sábado, 20 de abril de 2013

Patas de rana


Al fin las conseguí. Una semana dando vueltas por todos los negocios de deportes preguntando lo mismo: “tiene patas de ranas, las cortas, para entrenamiento”. En los negocios de deporte, ahora me doy cuenta, hay zapatillas como cientos de modelos de autos nuevos. Hay pantalones, camperas, pelotas. Es decir, hay muchas cosas grandes, para tipos. Igual, el marketing se avivó y en los últimos años incluyen ropa de chicas, con los logos bordados en magenta y la ropa un poco más estilizada.  Pero una cosa es eso y otra, lo que yo buscaba. Hay pocas patas de rana en Buenos Aires.

Los empleados tienen la manía de echarle la culpa a las importaciones. Ya me pasó una vez cuando andaba buscando una minipimer (bueno, sí, mis compras son modestas). Los tipos decían con una especie de resignación teatral, las manos en los bolsillos, la vista baja: “Y, viste, son las importaciones”. Es decir, por la merma de “las importaciones” (y por elevación, por las medidas proteccionistas del Gobierno) no había minipimer en toda la ciudad.

Con las patas de rana pasaba lo mismo: no había mi talle (tengo los pies pequeños) porque las fabrican en China y hay una enorme muralla china que muere en los pies del Río de la Plata y que impide que entren chinadas número 36.

Hasta que no fue así. “¿Cómo te llamás?” me preguntó la empleada. Le dije. “Yo me llamo Yésica y te voy a atender. Decime lo que necesitás”. Miré las paredes tapizadas de modelos de zapatillas, las raquetas ultralivianas (tan distintas de esas de madera que usábamos para jugar cuando éramos chicas y nuestra cancha era la calle), las pelotas de fútbol, de rugby, de básquet, los bolsos, las mochilas, los skates, las camperas de tela triple shark (livianas y abrigadísimas), las canilleras, los palos de hockey… Soy nueva en el deporte. Nunca me gustaron las casas de deporte. Ponen música fuerte y te atienden pibes con los pelos parados con gel que murmuran entre ellos cada vez que entra una piba con calzas. Yésica tiene calzas. Le quedan mejor que a mí. Yo mando a lavar mis remeras a un lavadero cercano y por ahí, vuelven un poco encogidas. Entonces me las pongo y procuro estirarlas, para que sean menos estrechas, más largas, para que tapen la cola porque –como ha dicho mi tío Norberto- las mujeres de la familia tenemos baulera grande. Y qué le voy a hacer. Uso las calzas como vengan. Si alguno me piropea por la calle, lo puteo. Me gusta piropear babosos. “Pajero inmundo” dicho en voz alta, con cara de superada, es lo más. Porque una cosa es putear con miedo y otra con suficiencia. Si putéas a un piropeador pasado de rosca, hacelo con suficiencia. En general se amedrentan y siguen viaje.

El asunto es que Yésica me dijo que sí tenía patas de rana. Para eso me había tenido que ir hasta la zona de Cabildo, ahí por Belgrano, que me queda bien lejos de mi casa. “Ya te las traigo, las tengo que buscar en el depósito”. Dio media vuelta y se fue. El local no estaba muy lleno. Empecé a escuchar las cacerolas. Un chan chan metálico, oscuro, un poco afónico al principio. Miré hacia afuera. La gente que salía del trabajo se mezclaba con otra que llevaba banderas argentinas como capas. Super Argentinos. Gente que puede comprar las zapatillas grandes como autos para caminar más y mejor dentro de la cuadrícula de sus propias ideas. Todos tenemos nuestras propias ideas. Salir a decirlas en la calle y que no tengan que ver ni con falta de comida ni con falta de empleo ni con falta de educación es un avance.

Volvió Yésica. Las vi. Negras, elegantes, suaves, ajustándose a mis pies como unos zapatos de diseño. Me sentí rara caminando por la alfombra azul con esas patas, como si intentara zambullirme en un mar compacto. Las pagué, las metí en la mochila, agradecí a Yésica su amabilidad y me fui al subte. Pasé por delante de un bar. En la vereda había dos mujeres sentadas, una joven y otra vieja. La joven tenía un bebé en brazos y hablaba con un celular que tenía pegatinas de Hello Kitty. La vieja golpeaba una botella de agua mineral vacía contra la mesa y gritaba a quien quisiera escucharla “acá la oposición tiene que armar un triunvirato”.

