sábado, 26 de febrero de 2011

Escena marina

Una gaviota con el ala rota.

El perro se acerca.

Ella grita.

Dos puntos minúsculos

y el mar

que no recuerda.

domingo, 20 de febrero de 2011

Sobre "Una idea genial", de Inés Acevedo

Hebe Uhart me señaló este libro durante una entrevista. Dijo que era una de las cosas más interesantes que estaba leyendo. Acá, la reseña.

El destino del agua

Mi madre se mudó.

Sus gatos, dice, se acostumbran a todo.

La hembra trae restos de estopa en la boca.
Quién sabe dónde va.

El macho se sienta en el vano de la puerta.
Escudriña el cielo
como un viejo que lee en las nubes
el destino del agua.

Mi hermana cuenta estas cosas
en mails brevísimos.

La distancia nos reúne.

jueves, 17 de febrero de 2011

Falsa fumadora

Había llovido.
La gente se arrimaba a la playa para juntar caracoles. Las conchas de caracol, tan frágiles bajo tus pies, se quebraban como vidrios.
Nos metimos en un bar. En cualquier lugar donde estuviésemos, habíamos armado nuestra casa de amor. En ella cabían las promesas que nos hicimos, los amores previos. Y los amores nuevos de los amores previos, también. Habíamos hablado demasiado alto, demasiadas veces, para escucharnos. Mejor si estábamos en silencio, con el mar alrededor.
“No quiero”, me decías.
Yo leía el anuncio de un libro nuevo de Patti Smith en el diario.
Un tiempo después la música sería mi única casa. Me pararía frente a la foto que Mapplethorpe le sacó a Patti en el Chelsea Hotel y me inquietaría su perfección.
Me dan miedo las cosas perfectas. A veces meto cigarrillos en el bolsillo sólo para ser una falsa fumadora.
Mi corazón se ha roto.

lunes, 14 de febrero de 2011

El amor según Los Amados


El Chino Amado, un galán de otra época, cuenta los secretos del romanticismo a los lectores (y lectoras) de Tiempo Argentino acá.
Y para saber en qué anda este grupo teatral-musical, acá.
(Las fotos son de Soledad Quiroga).

