domingo, 30 de enero de 2011

Te quiero, Nick


Lo primero que leí de Nick Hornby fue Un gran chico. Era verano, hacía calor y me pasé todo el fin de semana echada en un sofá junto con el libro.
El verano pasado leí Alta fidelidad. Era verano, hacía calor y la playa se extendía a mis pies como un abismo azul y verde.
Este libro, Juliet, naked, lo leí a fin de año. Diciembre es un mes que pone nerviosa a la gente. Claro, también hace calor.
Leí más libros de Hornby en otras estaciones, pero por alguna razón, los textos suyos que más me gustan aparecieron en época estival. Será porque el verano me pone triste de a ratos y siento que este tipo sabe de qué se trata. Su escritura se sienta a mi lado para abrazarme sin pedir nada a cambio.
La reseña de su último libro, acá.

sábado, 22 de enero de 2011

Las palomas

Me asomé a la ventana y la paloma me miró con su ojo redondo. A las palomas, de perfil se les ve el ojo entero, ,no como a la gente. Entonces, es como si me hubiese mirado abarcándome en un segundo moviendo su cuellito breve y emplumado. Le dije “hola” por decir algo. Ella se había instalado en la boca de salida del calefactor del departamento del piso de abajo.
Hace un tiempo pasó lo mismo. Una paloma hizo nido allí para cuidar sus huevos. Por entonces yo tenía un novio que hacía música. A mí me gustaba su música y a él le gustaba que yo escribiera. Creímos que era suficiente.
En tres semanas los pichones tendrían que haber nacido. Pero la paloma se pasó un largo mes empollando, y nada. Finalmente se fue. El nido quedó solitario, un montón de ramas con los huevos adentro que parecían cada vez más delgados, como pieles que van envejeciendo. Pasaron soles, lluvias y vientos y las cascaritas de los huevos se volaron
También mi novio se fue. Si él leyera esto, probablemente pensaría que fui yo quien se fue. Y quizás tampoco estaría muy de acuerdo en que escriba estas cosas. Era celoso de su intimidad. Lo entiendo. Días atrás, unas amigas publicaron en Facebook unas fotos de una reunión preciosa que hicimos mientras estuve de vacaciones en mi pueblo natal. Al fin, les pedí que dejaran de incluirme. Una noche, un amor, un gesto pueden ser mostrados si hablan de algo más que de sí mismos. La literatura no hace más que chusmear en vidas ajenas, a veces reales y a veces inventadas, pero funciona cuando dice algo que trasciende la anécdota. Y en el Facebook no hay lugar para eso. Lo entendieron, claro. Y dejaron mi muro en paz no sin antes escribir un par de ironías como esos cuetes que los chicos arrojan a la hora de la siesta para joder a los vecinos.
Justo cuando volví de mi lugar natal, encontré otra paloma, la que me mira de perfil. Esta semana llovió fuerte una mañana y ella se quedó donde estaba aunque no fuera un lugar protegido y se mojase. Me gusta pensar que esta vez nacerán los pichones.
Ahí donde veo un quiebre de tiempo entre la primera paloma y ésta, en verdad sólo hay continuidad. Lo interesante es que nunca las cosas siguen ocurriendo del mismo modo luego de que ciertas personas amadas o ciertos hechos recordados pasan por nosotros. Entre alguien que llega o alguien que se va, una puede trazar una línea. Pero sospecho que en definitiva la vida es otra cosa, un fluir constante, un caudal rumoroso que cambia de color pero no cesa, ni aún cuando dejamos de estar.

lunes, 17 de enero de 2011

Fabián Casas y Vincent Moon

Notas en Tiempo Argentino aparecidas en el suplemento de Cultura.

Entrevista a Fabián Casas. El texto acá.

Pequeño perfil de Vincent Moon. El texto acá.

viernes, 14 de enero de 2011

Pequeños relatos míticos

i) A mi mamá no le preocupa la mudanza, sino el par de gatos que hace años viven con ella. Los pondrá en una habitación, solitos, en la nueva casa de la ciudad también nueva hasta que ellos mismos decidan salir. Ella dice que los animales no tienen noción del futuro, así que no angustian por lo que vendrá. Tampoco saben qué es el pasado, así que no evocan otros tiempos. Viven, eso es todo. Y en el hoy de los bichos sólo están sus largas siestas. Hace mucho, Walt Whitman habló de eso mismo, de los animales. Su poema estaba escrito en un libro para chicos que busco por la casa y no encuentro. Mi mamá lo regaló, al igual que un vestido lleno de mariposas que sólo usé una vez.

