jueves, 24 de enero de 2013

Zapateros


Al zapatero de mi infancia nunca lo vi de cerca. Era un hombre misterioso que trabajaba en un cuartito pegado al lugar donde te atendía su mujer.

 Su local estaba siempre impecable, como si fuera una oficina contable con paredes marrones, aunque olía a poxi ran. Detrás de la puerta había una rama de olivo y una estampita de algún santo, enlazadas con una cinta roja. Cuando entrabas, el tintineo de la campana chocaba contra los vidrios y arrastraba a la rama y a la estampita. Todo se agitaba. Pero era el único atisbo de movimiento en medio de la quietud. Eso y la cortina que separaba el local delantero del resto de la casa. En verano, se movía como una melena wellapon.

No conocía la cara del zapatero pero escuchaba ruidos, golpeteos. Y el zumbido de una radio. Di Giullio. Así se llamaba.

“Andá a buscarme los zapatos a lo de Di Giullio” decía mi madre. Y el mandado era de los desabridos. Me gustaba mucho más pasear por lugares como Casa Cristy, que era la tienda donde vendían los vestidos para nenas más hermosos de Firmat. O Bazar Julián, donde siempre ligaba algún vaso dibujado con animalitos.

 Pero las excursiones a lo de Di Giullio parecían aburridas. En ellas no había novedad: volvía a casa con zapatos que lucían tan gastados como antes, un poco hermoseados por el betún y la buena voluntad de zapatero, envueltos en papel de diario.

 Una vez creo que se asomó para decirle algo a la mujer. Su rostro fue una suerte de revelación: ahí estaba, cansado, amable, con pocas ganas de hablar. Obvio, no recuerdo su cara. Si la recordase, no habría lugar para la sorpresa y el mito. Unos lentes gruesos, sujetos al cuello por una cadenita… quizás no sean ciertos.

Los zapateros se parecen. Me refiero a esa renuencia por mostrarse. Cuando te atienden, lo hacen como si no les quedara otra. Miran de soslayo, anotan en un papelito el encargo, te dan un comprobante y vuelven a sus cosas, a la radio que zumba y es un animalito que hace compañía y no molesta. Pero no hay que tomar esa indiferencia aparente como un asunto personal: ellos se sienten cómodos en mundos discretos.

 Del segundo zapatero recuerdo mucho mejor su lugar de trabajo y el rostro. Pero no el nombre. Era algo así como Carlos pero no era Carlos. Igual, le vamos a poner así. El Negro, mi novio de entonces, vivía al lado, en Rosario.

 Carlos era lo contrario de Gi Giullio. Su zapatería era un caos. Pequeña, un localcito a la calle donde, apenas entrabas, te topabas con montañas de zapatos subiendo casi hasta el techo sólo por azar o por desidia de los clientes que los dejaron ahí. Esa imagen era inquietante, penosa. ¿Quién olvidó esos zapatos? ¿No fue a buscarlos porque no pudo o no quiso o porque al fin compró otros nuevos? ¿Qué pasaba entonces con esos zapatos abandonados, huérfanos?

 Carlitos parecía joven de a ratos, cuando levantaba la vista. Pero al encorvarse otra vez sobre su trabajo, podía ser muy viejo. Con el tiempo me saqué la duda y supe que pasaba raspando los cuarenta. Pero eso fue después de muchos años, como las cosas que nunca se preguntan hasta que se revelan solas.

 Una mata de pelo oscuro y ondulado le caía sobre la nuca. Su delantal estaba manchado de betún. Se pasaba los días en esa piecita. No sólo los días laborales: todos. Su madre tomaba fresco en la puerta y también tomaba los pedidos. Un día dejó de estar. Se enfermó y se murió. Ese día, la zapatería estuvo cerrada. "Son cosas que pasan", dijo Carlitos cuando lo fui a saludar.

