martes, 17 de julio de 2012

Música a lo Frank Zappa

Me despierto a las seis de la mañana. Voy hasta el balcón. Hace frío, no importa, tengo los pies desnudos, no importa, levanto la persiana. Entre los edificios asoma un pedazo de río. Está oscuro. La luna sobre el cielo opaco, tan delgada, parece la huella dejada por un vaso húmedo sobre un mantel de hule. Del río se ven los brillos y nada más. J me lo había mostrado un par de días atrás, la tarde que llegué. “Ahora que es invierno, se puede ver el río”, dijo. Es que en verano los árboles están llenos de hojas y el follaje tapa la avenida y el río detrás. Ahora no. J también me mostró una flor que estaba saliendo de una maceta de hojas carnosas, en su balcón. La flor, rosada, tenía un centro del que caían dos o tres pimpollos dorados, apretados como dientes, no muy dispuestos a abrirse. Es entendible, con esas heladas que escarchan el día hasta las diez. Pero los pimpollos están abiertos, ahora, y tiemblan bajo el comienzo del día.

Abro la puerta de la cocina, preparo un té, miro las flores estampadas sobre una bolsa de tela. Vuelvo a la cama. Me quedo en el borde, tomando el té que apoyo en una mesita de luz, al lado de un espejo muy ancho, que está contra la pared. Si el espejo estuviera colgado un poco más abajo, se vería la cama. Pero no, está un poco alto; J es alto, quizás por eso lo colgó así. Era de una cómoda de la casa de su abuela. Nuestros cuerpos solo se ven cuando me agarra la cintura y me sienta encima suyo. Alguna vez, de costado, vi la imagen nuestra por un segundo, antes de volver a cerrar los ojos.

Se da vuelta y me pregunta si no puedo dormir. Le respondo que no pero que total, en un rato me tengo que ir. Mira el celular y después de un rato dice que mejor que me desperté porque él puso el reloj del celular a las siete cuarenta y cinco y no a las seis cuarenta y cinco. Si le hacíamos caso a ese reloj, yo tenía solo quince minutos para llegar a la terminal.
Me echo a su lado. Suspiro. Pregunta qué pasa. Le digo lo de las hamacas del pueblo donde nací. Esa historia de unas hamacas que se mueven solas que quiero contar desde hace meses y no sale.
Le cuento lo de la visita a mi madre, que vive a pocas cuadras de J. Estoy acostumbrándome otra vez a los viajes, a volver. Paso las cuatro horas escuchando música en el mp3. Mientras tanto, pienso cosas, que son como una música frank zappa aunque sin mucho talento, claro. Es que Frank sabía ponerle música a ese devenir caótico del pensamiento y no le daba miedo que sonara poco armónico, finalmente las personas somos así y no ordenaditas en melodía norah jones, y eso que me gusta Norah, con esa ronquera al fondo de su voz.
Cuando viajo, no puedo dejar de pensar en todo lo que no sé de mi familia. La de mi padre, sobre todo. Mi padre vive lejos, solo, en un campo. No es fácil llegar. Hace como un año que no lo veo. Hablamos por teléfono. Me dice “tesoro”. Si me hubiese dicho “tesoro” hace unos años (a mí, a mi hermana, a mi mamá) quizás ahora no estaría lejos. Pero nos decía cosas más jodidas, que no creo que le pueda perdonar. Le digo a J eso, que una a veces no puede perdonar y a pesar de eso sí puede seguir queriendo a alguien. A esta altura, a mi viejo aprendí a quererlo. A él, a mi madre, a mi hermana. Pero los cuatro nos tuvimos que ir muy lejos el uno del otro para aprender a decirnos “tesoro”.
Explico que tengo una tía que no conozco, una hermana de mi papá que mi abuelo tuvo con otra señora que no es mi abuela. Y eso que mi papá siempre dijo que era hijo único. Y lo de mis abuelos. Mi abuelo se llamaba Hermenegildo, pero tampoco lo conocí. Se peleó con mi papá. J me pregunta por qué no le pedí a mi papá algún dato para ir a verlo, si se murió cuando yo tenía como diecisiete años. Yo respondo que nunca se me ocurrió. Y me quedo en silencio.
J también se queda en silencio. Le cuento que me gusta ver bien a mi mamá pero que tiene más de setenta. Y que no quiero que se muera sin preguntarle algunas cosas. Y que tampoco puedo dejar pasar treinta años hasta animarme a preguntar. Todos tenemos fantasmas adentro, fantasmas que mueven hamacas. De lejos, es como si las hamacas se movieran solas. De cerca, no. De cerca, una puede ver.
Pero hay que animarse a ver. Y hay que dejar que las hojas caigan para que se pueda ver el río detrás. Hay cosas que no dependen de una porque el invierno llega cuando puede. Pero todo eso hay que hacer para poder escribir de manera sincera. Sobre vos misma o sobre lo que se te cante. No se puede ir al fondo de la escritura si una se hace la tonta con sus propios asuntos.
Me levanto otra vez. Voy al baño. Una línea de sangre se me escapa entre las piernas, y otra más. Le pregunto a J , medio a los gritos, si no tiene por ahí un pedazo de algodón.  Dice que no. Bueno, no importa. En la terminal hay una farmacia donde podré comprar tampones. Mientras tanto, pliego un poco de papel higiénico y lo pongo sobre la bombacha.
Vuelvo a la cama. J me abraza muy fuerte. Siento algo a la altura del pecho, una especie de río, con un fonde de barro que se ablanda y fluye. En un rato voy a tener que meterme en un colectivo para volver a Baires. Pero no ahora. Así que me quedo entre las sábanas, con J desnudo, que es hermoso.