Viajé con gente con cara de cansancio, con gente que leía, con gente que llevaba sus banderas, su cacerola. El subte estaba cortado en la última estación, Catedral, la que te deja en Plaza de Mayo, y sólo llegaba sólo hasta la 9 de Julio. Hacía calor y eso que las hojas de los árboles ya están caídas. Debajo de un cartel de Swiss Medical dos señoras comían choripán y agitaban campanitas. Eso es raro: hacer de las campanitas un arma de protesta. Con las campanitas una llama a los ángeles, a Papá Noel. Parece que también a las mucamas pero pienso que quizás eso sea ficción de telenovela. No se puede llamar a una persona con un sonidito. Para algo la gente tiene nombre.

Me sentí perdida. Cinco años viviendo en Baires y me sigo perdiendo. Le pregunté a una mujer dónde estaba Avenida de Mayo. Tenía que llegar. Tocaba Franco Luciani en Los 36 Billares y quería verlo antes de que se vaya a Canadá. Si te dicen que es armoniquista, que toca temas de tango y folklore por ahí pensás que es un embole. Pero no. Es músico. Es estudioso de la música y de la historia. Transforma su armónica en un bandoneón que suspira como lo hizo Piazzolla. Transforma su armónica en un lamento, en una respiración, en un instrumento que es como una parte de su cuerpo. Y cuando termina de tocar, sonríe como si todo fuera una travesura que salió bien. Y siempre, siempre, presenta a los músicos que lo acompañan.

La mujer me indicó dónde estaba Avenida de Mayo. ¿Vas al Congreso?, preguntó con una especie de complicidad. Le dije que no. Y crucé la calle. Pasó un cartel que decía “Traición a la Patria” con un dibujo de la Presidenta con una melena al viento, golpeando a otra mujer en el piso, vestida de blanco y celeste, con los ojos tapados. Me cruzó un escalofrío. El presente nos ha costado demasiadas mujeres y hombres golpeados con los ojos tapados, asesinados, arrojados al mar, a la hondura de una tierra que todavía no los devolvió.

Unos muchachos se sacaban fotos haciendo fuck you. Se reían del chiste. En otras marchas, la gente pone los dedos en ve. Cuando Perón fue derrocado en el 55, Sid Vicious –todo un símbolo contracultural que enfrentaba las cámaras de fotos con cara de pasado- no había nacido. Y esos muchachos me parecieron adolescentes rebeldes a destiempo, chicos que desafían a la madre cuando los manda a bañar antes de prepararles la cena. Perón murió en el 74, Sid tenía por entonces 17 años y una leyenda entre los bolsillos de sus pantalones chupines que terminaría en el asuntito de la bañera. Por esa época alguna otra leyenda dice que dijo "Volveremos en el 2008, seremos felices, no seremos infelices jóvenes urbanos, sino mutantes del cosmos”. Una frase parecida, pro sin mutantes, fue dicha por Eva, la mujer del general y antes, en 1781, por un cacique aymara antes de ser descuartizado. Esos dedos en alto de los muchachos eran una burla sin destinatario claro, eran lo que piensan de la política: que se hace de a uno, individualmente. Y con el dedo en alto, como los antiguos facones que los dueños de estancia usaban para dominar chinitos y chinitas rebeldes. Un gesto sin historia, pero por donde la historia se mete sin pedir permiso, mestiza en sus orígenes y su presente. Los dedos en ve sí reivindican esa historia y se bancan que sea una historia contradictoria, múltiple.

Me perdí por una calle lateral y luego seguí por Avenida de Mayo. A esta altura parece un cliché pero juro que había muchas señoras rubias.  No sé por qué Almodóvar dijo una vez que una mujer debe tener el color de pelos y de ojos que quiera, que si se siente rubia, debe teñirse sin culpas, que una es lo que quiere mostrar de sí misma.

Llegué a Los 36 Billares como si emergiera, triunfante pero un poco agotada,  de aguas barrosas. Para algo tengo patas de rana nuevas que me ayuda n a nadar. Me encontré a Karina, que le hace prensa a Franco y una vez me guió por los mundos del dos por cuatro para hacer una investigación sobre el mito de San Pugliese. Ella es mi San Pugliesa. Y ahí quedé, escuchando al pibe Luciani, que arrancó con una versión de “Moneda de cobre”, ese tango compuesto en el cuarenta que dice “Tu padre era rubio, borracho y malevo, / tu madre era negra con labios malvón / mulata naciste con ojos de cielo / y mota en el pelo de negro carbón”.