domingo, 30 de junio de 2013

Eros


Se acaba de ir el médico, ése que se llama a domicilio tras una mala noche. Nada del otro mundo, lo de siempre: faringitis. Ya sé qué debo tomar, ya sé qué debo hacer. Voy al farmacity a buscar lo mismo que otras veces. Vuelvo y antes compro el diario. Es domingo.

El kiosquero de la esquina es un señor mayor, retacón, con unas bolsas debajo de sus ojos húmedos que lo hacen parecer buena persona. Se la pasa el año a la intemperie. No se queja, parece. Silba todo el tiempo. No es una melodía. Es como el silbido de una cafetera que no va a estallar. Aunque nunca se sabe.

Está sentado detrás de la puertita de chapa verde de su kiosko. Se le ven las piernas metidas en un jean holgado, las zapatillas algo deformes. Asoma por la puertita con su gorra. Sonríe como un chico travieso. “Hoy tengo compañía”, anuncia. A sus pies, un perro salchicha con manta roja me mira. Tiene la mirada del señor. Los perros se parecen a los dueños, y todas esas cosas que el feisbuk explica mejor que yo. Siento que el perro me sonríe. Pero sólo mueve la cola. Le pregunto al kiosquero cómo se llama. Mientras enrolla mi diario, responde: “Eros”. “Es el perro de mi hija, que lo trae algunas mañanas”, agrega. Miro a Eros. En otro momento se me hubiese ocurrido la obviedad guarra (y falocéntrica) de un perro salchicha llamado Eros. Soy de reírme con mis ocurrencias, a veces. Pero hoy estoy demasiado sensible y lo único que pienso es que ese Eros –tan distinto a la imagen de los dioses griegos que una tiene en la cabeza- viene a contar otra vez lo mismo: que el deseo aparece de la manera menos pensada, que nos encontramos con sexo, amor o todo junto o un poco de todo en los lugares más insospechados. Y que Eros puede transformarse en lúbrica estatua de mármol o aparecer bajo la forma de un perro salchicha.

“Lo que me mata es el deseo, doctor”, debería haberle respondido al médico que me preguntó si tenía stress ya que, razonó, quizás por eso tenga las defensas baja, la voz en un hilo. Porque lo que pasa es que me quedé muda. No es stress esta vez. Es energía erótica que me viene brotando como un orgasmo continuo. Me agarran unos subidotes como si me hubiera pasado horas tomando porquerías en el baño. Y luego bajo. Pero Mariana Enriquez lo dijo antes en un libro durísimo (justamente): bajar es lo peor.

No tiene que ver con sexo, al menos no de manera única. Pero sí tiene que ver con mi cuerpo, con la aceptación (al fin) de que mi cuerpo es un lugar donde se inscriben las huellas del momento que vivo. Algunas huellas son de una belleza indescriptible: las caricias, por ejemplo. Otras son lascerantes. No necesariamente malas, pero queman. Tienen que ver con que empecé a decir. Eso. Empecé a decir. Qué pienso realmente, por qué soy feminista, por qué no soy heterosexual (porque no creo en las normas que dicen cuándo, con quién, hasta dónde), lo mucho que me ha costado el cuarto propio, cómo es que hace años le vine dando vueltas al mismo poema, por qué me cuesta decir que escribo, que escribo, que escribo (y no sólo porque publique artículos en un diario).

Y también, por qué el lugar de mi palabra es el amor y ese lugar (contra lo que pueda pensarse) no es fácil ni complaciente. Yo libro mis batallas desde el amor. Tratando de dar amor y de recibirlo de manera sincera. Ahí se implanta mi palabra. Una no llega al amor desguarecida. Llega luego de atravesar muchos caminos. Una no llega al amor de una vez para siempre. Llega, atisba, se vuelve a perder. El amor no es amor a “una” persona, a “un” perro salchicha. Esas son formas del amor. El amor es un estado de gracia que no necesita de un objeto porque los abarca todos. Y en ese instante, deja de abarcarlos, los objetos se transforman y una debe transformarse otra vez, volver a iniciar un camino que siempre empieza. Una no llega del todo, quizás, a palpar el amor, a sentirlo, siempre. Pero es un lugar posible en el mundo. Y es un lugar de riesgo. Para intentar abarcarlo, no hay más posibilidad que estar desnuda. Y la desnudez de una mujer (física, simbólica, las dos) es  inquietante para todo el mundo, empezando por una misma.

Me hubiese gustado explicarle todas estas cosas al médico que dictaminó que tengo faringitis y que por eso perdí la voz.

Ayer imprimí todos los poemas del libro en el que vengo trabajando hace diez años. Claro que no son los poemas de hace diez años. Son poemas que se han ido desnudando con el tiempo, que fueron cambiando de forma, de estructura. Son como capas de tierra en las que hundí los dedos para salir con las manos sucias, pero triunfantes. Las manos de mi propio barro.

Puse todas las hojas arriba del piso, acomodadas como cartas de tarot. Una cosa es un poema y otra cosa son muchos poemas juntos, que intentan dialogar entre sí. Palabras recurrentes: “sutil”, “pasto”, “tarde”. En algunos casos encontré palabras mejores, en otros no. Por centésima vez, volví a leer, taché, corregí. Pero algo nuevo pasó: pude decidir qué poemas dialogaban mejor entre sí, dónde ubicar uno y otro. Fui creando una constelación. Mi propia constelación. Y por primera vez, creo en ella.

