidas, los
labios pintados, rulos exuberantes. Se reían de cosas que murmuraban en
secreto. No sé cómo hubiese hecho para captar ese instante. La imagen fija el
instante. Las palabras lo evocan. A través de la palabra, la imagen se
disgrega.
Bajo y voy a
buscar el semanario Brecha. Sigo por la calle Ciudadela hacia el río. Paso por
La Ronda, con sus paredes verdes y mesas de
madera. Los precios están en unas pizarras en la pared. Es de tarde y no sé si
estará abierto o no. Una chica con pañuelo en la cabeza escucha Janis Joplin.
Sigo hasta la rambla. Ahí abajo hay un hombre con un niñito caminando sobre la
costa. Es abril, no importa, hace calor. Más allá, alguien toma sol entre las
piedras. Una ciudad que tenga un río-mar es una gran cosa.
Me baja un
cansancio tan intenso. El cuerpo se acostumbra a estar alerta. Cuando se relaja,
se cae de golpe. Pero no puedo quedarme tranquila sin cruzar la vereda e ir a
saludar a Alejandro y a conocer su librería. Qué lindo es cuando las cosas te
quedan cerca. Allá voy. Allá encuentro a Circe Maia. Alejandro me recomienda algunos
libros más. Lo único que pienso es en cuánto me va a costar todo. Quedaría
mejor que no lo relate aquí para resguardar mi imagen de chica de mundo. Pero
no soy una chica de mundo. Como me habían dicho que Uruguay estaba caro, yo lo
tomé al pie de la letra. Entonces, en vez de pensar la paridad “un peso
argentino igual a dos pesos uruguayos y medio” pensé “un peso uruguayo, dos
pesos argentinos y medio”. Así, cada libro me costaba casi mil pesos en mi
cabeza. Le conté esto hace unos días a Ana. Se rió mucho. “Pero entonces
estabas pensando precios a lo Hong Kong”, dijo. Y agregó que en definitiva, lo
bueno es que compré libros y anduve y decidí hacer lo que tuviera ganas sin
pensar en el precio. Visto retrospectivamente, es una actitud de vida
interesante.
Vuelvo a mi
habitación abrazando mi libro de Circe Maia, haciendo cuentas equívocas, quedándome
con las ganas de otros libros que me llamaban desde los estantes como sirenas
de voz pecaminosa, sensual, oscura. Esta eterna manía que tengo de adentrarme en
la belleza aunque no se salga indemne.
Al día
siguiente, sábado, desayuno en el comedor, con dos chicos japoneses en pijamas y remeras
del Barca. Hablamos un inglés retaceado y divertido, como cada vez que se
producen equívocos en un idioma. Me cuentan que esa tarde van a ver un partido
al Estadio Centenario y al día siguiente viajarán a Buenos Aires para ver a
Boca. Les cuento que viví mucho tiempo en Rosario y que hay algo entre Rosario
y Montevideo que se parece (cierta escala humana que admite recorrer la ciudad
sin abrumarse, una luz melancólica en las esquinas, la mansedumbre de un ritmo
menos frenético; cosas así). Ellos me miran con interés. Pero no les interesan mis
reflexiones antropológicas. “Rosariosentralniuls”, entendí. Y me cuentan que
habían estado en las dos canchas o quizás dijeron otra cosa. No me da ningún
orgullo no saber de fútbol, esa llave que te abre las puertas de conversación
al mundo. Otra cosa que anoto en la lista de asuntos que debería aprender.
Cumplo con
mi rol de turista aplicada y tomo un bus que recorre once puntos importantes de
Montevideo: el Palacio Legislativo, el Jardín Botánico, el Parque Rodó, por
ejemplo. Lo bueno es que te entregan una tablita con horarios de los bondis que forman parte del recorrido y que podés abordar en diferentes horarios si querés recorrer un poco. Subo al primer piso del bus, con un
viento loco y los auriculares que te informan detalles sobre cada lugar. Decido
bajarme en el jardín japonés y me pierdo. No sé por qué de repente me agarró
tal interés por la botánica. Ah, sí, es que a veces intento escribir y que mis
personajes miren determinado árbol, determinada flor y yo rara vez les sé el
nombre. En fin, de esa excursión solo conservo la foto de pared al lado de una
tintorería que lleva pintada la leyenda "misoprostol " o sea que en Montevideo también se aborta.
