Se acaba de ir el médico, ése que se llama a domicilio tras
una mala noche. Nada del otro mundo, lo de siempre: faringitis. Ya sé qué debo
tomar, ya sé qué debo hacer. Voy al farmacity a buscar lo mismo que otras
veces. Vuelvo y antes compro el diario. Es domingo.
El kiosquero de la esquina es un señor mayor, retacón, con
unas bolsas debajo de sus ojos húmedos que lo hacen parecer buena persona. Se
la pasa el año a la intemperie. No se queja, parece. Silba todo el tiempo. No
es una melodía. Es como el silbido de una cafetera que no va a estallar. Aunque
nunca se sabe.
Está sentado detrás de la puertita de chapa verde de su
kiosko. Se le ven las piernas metidas en un jean holgado, las zapatillas algo
deformes. Asoma por la puertita con su gorra. Sonríe como un chico travieso. “Hoy tengo compañía”, anuncia. A sus pies, un perro salchicha con manta roja me
mira. Tiene la mirada del señor. Los perros se parecen a los dueños, y todas
esas cosas que el feisbuk explica mejor que yo. Siento que el perro me sonríe.
Pero sólo mueve la cola. Le pregunto al kiosquero cómo se llama. Mientras
enrolla mi diario, responde: “Eros”. “Es el perro de mi hija, que lo trae
algunas mañanas”, agrega. Miro a Eros. En otro momento se me hubiese ocurrido la
obviedad guarra (y falocéntrica) de un perro salchicha llamado Eros. Soy de
reírme con mis ocurrencias, a veces. Pero hoy estoy demasiado sensible y lo único que pienso es que ese Eros –tan distinto a la imagen de los dioses griegos que una
tiene en la cabeza- viene a contar otra vez lo mismo: que el deseo aparece de
la manera menos pensada, que nos encontramos con sexo, amor o todo junto o un
poco de todo en los lugares más insospechados. Y que Eros puede transformarse en lúbrica estatua de mármol o aparecer bajo la forma de un perro salchicha.
“Lo que me mata es el deseo, doctor”, debería haberle
respondido al médico que me preguntó si tenía stress ya que, razonó, quizás por
eso tenga las defensas baja, la voz en un hilo. Porque lo que pasa es que me
quedé muda. No es stress esta vez. Es energía erótica que me viene brotando
como un orgasmo continuo. Me agarran unos subidotes como si me hubiera pasado
horas tomando porquerías en el baño. Y luego bajo. Pero Mariana Enriquez lo
dijo antes en un libro durísimo (justamente): bajar es lo peor.
No tiene que ver con sexo, al menos no de manera única. Pero
sí tiene que ver con mi cuerpo, con la aceptación (al fin) de que mi cuerpo es
un lugar donde se inscriben las huellas del momento que vivo. Algunas huellas
son de una belleza indescriptible: las caricias, por ejemplo. Otras son
lascerantes. No necesariamente malas, pero queman. Tienen que ver con que empecé
a decir. Eso. Empecé a decir. Qué pienso realmente, por qué soy feminista, por
qué no soy heterosexual (porque no creo en las normas que dicen cuándo, con
quién, hasta dónde), lo mucho que me ha costado el cuarto propio, cómo es que
hace años le vine dando vueltas al mismo poema, por qué me cuesta decir que
escribo, que escribo, que escribo (y no sólo porque publique artículos en un
diario).
Y también, por qué el lugar de mi palabra es el amor y ese
lugar (contra lo que pueda pensarse) no es fácil ni complaciente. Yo libro mis
batallas desde el amor. Tratando de dar amor y de recibirlo de manera sincera.
Ahí se implanta mi palabra. Una no llega al amor desguarecida. Llega luego de
atravesar muchos caminos. Una no llega al amor de una vez para siempre. Llega,
atisba, se vuelve a perder. El amor no es amor a “una” persona, a “un” perro
salchicha. Esas son formas del amor. El amor es un estado de gracia que no
necesita de un objeto porque los abarca todos. Y en ese instante, deja de abarcarlos,
los objetos se transforman y una debe transformarse otra vez, volver a iniciar
un camino que siempre empieza. Una no llega del todo, quizás, a palpar el amor,
a sentirlo, siempre. Pero es un lugar posible en el mundo. Y es un lugar de riesgo. Para
intentar abarcarlo, no hay más posibilidad que estar desnuda. Y la desnudez de
una mujer (física, simbólica, las dos) es
inquietante para todo el mundo, empezando por una misma.