El juguete

Es difícil dejar ir a quien amaste, ver cómo se pierde al doblar una cuadra luego de decirte que esta vez va en serio, que nada de llamados ni de mails ni de alusiones a él en ningún relato. Y una dice sí, sí, sí porque la tristeza te desborda pero esta vez no vas a llorar ahí. La cabeza en alto, como John le enseñó a Yoko luego de regalarle unos lentes oscuros una tarde luminosa poco antes de que todo terminara mal. Entrás en el subte y jugás con el collar largo, de cuentas negras y brillantes, tan bonito, tan de luto. Te pasaste todo el encuentro intentando desenredar las diez vueltas de ese collar. Cuando lo lograste, no había más que decir.
Intentaste un chiste. Es que la conversación estaba siendo demasiado triste. Él hablaba de que no había querido saber nada más de vos y vos, le confesaste, te metiste en Facebook a ver sus fotos de recitales, lo googleaste, consultaste el Astropuntocom para ver cómo le iba en la vida. Tampoco era tan así pero te pareció apropiado ser un poco melodramática, mostrar alguna herida. Era un modo de contarle que la separación no te salió gratis. Ni a vos ni al malvón. Ahí dijiste lo del malvón.
Una noche él apareció en tu casa para devolverte unas pocas cosas y llevarte las suyas. Te devolvió un televisor, pero también un cepillo de dientes, algunas muestras de cremas, la gorra de baño… No da. La gorra de baño no da. ¿Por qué usabas gorra de baño por entonces? Ah, sí, porque te alisabas el pelo. ¿No te gustaban tus rulos? No. Y tenías el pelo demasiado corto. Así que cuidabas tu alisado. No hay manera de que una gorra de baño no sea ridícula. Se ve que los fabricantes de gorras lo asumieron. Así que llenaron sus gorras plásticas de colores horrendos (amarillito, rosita, verdecito agua) y las estamparon con perros, estrellas, patos, flores, trencitos. La tuya tenía trencitos. La tiraste, como todo lo demás, menos la tele, que se convirtió en una buena amiga cuando la portera te extendió su conexión, gratis. La portera es lo más. Ella conoce a todos tus novios. No son tantos. O sí. A quién le importa. ¿Por qué una chica no puede tener muchos novios? ¿Por qué sólo los varones pueden tener sexo casual? Ah, claro, tu ex no tenía sexo casual. Eso es lo que decía. Ese fue uno de los problemas. Que cuando llegó la hora de mudarse juntos, vos lo pensaste dos veces. Le preguntaste qué pasaba si a alguno de los dos le gustaba alguien más, por un rato. Le preguntaste si el deseo debe ser enterrado en un frasco, como el poroto de un germinador, para verlo crecer de cerca, para tirarlo si sale defectuoso porque así no se aprueba la clase de Biología. Le preguntaste si todo se puede tener bajo control. Y finalmente, le dijiste que no todos los días lo amabas igual.
A veces, por ejemplo, no lo querías cerca. No te parece que el colmo del amor sea dormir para toda la vida con la misma persona. La portera del edificio opina lo mismo. Lo supiste hace unos días, cuando ella se iba a algún lado y vos también te ibas a trabajar. Salieron juntas a la calle. Una vecina del primer piso le gritó “Hooooola Edith ¿dónde vas???”