Luego bajo en el Shopping Montevideo y camino hacia Pocitos. Me paso un largo
rato admirando la costanera. Un amigo me había dado el dato de una librería, “Libros
de arena” y allá voy. Vuelvo a la parada a esperar el bus. Mientras tanto, voy
al baño de un Mc Donalds, al lado del shopping. El Mc Donalds huele enteramente
a grasa bovina y a caca de bebé.
“Ya estaría
siendo mi horario para irme”, escucho más tarde, a eso de las cinco, cuando
dejo el tour atrás y voy en busca de La Feria del Libro, una librería antigua por
18 de Julio y Yi. Tiene dos pisos y está hecha totalmente de madera (no me
dejan subir, es sábado por la tarde, no hay personal suficiente, me explica con
amabilidad un señor peinado con gomina y corbata, un empleado de otro tiempo). La
librería huele a viejo, ese aroma levemente picante pero evocador. “Ya estaría
siendo mi horario para irme”, insiste el chico obeso parado en la puerta,
también con gomina, también con corbata, mientras limpia con un plumero de
plumas enhiestas unos cuantos libros de oferta acomodados entre las vidrieras.
Nadie lo escucha. Avanzo hasta el fondo de la librería. “A mí me gustan tanto
lo libros y la cultura que seguramente nos llevaremos bien”, dice una voz de
mujer. “Seguramente”, agrega otra voz, al otro lado del mostrador, en una
especie de despacho del que solo se ve un escritorio macizo. “Ya estaría siendo
mi horario de irme”, vuelve a la carga el chico obeso, esta vez golpeando el
vidrio ése detrás del mostrador. Y ahí es cuando salen dos mujeres. La rubia
insiste con que pasará el lunes porque le gustan los libros y la cultura y
seguro será buena con eso. La mujer morocha –sí, la jefa de todo- tiene el pelo
tirante. Va vestida de negro y se hace la desentendida cuando el obeso ya se
pone muy nervioso. “Atendé a la chica”, le dice a otra empleada que anda por
ahí, vestida como un testigo de Jehová, con las polleras por el piso y un moño
complicado alrededor del cuello. La chica dice que no puede atenderme porque
está facturando una docena de libros de cocina que está llevando un cliente. No
utiliza una caja registradora sino una de esas máquinas antiguas, con una
manivela al costado y el rollo de papel con los números en negro y rojo. La
dueña de todo despide a la rubia con un beso y le dice al chico obeso que aún
no puede irse porque no llegó quien lo reemplace. La chica del moño complicado
le pasa una tarjeta de débito que la dueña de todo no sabe usar. “Estas cosas
modernas”, se impacienta hasta que al fin descubre cómo es el asunto. La dueña
de todo tiene una belleza severa y, lo juraría, no más de cincuenta años. El
empleado aquel de corbata que me atendió primero viene en mi ayuda y
amablemente me pregunta qué necesito. “Subir al primer piso donde están los
libros de literatura latinoamericana”, respondo. Insiste amablemente en que no.
Afuera, el chico obeso sigue pasando el plumero a unos libros, con una furia
poco amable. La escena es enteramente de otro tiempo.
Vuelvo al
hotel y miro las fotos que estuve sacando. Por alguna razón, decidí que el
itinerario secreto de mi viaje tendría que ver con librerías, con el recital
del Eté como centro neurálgico. Fue una buena decisión: conocí La Lupa, la que
estaba por Pocitos y la Feria del Libro, con su encanto anacrónico. ¡Y esta noche
es el recital! También decidí tomar algunas fotos. Me gusta mucho la fotografía,
ya lo dije. Siento que es una forma de registro, de recuerdo pero también es
una forma de mirar en sí misma. A través del lente, los objetos son distintos.