Me hubiese gustado explicarle todas estas cosas al médico
que dictaminó que tengo faringitis y que por eso perdí la voz.
Ayer imprimí todos los poemas del libro en el que vengo
trabajando hace diez años. Claro que no son los poemas de hace diez años. Son
poemas que se han ido desnudando con el tiempo, que fueron cambiando de forma,
de estructura. Son como capas de tierra en las que hundí los dedos para salir
con las manos sucias, pero triunfantes. Las manos de mi propio barro.
Puse todas las hojas arriba del piso, acomodadas como cartas
de tarot. Una cosa es un poema y otra cosa son muchos poemas juntos, que intentan
dialogar entre sí. Palabras recurrentes: “sutil”, “pasto”, “tarde”. En algunos
casos encontré palabras mejores, en otros no. Por centésima vez, volví a leer,
taché, corregí. Pero algo nuevo pasó: pude decidir qué poemas dialogaban mejor
entre sí, dónde ubicar uno y otro. Fui creando una constelación. Mi propia constelación.
Y por primera vez, creo en ella.
Tengo el título, los epígrafes. Tengo poemas que fui
bordando y también zurciendo. Decidí qué cantidad de poemas están en el libro y
por qué (veintidós; no veintiuno, veintiuno es lo que dice la ley y estoy
tratando de escaparle a ciertas leyes arbitrarias pero tampoco es que las
desconozca).
Guardo los rezagos de esos poemas. Por eso mi poemario se
llama “Caja de costura”. No es perfecto. Está hecho de muchas cosas que fueron
a parar allí.
Los griegos tienen a su Eros y también a sus Moiras, sus
tres hilanderas del destino. Las Moiras no poseen leyenda propiamente dicha.
Apenas son más que el símbolo de una concepción del mundo, mitad filosófica,
mitad religiosa. Regulaban la duración de la vida desde el nacimiento hasta la
muerte, con ayuda de un hilo que la primera hilaba, la segunda enrollaba y la
tercera cortaba cuando la correspondiente existencia llegaba a su término.
Ayer me quedé en silencio muchas horas, mirando los poemas
en el piso, preguntándoles si tenían algo más para decir, calmándoles las
ansias, diciéndoles que no tienen por qué decir todo de sopetón, que ya vendrán
maneras más exactas y transparentes de decir. En esto último quizás les mentí
un poco. Pero desear no es mentir, exactamente.
Volví al archivo de word, corregí, cambié títulos pero
decidí que no iba a dar ya una vuelta en aire. Ya no. Ya está. Ya lo hice
demasiadas veces. Ya mi palabra pide nuevas palabras. Mi cuerpo necesita
descanso amoroso.
Así que por fin, terminé. Cuando empecé a recoger los poemas
del piso, también empezó una canción hermosa de Marie Pierre Arthur, una
cantante canadiense, “Si tu savais”, que había quedado guardada en la
computadora. Volví a sentir el cosquilleo que viene cuando llega el subidón. Si
supieras. Ahí viene, ahí llega, ahí se cortó el hilo. Ahí empiezan
los títulos finales de la película. Te quedaste sin voz porque el amor es así.
Hola Ivana, me desvele a las 5 de la mañana y me puse a boludear en internet. Reviso bloglovin y estaba tu entrada que ayer habìa pasado por alto.
ResponderEliminarMe partiste la cabeza (y el alma)- Gracias por tus relatos que despiertan, movilizan, conmueven...
Gracias Teresa! Me alegra haberte acompañado en el insomnio.Puse el cursor sobre tu nombre y resulta que sos de Tilcara. Estás ahí? Es muy intenso que los textos lleguen más lejos de lo que una ha llegado nunca (me debo más viajes, ya vendrán). Besos
ResponderEliminarQué belleza Ivana! No solo me ha encantado. Me dieron unas ganas tremendas de escribir. El subidón! Te dejo porque ahí viene
ResponderEliminarBesos
Rosario (de IneditadaS)
Si vos supieras Ivana
ResponderEliminarQue hoy arranqué el día indagando el origen de ciertos dolores físicos -en mi caso la tensión del lado izquierdo, yin,lo femenino- y escirbiendo un post que dice -sí yo también estoy animándome y aprendiendo a decir- que quiero escribir.
Y después hablé de vos. "Una de las personas que mejor escribe", sic.
Y entonces entro al Corazón de las cosas y me encuentro de pronto con tu post,
La noticia de que hay un poemario.
No puede ser todo una casualidad.
No?
Gracias por la música!
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