domingo, 8 de julio de 2012

Mi megaupload

Dejé de publicar cosas acá durante un tiempo porque estuve con otros proyectos. Y también, porque la nueva interfase del blogspot era incómoda. Pero la idea de que para ser cool se puede resignar un poco de comodidad sólo es aplicable en ciertos casos: cuando compartís un colchón de una plaza con una persona que te gusta, cuando te subís a un par de tacos, cuando el sonido es un espanto pero la banda vale la pena. Así que volví a la vieja interfase con la idea de seguir subiendo cosas sin renegar tanto.
Como un blog es también una bitácora, hay mojones del viaje que no quiero pasar por alto. Así que acá posteo algunas notas del último año; en general, escritas de prisa, perfectibles (probablemente). Pero por distintas razones, son trabajos que me gustó hacer.

Entrevista a Doris Carpani, compañera de vida de Ricardo Carpani, por la inauguración de una muestra del artista en el museo Evita, acá.

Entrevista a la poeta ecuatoriana Margarita Laso, acá.

Una opinión sobre lo riesgoso en el arte luego de ver unos laburitos que me gustaron poco en el Museo de Arte Contemporáneo de Rosario, acá.

Entrevista a Mariano Pacheco, compañero de militancia de Darío Santillán y autor de un libro que cuenta la vida de su amigo, acá.

La historia de la recuperación de los restos de Yves Domergue y Cristina Cialceta, que permanecieron enterrados como NN en Melincué, según cuenta Eric Domergue, acá.

Reseña de "Fun Home", una novela gráfica buenísima de Alison Bechdel, acá.

Entrevista al grosso de Férrez, un escritor paulista que se crió en una favela y desde allí construye contracultura, escritura, hi hop, acá.

Reseña sobre una mega muestra de Tina Modotti en el Centro Cultural Borges, acá.

Nota de tapa del suplemento de Cultura a partir del libro "El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia" de Patricio Pron, acá.

La historia de las Abuelas de Plaza de Mayo contada en un libro para chicos, acá.

Una nota sobre muestra de Alejandra Pizarnik en el museo Larreta, acá.

Una nota sobre un libro que relata la infancia de Eva Perón según testimonios de personas que la conocieron  a ella o a su familia, acá.

Columna luego de flashear con unas fotos de Nan Goldin que vi en vivo y en directo, acá.

Pequeño homenaje a Clarice Lispector, acá.

Una nota a partir de libro que recupera los testimonios que dejó escritos Jorge Julio López sobre su desaparición y secuestro durante los setenta, acá.

Una nota sobre un libro de fotografías hermosísimo, editado por la Editorial Municipal de Rosario, sobre el trabajo de Chiavazza y Persia, dos fotorreporteros rosarinos de comienzos del siglo XX, acá.