Y la luz es un misterio que los fotógrafos buscan aprehender ahora como los
impresionistas del siglo XIX, que se pasaban horas al aire libre pintando las
variaciones del día sobre el mismo charco de agua. “Imágenes de imágenes, luz
filtrada y silencio”, escribe Circe Maia en el libro que compré. “Verde-luz.
Verde-sombra. / Sobre hojas del sol, verde-translúcidas / se recorta la sombra
de otras hojas. // Esa sombra no es negra. Es verde oscuro. / En la pared hay
otras dualidades, pero / la pared no es totalmente blanca / la sombra tampoco
es totalmente negra”, escribe Circe.
Decidí que
voy a fotografiar todos los afiches del recital del Eté que encuentre por la
calle. También fotografío mi habitación, su empapelado de líneas gruesas
doradas, ocres, anaranjadas, los veladores, el balcón. Y luego, los timbres,
las paredes descascaradas de la Ciudad Vieja, el cielo limpio, los cables que
cuelgan en el vacío formando figuras geométricas. Y algún detalle: las paredes
que aún recuerdan el triunfo de Uruguay en el Mundial el año pasado, esa
increíble fuente donde los enamorados dejan sus candados para sellar amor
eterno (amor amarrado, encadenado, uf) y el kiosko de al lado que anuncia que
allí se venden candados por si algún par de enamorados decidió a último momento
que se encadenaría de por vida.
A la noche bajo
por la calle equivocada con mis pantalones dorados, vestida, perfumada, yendo
al recital del Eté, que es en La Trastienda montevideana. Me detengo en un
puesto callejero donde venden chivitos. Me zampo un chivito, me limpio con una
servilleta de papel, adiós glamour, adiós lápiz de labios. Las calles de
Montevideo son menos angurrientas que las de Buenos Aires. Me refiero a la luz.
Las calles de Montevideo no necesitan ese derroche de luces blancas sino
algunas anaranjadas, pocas. Pasa una chica de rulos. Le pregunto la dirección
de La Trastienda. “Es para allá. Voy para allá. Ven”, dice en un acento
portugués. Así conozco a Roberta, que es de Velho Horizonte pero vive en
Montevideo hace unos meses y va al recital. Me voy a buscar mi entrada y ella se queda con unos
amigos que tienen una banda llamada “Crysler”. Entramos todos juntos. Hacemos
un montoncito con nuestros bolsos, como si estuviéramos por prender una fogata.
El escenario tiene unas llamas de papel y cuando las luces se apagan, las llamas
de papel parecen encendidas. Ahí están: el Eté & los Problems. Ellos son reales
y yo vine a verlos y siento que sí, que crucé el río y que no tengo otra
sensación más que una felicidad brillante como las luces del escenario. Hacen todos
los temas del “El éxodo” en el mismo orden que el disco. Pero aquí suenan aún
más potentes. La del Eté es una música sucia y apasionada, con varias letras de
una simpleza sofisticada (“La portera”, por ejemplo, es un hermoso poema sobre
lo que significa dejar un lugar amable en el campo para irse a otro más
incierto, mientras atravesás la ruta en colectivo: “el pasillo qué importa /
jugás con los botones / sos todo un astronauta / tu mano en los controles /
jugando con las luces / tu cara en el reflejo / flotando sobre el pasto // Las
vacas tan tranquilas / es todo tan tranquilo que te vas”). Cuando era
adolescente, Eté –que tiene treinta y pocos años- se hizo amigo de Eduardo
Darnauchans, quien le enseñó a componer letras y a hacer equilibrio en un mundo
desquiciado que se terminó engullendo a Darna. El día anterior, en Brecha,
había salido una entrevista. Ahí Eté explica que “El éxodo” tiene que ver con
su proceso de separación tras diez años de estar enamorado. “Para grabar el
disco acumulé fragmentos, ideas y conceptos durante dos años. Después hubo un
período como de seis meses donde ya empezaron a aparecer formas de canción, con
un inicio, cambios de acordes. Eran pocas, canciones cerradas había dos o tres.
