Me despierto a las seis de la mañana. Voy hasta el balcón. Hace frío, no importa, tengo los pies desnudos, no importa, levanto la persiana. Entre los edificios asoma un pedazo de río. Está oscuro. La luna sobre el cielo opaco, tan delgada, parece la huella dejada por un vaso húmedo sobre un mantel de hule. Del río se ven los brillos y nada más. J me lo había mostrado un par de días atrás, la tarde que llegué. “Ahora que es invierno, se puede ver el río”, dijo. Es que en verano los árboles están llenos de hojas y el follaje tapa la avenida y el río detrás. Ahora no. J también me mostró una flor que estaba saliendo de una maceta de hojas carnosas, en su balcón. La flor, rosada, tenía un centro del que caían dos o tres pimpollos dorados, apretados como dientes, no muy dispuestos a abrirse. Es entendible, con esas heladas que escarchan el día hasta las diez. Pero los pimpollos están abiertos, ahora, y tiemblan bajo el comienzo del día.
Abro la puerta de la cocina, preparo un té, miro las flores estampadas sobre una bolsa de tela. Vuelvo a la cama. Me quedo en el borde, tomando el té que apoyo en una mesita de luz, al lado de un espejo muy ancho, que está contra la pared. Si el espejo estuviera colgado un poco más abajo, se vería la cama. Pero no, está un poco alto; J es alto, quizás por eso lo colgó así. Era de una cómoda de la casa de su abuela. Nuestros cuerpos solo se ven cuando me agarra la cintura y me sienta encima suyo. Alguna vez, de costado, vi la imagen nuestra por un segundo, antes de volver a cerrar los ojos.
Se da vuelta y me pregunta si no puedo dormir. Le respondo que no pero que total, en un rato me tengo que ir. Mira el celular y después de un rato dice que mejor que me desperté porque él puso el reloj del celular a las siete cuarenta y cinco y no a las seis cuarenta y cinco. Si le hacíamos caso a ese reloj, yo tenía solo quince minutos para llegar a la terminal.
Se da vuelta y me pregunta si no puedo dormir. Le respondo que no pero que total, en un rato me tengo que ir. Mira el celular y después de un rato dice que mejor que me desperté porque él puso el reloj del celular a las siete cuarenta y cinco y no a las seis cuarenta y cinco. Si le hacíamos caso a ese reloj, yo tenía solo quince minutos para llegar a la terminal.
Me echo a su lado. Suspiro. Pregunta qué pasa. Le digo lo de las hamacas del pueblo donde nací. Esa historia de unas hamacas que se mueven solas que quiero contar desde hace meses y no sale.
Le cuento lo de la visita a mi madre, que vive a pocas cuadras de J. Estoy acostumbrándome otra vez a los viajes, a volver. Paso las cuatro horas escuchando música en el mp3. Mientras tanto, pienso cosas, que son como una música frank zappa aunque sin mucho talento, claro. Es que Frank sabía ponerle música a ese devenir caótico del pensamiento y no le daba miedo que sonara poco armónico, finalmente las personas somos así y no ordenaditas en melodía norah jones, y eso que me gusta Norah, con esa ronquera al fondo de su voz.
Cuando viajo, no puedo dejar de pensar en todo lo que no sé de mi familia. La de mi padre, sobre todo. Mi padre vive lejos, solo, en un campo. No es fácil llegar. Hace como un año que no lo veo. Hablamos por teléfono. Me dice “tesoro”. Si me hubiese dicho “tesoro” hace unos años (a mí, a mi hermana, a mi mamá) quizás ahora no estaría lejos. Pero nos decía cosas más jodidas, que no creo que le pueda perdonar. Le digo a J eso, que una a veces no puede perdonar y a pesar de eso sí puede seguir queriendo a alguien. A esta altura, a mi viejo aprendí a quererlo. A él, a mi madre, a mi hermana. Pero los cuatro nos tuvimos que ir muy lejos el uno del otro para aprender a decirnos “tesoro”.
Explico que tengo una tía que no conozco, una hermana de mi papá que mi abuelo tuvo con otra señora que no es mi abuela. Y eso que mi papá siempre dijo que era hijo único. Y lo de mis abuelos. Mi abuelo se llamaba Hermenegildo, pero tampoco lo conocí. Se peleó con mi papá. J me pregunta por qué no le pedí a mi papá algún dato para ir a verlo, si se murió cuando yo tenía como diecisiete años. Yo respondo que nunca se me ocurrió. Y me quedo en silencio.
J también se queda en silencio. Le cuento que me gusta ver bien a mi mamá pero que tiene más de setenta. Y que no quiero que se muera sin preguntarle algunas cosas. Y que tampoco puedo dejar pasar treinta años hasta animarme a preguntar. Todos tenemos fantasmas adentro, fantasmas que mueven hamacas. De lejos, es como si las hamacas se movieran solas. De cerca, no. De cerca, una puede ver.
Pero hay que animarse a ver. Y hay que dejar que las hojas caigan para que se pueda ver el río detrás. Hay cosas que no dependen de una porque el invierno llega cuando puede. Pero todo eso hay que hacer para poder escribir de manera sincera. Sobre vos misma o sobre lo que se te cante. No se puede ir al fondo de la escritura si una se hace la tonta con sus propios asuntos.
Me levanto otra vez. Voy al baño. Una línea de sangre se me escapa entre las piernas, y otra más. Le pregunto a J , medio a los gritos, si no tiene por ahí un pedazo de algodón. Dice que no. Bueno, no importa. En la terminal hay una farmacia donde podré comprar tampones. Mientras tanto, pliego un poco de papel higiénico y lo pongo sobre la bombacha.
Vuelvo a la cama. J me abraza muy fuerte. Siento algo a la altura del pecho, una especie de río, con un fonde de barro que se ablanda y fluye. En un rato voy a tener que meterme en un colectivo para volver a Baires. Pero no ahora. Así que me quedo entre las sábanas, con J desnudo, que es hermoso.
Mi linda. Enamorada. Animándose a las preguntas-. Cuestionando su ya sensible y única escritura.
ResponderEliminarMe alegro mucho por vos. TE quiero siempre
c.