Entre los africanos, cuando un narrador llega al final de un
cuento, pone su palma en el suelo y dice: “aquí dejo mi historia para que otro
la lleve”.
Esto lo cuenta María Teresa Andruetto en un libro que se llama Hacia una literatura sin adjetivos. Y ella agrega: “Cada final es un
comienzo, una historia que nace una y otra vez, un nuevo libro”.
Creo que la frase de los africanos y la de María Teresa pueden
juntarse, superponerse, como quien busca el par de lentes adecuados para mirar
a trasluz los relatos incluidos en Nada que ver.
Dejar la historia para que otra persona se la lleve es un
acto de entrega, donde se abrazan quien habla y quien escucha. Se trata de un
juego que recomienza cada vez que alguien, en algún lugar, cuenta una historia
y otro escucha, y otro cuenta y así.
Por otro lado, si cada final es un comienzo, en el caso de
un libro coral como éste, las historias empiezan y terminan todo el tiempo. Pero
quizás no empiezan ni terminan cuando cada autora pone un punto final. Quizás
estas historias son la continuación de una lengua que es anterior a nosotras
como escritoras.
¿A qué me refiero? Cada uno de estos relatos está escrito en
una lengua propia, la que surge del proceso de escritura. Pero a la vez, cada lengua
dialoga con las otras. Así vamos construyendo un relato continuo que, sin
embargo, es distinto según la voz de quien escribe y la sensibilidad de quien
lee.
Entonces, este libro es también un acto generoso porque cada
escritora deja su historia y la otra, la que viene detrás, recoge el guante. Y así,
hasta el final, aunque no hablemos de lo mismo, aunque nuestros textos no supieran
de antemano con qué otros textos iban a dialogar.
Es decir, damos nuestras historias para compartirlas con
quien lee. Pero también, por ser una colección de relatos de autoras diversas,
dejamos nuestra historia a los pies de la historia que viene.
Y a la vez, todos estos relatos son la continuación de la
voz de cada mujer que alguna vez, en algún lugar, contó una historia para
sentirse menos sola.
Nada que ver se abre con un prólogo hermoso de la
escritora, poeta y crítica Beatriz Vignoli que busca los rasgos comunes y
también lo singular en cada relato.
Un rasgo común, evidente, es que todas somos rosarinas. Pero
bueno, aquí hay que detenerse en la letra chica. Si uno se fija en la parte
final, donde hay pequeñas biografías, advierte que muchas nacieron en Rosario y
otras no nacimos en Rosario. La importancia del origen para cada una es
distinta. Pero lo interesante es que de algún modo, el hecho de que seamos de
Rosario, pero también de San Pedro, de Casilda, de Amstrong o de Firmat, hace
de este libro un texto muy rosarino que, a mí entender, desmiente el título.
Porque Rosario es una ciudad con origen y presente mestizos,
de muchas sangres venidas de muchos lugares. Esas sangres tienen que ver entre
sí, le dan a la ciudad una fisonomía, una cultura, un modo de hablar, un modo
de estar en el mundo que la diferencia de otras ciudades. Hablo de sangres
españolas e italianas, sí, pero también africanas, bolivianas, chinas y
peruanas.
Rosario es una ciudad en la que vivimos o hemos vivido, que
hemos amado y padecido, que nos atrae y muchas veces, también nos expulsa. No
todos estos relatos aluden a la ciudad como geografía. En eso sí no tienen nada
que ver. Y sin embargo, en ellos hay rastros de una lengua propia del lugar que
a mí, en una lectura personal y arbitraria, se me fue apareciendo casi sin
querer. O será que yo busco esos rastros porque ellos hablan de quien soy.