Nota de tapa del suplemento de Cultura a partir del libro sobre el trabajo de Antonio Di Benedetto como periodista, escrito por Natalia Gelós, acá.





viernes, 6 de julio de 2012

La comegatos

Escribo acompañada por un gato pequeño de trapo, bordado con hilos de colores. La señora que me lo vendió dice que a estos gatos los fabrica una mexicana. Son todos distintos. Ni la mexicana ni yo somos de Córdoba. Pero acá estamos. La mexicana vende gatos, yo escribo cuentos.
Anoche, Alejo Carbonell, editor de Caballo Negro, y la escritora Eugenia Almeida presentaron el libro de narradoras rosarinas. Ahora, en este preciso instante, él está en Rosario haciendo lo mismo. El encuentro fue en una casa antigua de la calle Lima, hermosa y fría como todo porque hace un frío de locos acá y en todos lados.
Eugenia (a quien no había visto nunca antes) era como un fuego amigo, con sus botas altas cubiertas por una capa tenue de polvo, su abrigo oscuro, su mochila, como si recién llegara de un viaje. Me acerqué a ella y me quedé a su lado hasta que se fue. Me contó que vive en las sierras. Que su lugar en el mundo tiene patio, pájaros, caballos. Que vivió mucho tiempo en Córdoba ciudad, la última vez en un departamento. Pero de noche no podía dormir. Escuchaba a los vecinos respirar del otro lado. Ahora está bien. Viaja 35 kilómetros y no le importa que el colectivo que la trae y la lleva tarde dos horas. En su casa no se escucha respirar a los vecinos sino que se debe escuchar el canto de la naturaleza, que de noche arrulla.
El cuerpo empuja, dijo Alejo al momento de explicar cómo es posible contactar catorce mujeres que no conocía, elegir relatos, armar un libro, armar muchos libros y apostar a una editorial independiente a la que defiende como a una hija con pelo de papel. Eugenia dijo que las antologías dicen más del antologador que de la gente que escribe. Pero también dice de la gente que escribe. Porque las antologías abren puertas para conocer otras escrituras. Así que está bien cualquier criterio, cualquier campo que un editor delimite. Por qué no una antología de mujeres que calcen 39, como ella. Dijo eso. Me causó gracia. Yo anoté. Tomaba notas por vicio periodístico y ahora que transcribo algunas cosas creo que no estoy siendo exacta y elegante como Eugenia, que llevó sus anotaciones en fichas, así de meticulosa. Debe ser el Qura, el resfrío, la imagen del a catedral iluminada que me dispersa, del cielo a punto de anochecer, del cansancio placentero de estar aquí.
No recuerdo bien lo que dije. Pero confesé, por ejemplo, que me hubiese gustado tener una banda de rock, que es menos solitaria que un papel. El papel está bien si una después puede juntarse con gente a hablar de cosas que nos gustan, que al fin tiene bastante que ver con tocar música con amigos. Que mi escritura es mestiza como mi origen, a caballo del periodismo, de la poesía, de Firmat, de Rosario, de Buenos Aires. Y que, bueno, quizás por tantos caminos yo también tengo mis botas llenas de polvo y en el fondo, me gusta que así sea. Que Beatriz Vignoli -que escribió el prólogo del libro- es a esta altura una tradición en sí misma: por todo lo que escribe, por el modo bello y oscuro y personal en el que escribe y porque unas cuantas orbitamos alrededor de ella en algún momento para aprender algunas cosas.
Afuera hay fuegos artificiales, lo juro. Es que Córdoba cumple años. Desde acá veo la explanada de la catedral y la gente que pasa. Estoy en un piso nueve y veo una nena que hace piruetas alrededor de un mástil. Y una estampida de pájaros que huyen de los árboles cercanos, asustados por el ruido de los fuegos artificiales, atontados por las luces de la explanada que empiezan a encenderse aunque quizás a esto último estén acostumbrados, quién sabe.
Hace un tiempo, apareció alguien en mi vida que de repente me hizo acordar de cosas tiernas que había olvidado. Y ayer me pasó lo mismo, que mientras Alejo y Eugenia hablaban yo volvía a recordar en qué consiste esto. Cultivar la ternura. Perseguir la belleza. Ser trabajadora de una misma y que la fuerza de laburo que ponés al servicio de otros para ganar tu comida sea sólo eso. Que los otros no decidan quién sos. Saber que una nunca dirá exactamente lo que quiere porque la escritura es inexacta. Mejor. Lo inexacto puede ser verdadero. Encontrar una voz. Enamorarse. Escribir. Escribir aunque no haya té. Y dejar de pensar si una debe o no. Poner el cuerpo en la escritura como la nena que aprende a mantener el equilibrio con la cabeza hacia abajo. Que la escritura sea un acto de amor. Acercarse al fuego. Ser salvaje otra vez, con el salvajismo sabio que otorga la naturaleza que arrulla. Y asumirse como comegatos porque una vez todos fuimos pobres y tuvimos hambre y cazamos para comer.
Sobrevivimos y acá estamos.
Afuera ya está oscuro.