Tengo el título, los epígrafes. Tengo poemas que fui bordando y también zurciendo. Decidí qué cantidad de poemas están en el libro y por qué (veintidós; no veintiuno, veintiuno es lo que dice la ley y estoy tratando de escaparle a ciertas leyes arbitrarias pero tampoco es que las desconozca).

Guardo los rezagos de esos poemas. Por eso mi poemario se llama “Caja de costura”. No es perfecto. Está hecho de muchas cosas que fueron a parar allí.

Los griegos tienen a su Eros y también a sus Moiras, sus tres hilanderas del destino. Las Moiras no poseen leyenda propiamente dicha. Apenas son más que el símbolo de una concepción del mundo, mitad filosófica, mitad religiosa. Regulaban la duración de la vida desde el nacimiento hasta la muerte, con ayuda de un hilo que la primera hilaba, la segunda enrollaba y la tercera cortaba cuando la correspondiente existencia llegaba a su término.

Ayer me quedé en silencio muchas horas, mirando los poemas en el piso, preguntándoles si tenían algo más para decir, calmándoles las ansias, diciéndoles que no tienen por qué decir todo de sopetón, que ya vendrán maneras más exactas y transparentes de decir. En esto último quizás les mentí un poco. Pero desear no es mentir, exactamente.

Volví al archivo de word, corregí, cambié títulos pero decidí que no iba a dar ya una vuelta en aire. Ya no. Ya está. Ya lo hice demasiadas veces. Ya mi palabra pide nuevas palabras. Mi cuerpo necesita descanso amoroso.

Así que por fin, terminé. Cuando empecé a recoger los poemas del piso, también empezó una canción hermosa de Marie Pierre Arthur, una cantante canadiense, “Si tu savais”, que había quedado guardada en la computadora. Volví a sentir el cosquilleo que viene cuando llega el subidón. Si supieras. Ahí viene, ahí llega, ahí se cortó el hilo. Ahí empiezan los títulos finales de la película. Te quedaste sin voz porque el amor es así.



sábado, 22 de junio de 2013

Mujeres, escrituras y africanos

Leí este texto el miércoles 19 de junio de 2013 en la Biblioteca Nacional de Buenos Aires, en el marco de la presentación de la antología "Nada que ver". Ese libro, editado por Caballo Negro y Recovecos, está compuesto por 14 cuentos y relatos de escritoras rosarinas; yo, entre ellas. 