Cuando me puse a escribir el disco tenía 400 archivos en una carpeta. Convertí
todo eso en veintipico de canciones. Fuimos al estudio con 17, grabamos 15 y
quedaron 11. Durante esos dos años yo pensaba que estaba perdido, que no estaba
encontrando el disco, y en realidad es un disco sobre estar perdido”, dice.
Listo. Cualquier otra definición sobre un proceso creativo (sea un libro o un
disco) sobra. En “El éxodo” se mezclan las referencias bíblicas (“de eso me interesa
su poder político y poético”, dice el pibe en Brecha) con lecturas como “Las
uvas de la ira” de John Steinbeck. Ese libro también inspiró a Bruce
Springsteen para su disco “El fantasma de Tom Joad”. Alguien me había dicho que
el Eté tiene la energía de Bruce, esa necesidad de ponerte ahí, frente a él, de
que no te quedes lejos. “Se me rompió una cuerda. Ya sé que tocar así no hace
que la guitarra suene más fuerte pero bueno, me gana la intensidad”, dirá el
Eté en el recital y creo que sí, que los dos tienen que ver y que está
buenísimo que el Eté sea lejano como Bruce pero que a la vez pueda agradecer a
los padres del batero que les prestan la casa para ensayar. La mamá del batero,
dice el Eté, les prepara lemoncello para aclarar la voz. Daría la vida por un
lemoncello para mi resfrío pertinaz pero Roberta me alcanza una aspirina que me
bajo con una cerveza Patricia.
Al día siguiente,
domingo, me voy caminando desde el Spléndido hasta la feria Tristán Narvaja, un
pandemónium de frutas, verduras, cedés, ropa, enchufes y adaptadores, libros,
especias, sahumerios, y conejitos y loros y gatos en jaulitas. Doy de casualidad con
el stand de Alejandro y sus amigos. Compro más libros: “La cara del ángel”, de
Pedro Dalton (“fue el fundador de la banda Buenos Muchachos”, me explica
Alejandro, que sabe que mis investigaciones vienen por ahí), “Algo se nos ha
escapado”, de la peruana Katya Adaui (“son cuentos cortos y extraños,
buenísimos”, argumenta Alejandro, que sabe que me interesa la escritura de
mujeres) y “El increíble Springer” de Damián González Bertolino (Alejandro dice
que es una nouvelle increíble escrita desde la mirada de un niño pero aunque no
supiera nada, compraría con los ojos cerrados un libro que se llama así, por lo
que promete, y por su tapa sepia con niñitos vestidos como jugadores de fútbol
de otras épocas). Conozco a Eloísa, una de las chicas que trabaja en La Lupa y
que es increíblemente inteligente, joven y pasada de onda. Hablamos del
recital, de Garo, de Laura Gutman (fue de “Buenos Muchachos”) del pibito de
Julen y la Gente Sola (el chico protagonizó el video “Jordan”, del Eté).
Todos ellos estuvieron acompañando al Eté en el escenario. Eloísa me explica
que esos músicos le gustan porque son creíbles. “Se les ven las entrañas”,
grafica. A mí también me gusta la gente a la que se le ven las entrañas. Por la
noche nos vamos con ella y con una amiga europea que aparece en el camino a un
espacio nuevo de la Ciudad Vieja llamado “Tractatus”. Es un centro cultural, un
galpón muy reciclado, con butacas super cómodas y buena acústica. Ahí tocan
Rosario Bléfari, Jhona y los nombres comunes y el gran Pau O´Bianchi
(guitarrista y cantante de otra banda mítica, llamada “Tres Pecados”). Me
siento tan feliz. Yo planeaba un viaje bucólico y solitario y de repente me
encuentro con gente linda, escucho música que me gusta y de yapa asisto a un
auténtico recital del auténtico Pau. Me voy a dormir a mi habitación del
Spléndido con una sensación de gratitud hacia el mundo que da una vitalidad
nueva. Sí, “gracias” es una buena palabra. Gracias a todo lo que me trajo hasta
aquí. Incluso aquella pena que amenazaba con agigantarse en el verano y ya casi
no existe, como no existe el desamor que me hacía cantar las canciones del Eté
como un conjuro. Sólo queda una línea exigua sobre el agua que une Buenos Aires
y Montevideo, señalando dos puntos a los que se puede volver en calma.