También lo saludé unos meses después, cuando fui a buscar algunas cosas que habían quedado ahí. Las separaciones están sembradas de pequeños actos incómodos que hay que completar a tiempo como si fueran trámites con fecha de vencimiento, para que la tristeza no deje lugar a un sentimiento más ajado, más indefinido, menos altruista.

-Tengo algo para mostrarte, me dijo el Negro de repente, después de un silencio largo, él en su cocina hirviendo verduras, yo en una pieza decidiendo que toda esa montaña de ropa ya no era mía, mejor regalarla. Los libros, no. Los libros, en las cajas.

El Negro fue hasta la computadora sobre su escritorio. Y me mostró unas fotos. Eran de Carlitos. Casi irreconocible. De pie, con traje impecable y unos lentes oscuros, como de dealer o de tipo importante, con los rulos cayéndole sobre la frente. En otra, adelante de la pila de zapatos viejos pero como si los zapatos le estuvieran haciendo un coro mientras él cantaba, mudo, trajeado, convertido en otro. Carlitos de perfil, arriba de una cuatro por cuatro, los vidrios bajos, el brazo apoyado en la ventana, el cielo azul por detrás, manejando hacia las estrellas.

 -Las sacó Pancho, explicó el Negro.

 Ese es el otro asunto de las separaciones. Algunos amigos quedan de un lado o del otro. A Pancho –que es fotógrafo profesional- le tocó el incómodo lugar del medio ya que era amigo de los dos. Pero de a poco se fue ladeando para el lado del Negro, un poco porque Pancho vive en Rosario y yo me vine a Buenos Aires, otro poco porque hay cosas inevitables y esos dos, tan adorables, tenían demasiado en común como para no compartir trinchera.

 El asunto es que Carlitos estaba ahí, en la pantalla brillante de la mac, jugando a ser otro por un rato, convertido en personaje de revista porque las fotos eran, justamente, para una revista. Se lo veía muy serio en principio. En las manos de Carlitos estaban los rastros de sus dedos endurecidos a costa de moldear cuero, su verdadero arte. Pero si se miraba con más atención, si se acercaba el ojo lo suficiente, se advertía una mueca pequeñísima de risa. Un atisbo de travesura, como quien apila con paciencia muchos zapatos esperando el día que, de un solo movimiento, pueda hacerlos caer todos juntos, al mismo tiempo.

 

martes, 22 de enero de 2013

Los pájaros se vuelan


Para Victoria, Sonia, Maite, Juliana y Gimena
 
La mujer es diminuta y pesa poco más que la gota de sudor (una sola) que resbala discretamente por la sien. Ella no se da cuenta o no le importa. Se acaricia brevemente la mejilla y vuelve a posar sus manos (nudosas) en la falda. Lleva un saquito que quizás es un poco caluroso para andar en subte. El saquito tiene flores celestes. Quizás se parezcan un poco a sus ojos pero no se sabe porque sus ojos son dos líneas que se engrosan de a ratos. Tampoco es que esté con los ojos cerrados, dormidos. Parece más bien ajena al traqueteo del vagón, a la gente que entra y sale. Se sobresalta un poco, eso sí, cuando el subte se detiene en cada estación. Empezó preguntándole a una chica que lleva audífonos gigantes. Pero la chica se bajó hace un rato. En ese asiento se instaló un hombre gordo con una remera que dice “Feel like God” (sentite como Dios). El hombre gordo lleva upa a un niñito gordo que va tomando como puede un helado que se tambalea. Es un helado oscuro, chocolate o algo así, que se chorrea lentamente y le cae por las manos. El hombre se las seca cada tanto con una de esas servilletas de papel inútiles que te dan en las heladerías, de un papel casi transparente y resbaladizo. El chico sigue aplicado a la tarea de ir más rápido que el helado. Le pasa la lengua por un costado, por otro, y también se mancha la boca.