Entre los africanos, cuando un narrador llega al final de un cuento, pone su palma en el suelo y dice: “aquí dejo mi historia para que otro la lleve”.
Esto lo cuenta María Teresa Andruetto en un libro que se llama Hacia una literatura sin adjetivos. Y ella agrega: “Cada final es un comienzo, una historia que nace una y otra vez, un nuevo libro”.
Creo que la frase de los africanos y la de María Teresa pueden juntarse, superponerse, como quien busca el par de lentes adecuados para mirar a trasluz los relatos incluidos en Nada que ver.
Dejar la historia para que otra persona se la lleve es un acto de entrega, donde se abrazan quien habla y quien escucha. Se trata de un juego que recomienza cada vez que alguien, en algún lugar, cuenta una historia y otro escucha, y otro cuenta y así.
Por otro lado, si cada final es un comienzo, en el caso de un libro coral como éste, las historias empiezan y terminan todo el tiempo. Pero quizás no empiezan ni terminan cuando cada autora pone un punto final. Quizás estas historias son la continuación de una lengua que es anterior a nosotras como escritoras.
¿A qué me refiero? Cada uno de estos relatos está escrito en una lengua propia, la que surge del proceso de escritura. Pero a la vez, cada lengua dialoga con las otras. Así vamos construyendo un relato continuo que, sin embargo, es distinto según la voz de quien escribe y la sensibilidad de quien lee.
Entonces, este libro es también un acto generoso porque cada escritora deja su historia y la otra, la que viene detrás, recoge el guante. Y así, hasta el final, aunque no hablemos de lo mismo, aunque nuestros textos no supieran de antemano con qué otros textos iban a dialogar.
Es decir, damos nuestras historias para compartirlas con quien lee. Pero también, por ser una colección de relatos de autoras diversas, dejamos nuestra historia a los pies de la historia que viene.
Y a la vez, todos estos relatos son la continuación de la voz de cada mujer que alguna vez, en algún lugar, contó una historia para sentirse menos sola.
Nada que ver se abre con un prólogo hermoso de la escritora, poeta y crítica Beatriz Vignoli que busca los rasgos comunes y también lo singular en cada relato.
Un rasgo común, evidente, es que todas somos rosarinas. Pero bueno, aquí hay que detenerse en la letra chica. Si uno se fija en la parte final, donde hay pequeñas biografías, advierte que muchas nacieron en Rosario y otras no nacimos en Rosario. La importancia del origen para cada una es distinta. Pero lo interesante es que de algún modo, el hecho de que seamos de Rosario, pero también de San Pedro, de Casilda, de Amstrong o de Firmat, hace de este libro un texto muy rosarino que, a mí entender, desmiente el título.
Porque Rosario es una ciudad con origen y presente mestizos, de muchas sangres venidas de muchos lugares. Esas sangres tienen que ver entre sí, le dan a la ciudad una fisonomía, una cultura, un modo de hablar, un modo de estar en el mundo que la diferencia de otras ciudades. Hablo de sangres españolas e italianas, sí, pero también africanas, bolivianas, chinas y peruanas.
Rosario es una ciudad en la que vivimos o hemos vivido, que hemos amado y padecido, que nos atrae y muchas veces, también nos expulsa. No todos estos relatos aluden a la ciudad como geografía. En eso sí no tienen nada que ver. Y sin embargo, en ellos hay rastros de una lengua propia del lugar que a mí, en una lectura personal y arbitraria, se me fue apareciendo casi sin querer. O será que yo busco esos rastros porque ellos hablan de quien soy.
Hay alusiones evidentes a cierta “rosarinidad” como la calle Pocho Lepratti, la humedad o el colectivo de la línea 127 en el relato “El fulgor de lo imaginario” de Laura Oriato. Natalia Massei en su texto “Travesti” –que habla de una travesti- alude a un cementerio que conozco, a un Marcelo Scalona que conozco. ¿Importa conocer o no conocer? Para nada. Cada cual construirá en su imaginación una calle Pocho Lepratti, un cementerio, un Marcelo Scalona. Genial. Pero en lo personal, encontrar esas marcas en los textos me gusta.
Debe ser porque en Buenos Aires, donde vivo ahora, la gente tiene otras referencias, otros lugares comunes, otros recuerdos, que a mí no me suenan. Entonces, como lectora, adoro encontrar lugares y personas que me suenen y me resuenen. Quizás, como les dije, porque yo sí siento que tengo mucho que ver con Rosario.
Esta suerte de tensión entre el idioma cercano y el que suena como de otro lugar, es una marca de agua en el texto “Viejos tíos” de María Laura Frucella. Laura vive en Barcelona. Entonces por debajo de su lengua, de a ratos neutra, aparecen unas pepitas de oro pequeñísimas. Por ejemplo, en el relato hay unas tías que van colmando las mesas de “confituras, mantecados, tartas”. Esta enumeración, con un levísimo aire catalán, se quiebra cuando irrumpe al final del párrafo la criollísima “pasta frola”, que quizás vino de Suiza, como leí, pero en Suiza no hay membrillo ni batata. Nuestro origen, repito, es mestizo, y estos cuentos lo son.
Siguiendo con algunos rasgos comunes, Beatriz dice que en estas historias, la experiencia de poseer “un cuarto propio” de la escritura que aísla de los mandatos de género, ocupa un lugar central. Me parece importante señalar esto.
Las mujeres que hablan en los relatos de este libro no son, por suerte, políticamente correctas. Se ocupan, más bien, de las fisuras en los mandatos de género y, por supuesto, del héteropatriarcado. Imaginen si no lo que promete un cuento como “Tu madre no quería hijos” de Lorena Aguado, que además de ese título tiene frases tan intensas y hermosas como “le dije a mi hermano que las personas con miedo maltratan al mundo”. O el sugestivo nombre “Encima”, de Mercedes Gómez de la Cruz. El monólogo interior del hombre y la mujer de ese cuento indaga en un asunto realmente profundo: coger o no coger. Y habla de coger, a secas. Y el verbo está muy bien utilizado. Coger, no por amor, no para formar familias, sino por razones más atávicas. O sea, coger porque sí. También me gustó de ese relato el gran sentido del humor, el juego cachondo de Mercedes con las palabras.
Desde un registro distinto, la chica de “Turquesa”, de Manuela Suárez, también cuestiona los mandatos cuando sus uñas pintadas de lila se ensucian con un color negro del que no daremos más detalles acá así se quedan con la intriga. Y siguiendo con el tema de las fisuras, el yo ficcional construido por Irina Garbatzky confiesa un odio fraterno, el odio a la otra, que es su hermana, en “Los dobles y el jaguar”.
Hay otros relatos cuya tensión se construye por lo que se omite más que por lo que se dice. Por ejemplo, “Cuando viene la nube” de Amanda Poliester. O “Escombros de una pirámide humana” de Mayra Rodríguez. Amanda y Mayra son muy sabias porque dejan que sus personajes hagan lo que puedan. Los acompañan, les dan voz, pero no pretenden que los personajes hagan lo que ellas quieren sino lo que pueden en función de sus circunstancias.
Seguí “El camino de las hormigas” para llegar a su autora, Verónica Laurino. Y cuando esto sucedió, y la encontré, ella me regaló su novela “Jardines del infierno”. Como señala Beatriz, Véronica explora en estos dos textos “los ecosistemas naturales como microcosmos del mundo humano, a través de personajes femeninos dotados del don de comunicar ambos reinos entre sí”.
La verdad es que, con Verónica, más que conocernos, nos reconocimos como las hormigas que juntan sus antenas porque apenas empezamos a charlar encontramos que teníamos mucha gente en común. Es que en Rosario la gente en general ya se conoce, se cruza, comparte –o ha compartido- amistades. Comparte –o ha compartido- libros, recitales, bares, chapoteos en el río e inclusive amantes.
Este libro me ha reunido con mujeres que no conocía y también con otras que sí conocía. Con Celeste Galiano y con Carolina Musa estudiamos Comunicación Social, al igual que Lorena Aguado y María Laura Isaia.
Celeste escribió para este libro una serie de microficciones bajo el título “Orbis nostrum” que significa “Nuestra ciudad”. En estos cuentos, el entorno habla mucho de los personajes; el entorno adquiere la fuerza de un otro frente al cual los personajes no siempre están en igualdad de condiciones. Hay que ver quién gana la batalla en cada caso.
En julio de 2012, hace casi un año, presentamos este mismo libro en Córdoba junto a Eugenia Almeida. En esa oportunidad, Eugenia habló de su fascinación por el relato “Inventario” de Carolina Musa, un viaje largo y agobiante que va socavando la palabra, la enrarece, la devuelve al papel convertida en un objeto extraño, poético. Comparto la fascinación de Eugenia y señalo, justamente, que muchas de las mujeres de este libro son, también poetas.
Sobre mi texto, “Flor rara” sólo voy a decir que hace poco encontré una canción de Christina Rosenvinge, que se llama “Flores raras” y que esa correspondencia me causó gracia. Me gusta la música de Cristina pero no conocía ese tema o quizás sí pero lo olvidé. También publiqué un texto en mi blog que se llama “Patas de rana” y a la vez, ése es el título de una novela de Amanda Poliester. Y esa novela está en mi biblioteca. Así que ésta es la evidencia de lo que decía al principio, que nuestra lengua está habitada por otras y que la escritura, muchas veces, revela cuántas lenguas nos hablan y cuántas hemos olvidado.
Volviendo al tema de la poesía, hay una frase de Wislawa Szyborska que dice: “En el lenguaje de la poesía donde se calibra cada palabra, nada es normal. Ni una sola piedra, ni una sola nube. Y sobre todo, ni una sola existencia, ninguna existencia en el mundo”.
Así Wislawa le devuelve a las palabras toda su carga de rareza, de extrañamiento, de aquello que se mira por primera vez. Y así subvierte también la idea de que las cosas deben ser “normales”. Como históricamente debimos ser “normales” las mujeres hasta que decidimos patear el tablero.
Dejar nuestras historias para que otros las lleven –como dicen los africanos que, entre paréntesis, también vienen de una tradición de sojuzgamiento- ha sido, en el caso de las mujeres, un acto de sabiduría para perpetuarnos como género. Y un acto de rebeldía frente a quienes no nos consideraban dignas de vida ni de escritura.
Beatriz habla en el prólogo del “cuarto propio” y no puedo menos que volver a ese territorio común hecho de palabras que Virginia Woolf y otras vienen tejiendo a fuerza de convicción. Ellas nos dejan sus historias. Y ahora nosotras hacemos lo mismo: ponemos nuestra palma en el suelo y dejamos nuestra palabra para que ustedes se la lleven.