. Y Edith se hizo la sorda, saludó con la mano mientras me decía un poco entre risas pero también con un dejo de rabia “A ver un macho, a eso me voy. Decime qué le importa dónde voy, decime”. Edith es una señora de sesenta años, que se pasa el día limpiando los pisos y el ascensor, con un marido electricista y un hijo internado por consumo de paco. Ella mira a los novios. Si le pregunto, opina cuál es más lindo y más conveniente. Y no opina nada en las temporadas sin novios. Y se harta, como cualquier hijo de vecino, de que las mujeres del edificio le estén espiando su vida. Y cree, estás segura que lo cree de veras, que el matrimonio no soluciona todos los males y que, si ella pudiera empezar otra vez, probablemente no se hubiese casado ni con el electricista ni con nadie.
Lo del malvón, eso. Fue solamente un chiste. En un momento donde estaban intentando averiguar si cuando el te mandó tal mail a vos te cayó pésimo pero él dice que no, que no era la intención, que el tuyo sí era bravo y vos decís que no, que imposible, que se lo leíste a una amiga antes de enviarlo y lloraron juntas porque si alguien te dice lo que decías vos en ese mail por ahí revisabas tus ideas y volvías a confiar en el amor. Y él decía que sí, que claro, que eran cosas muy hermosas y profundas pero a él igual le cayó para el ojete porque estaba claro que no estabas pidiendo nada, denunciando nada, sólo diciendo adiós. Y vos te preguntabas qué otra cosa podías hacer luego de meses y meses de separación sin hablarse, si había algo más digno que decir adiós. Y no querías parecer beligerante y ni estabas en condiciones de ensayar ninguna ofensa, tal era la tristeza. Hablabas con un hilo de voz, bajabas la vista para evitar todo tipo de enfrentamiento, te concentrabas en desenredar el collar. Entonces se te ocurrió.
“El malvón se murió, pobrecito, de pena”, dijiste. Te pareció una frase genial, de bolero, de cuento para chicos un poco pasado de rosca como Platero y yo. Era una frase cómica de tan triste. Y él te miró y abrió los ojos. Y vos te envalentonaste: “El malvón estaba encantado de irse a tu casa porque en mi departamento se sentía solo. Acordate cómo se asustó cuando lo agarró la primera lluvia, en tu patio, y luego las hojas se le engrosaron y volvió a dar flores. Él necesitaba estar al aire libre. Era una planta, no un juguete. Y la pasaba bien en tu patio”, dijiste. Hiciste silencio. Levantaste los ojos y dejaste por un rato el collar. Lo que estabas diciendo era importante. “Te lo podrías haber quedado. No por mí. Por él. Cuando lo dejaste en casa, se entristeció sin remedio”, agregaste. Él te miró. No estaba seguro de que estuvieses hablando en serio. Vos tampoco. En cierto aspecto, sí. Y en otro, claro, no. Así funciona el humor. Como el deseo. Es algo por momentos contundente y por momentos, elusivo. Es algo que inquieta por su cuota de verdad, Freud lo dijo primero. Y a la vez hace las cosas tristes, más soportables.
Cuando te metiste en el subte, quizás pensabas en eso. Un chico subió con una guitarra. Tendría unos diez años, no más. Empezó a cantar temas de Nino Bravo. Decía “Noelia, Noelia, Noelia” y se agarraba el pecho mientras corría la guitarra a un lado como un rocker en momento de epifanía. Desafinaba. Era un encanto. Y también, era incómodo ese desgarro fingido. Aunque quizás el chico había padecido lo suyo, quién sabe. Al terminar, le diste unas monedas. “Son todas las que tengo”, le dijiste. Y era verdad. El chico dijo “gracias”. Y sonrió. Cuando sonríe, Dios debe tener una sonrisa así.

