viernes, 30 de septiembre de 2011

Poderosos colores

Entrevista a Ana von Rebeur, autora de La ciencia del color (historias y pasiones en torno a los pigmentos). La nota, acá

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martes, 6 de septiembre de 2011

Yo soy mi propia mujer

El año pasado, tras la muerte de Néstor, algunos empezaron a batir el parche con el luto de Cristina, al que consideraron "exagerado". Acá

, el texto que escribí para reivindicar el derecho de la Presidenta al dolor.

Texto en La Mujer de mi Vida

Hace un tiempo publiqué un texto en La Mujer de mi Vida. Acá está.

Desde chica advertí que las cosas no eran simples. Adentro de cada persona, me imaginaba, hay un mundo del que se sabe poco, del que es difícil hablar. Cargamos toda esa gente, sus ciudades, sus campos, sus gobiernos, que cada tanto chocan contra nuestras costillas para avisarnos que siguen allí, como los lápices Colorama que guardaba en la mochila, que hacían tap, tap, tap, cada vez que volvía corriendo de la escuela a casa. La palabra no es todo lo que tenemos para referirnos a ese mundo (tenemos el dibujo, por ejemplo) pero casi. Yo sabía estas cosas porque las leía. Mi padre guardaba unos libros de un tal Carl Jung en un estante alto de la biblioteca. No me refiero a una biblioteca grande sino a unos cuantos libros que iban sobreviviendo entre mudanza y mudanza. Mi padre era empleado en un banco pero cada tanto discutía con el gerente de turno y sobrevenía el traslado. Nunca hablaba, de eso ni de nada. Leía el diario todas las tardes. Leía los libros de su biblioteca exigua. Yo leía lo que él leía para tratar de entender su silencio. Decidí hablar su idioma críptico con la esperanza de romperlo. Así que, desde temprano, entre nosotros no se estableció ningún diálogo claro, amoroso o terrible, sino frases como “Volvió a juntarse Serú Girán, lo leí en el diario que trajiste” que se podía traducir más o menos en “Me encantó cuando me hiciste escuchar Seminare en un tocadiscos que te ganaste por haber comprado un bono contribución a los bomberos voluntarios. Así que ya que en su momento fuiste generoso con ellos y luego conmigo, ahora dame plata para el recital”. A veces funcionaba pero la mayoría del tiempo cada cual entendía lo que se le daba la gana.
Beatriz fue mi primera terapeuta, a los 18 años, cuando me fui a estudiar a Rosario luego de encallar por años en un pueblo del sur de Santa Fe donde mi padre se había jubilado. Elegí mi primera terapeuta por tres razones: a) era mujer, b) cobraba poco ya que trabajaba en una institución que tenía convenio con la Universidad, c) era la única terapeuta que podía atenderme más o menos con urgencia.
Otra cosa que debería decir aquí es que la falta de comunicación familiar se tradujo en romances desdichados con chicos que terminaban huyendo de mí. Las cosas empezaban bien: me enamoraba enseguida de cualquiera que hubiese escuchado la Velvet Underground, supiera cocinar (yo no sabía) y le causara gracia Juan Carlos Batman. En general, se trataba de estudiantes que iban a la facultad en bicicleta para ahorrar el dinero de los colectivos y vivían junto a otros varios en departamentos minúsculos. Así es como, junto al chico y sus amigos, formábamos una familia perfecta que los lunes se juntaba a mirar Cha Cha Cha. De repente, todo se iba a pique. De un día para otro, comenzaba a detestarlo con una excusa cualquiera. Gritaba mucho, decía cosas horrendas y me iba a llorar sola.
Llegué a Beatriz tras una de esas curiosas rupturas. Trabajamos juntas unos diez años. Al principio iba a su consultorio pero los últimos tiempos me recibía en su casa. A veces le dejaba lugar a su gata en un sillón donde ella y yo nos recostábamos. Pero Beatriz bajaba a la gata mientras le susurraba “ahí no, mamita”. Así es como supe que vivía sola, que tenía dos gatos (uno se murió durante las últimas sesiones), que sabía alemán porque su hijo (que quizás se divorciaría) vivía en Berlín.

Con el tiempo me mudé a Buenos Aires. Después de dos años la volví a llamar por teléfono. Sonó sorprendida y alegre y calma. Olvidé decirlo pero creo que también la elegí porque tenía una voz clara y ojos azules. Todo en ella irradiaba cierta transparencia que me sosegaba. Me preguntó cómo estaba.
--Bien. Estoy escribiendo sobre vos y justo encontré tu número así que te llamo.
--¿Y que escribís?
--Una columna para una revista.
Luego me despaché con anécdotas de mi vida. Y cuando llegó el momento de presentarle a M., mi actual pareja, quedé muda por un rato. Esta es la parte que no me gustaría contar. Me había pasado la mañana discutiendo con M. luego de varios meses de bonanza. Las excusas fueron la reciente visita que le hizo su ex novia para llevarse unos micrófonos comunes (ella canta), mi imposibilidad de decirle a un jefe alemán que es un idiota y cambiar de trabajo, la compu que le llené a M. de virus tratando de bajar unos programas para componer música de unos sitios rusos (yo canto). Cuando dos personas tienen ganas de no ponerse de acuerdo, de hacerse mal, lo logran con facilidad. Terminé llorando y sonándome la nariz con un rollo de cocina a falta de kleenex. Le conté todo a mi ex terapeuta.
--No estamos condenados a repetir la historia de los otros, los silencios o las omisiones de nuestros padres. Ni siquiera estamos condenados a repetir nuestra propia historia.
Eso es lo que me dijo. Una vez más. Había escuchado eso por años. Pero esta vez sonó casi novedoso. Como cuando vuelvo a escuchar Sunday Morning después de mucho tiempo y Lou Reed es dulce y melancólico y joven, una y otra vez. Cuando corté, me sentí mejor. Me hubiese gustado contarle a Beatriz que ya no fumo pero quizás no venía al caso.