sábado, 20 de abril de 2013

Patas de rana


Al fin las conseguí. Una semana dando vueltas por todos los negocios de deportes preguntando lo mismo: “tiene patas de ranas, las cortas, para entrenamiento”. En los negocios de deporte, ahora me doy cuenta, hay zapatillas como cientos de modelos de autos nuevos. Hay pantalones, camperas, pelotas. Es decir, hay muchas cosas grandes, para tipos. Igual, el marketing se avivó y en los últimos años incluyen ropa de chicas, con los logos bordados en magenta y la ropa un poco más estilizada.  Pero una cosa es eso y otra, lo que yo buscaba. Hay pocas patas de rana en Buenos Aires.

Los empleados tienen la manía de echarle la culpa a las importaciones. Ya me pasó una vez cuando andaba buscando una minipimer (bueno, sí, mis compras son modestas). Los tipos decían con una especie de resignación teatral, las manos en los bolsillos, la vista baja: “Y, viste, son las importaciones”. Es decir, por la merma de “las importaciones” (y por elevación, por las medidas proteccionistas del Gobierno) no había minipimer en toda la ciudad.

Con las patas de rana pasaba lo mismo: no había mi talle (tengo los pies pequeños) porque las fabrican en China y hay una enorme muralla china que muere en los pies del Río de la Plata y que impide que entren chinadas número 36.

Hasta que no fue así. “¿Cómo te llamás?” me preguntó la empleada. Le dije. “Yo me llamo Yésica y te voy a atender. Decime lo que necesitás”. Miré las paredes tapizadas de modelos de zapatillas, las raquetas ultralivianas (tan distintas de esas de madera que usábamos para jugar cuando éramos chicas y nuestra cancha era la calle), las pelotas de fútbol, de rugby, de básquet, los bolsos, las mochilas, los skates, las camperas de tela triple shark (livianas y abrigadísimas), las canilleras, los palos de hockey… Soy nueva en el deporte. Nunca me gustaron las casas de deporte. Ponen música fuerte y te atienden pibes con los pelos parados con gel que murmuran entre ellos cada vez que entra una piba con calzas. Yésica tiene calzas. Le quedan mejor que a mí. Yo mando a lavar mis remeras a un lavadero cercano y por ahí, vuelven un poco encogidas. Entonces me las pongo y procuro estirarlas, para que sean menos estrechas, más largas, para que tapen la cola porque –como ha dicho mi tío Norberto- las mujeres de la familia tenemos baulera grande. Y qué le voy a hacer. Uso las calzas como vengan. Si alguno me piropea por la calle, lo puteo. Me gusta piropear babosos. “Pajero inmundo” dicho en voz alta, con cara de superada, es lo más. Porque una cosa es putear con miedo y otra con suficiencia. Si putéas a un piropeador pasado de rosca, hacelo con suficiencia. En general se amedrentan y siguen viaje.