ii) Hace un rato salí del kiosko y me crucé a Cristian. Fuimos juntos al jardín de infantes, éramos vecinos, jugábamos a salir por el barrio para cazar gente como el Hombre Gato, El Pitufo Asesino o La Llorona. Él dijo “hola” y yo dije “hola” y los dos fumamos nuestros cigarrillos en silencio. Supongo que no se nos ocurrió nada bueno para decir, nada mejor que todas esas tardes que no recordamos.

iii) La plaza de noche huele a eucaliptos y a tierra húmeda.

iv) LaDany dice que tras la muerte de su amiga, siente que perdió la personalidad. Que todo su ser quedó partido y perdido “una parte acá, otra en Saturno, otra andá a saber”. Y sabe que los pedazos no se volverán a unir del mismo modo. Quizás ni sean los mismos pedazos.

v) El pueblo se detiene entre las doce y las cuatro de la tarde. Si te parás en el medio de una calle, podés ver cómo se pierde hacia un costado y otro, a lo lejos.

vi) La gente va a los clubes, tiene sus propias piletas o amigos con pileta. Se socializa el derecho al chapuzón.

vii) Rosita tiene 98 años. Dice que no quiere vivir más, que todas las personas que quiso se murieron, que para ella no es un problema morirse sino seguir respirando.

viii) En este pueblo hay tres hamacas que se mecen solas. Nadie las empuja, ellas se hamacan cuando quieren, porque sí. Mucho rato. Ayer lo hicieron otra vez, con una calma narcótica. Las necesito más histéricas. Así, tranquilas, no quedan bien en la filmación.

ix) Bruno tiene siete años. Su madre le dice que yo vivo en Buenos Aires. Me pregunta si soy amiga de Ricardo Fort. Le presto mi cámara de fotos y salimos a dar una vuelta. Hace click por acá y por allá. “Te saco fotos para que te acuerdes del barrio”, dice.

x) Hace una semana, Bruno me vio en una foto y le preguntó a su madre quién era yo, que no se acordaba de mí. Hoy pasó en moto con su padre y me saludó con una sonrisa. Ahhhhhh, muero de amor.

xi) A esta altura, mucha gente de mi edad tiene hijos, con rasgos parecidos a sus padres. Yo recuerdo esos rasgos en esos padres cuando niños. No sé si será por el paso del tiempo o por el hecho de que en general, no volví a ver a los padres, nunca antes había visto esos niños.

xii) En la plaza, de noche, un hombre juega al fútbol con sus dos hijos.

xiii) Vi a mi padre después de un año. Vino a verme desde el campo donde vive desde que se separó de mi madre, cinco años atrás. Usa una camisa blanca con rayas finas, un cinturón Nasa y una mochila. Dice que quiere comprarse una computadora para tener Internet y Skype. Que su amigo le dijo que se compre una netbook usada para empezar a entender lo básico. Mi viejo nunca había tenido amigos, ni había mostrado interés por la tecnología ni por comunicarse con nadie. Él sólo se dedicaba a llevar adelante una panadería y leer obsesivamente el diario cada día. Yo no sé si hago algo muy distinto, aunque no trabaje en una panadería.

xiv) Hace unos días, los perros del campo le robaron el celular. Eso dice mi viejo que hicieron los perros. Se lo llevaron y lo dejaron por ahí. Después de una lluvia, lo devolvieron, magullado. Pero a tarjeta, anda.

xv) Mi madre se compró un vestido que no usa. Me lo probé. Me queda bien. Aunque sea amarillo patito. Aunque tenga puntillas. Aunque mi madre me lleve treinta y cinco años. Sépanlo, muchachos, cuando evoquen ese chiste idiota que dice que para ver cómo será una chica en el futuro, hay que mirar a su madre. Yo me parezco a ella por las caderas. Y por cosas más secretas que sólo alguien muy valiente averiguará.

xvi) Tengo una prima de cuarenta años, que padece autismo. Es corpulenta, con la carita redonda y lisa como una manzana y los ojos perdidos. Se mueve todo el tiempo, agita las manos, dice “ah, ah, ah”. Estoy charlando con mi tía y en un momento la chica vuelve con un equipo de música chiquito. Se lo pone en la falda. Mi tía me explica que su hija escucha música y que sabe ponerla a todo volumen. Mi tía tiene ojos de perro asustado, de hartazgo, de decepción y a veces siento que odia a sus sobrinos a pesar suyo, porque seguimos creciendo ahí donde mi prima se retiró del mundo. Mi tía repite que su hija escucha la música a todo volumen y que sabe bailar.