domingo, 13 de febrero de 2011

Última foto

Dibujaste una sirena,
su pelo largo,
escamas,
los ojos de caracol vacíos.

Hay un castillo en la arena.
También, otras cosas
sumergidas.

Te vas.

El sol tiembla.
Alguien grita.

La tarde es la más bella del mundo.

miércoles, 9 de febrero de 2011

El amor es universal

La pareja no logra hacerse entender. Él hace señas mientras señala los fiambres. No un fiambre en particular sino la góndola. Ella dice “grammous” e intenta: “mil”, “million”, y se da cuenta de que no, no es esa la cantidad, no es ese el modo de pedirlo. El chino los mira, impasible. Tiene la cara redonda, el pelo como un cepillo, un delantal de un azul oscuro. Espera. No intenta entender. Como si supiera que la ayuda llegará y si no llega, bueno, dos que se van. Otros llegarán. Así son las cosas.
--Cien gramos de jamón cocido –le explico a él mientras los miro a ellos, que asienten. Lo sé, pero no sé por qué. Quizás en ese inesperado encuentro intercultural en el supermercado, me siento más cercana a los chicos que hablan inglés. Aunque con el señor chino estamos aprendiendo a entendernos. A fuerza de ir seguido, él me saluda como a una clienta, con un leve movimiento de cabeza, con una sonrisa.
Le pregunto si tiene pan caliente. En algunos super chinos hay hornitos eléctricos, como en éste. “En diez minutos”, responde. Se ve que entiende cuando quiere. Hago gesto de fastidio fingido y me río. Adelante mío hay un canasto de mimbre con unos pocos panes chamuscados. “Diez minutos es mucho tiempo”, le respondo. Y él me hace señas de que espere. “Ocho minutos”, anuncia. “Dar vueltas en super, comprar y volver”, propone. Hace señas con los dedos, dibujando círculos en el aire. Hago señas de que no, y sigo.
En la caja hay media docena de señoras. Llevan esas bolsas ecológicas y livianas que se usan ahora. O changuitos primorosos de tela estampada. En San Telmo están esas señoras y también, las que cargan con lo que pueden en brazos, mientras intentan calmar a los niños que piden Titas o juguitos con superhéroes. Llevan bebitos a la rastra y mirada de cansancio. Viven en algunos edificios tomados, de ésos que sobreviven entre hostels y negocios de chucherías cool, como mates de acrílico transparente o morrales fabricados con restos de goma de auto.
Supongo que llegar a la chica de la caja tomará más de ocho minutos. Así que vuelvo a lo del señor chino de la fiambrería. No me ve regresar, enfrascado en sus cosas mientras corta pedazos de queso, los pesa y los envuelve en plástico. Cuando me ve, dice “volvé”. Entiendo que es, más bien, “volviste”. Y le pregunto si los panes ya están cocidos. “No, ratito”, dice y se cruza de brazos, con cara de estar esperando una guardia médica. “¿Argentina Portugal?”, pregunta.
-- ¿El partido? – le pregunto.
--Sí.
--Ganó Argentina, dos a uno.
--Ah ¿Usted juega?
Me río. Le digo que no, no juego, que vi un pedazo del partido.
--¿En bar? ¿O trabajo?
--Trabajo.
--¿Gana bien en trabajo? –pregunta el señor chino.
--Más o menos.
--¿Cuánto?
Me empiezo a reír. Hasta donde sé, una persona no le pregunta a otra cuánto gana, a menos que haya cierta confianza. Pero el señor chino me mira como si hubiese preguntado algo muy natural.
Esta tarde, en la redacción donde trabajo, apareció una de las correctoras con una amiga, una chica de unos treinta años que tenía una pollera de colores y una prestancia poco común. Bah, sonreía y parecía en calma. En estos días vi mucha gente a la defensiva, quizás sea por eso que noté el contraste. Yo soy más bien del estilo de la chica. La curiosidad, a veces, gana a la cautela. Así es como me encontré con gente maravillosa y con gente que terminó siendo horrible. Ayer, por ejemplo, compré unos libros en calle Corrientes. Pagué y me fui. Volví enseguida porque me di cuenta de que no tenía monedas y quizás en la librería pudiesen ayudarme. El chico que atendía me dijo que no. Pero luego dijo “ah, esperame” y trajo un libro gordo de Balzac, con tapas duras. Lo abrió. El libro estaba ahuecado en el centro. Era un buen lugar para esconder plata. Le pregunté cómo se le había ocurrido. Me contó que ellos, los de la librería, a veces compran lotes de libros usados. Al revisarlo, éste reveló su corazón vacío. En lugar de hojas, tenía una cinta de video. El chico me contó que la miró y que sólo había un cumpleaños infantil grabado de manera casera. Nunca sabremos por qué alguien se tomó el trabajo de esconder la cinta de ese modo. Ahí está el fin de esta historia y el comienzo posible de un buen cuento.
La chica que fue a la redacción vive hace un año en China, en una ciudad de 700 mil habitantes cerca de Beijing. “Vivo en una ciudad relativamente chica para las dimensiones de todo allá”, me cuenta. Fue por un intercambio estudiantil así que vive con un argentino, una francesa, un belga y alguno más que no recuerdo. No sabía mucho del idioma cuando llegó, hace unos ocho meses. “Ahora hablo como lo haría un chico de cinco años”, dice. O sea, puede sacar un boleto de tren, pedir sopa, quizás comprar corpiños. Y andar en taxi sin que la estén paseando de más. Admirable, en verdad. No sé qué opinaría el señor chino sobre su “edad cultural”. Quizás él también sea un chico de cinco años y con saber escribir números le basta y le sobra. El resto es ingenio.
Él saca el pan y pone cara de preocupación. De allí abajo, donde está el horno, sale humo. Vuelca los panes recién salidos en el cesto de mimbre, al otro lado de la góndola, frente a mí. Están un poco quemados. Elijo algunos y me voy.
Dos que parados en lugares muy distintos intentan comprenderse para llevar adelante un intercambio. El señor chino, vender. Yo, comprar. Y en el medio, matices poco explícitos, sutiles, donde probablemente yo piense una cosa allí donde el señor chino haya percibido otra muy distinta. Y aún así, nos decimos “adiós, hasta mañana” con amabilidad. Quizás el amor sea eso, un desencuentro constante, preguntas indiscretas dichas como si nada, un dejar hacer a pesar de todo.