El asunto es que Yésica me dijo que sí tenía patas de rana. Para eso me había tenido que ir hasta la zona de Cabildo, ahí por Belgrano, que me queda bien lejos de mi casa. “Ya te las traigo, las tengo que buscar en el depósito”. Dio media vuelta y se fue. El local no estaba muy lleno. Empecé a escuchar las cacerolas. Un chan chan metálico, oscuro, un poco afónico al principio. Miré hacia afuera. La gente que salía del trabajo se mezclaba con otra que llevaba banderas argentinas como capas. Super Argentinos. Gente que puede comprar las zapatillas grandes como autos para caminar más y mejor dentro de la cuadrícula de sus propias ideas. Todos tenemos nuestras propias ideas. Salir a decirlas en la calle y que no tengan que ver ni con falta de comida ni con falta de empleo ni con falta de educación es un avance.

Volvió Yésica. Las vi. Negras, elegantes, suaves, ajustándose a mis pies como unos zapatos de diseño. Me sentí rara caminando por la alfombra azul con esas patas, como si intentara zambullirme en un mar compacto. Las pagué, las metí en la mochila, agradecí a Yésica su amabilidad y me fui al subte. Pasé por delante de un bar. En la vereda había dos mujeres sentadas, una joven y otra vieja. La joven tenía un bebé en brazos y hablaba con un celular que tenía pegatinas de Hello Kitty. La vieja golpeaba una botella de agua mineral vacía contra la mesa y gritaba a quien quisiera escucharla “acá la oposición tiene que armar un triunvirato”.

Viajé con gente con cara de cansancio, con gente que leía, con gente que llevaba sus banderas, su cacerola. El subte estaba cortado en la última estación, Catedral, la que te deja en Plaza de Mayo, y sólo llegaba sólo hasta la 9 de Julio. Hacía calor y eso que las hojas de los árboles ya están caídas. Debajo de un cartel de Swiss Medical dos señoras comían choripán y agitaban campanitas. Eso es raro: hacer de las campanitas un arma de protesta. Con las campanitas una llama a los ángeles, a Papá Noel. Parece que también a las mucamas pero pienso que quizás eso sea ficción de telenovela. No se puede llamar a una persona con un sonidito. Para algo la gente tiene nombre.

Me sentí perdida. Cinco años viviendo en Baires y me sigo perdiendo. Le pregunté a una mujer dónde estaba Avenida de Mayo. Tenía que llegar. Tocaba Franco Luciani en Los 36 Billares y quería verlo antes de que se vaya a Canadá. Si te dicen que es armoniquista, que toca temas de tango y folklore por ahí pensás que es un embole. Pero no. Es músico. Es estudioso de la música y de la historia. Transforma su armónica en un bandoneón que suspira como lo hizo Piazzolla. Transforma su armónica en un lamento, en una respiración, en un instrumento que es como una parte de su cuerpo. Y cuando termina de tocar, sonríe como si todo fuera una travesura que salió bien. Y siempre, siempre, presenta a los músicos que lo acompañan.

La mujer me indicó dónde estaba Avenida de Mayo. ¿Vas al Congreso?, preguntó con una especie de complicidad. Le dije que no. Y crucé la calle. Pasó un cartel que decía “Traición a la Patria” con un dibujo de la Presidenta con una melena al viento, golpeando a otra mujer en el piso, vestida de blanco y celeste, con los ojos tapados. Me cruzó un escalofrío. El presente nos ha costado demasiadas mujeres y hombres golpeados con los ojos tapados, asesinados, arrojados al mar, a la hondura de una tierra que todavía no los devolvió.

Unos muchachos se sacaban fotos haciendo fuck you. Se reían del chiste. En otras marchas, la gente pone los dedos en ve. Cuando Perón fue derrocado en el 55, Sid Vicious –todo un símbolo contracultural que enfrentaba las cámaras de fotos con cara de pasado- no había nacido. Y esos muchachos me parecieron adolescentes rebeldes a destiempo, chicos que desafían a la madre cuando los manda a bañar antes de prepararles la cena. Perón murió en el 74, Sid tenía por entonces 17 años y una leyenda entre los bolsillos de sus pantalones chupines que terminaría en el asuntito de la bañera. Por esa época alguna otra leyenda dice que dijo "Volveremos en el 2008, seremos felices, no seremos infelices jóvenes urbanos, sino mutantes del cosmos”. Una frase parecida, pro sin mutantes, fue dicha por Eva, la mujer del general y antes, en 1781, por un cacique aymara antes de ser descuartizado. Esos dedos en alto de los muchachos eran una burla sin destinatario claro, eran lo que piensan de la política: que se hace de a uno, individualmente. Y con el dedo en alto, como los antiguos facones que los dueños de estancia usaban para dominar chinitos y chinitas rebeldes. Un gesto sin historia, pero por donde la historia se mete sin pedir permiso, mestiza en sus orígenes y su presente. Los dedos en ve sí reivindican esa historia y se bancan que sea una historia contradictoria, múltiple.

Me perdí por una calle lateral y luego seguí por Avenida de Mayo. A esta altura parece un cliché pero juro que había muchas señoras rubias.  No sé por qué Almodóvar dijo una vez que una mujer debe tener el color de pelos y de ojos que quiera, que si se siente rubia, debe teñirse sin culpas, que una es lo que quiere mostrar de sí misma.