xvii) A las doce de la noche, un ejército silencioso de mujeres invade la ciudad: las barredoras. Hace unos años, el municipio compró unas barredoras mecánicas, unos carritos con cepillos redondos adelante que a veces yo veía cuando volvía tarde de bailar. Pero estas mujeres reciben planes sociales y parece que la gente, la que no recibe planes sociales y tiene muchas hectáreas de soja, puso el grito en el cielo para que “hagan algo”. Así que las barredoras mecánicas quedaron herrumbadas en algún galpón y las mujeres hacen el trabajo a mano. Limpian con sus escobas todos los cordones de la ciudad. Se dividen por zonas. Empiezan a la medianoche para terminar cerca de las siete de la mañana, cuando la gente, la otra, va a tomar café a un bar coqueto y a molestar a las mozas, que a esa hora, tan temprano, están dormidas y malhumoradas, con toda razón.

xviii) Le voy a comprar trocitos Whiskas a los gatos. En la veterinaria tienen una docena de jaulas, acomodadas de a tres, clavadas contra la pared. En ellas hay cotorras verdes, blancas, unos pajaritos que se llaman “diamantes”, mirlos, corbatitas, jilgueros, canarios. De algunos ejemplares hay muchos pájaros; de otros uno o dos. Todos cantan y no creo que se escuchen entre sí. Es como si vivieran en un edificio hecho con alambre y palitos.

xix) Vista de costado, la ciudad es una mancha verde, con césped prolijo y tilos y palos borrachos. A medida que vas entrando, es de otros colores.

xx) Anoche llovió un rato. Me quedé bajo el alero de la casa de mi amiga Natalia, al borde de la vereda. Hablamos de todas las noches de verano que fuimos al kiosko de Harry para que nos vendiera alfajores Fantoche fríos, que ponía a congelar junto con las cervezas. Harry es bombero. Pasamos muchas noches en su kiosko cuando éramos adolescentes. Tantas, que nos invitó a su casamiento. La novia llegó a la iglesia en autobomba y nosotras les regalamos un calefoncito eléctrico.
También nos contamos historias míticas de una ciudad que abandoné.