Es lunes,
estoy por volver pero quiero darme un lujo más. Cerca del Spléndido hay un café
fundado en 1927, El Oro del Rhin, que quiero conocer. Preparo la valija y la
dejo en el vestíbulo de entrada. Sólo entonces advierto que en el piso hay una
alfombra gigante con la cara de un león, y al lado un sillón de madera muy
simple y aristocrático y un globo terráqueo. Suena Lou Reed. Cuando siga
viajando me quiero llevar todo esto: una alfombra mullida y guerrera por la que
pueda caminar descalza, un sillón donde descansar, un mapa redondo y en
expansión y música, siempre.
Me siento en
El Oro del Rhin, pido un café, miro por la ventana y abro la internet que llevo
en mi telefonito. El lunes es tranquilo y luminoso. La información que leo me deja sin
palabras: acaba de morir Eduardo Galeano. Miro por la ventana otra vez. Todos
tenemos nuestro momento con Galeano. Recuerdo que leí eso del mar de fueguitos
a los dieciséis, tras un viaje que había hecho a Rosario para formar un centro
de estudiantes en mi pueblo, Firmat. Aún hoy creo que somos un mar de fueguitos
y que los hay bobos y luminosos. ¿Es cursi la confianza? De repente siento que
estoy respirando un aire que Eduardo ya no puede respirar. Un amigo me dirá más
tarde que me paso de dramática. Quizás Eduardo dejó su aire para todos los que
escribimos. Se puede tener una opinión u otra sobre su escritura pero lo cierto
es que fue parte de mi educación sentimental. Y que es la primera vez que estoy
en Montevideo justo cuando él no está. Pienso en la antorcha dibujada en los
afiches del recital del Eté dispersos a lo largo de la ciudad. Creo que se
trata de eso la escritura, el arte en general. Digo, se trata de compartir y de
iluminar.
Me voy a
Tres Cruces. Me siento a esperar el colectivo que me lleve a Colonia y de ahí,
el ferry. En una pantalla pasan informaciones del día. Una de ellas es, claro,
la muerte de Galeano. Aparece un hombre y se sienta frente a mí. Es viejo, de
rostro sosegado. Lleva un traje azul desvaído y por debajo asoma una camisa
color crema y una corbata ancha. Sus zapatos están gastados. También, la funda
de su guitarra. Deposita en el piso una bolsa pesada que dice “Tacuarembó”. Pienso en la historia de un juglar de “El
libro de los abrazos” que la pasa horrible cuando le roban. “Pero nos dejaron
la música”, dice al final, como forma de resistencia. Yo era muy joven y creí. Ahí
está el señor con su guitarra ahora y la mansedumbre de quien ha visto
demasiado como para preocuparse a estas alturas. Sonríe de costado y esa
sonrisa es una forma de calidez desinteresada. No puedo determinar exactamente
la simetría con Galeano, pero sé que existe.
Me tomo el
colectivo. Pienso en la palabra “fuego”. Abro “El increíble Springer”. Leo: “Todos
tenemos un momento en la vida en el que escuchamos una palabra por primera vez,
y esa palabra tiene siempre, del otro lado, una historia. Y por lo general esa
historia transcurre en la infancia”. Sigo en el ferry, mirando la superficie
chata y marrón del agua. Va el sol. Río arriba.