Hay alusiones evidentes a cierta “rosarinidad” como la calle
Pocho Lepratti, la humedad o el colectivo de la línea 127 en el relato “El
fulgor de lo imaginario” de Laura Oriato. Natalia Massei en su texto “Travesti”
–que habla de una travesti- alude a un cementerio que conozco, a un Marcelo
Scalona que conozco. ¿Importa conocer o no conocer? Para nada. Cada cual
construirá en su imaginación una calle Pocho Lepratti, un cementerio, un Marcelo
Scalona. Genial. Pero en lo personal, encontrar esas marcas en los textos me
gusta.
Debe ser porque en Buenos Aires, donde vivo ahora, la gente
tiene otras referencias, otros lugares comunes, otros recuerdos, que a mí no me
suenan. Entonces, como lectora, adoro encontrar lugares y personas que me
suenen y me resuenen. Quizás, como les dije, porque yo sí siento que tengo
mucho que ver con Rosario.
Esta suerte de tensión entre el idioma cercano y el que
suena como de otro lugar, es una marca de agua en el texto “Viejos tíos” de
María Laura Frucella. Laura vive en Barcelona. Entonces por debajo de su lengua,
de a ratos neutra, aparecen unas pepitas de oro pequeñísimas. Por ejemplo, en
el relato hay unas tías que van colmando las mesas de “confituras, mantecados,
tartas”. Esta enumeración, con un levísimo aire catalán, se quiebra cuando
irrumpe al final del párrafo la criollísima “pasta frola”, que quizás vino de
Suiza, como leí, pero en Suiza no hay membrillo ni batata. Nuestro origen,
repito, es mestizo, y estos cuentos lo son.
Siguiendo con algunos rasgos comunes, Beatriz dice que en
estas historias, la experiencia de poseer “un cuarto propio” de la escritura
que aísla de los mandatos de género, ocupa un lugar central. Me parece
importante señalar esto.
Las mujeres que hablan en los relatos de este libro no son,
por suerte, políticamente correctas. Se ocupan, más bien, de las fisuras en los
mandatos de género y, por supuesto, del héteropatriarcado. Imaginen si no lo
que promete un cuento como “Tu madre no quería hijos” de Lorena Aguado, que además
de ese título tiene frases tan intensas y hermosas como “le dije a mi hermano
que las personas con miedo maltratan al mundo”. O el sugestivo nombre “Encima”,
de Mercedes Gómez de la Cruz. El monólogo interior del hombre y la mujer de ese
cuento indaga en un asunto realmente profundo: coger o no coger. Y habla de coger,
a secas. Y el verbo está muy bien utilizado. Coger, no por amor, no para formar
familias, sino por razones más atávicas. O sea, coger porque sí. También me
gustó de ese relato el gran sentido del humor, el juego cachondo de Mercedes
con las palabras.
Desde un registro distinto, la chica de “Turquesa”, de
Manuela Suárez, también cuestiona los mandatos cuando sus uñas pintadas de lila
se ensucian con un color negro del que no daremos más detalles acá así se
quedan con la intriga. Y siguiendo con el tema de las fisuras, el yo ficcional
construido por Irina Garbatzky confiesa un odio fraterno, el odio a la otra,
que es su hermana, en “Los dobles y el jaguar”.
Hay otros relatos cuya tensión se construye por lo que se
omite más que por lo que se dice. Por ejemplo, “Cuando viene la nube” de Amanda
Poliester. O “Escombros de una pirámide humana” de Mayra Rodríguez. Amanda y
Mayra son muy sabias porque dejan que sus personajes hagan lo que puedan. Los
acompañan, les dan voz, pero no pretenden que los personajes hagan lo que ellas
quieren sino lo que pueden en función de sus circunstancias.
Seguí “El camino de las hormigas” para llegar a su autora,
Verónica Laurino. Y cuando esto sucedió, y la encontré, ella me regaló su
novela “Jardines del infierno”. Como señala Beatriz, Véronica explora en estos
dos textos “los ecosistemas naturales como microcosmos del mundo humano, a
través de personajes femeninos dotados del don de comunicar ambos reinos entre
sí”.