martes, 11 de enero de 2011

Coro gospel

I)
“Y, yo estoy feliz. Bah, no tan feliz. La verdad es que anduve bajoneado este fin de semana”, dice Juan Carlos mientras va con su Scenic por la 9 de Julio. Todo es por el auto, dice. Porque él quiere cambiar el auto para trabajar más. Pero parece que su mujer no. “Y, nos agarramos y me amargó el fin de semana”, dice Juan Carlos y le da un largo trago a su Fanta. Lleva un par de botellitas al costado del asiento, de Fanta, de agua, bolsas de plástico. Juan Carlos es enorme. Creo haberlo visto hace muchos años, en el pueblo. Recuerdo su cara de modo difuso en un cuerpo que pesaba, por los menos, 30 kilos menos que este corpachón que se mueve con dificultad al lado mío aunque manejar consiste en reflejos breves, no hay necesidad de moverse demasiado.
Juan Carlos es comisionista. Así que pasa casi toda su vida en ese auto, que es como su casa, con las botellitas, las bolsas donde guarda comida que va comprando en estaciones de servicio, con los cedés de Franco De Vita. Todos los días a eso de los ocho de la mañana sale rumbo a Buenos Aires. Ahí hace trámites. Y vuelve al pueblo. Llega cerca de las diez de la noche. Muchas veces, lleva y trae gente. Como mi caso. Vine a pasar unos días al pueblo donde nací. Él no para: de lunes a viernes vive arriba del auto, viajando. Es de locos, pienso mientras lo veo acelerar por avenida del Libertador mientras me señala un Citroen C4. Él quiere un auto así, de cola larga. Para meter más papeles, más comisiones (hoy, por ejemplo, traemos una camarita de filmar ultra sofisticada para un tipo que se va de vacaciones con la familia, el tipo se apellida “Tomatis” y tiene una flota de camiones y no puedo dejar de pensar en él y sus tomatitos rodeados de agua de mar o en un arroyo, chapoteando para la posteridad). Para meter más gente, el C4 también sirve. Ahora, en el auto, estamos él y yo. Y en el asiento trasero, una señora de Bigand, un pueblo cercano al mío, que fue a pasar las fiestas con su hija a Valentín Alsina.
A los cuarenta, con un par de hijos preadolescentes, Juan Carlos se quedó sin trabajo. Dice que empezó de a poco y que ahora, cinco años después, no se puede quejar: tiene plata en el banco, mantiene a la familia. La hija, la mayor, estudia Química en Rosario. Juan Carlos cree que debería estudiar menos, que se quema las pestañas arriba de los libros “y así se le va la vida”. Él dice que podría estudiar otra cosa, algo para ser profesora “y no andar con esto de querer descubrir el agua destilada”. Si fuera profesora, razona Juan Carlos, tendría obra social, vacaciones. No como él, que no tiene nada, que trabaja por las suyas, que no puede parar porque si para, no cobra. Pero bueno, que la hija haga lo que quiera.
Que es difícil, es difícil. “Yo perdí todos mis amigos. Antes nos juntábamos a comer asado los viernes pero ya no porque llego a casa y sólo quiero pegarme un baño y dormir”, dice. También quiere un C4. Como ese otro que pasa ahí adelante. Pero su mujer tira para atrás. “Ella es de esa gente que se crió con un padre en una fábrica, que llegaba todos los meses con un sueldito, esto para ahorrar, esto para vacaciones. Y ella se crió así. Entonces no quiere tomar riesgos. Yo soy distinto. Mi viejo vendía tractores, hacía negocios, por ahí le iba bien, por ahí no, pero no se quedaba con la platita en el banco esperando morirse. Se murió, igual se murió hace tres años. Y yo me siento solo, no tengo con quién hablar estas cosas. A mi suegro, ponele, le conté lo del auto el otro día. Pero no me dice nada. Me mira y no me dice nada. Porque si me hace razonar, abrir la cabeza, yo puedo saber si estoy haciendo bien. Pero él, no. Yo soy medio salame, pero cuando te digo algo, también te digo por qué”.
Suspira. Me pregunta si me gusta el asado, si me gusta el lechón. Para fin de año, él se comió un lechón, pequeñito, que asó el suegro. Aunque cuando llegó el lechón ya había comido otras porquerías y todo le cayó un poco pesado. Me pregunta si creo en las vidas pasadas. Porque él, dice, es un salame, pero sí cree.
“Yo a veces veo señales y me pregunto si será que mi papá me dice algo. Por ejemplo, yo estoy viendo por la calle más c4 que antes. Y cuando me pasa uno por al lado, me pregunto si será una señal, si mi viejo me quiere decir algo. ‘Comprarlo Juancito, dale’”, continúa mientras toma Fanta, y agua, mientras limpia los cristales de los anteojos con un líquido en spray que saca de la guantera, mientras habla por celular con uno para preguntarle si tiene un C4 para venderle, que el Scenic suyo tiene motor nuevo, es un chiche y que no es que él lo quiera vender para deshacerse de un albóndiga sino que necesita algo más grande, con cola larga.
Una vez, Juan Carlos se metió en Internet y logró averiguar qué había sido en sus vidas pasadas. “Porque en Internet está todo”, asegura. Según Internet, él fue viajante. Y técnico de fútbol. “Lo de viajante, seguro porque yo apenas empecé en esto es como que el trabajo se me pegaba y yo no sabía de dónde. Y lo de técnico también, porque me gusta. Mi pibe, el más chico, jugaba de delantero en el Club Firmat. Y un día fuimos a Elortondo, a un amistoso, y faltó el técnico, que parece que ese día se le cayó la madre en la bañadera y se le quebró. Y entonce yo dirigí. Y salimos campeones. Así que seguro que también fui técnico”. Y se ríe. Como si el recuerdo de sus vidas pasadas le diera más placer que el de esta.
Gracias a sus conocimientos sobre vidas y reencarnaciones, él sabe cuál será el sexo de los bebés apenas ve a una chica embarazada. “Eso sí, no es de cualquiera, yo tengo que saber la historia de la chica”. Así, por ejemplo, el chico de Petrelli, fue padre hace unos días. Su hermano se murió en un accidente de moto hace muchos años. Así que el primogénito de Petrelli fue un varón. A la chica de Berardosi se le murió la abuela ni bien quedó embarazada. Y su beba fue eso, una nena. Y él lo se la había dicho antes.
Mientras tanto, su GPS le va señalando por dónde vamos, por dónde nos conviene seguir para salir de Buenos Aires. Los GPS que escuché tienen voz de mujer española, levemente sexy, bastante neutral, amable como una vendedora de seguros. Este GPS tiene voz de hombre. Y parece argentino. “Sí, es Fierita”, corrobora Juan Carlos. A él le gusta la voz de Fierita, un personaje de la tele. Aunque está pensando en que también podría poner “Fierita recargado”. Es como éste Fierita, pero además te putea. “Por ejemplo, si doblás mal, te dice ‘boludo’. Está bueno. Qué sé yo. Para reírse un rato”, dice Juan Carlos mientras vamos dejando atrás la ciudad.