Llegué a Los 36 Billares como si emergiera, triunfante pero un poco agotada,  de aguas barrosas. Para algo tengo patas de rana nuevas que me ayuda n a nadar. Me encontré a Karina, que le hace prensa a Franco y una vez me guió por los mundos del dos por cuatro para hacer una investigación sobre el mito de San Pugliese. Ella es mi San Pugliesa. Y ahí quedé, escuchando al pibe Luciani, que arrancó con una versión de “Moneda de cobre”, ese tango compuesto en el cuarenta que dice “Tu padre era rubio, borracho y malevo, / tu madre era negra con labios malvón / mulata naciste con ojos de cielo / y mota en el pelo de negro carbón”.

jueves, 24 de enero de 2013

Zapateros


Al zapatero de mi infancia nunca lo vi de cerca. Era un hombre misterioso que trabajaba en un cuartito pegado al lugar donde te atendía su mujer.

 Su local estaba siempre impecable, como si fuera una oficina contable con paredes marrones, aunque olía a poxi ran. Detrás de la puerta había una rama de olivo y una estampita de algún santo, enlazadas con una cinta roja. Cuando entrabas, el tintineo de la campana chocaba contra los vidrios y arrastraba a la rama y a la estampita. Todo se agitaba. Pero era el único atisbo de movimiento en medio de la quietud. Eso y la cortina que separaba el local delantero del resto de la casa. En verano, se movía como una melena wellapon.

No conocía la cara del zapatero pero escuchaba ruidos, golpeteos. Y el zumbido de una radio. Di Giullio. Así se llamaba.

“Andá a buscarme los zapatos a lo de Di Giullio” decía mi madre. Y el mandado era de los desabridos. Me gustaba mucho más pasear por lugares como Casa Cristy, que era la tienda donde vendían los vestidos para nenas más hermosos de Firmat. O Bazar Julián, donde siempre ligaba algún vaso dibujado con animalitos.

 Pero las excursiones a lo de Di Giullio parecían aburridas. En ellas no había novedad: volvía a casa con zapatos que lucían tan gastados como antes, un poco hermoseados por el betún y la buena voluntad de zapatero, envueltos en papel de diario.

 Una vez creo que se asomó para decirle algo a la mujer. Su rostro fue una suerte de revelación: ahí estaba, cansado, amable, con pocas ganas de hablar. Obvio, no recuerdo su cara. Si la recordase, no habría lugar para la sorpresa y el mito. Unos lentes gruesos, sujetos al cuello por una cadenita… quizás no sean ciertos.

Los zapateros se parecen. Me refiero a esa renuencia por mostrarse. Cuando te atienden, lo hacen como si no les quedara otra. Miran de soslayo, anotan en un papelito el encargo, te dan un comprobante y vuelven a sus cosas, a la radio que zumba y es un animalito que hace compañía y no molesta. Pero no hay que tomar esa indiferencia aparente como un asunto personal: ellos se sienten cómodos en mundos discretos.

 Del segundo zapatero recuerdo mucho mejor su lugar de trabajo y el rostro. Pero no el nombre. Era algo así como Carlos pero no era Carlos. Igual, le vamos a poner así. El Negro, mi novio de entonces, vivía al lado, en Rosario.

 Carlos era lo contrario de Gi Giullio. Su zapatería era un caos. Pequeña, un localcito a la calle donde, apenas entrabas, te topabas con montañas de zapatos subiendo casi hasta el techo sólo por azar o por desidia de los clientes que los dejaron ahí. Esa imagen era inquietante, penosa. ¿Quién olvidó esos zapatos? ¿No fue a buscarlos porque no pudo o no quiso o porque al fin compró otros nuevos? ¿Qué pasaba entonces con esos zapatos abandonados, huérfanos?

 Carlitos parecía joven de a ratos, cuando levantaba la vista. Pero al encorvarse otra vez sobre su trabajo, podía ser muy viejo. Con el tiempo me saqué la duda y supe que pasaba raspando los cuarenta. Pero eso fue después de muchos años, como las cosas que nunca se preguntan hasta que se revelan solas.

 Una mata de pelo oscuro y ondulado le caía sobre la nuca. Su delantal estaba manchado de betún. Se pasaba los días en esa piecita. No sólo los días laborales: todos. Su madre tomaba fresco en la puerta y también tomaba los pedidos. Un día dejó de estar. Se enfermó y se murió. Ese día, la zapatería estuvo cerrada. "Son cosas que pasan", dijo Carlitos cuando lo fui a saludar.

También lo saludé unos meses después, cuando fui a buscar algunas cosas que habían quedado ahí. Las separaciones están sembradas de pequeños actos incómodos que hay que completar a tiempo como si fueran trámites con fecha de vencimiento, para que la tristeza no deje lugar a un sentimiento más ajado, más indefinido, menos altruista.

-Tengo algo para mostrarte, me dijo el Negro de repente, después de un silencio largo, él en su cocina hirviendo verduras, yo en una pieza decidiendo que toda esa montaña de ropa ya no era mía, mejor regalarla. Los libros, no. Los libros, en las cajas.

El Negro fue hasta la computadora sobre su escritorio. Y me mostró unas fotos. Eran de Carlitos. Casi irreconocible. De pie, con traje impecable y unos lentes oscuros, como de dealer o de tipo importante, con los rulos cayéndole sobre la frente. En otra, adelante de la pila de zapatos viejos pero como si los zapatos le estuvieran haciendo un coro mientras él cantaba, mudo, trajeado, convertido en otro. Carlitos de perfil, arriba de una cuatro por cuatro, los vidrios bajos, el brazo apoyado en la ventana, el cielo azul por detrás, manejando hacia las estrellas.