sábado, 5 de febrero de 2011

El arte según Dani Umpi


Dani Umpi estuvo amabilísimo, respondiendo mis preguntas por mail para armar la nota que se publica hoy sábado en Tiempo Argentino.
En un momento de epifanía (cuando una siente que la persona que entrevista entiende lo que estás planteando y vos a la vez percibís que entendés al otro y así se quiebra, al menos por un instante, el malentendido sobre el que parecen estar construidos los diálogos entre la gente) le hice una pregunta sobre su concepto de arte. Pero me fui por las ramas, hablando de la belleza, de las posibilidades o no que el arte transforme algo de este mundo; en fin.
Él me respondió de modo muy pragmático y con los pies sobre la tierra (o la Tierra): "Uy. Las preguntas que siempre me hago. En eso también soy contradictorio. Mirá, te voy a ser sincero. Por un lado me cuesta ver TODO como arte, que cualquier cosa puede ser arte. Suena horrible, mega conservador, ya sé. No es que piense que, por ejemplo la gastronomía no es arte o que no me interese un artista que haga obras sin querer mostrarlas en un espacio artístico. Muchas cosas en ese sentido me encantan y me interesan, las disfruto, las aplaudo, pero aunque suene medio feo, me encanta la gente que hace carrera, que tiene en cuenta la Historia del Arte y se ubica de alguna manera en ese mecanismo. Me interesa bastante el mercado, la creación consciente, estratégica, el sistema. Hay algo de eso institucional que me emociona aunque aparentemente suene frío y parezca una visión burguesa, muy poco crítica, muy poco rupturista, poco punk. Son cosas que me parece que hay que respetar o, al menos, tener en cuenta, interesarse. Hay una línea, una continuidad. Las cosas no surgen de la nada. Si yo digo que lo que hago es border, o fronterizo, o lo que sea, reconozco la existencia de una institución, un devenir, una línea aunque no sea rígida y continuamente otras expresiones creativas, otras creaciones simbólicas , estén entrando y saliendo. No lo veo como algo de compartir belleza y eso. ¿Suena facho? Mirá que, en realidad, ni ahí, eh".
Le respondí: "Tu respuesta no es facha ni ahí; por el contrario, habla de asuntos complejos como qué es arte y qué no, los sistemas de legitimación, esas cosas que son urticantes porque quiebran el concepto de arte como una práctica romántica y la ubican, en cierto aspecto, como un oficio, dentro de un mercado". También reconocí que por ahí me había pasado de romántica, que no conozco muchos periodistas que hagan preguntas sobre la idea de "multiplicar belleza". Y agregué: "Ahora que la miro, es una pregunta cruza entre Walter Benjamin y Jeannette Rodriguez".
Y a los dos nos causó gracia.
La nota acá y acá.
(La foto de la nota en papel es de Marcos Medina y la que se publica acá es de Rafael Lejtreger)

viernes, 4 de febrero de 2011

Las huellas de la memoria

Una nota sobre Vestigios, un proyecto de Memoria Abierta que se puede ver en la web.

miércoles, 2 de febrero de 2011

Discos recordados

En el suplemento de cultura del diario donde trabajo,una de las secciones se llama "El disco recordado". Ahí, un/a músico/a cuenta por qué lo/a conmueve determinado disco. Sería una sección de rescates y rarezas. Ramiro García Morete, que el año pasado editó un trabajo precioso, Los Caminos, junto a su grupo, escribió un texto que se publicará el próximo domingo. El disco que Miro eligió, Blood on the tracks, me obligó a pensar en esas extrañas simetrías que se dan entre personas que no se conocen. Esto es lo que escribí, evocando mi propio disco recordado.

Escuché por primera vez Los Caminos, de Miro y su Fabulosa Orquesta de Juguete, en casa de un buen amigo, tras un mal día. ¿Quién era ese pibe capaz de escribir “nos fuimos muriendo para poder vivir”? ¿Cómo podía cantar con el desapego calmo y dulce de quien ha perdido todo, como un ciego que alimenta palomas un domingo de sol? No tenía voz de hombre mayor. Y es que Miro ni ha cumplido los treinta. Pero canta y escribe como si hubiese vivido muchas vidas.
Me bajé el CD. Al tiempo me enamoré de un chico con el corazón roto. Una mañana, en su auto, en medio de un embotellamiento, puso Blood on the tracks. Yo no lo había escuchado hasta entonces. Le dije que luego, si los autos seguían estancados, podíamos escuchar también un disco que llevaba en mi cartera. Después le hice una copia de Los Caminos y él, una del de Bob. Yo ya no subo a su auto y creo que él terminó de zurcir su corazón con otra. Pero sé que esa mañana, los dos vivimos varias vidas, con Bob y Miro como banda de sonido.