Los miro porque me gusta. Hace poco una amiga hizo una nota para un suplemento de mujeres donde les preguntaba a unas cuantas a qué jugaban. Al burako, al TEG, a la canasta, a chapotear en el agua, a trepar árboles, al fútbol, inclusive. Es decir, las mujeres no juegan a seducir varones como el único juego que imponen ciertas revistas y la tele y esos papelitos horribles y siniestros que tipos aún más horribles y siniestros pegan en Florida con avisos de chicas hermosas que ofrecen sexo como jugando (en realidad, muchas veces son prostíbulos ilegales, si ves esos papelitos, arrancalos, es un acto casi ínfimo al lado del problema monstruoso pero es algo). Si yo hubiese respondido la encuesta que mi amiga hizo por feisbuk, hubiese respondido que yo miro gente, que mi juego es estudiarla, ver cómo va vestida, cómo gesticula, inventarle una vida, pensar quién la espera (o no) a la salida del subte.

Me gusta la señora diminuta en su asiento, abstraída, como sentada en un pequeño trono de plástico que le queda grande pero al que accede porque no le importa, porque el subte es su carruaje y ella debe llegar a algún lado. Por algo lleva el saquito elegante, esa pollera larga también floreada, moteada de pimpollos, y esas sandalias de taco bajo de las que sobresalen unos dedos pintados con esmalte color perla. A las señoras grandes les gustan los esmaltes color perla más que los mate. Es decir, los esmaltes de brillo satinado, como el blanco que lleva la señora en la uña de los pies, al final de las sandalias bajas. Las señoras usan sandalias bajas. Debe ser para no caerse. Las chicas más jóvenes también usamos sandalias bajas. Pero es para estar más cómodas para esas jornadas de trabajo que no terminan nunca, para correr de acá hasta allá. Pero llega un momento donde no podemos correr más. A mí me pasó hace un tiempo. Y me sigue pasando.

Debe ser eso lo que me tiene preocupada desde hace días. Que no puedo correr. No es un asunto de los huesos. No. Es que mi cuerpo no quiere correr más. Tampoco quiere agitarse cuando ciertas cosas no me gustan. En esos momentos el corazón me palpita y tengo que respirar muy hondo para no hablar, para no decir. La psiquiatra me dijo que no responda a ciertas provocaciones. Hay gente que te dice cómo vivir. Y que se enoja si un día decís que no querés vivir así. Porque sucede que un día una se da cuenta de que correr para otros, estar pendiente de otros (por razones diversas, atávicas, cada cual puede llenar a su antojo la línea de puntos) es un asunto que en verdad tiene que ver con una. Una y los otros. Sería un buen título para una película de Kieślowski. Qué lástima que pasó de moda. Debe ser que la gente que se muere corre el riesgo de pasar de moda. Igual, hay películas que envejecen con mucha elegancia. Como Tootsie. Anoche vi Tootsie en el cable. Jessica Lange le dice a Dustin Hoffman (vestido de chica, encantador con su maquillaje cargado, su pelucota y sus ojos embadurnados de meik up) que es difícil para una mujer vivir en los ochenta. Que a ella le encantaría un hombre que viniera y le dijera que quiere conocerla, que él también anda un poco confundido y que quizás funcione o no pero que en todo caso, pueden intentarlo y empezar por algún lado, o sea, haciendo el amor. Dustin-Tootsie la mira como una madre comprensiva y a la vez, como un hombre que la desea. Salvando las distancias, Virginia Woolf tampoco la tuvo fácil. Las chicas de hoy, que éramos niñas en los ochenta, no somos excepción. Y seguramente la señora que viaja frente a mí debió enfrentar algunos problemas. Quizás los esté enfrentando ahora mismo. (Pero parece muy tranquila).