 -Las sacó Pancho, explicó el Negro.

 Ese es el otro asunto de las separaciones. Algunos amigos quedan de un lado o del otro. A Pancho –que es fotógrafo profesional- le tocó el incómodo lugar del medio ya que era amigo de los dos. Pero de a poco se fue ladeando para el lado del Negro, un poco porque Pancho vive en Rosario y yo me vine a Buenos Aires, otro poco porque hay cosas inevitables y esos dos, tan adorables, tenían demasiado en común como para no compartir trinchera.

 El asunto es que Carlitos estaba ahí, en la pantalla brillante de la mac, jugando a ser otro por un rato, convertido en personaje de revista porque las fotos eran, justamente, para una revista. Se lo veía muy serio en principio. En las manos de Carlitos estaban los rastros de sus dedos endurecidos a costa de moldear cuero, su verdadero arte. Pero si se miraba con más atención, si se acercaba el ojo lo suficiente, se advertía una mueca pequeñísima de risa. Un atisbo de travesura, como quien apila con paciencia muchos zapatos esperando el día que, de un solo movimiento, pueda hacerlos caer todos juntos, al mismo tiempo.

 

martes, 22 de enero de 2013

Los pájaros se vuelan


Para Victoria, Sonia, Maite, Juliana y Gimena
 
La mujer es diminuta y pesa poco más que la gota de sudor (una sola) que resbala discretamente por la sien. Ella no se da cuenta o no le importa. Se acaricia brevemente la mejilla y vuelve a posar sus manos (nudosas) en la falda. Lleva un saquito que quizás es un poco caluroso para andar en subte. El saquito tiene flores celestes. Quizás se parezcan un poco a sus ojos pero no se sabe porque sus ojos son dos líneas que se engrosan de a ratos. Tampoco es que esté con los ojos cerrados, dormidos. Parece más bien ajena al traqueteo del vagón, a la gente que entra y sale. Se sobresalta un poco, eso sí, cuando el subte se detiene en cada estación. Empezó preguntándole a una chica que lleva audífonos gigantes. Pero la chica se bajó hace un rato. En ese asiento se instaló un hombre gordo con una remera que dice “Feel like God” (sentite como Dios). El hombre gordo lleva upa a un niñito gordo que va tomando como puede un helado que se tambalea. Es un helado oscuro, chocolate o algo así, que se chorrea lentamente y le cae por las manos. El hombre se las seca cada tanto con una de esas servilletas de papel inútiles que te dan en las heladerías, de un papel casi transparente y resbaladizo. El chico sigue aplicado a la tarea de ir más rápido que el helado. Le pasa la lengua por un costado, por otro, y también se mancha la boca.

Los miro porque me gusta. Hace poco una amiga hizo una nota para un suplemento de mujeres donde les preguntaba a unas cuantas a qué jugaban. Al burako, al TEG, a la canasta, a chapotear en el agua, a trepar árboles, al fútbol, inclusive. Es decir, las mujeres no juegan a seducir varones como el único juego que imponen ciertas revistas y la tele y esos papelitos horribles y siniestros que tipos aún más horribles y siniestros pegan en Florida con avisos de chicas hermosas que ofrecen sexo como jugando (en realidad, muchas veces son prostíbulos ilegales, si ves esos papelitos, arrancalos, es un acto casi ínfimo al lado del problema monstruoso pero es algo). Si yo hubiese respondido la encuesta que mi amiga hizo por feisbuk, hubiese respondido que yo miro gente, que mi juego es estudiarla, ver cómo va vestida, cómo gesticula, inventarle una vida, pensar quién la espera (o no) a la salida del subte.

Me gusta la señora diminuta en su asiento, abstraída, como sentada en un pequeño trono de plástico que le queda grande pero al que accede porque no le importa, porque el subte es su carruaje y ella debe llegar a algún lado. Por algo lleva el saquito elegante, esa pollera larga también floreada, moteada de pimpollos, y esas sandalias de taco bajo de las que sobresalen unos dedos pintados con esmalte color perla. A las señoras grandes les gustan los esmaltes color perla más que los mate. Es decir, los esmaltes de brillo satinado, como el blanco que lleva la señora en la uña de los pies, al final de las sandalias bajas. Las señoras usan sandalias bajas. Debe ser para no caerse. Las chicas más jóvenes también usamos sandalias bajas. Pero es para estar más cómodas para esas jornadas de trabajo que no terminan nunca, para correr de acá hasta allá. Pero llega un momento donde no podemos correr más. A mí me pasó hace un tiempo. Y me sigue pasando.