II)

El GPS advierte que a pocos metros hay una curva peligrosa. La señora de atrás sobresalta y se ríe. Le pregunto si le gusta el GPS. “Sí, es simpático”, dice la señora. Y se vuelve a reír. Su risa es como un hipo pequeñito. Y se ríe a cada rato, luego de cada frase. Entre risas cuenta que se fue de su casa a mediados de diciembre y que ya tiene ganas de volver. Antes de irse, desconectó la luz, apagó las llaves de gas y agua. Hace unas horas, llamó por teléfono a su vecino para que le conecte todo así cuando llega siente como si no se hubiese ido tanto tiempo.
A la altura de Campana, paramos en una estación de servicio. Juan Carlos dice que los baños de ahí son chicos, que él no entra y que desde afuera se ve a los tipos echándose un meo. La señora camina hasta el baño y yo voy detrás. Lleva un solero con pintitas turquesas, una especie de batón que no tiene botones, y unos zapatos blancos de esos que son acolchados por todos lados. Camina con un poco de dificultad, tiene un ojo estrábico y el pelo corto y teñido de un castaño ceniza; el tipo de cortes que te hacen en las peluquerías de barrio, con una base de permanente y el pelo parece un budín, con la parte de arriba como erizada. La señora mea en un bañito y yo en otro. Supongo que vistas de frente, y si no hubiésemos cerrado la puerta, seríamos una visión más doméstica de Las edades de la vida, de Klimt.
Ella tiene sentido práctico. Por ejemplo, yo reniego hasta lograr que salga una toallita de papel del dispenser y aunque lo logro, las manos me quedan húmedas. Ella saca de su bolso una toalla rosada, mullida y amable, con la que se va secando las manos con paciencia.
Vamos juntas al autoservicio de la estación. Ya Juan Carlos nos espera en el auto. Él se compró media docena de empanadas, una Fanta fresca y un chocolate Fort dietético. La señora elige turrones, hace caer al piso unas galletitas secas, las compra, y también otras dulces. Y una bolsa de caramelos, además. Paga con una plata que saca de un monederito, adentro del bolsillo de una cartera, que a la vez está adentro del bolso de la toalla. A modo de vuelto, pide chupetines. “Hay que comer para que no te agarre la lombriz solitaria”, afirma. Me pregunta de qué trabajo.
--Soy periodista –le digo.
--Ah, ¿y en qué canal salís?
--No, no salgo en la tele. Escribo en un diario.
--Ah, jajaja. Un diario… --repite y no sé por qué repite.—Yo tengo una sobrina nieta que se fue lejos con eso del periodismo. Ella es de Neuquén y se fue a la China o por ahí. Trabaja en la televisión. Y tenía un novio que la acompañó. Se hablaron durante un año pero después se dejaron de hablar.
La señora dice “A la China, a la China” y canturrea. Después canta “Manuelita vivía en Pehuajó”.
Subimos al auto. A Juan Carlos le regala los turrones y a mí unos chupetines. Dice que se llama Elena, como María Elena Walsh, que se acaba de morir. Y que si hay algo que le gusta, es bailar. Ella va a unos bailes que se hacen en Corral de Bustos. Y se queda en silencio mientras mira por la ventana y se pone un saquito de hilo para protegerse del aire acondicionado.
Juan Carlos está por arrancar. Pasa por adelante una chica joven, portentosa, con las piernas desnudas, llenas de celulitis. “Lindo número dos”, opina Juan Carlos. Y volvemos a la ruta.