Vuelvo a mirar a la señora para no pensar en mí, en cosas que me angustian. Me gusta su piel fina como de papel para secarse las manos, con unas pecas color té, casi invisibles, que le suben por los brazos y el escote. Porque la señora tiene un escote, discreto. (¿Qué mira la señora? Tiene ese modo oblicuo de mirar de las señoras grandes). Hace un tiempo, una amiga me recomendó que tengo que mirar así a la gente que no me gusta, como atravesándola, como interesada en algo que está más allá de ellos. No me sale, yo miro a la gente de frente. Y si me resulta perturbador, bajo la mirada. Por eso miro a ver cómo mira esta señora, para aprender. Y sí, mira como si su interés estuviera puesto en un punto invisible, más allá de cualquier contorno humano. Eso. Ella mira cierta cosa que está más allá, algún pájaro invisible que se nos posa en el hombro, o toda una bandada de pájaros que no vemos y que nos vuelan alrededor, a veces como un cuento de hadas, a veces como una de Hitchock. Seguro que Hitchcock sabía de qué hablaba cuando pobló la pantalla de pájaros negros, como había hecho hacía tiempo Van Gogh en una tela que se me acaba de venir a la memoria.

Como estos no fueron días fáciles, fui de una psiquiatra. Ahora voy a parar un ratito para decir algo poco amable: me pasman las historias de chicas que van a la terapia, al psicoanálisis. A menos que se tomen el asunto en serio, como Alison Bechdel, que en su última novela gráfica se mete a fondo en sus sueños, en la descripción de sus terapeutas, en eso que en las facultades se denomina “neurosis” para investigar el vínculo con su madre. Pero en general, cuando en los relatos una persona dice que va del terapeuta, dice poco, para ahí. Quizás esté bien. Al fin de cuentas, no hay por qué contar qué hace alguien en terapia. Sí, hace bien hacer terapia. Pero como yo un día no pude caminar, y algo me empezó a hacer un ruido espantoso por dentro, el ruido de mi corazón acelerado, llamé a mi terapeuta y ella me derivó a una psiquiatra. De pelo rojo. No quiero decir más que esto: la psiquiatra me recomendó que se me vuelen los pájaros. De veras. Se refería a los pájaros de la escritura. “Vos los dejás volar y ellos vuelven con historias para susurrarte, que debés escribir”. También me dijo que mi laburo, el periodismo, consiste en escribir para otros, a cambio de un sueldo, el capitalismo y esas cosas. Escribir poemas, relatos, cuentos, es antes que nada, una necesidad interna. Acuciante. Que no tiene una “utilidad” excepto la belleza, la huella imperceptible de una palabra en una hoja en algún lugar del mundo, para otro u otra que te busca tanto como vos buscás a otros u otras para leerlos porque leer poemas, cuentos, relatos es, por momentos, casi lo único que te mantiene viva. Eso, y el amor. El amor es muchas cosas, tiene formas que cada uno sabe.

El vagón se detiene una vez más. La señora sale de su estado de mirar más allá y le pregunta al hombre que lleva el niño upa qué estación es esa. El hombre responde y la señora se levanta con una vitalidad sorprendente, como si supiera correr. Entonces me pasa al lado. La puerta del vagón tarda un poco en abrirse. Al niño se le cae el helado. Queda poco pero igual hace un charco oscuro y pegajoso en el piso. Al niño parece no importarle. Su padre le limpia los dedos con su camisa, quizás porque ya no hay servilletas, con un gesto de cariño parecido a Dios.

La señora vestida de flores me mira. Los pájaros luminosos y los pájaros negros, todos los pájaros que me aletean alrededor, invisibles pero contundentes, se inquietan. La señora no mira los pájaros, sin embargo. Su mirada no es elusiva, ni oblicua, ni suave ni nada. Me mira a mí. Directamente. Con una intensidad que hace que sus ojos de agua sean inundación y agua limpia y una inmersión hacia lo profundo que no causa angustia sino calma, un bálsamo sobre una llaga ardiente. Los pájaros de repente se amansaron. Y aquí estoy, sentada, escribiendo esto que pasó.