Debe ser eso lo que me tiene preocupada desde hace días. Que no puedo correr. No es un asunto de los huesos. No. Es que mi cuerpo no quiere correr más. Tampoco quiere agitarse cuando ciertas cosas no me gustan. En esos momentos el corazón me palpita y tengo que respirar muy hondo para no hablar, para no decir. La psiquiatra me dijo que no responda a ciertas provocaciones. Hay gente que te dice cómo vivir. Y que se enoja si un día decís que no querés vivir así. Porque sucede que un día una se da cuenta de que correr para otros, estar pendiente de otros (por razones diversas, atávicas, cada cual puede llenar a su antojo la línea de puntos) es un asunto que en verdad tiene que ver con una. Una y los otros. Sería un buen título para una película de Kieślowski. Qué lástima que pasó de moda. Debe ser que la gente que se muere corre el riesgo de pasar de moda. Igual, hay películas que envejecen con mucha elegancia. Como Tootsie. Anoche vi Tootsie en el cable. Jessica Lange le dice a Dustin Hoffman (vestido de chica, encantador con su maquillaje cargado, su pelucota y sus ojos embadurnados de meik up) que es difícil para una mujer vivir en los ochenta. Que a ella le encantaría un hombre que viniera y le dijera que quiere conocerla, que él también anda un poco confundido y que quizás funcione o no pero que en todo caso, pueden intentarlo y empezar por algún lado, o sea, haciendo el amor. Dustin-Tootsie la mira como una madre comprensiva y a la vez, como un hombre que la desea. Salvando las distancias, Virginia Woolf tampoco la tuvo fácil. Las chicas de hoy, que éramos niñas en los ochenta, no somos excepción. Y seguramente la señora que viaja frente a mí debió enfrentar algunos problemas. Quizás los esté enfrentando ahora mismo. (Pero parece muy tranquila).

Vuelvo a mirar a la señora para no pensar en mí, en cosas que me angustian. Me gusta su piel fina como de papel para secarse las manos, con unas pecas color té, casi invisibles, que le suben por los brazos y el escote. Porque la señora tiene un escote, discreto. (¿Qué mira la señora? Tiene ese modo oblicuo de mirar de las señoras grandes). Hace un tiempo, una amiga me recomendó que tengo que mirar así a la gente que no me gusta, como atravesándola, como interesada en algo que está más allá de ellos. No me sale, yo miro a la gente de frente. Y si me resulta perturbador, bajo la mirada. Por eso miro a ver cómo mira esta señora, para aprender. Y sí, mira como si su interés estuviera puesto en un punto invisible, más allá de cualquier contorno humano. Eso. Ella mira cierta cosa que está más allá, algún pájaro invisible que se nos posa en el hombro, o toda una bandada de pájaros que no vemos y que nos vuelan alrededor, a veces como un cuento de hadas, a veces como una de Hitchock. Seguro que Hitchcock sabía de qué hablaba cuando pobló la pantalla de pájaros negros, como había hecho hacía tiempo Van Gogh en una tela que se me acaba de venir a la memoria.

Como estos no fueron días fáciles, fui de una psiquiatra. Ahora voy a parar un ratito para decir algo poco amable: me pasman las historias de chicas que van a la terapia, al psicoanálisis. A menos que se tomen el asunto en serio, como Alison Bechdel, que en su última novela gráfica se mete a fondo en sus sueños, en la descripción de sus terapeutas, en eso que en las facultades se denomina “neurosis” para investigar el vínculo con su madre. Pero en general, cuando en los relatos una persona dice que va del terapeuta, dice poco, para ahí. Quizás esté bien. Al fin de cuentas, no hay por qué contar qué hace alguien en terapia. Sí, hace bien hacer terapia. Pero como yo un día no pude caminar, y algo me empezó a hacer un ruido espantoso por dentro, el ruido de mi corazón acelerado, llamé a mi terapeuta y ella me derivó a una psiquiatra. De pelo rojo. No quiero decir más que esto: la psiquiatra me recomendó que se me vuelen los pájaros. De veras. Se refería a los pájaros de la escritura. “Vos los dejás volar y ellos vuelven con historias para susurrarte, que debés escribir”. También me dijo que mi laburo, el periodismo, consiste en escribir para otros, a cambio de un sueldo, el capitalismo y esas cosas. Escribir poemas, relatos, cuentos, es antes que nada, una necesidad interna. Acuciante. Que no tiene una “utilidad” excepto la belleza, la huella imperceptible de una palabra en una hoja en algún lugar del mundo, para otro u otra que te busca tanto como vos buscás a otros u otras para leerlos porque leer poemas, cuentos, relatos es, por momentos, casi lo único que te mantiene viva. Eso, y el amor. El amor es muchas cosas, tiene formas que cada uno sabe.

El vagón se detiene una vez más. La señora sale de su estado de mirar más allá y le pregunta al hombre que lleva el niño upa qué estación es esa. El hombre responde y la señora se levanta con una vitalidad sorprendente, como si supiera correr. Entonces me pasa al lado. La puerta del vagón tarda un poco en abrirse. Al niño se le cae el helado. Queda poco pero igual hace un charco oscuro y pegajoso en el piso. Al niño parece no importarle. Su padre le limpia los dedos con su camisa, quizás porque ya no hay servilletas, con un gesto de cariño parecido a Dios.

La señora vestida de flores me mira. Los pájaros luminosos y los pájaros negros, todos los pájaros que me aletean alrededor, invisibles pero contundentes, se inquietan. La señora no mira los pájaros, sin embargo. Su mirada no es elusiva, ni oblicua, ni suave ni nada. Me mira a mí. Directamente. Con una intensidad que hace que sus ojos de agua sean inundación y agua limpia y una inmersión hacia lo profundo que no causa angustia sino calma, un bálsamo sobre una llaga ardiente. Los pájaros de repente se amansaron. Y aquí estoy, sentada, escribiendo esto que pasó.