III)

Las vías cortan el pueblo en dos. De un lado, el parque y el centro. Del otro, la casa de Elena. Ha llovido. Una nena juega a arrojar un paragüitas abierto por el tobogán mientras ella va detrás. El paraguas es rosa, el pasto es verde, la tarde es anaranjada y blanca.
Juan Carlos aprieta el acelerador. Al lado de la ruta, silba un tren. Si el tren llega antes al paso a nivel, tendremos que esperar un largo rato hasta que pase y lleguemos a casa de Elena. Él quiere evitarlo. A mí me da igual. Hace ya un rato que me aburrí de la charla y de Franco De Vita. Anduvimos todo el viaje con música de Franco De Vita, el de la novela Cristal. Cuando era chica, me encantaba Jeanette Rodriguez cuando hacía de la modelo Cristal, enamorada de Carlos Mata, que venía a ser su hermano porque ella resultaba hija de la madre de Carlos, Lupita Ferrer, que en la ficción se llamaba “Victoria” y era algo así como una Joan Collins en Dinastía, pero con menos presupuesto para luces y vestuario, que le daba trabajo a Cristal como modelo pero la trataba mal. Aunque resultaba que Cristal no era del todo hija de Victoria; o sí, era hija de Victoria y un cura, que para esas cosas las novelas no se ponen moralistas. Así que no había incesto y Cristal se podía casar con el cara de nabo revoleado de Mata. De fondo, entonces como ahora, se escuchaba a Franco que cantaba “siento que en mi vida sólo importas tú”. El otro día, en una conversación, me había sentido mal porque no sabía el argumento de Seinfeld. En Buenos Aires hubiese sido algo útil, supongo. Pero acá, volviendo al lugar donde naciste, es muy estimulante conocer Cristal porque entendés de dónde viene Franco y tenés tema de conversación con Juan Carlos, que de todos modos, habla de lo que se le canta. Ahora, por ejemplo, habla del clima y yo asiento y dijo “mmmajá” mientras intento seguir con una entrevista maravillosa a John Lennon en una Rolling Stone. John está hermoso y maduro y algo parecido a Dylan. Él mismo le describe al periodista (la entrevista fue hecha unos días antes de su asesinato), su “look”. Así relató en tercera persona (el periodista dice que con cierta ironía): “Pueden ver los anteojos que lleva puestos. Son normales, con armazón de plástico azul. No tienen nada que ver con los famosos anteojitos redondos de armazón fino de metal que dejó de usar en 1973. Tiene puestos unos chapines y las mismas botas negras de vaquero que se hizo en Nudie´s en 1973, un suéter Calvin Klein y una remera rota de Mick Jagger que consiguió en la gira de los Rolling Stones de 1970 o algo así. Y alrededor del cuello lleva puesto el pequeño collar de diamantes en tres piezas que le compró a Yoko como ofrenda de paz después de una pelea hace muchos años y que luego ella le regaló como una especie de ritual”.
Es extraño leer a John en medio del campo, con Franco, con Elena que señala cada una de las casas y quién vive allí mientras saluda a gente que toma fresco y un vermouth en la vereda, con el GPS enardecido mientras Fierita repite “andá por la izquierda”, “andá por la izquierda” y Juan Carlos dobla bien a la derecha, contento de que pasó antes que el tren. “Es que está programado para ir a Firmat y estamos yendo para el otro lado, para dejar a Elena”, explica. Decido abandonar la cita con John en una línea donde se emociona por un coro gospel que le hizo las bases a un tema de Yoko en Double Fantasy. El auto se detiene. Una docena de chicos que estaban sentaditos en un cantero se levantan de repente, cruzan la callecita mientras exclaman “Elena, Elena” y ella reparte los caramelos que compró.
La dejamos en la puerta de su casa, mientras su vecino y los chicos nos saludan como si fuésemos unos Capitanes del Espacio venidos por un minuto al mundo terrícola. Volvemos a la ruta. A lo lejos, por un camino de tierra, se acerca un hombre con un caballo. El caballo es marrón con una mancha blanca en el hocico,como una estrella.
Eso es todo lo que puedo ver.

domingo, 2 de enero de 2011

Entrevista a Gyula Kosice


A veces el oficio periodístico te da la posibilidad de entrevistar a gente que te conmueve. Gyula es una de esas personas, por su profundidad artística y humana. Cada vez que el fotógrafo hacía click él sonreía y decía "whissskyyy". "Yo no sé por qué en los reportajes eligen las fotos donde salgo serio si yo todo el tiempo digo 'whisky'", me contó. Esta vez me ganó la groupie y le pedí una foto juntos.
La nota que se publicó hoy en el suple de Cultura de Tiempo Argentino, acá.