La verdad es que, con Verónica, más que conocernos, nos
reconocimos como las hormigas que juntan sus antenas porque apenas empezamos a
charlar encontramos que teníamos mucha gente en común. Es que en Rosario la
gente en general ya se conoce, se cruza, comparte –o ha compartido- amistades.
Comparte –o ha compartido- libros, recitales, bares, chapoteos en el río e
inclusive amantes.
Este libro me ha reunido con mujeres que no conocía y
también con otras que sí conocía. Con Celeste Galiano y con Carolina Musa
estudiamos Comunicación Social, al igual que Lorena Aguado y María Laura Isaia.
Celeste escribió para este libro una serie de microficciones bajo el título “Orbis nostrum” que significa “Nuestra ciudad”. En estos cuentos, el entorno habla mucho de los personajes; el entorno adquiere la fuerza de un otro frente al cual los personajes no siempre están en igualdad de condiciones. Hay que ver quién gana la batalla en cada caso.
Celeste escribió para este libro una serie de microficciones bajo el título “Orbis nostrum” que significa “Nuestra ciudad”. En estos cuentos, el entorno habla mucho de los personajes; el entorno adquiere la fuerza de un otro frente al cual los personajes no siempre están en igualdad de condiciones. Hay que ver quién gana la batalla en cada caso.
En julio de 2012, hace casi un año, presentamos este mismo libro
en Córdoba junto a Eugenia Almeida. En esa oportunidad, Eugenia habló de su
fascinación por el relato “Inventario” de Carolina Musa, un viaje largo y agobiante
que va socavando la palabra, la enrarece, la devuelve al papel convertida en un
objeto extraño, poético. Comparto la fascinación de Eugenia y señalo,
justamente, que muchas de las mujeres de este libro son, también poetas.
Sobre mi texto, “Flor rara” sólo voy a decir que hace poco
encontré una canción de Christina Rosenvinge, que se llama “Flores raras” y que
esa correspondencia me causó gracia. Me gusta la música de Cristina pero no
conocía ese tema o quizás sí pero lo olvidé. También publiqué un texto en mi
blog que se llama “Patas de rana” y a la vez, ése es el título de una novela de
Amanda Poliester. Y esa novela está en mi biblioteca. Así que ésta es la
evidencia de lo que decía al principio, que nuestra lengua está habitada por otras
y que la escritura, muchas veces, revela cuántas lenguas nos hablan y cuántas
hemos olvidado.
Volviendo al tema de la poesía, hay una frase de Wislawa
Szyborska que dice: “En el lenguaje de la poesía donde se calibra cada palabra,
nada es normal. Ni una sola piedra, ni una sola nube. Y sobre todo, ni una sola
existencia, ninguna existencia en el mundo”.
Así Wislawa le devuelve a las palabras toda su carga de
rareza, de extrañamiento, de aquello que se mira por primera vez. Y así
subvierte también la idea de que las cosas deben ser “normales”. Como
históricamente debimos ser “normales” las mujeres hasta que decidimos patear el
tablero.
Dejar nuestras historias para que otros las lleven –como
dicen los africanos que, entre paréntesis, también vienen de una tradición de
sojuzgamiento- ha sido, en el caso de las mujeres, un acto de sabiduría para
perpetuarnos como género. Y un acto de rebeldía frente a quienes no nos
consideraban dignas de vida ni de escritura.
Beatriz habla en el prólogo del “cuarto propio” y no puedo
menos que volver a ese territorio común hecho de palabras que Virginia Woolf y
otras vienen tejiendo a fuerza de convicción. Ellas nos dejan sus historias. Y
ahora nosotras hacemos lo mismo: ponemos nuestra palma en el suelo y dejamos
nuestra palabra para que ustedes se la lleven.
gracias Ivana por la lectura, por las pilas y el afecto que ponés en cada cosa. Abrazo!
ResponderEliminarGracias, Mercedes! Nos seguimos cruzando en las esquinas rosarinas, porteñas, por ahí.
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