martes, 11 de enero de 2011

Coro gospel

I)
“Y, yo estoy feliz. Bah, no tan feliz. La verdad es que anduve bajoneado este fin de semana”, dice Juan Carlos mientras va con su Scenic por la 9 de Julio. Todo es por el auto, dice. Porque él quiere cambiar el auto para trabajar más. Pero parece que su mujer no. “Y, nos agarramos y me amargó el fin de semana”, dice Juan Carlos y le da un largo trago a su Fanta. Lleva un par de botellitas al costado del asiento, de Fanta, de agua, bolsas de plástico. Juan Carlos es enorme. Creo haberlo visto hace muchos años, en el pueblo. Recuerdo su cara de modo difuso en un cuerpo que pesaba, por los menos, 30 kilos menos que este corpachón que se mueve con dificultad al lado mío aunque manejar consiste en reflejos breves, no hay necesidad de moverse demasiado.
Juan Carlos es comisionista. Así que pasa casi toda su vida en ese auto, que es como su casa, con las botellitas, las bolsas donde guarda comida que va comprando en estaciones de servicio, con los cedés de Franco De Vita. Todos los días a eso de los ocho de la mañana sale rumbo a Buenos Aires. Ahí hace trámites. Y vuelve al pueblo. Llega cerca de las diez de la noche. Muchas veces, lleva y trae gente. Como mi caso. Vine a pasar unos días al pueblo donde nací. Él no para: de lunes a viernes vive arriba del auto, viajando. Es de locos, pienso mientras lo veo acelerar por avenida del Libertador mientras me señala un Citroen C4. Él quiere un auto así, de cola larga. Para meter más papeles, más comisiones (hoy, por ejemplo, traemos una camarita de filmar ultra sofisticada para un tipo que se va de vacaciones con la familia, el tipo se apellida “Tomatis” y tiene una flota de camiones y no puedo dejar de pensar en él y sus tomatitos rodeados de agua de mar o en un arroyo, chapoteando para la posteridad). Para meter más gente, el C4 también sirve. Ahora, en el auto, estamos él y yo. Y en el asiento trasero, una señora de Bigand, un pueblo cercano al mío, que fue a pasar las fiestas con su hija a Valentín Alsina.
A los cuarenta, con un par de hijos preadolescentes, Juan Carlos se quedó sin trabajo. Dice que empezó de a poco y que ahora, cinco años después, no se puede quejar: tiene plata en el banco, mantiene a la familia. La hija, la mayor, estudia Química en Rosario. Juan Carlos cree que debería estudiar menos, que se quema las pestañas arriba de los libros “y así se le va la vida”. Él dice que podría estudiar otra cosa, algo para ser profesora “y no andar con esto de querer descubrir el agua destilada”. Si fuera profesora, razona Juan Carlos, tendría obra social, vacaciones. No como él, que no tiene nada, que trabaja por las suyas, que no puede parar porque si para, no cobra. Pero bueno, que la hija haga lo que quiera.
Que es difícil, es difícil. “Yo perdí todos mis amigos. Antes nos juntábamos a comer asado los viernes pero ya no porque llego a casa y sólo quiero pegarme un baño y dormir”, dice. También quiere un C4. Como ese otro que pasa ahí adelante. Pero su mujer tira para atrás. “Ella es de esa gente que se crió con un padre en una fábrica, que llegaba todos los meses con un sueldito, esto para ahorrar, esto para vacaciones. Y ella se crió así. Entonces no quiere tomar riesgos. Yo soy distinto. Mi viejo vendía tractores, hacía negocios, por ahí le iba bien, por ahí no, pero no se quedaba con la platita en el banco esperando morirse. Se murió, igual se murió hace tres años. Y yo me siento solo, no tengo con quién hablar estas cosas. A mi suegro, ponele, le conté lo del auto el otro día. Pero no me dice nada. Me mira y no me dice nada. Porque si me hace razonar, abrir la cabeza, yo puedo saber si estoy haciendo bien. Pero él, no. Yo soy medio salame, pero cuando te digo algo, también te digo por qué”.
Suspira. Me pregunta si me gusta el asado, si me gusta el lechón. Para fin de año, él se comió un lechón, pequeñito, que asó el suegro. Aunque cuando llegó el lechón ya había comido otras porquerías y todo le cayó un poco pesado. Me pregunta si creo en las vidas pasadas. Porque él, dice, es un salame, pero sí cree.
“Yo a veces veo señales y me pregunto si será que mi papá me dice algo. Por ejemplo, yo estoy viendo por la calle más c4 que antes. Y cuando me pasa uno por al lado, me pregunto si será una señal, si mi viejo me quiere decir algo. ‘Comprarlo Juancito, dale’”, continúa mientras toma Fanta, y agua, mientras limpia los cristales de los anteojos con un líquido en spray que saca de la guantera, mientras habla por celular con uno para preguntarle si tiene un C4 para venderle, que el Scenic suyo tiene motor nuevo, es un chiche y que no es que él lo quiera vender para deshacerse de un albóndiga sino que necesita algo más grande, con cola larga.
Una vez, Juan Carlos se metió en Internet y logró averiguar qué había sido en sus vidas pasadas. “Porque en Internet está todo”, asegura. Según Internet, él fue viajante. Y técnico de fútbol. “Lo de viajante, seguro porque yo apenas empecé en esto es como que el trabajo se me pegaba y yo no sabía de dónde. Y lo de técnico también, porque me gusta. Mi pibe, el más chico, jugaba de delantero en el Club Firmat. Y un día fuimos a Elortondo, a un amistoso, y faltó el técnico, que parece que ese día se le cayó la madre en la bañadera y se le quebró. Y entonce yo dirigí. Y salimos campeones. Así que seguro que también fui técnico”. Y se ríe. Como si el recuerdo de sus vidas pasadas le diera más placer que el de esta.
Gracias a sus conocimientos sobre vidas y reencarnaciones, él sabe cuál será el sexo de los bebés apenas ve a una chica embarazada. “Eso sí, no es de cualquiera, yo tengo que saber la historia de la chica”. Así, por ejemplo, el chico de Petrelli, fue padre hace unos días. Su hermano se murió en un accidente de moto hace muchos años. Así que el primogénito de Petrelli fue un varón. A la chica de Berardosi se le murió la abuela ni bien quedó embarazada. Y su beba fue eso, una nena. Y él lo se la había dicho antes.
Mientras tanto, su GPS le va señalando por dónde vamos, por dónde nos conviene seguir para salir de Buenos Aires. Los GPS que escuché tienen voz de mujer española, levemente sexy, bastante neutral, amable como una vendedora de seguros. Este GPS tiene voz de hombre. Y parece argentino. “Sí, es Fierita”, corrobora Juan Carlos. A él le gusta la voz de Fierita, un personaje de la tele. Aunque está pensando en que también podría poner “Fierita recargado”. Es como éste Fierita, pero además te putea. “Por ejemplo, si doblás mal, te dice ‘boludo’. Está bueno. Qué sé yo. Para reírse un rato”, dice Juan Carlos mientras vamos dejando atrás la ciudad.

II)

El GPS advierte que a pocos metros hay una curva peligrosa. La señora de atrás sobresalta y se ríe. Le pregunto si le gusta el GPS. “Sí, es simpático”, dice la señora. Y se vuelve a reír. Su risa es como un hipo pequeñito. Y se ríe a cada rato, luego de cada frase. Entre risas cuenta que se fue de su casa a mediados de diciembre y que ya tiene ganas de volver. Antes de irse, desconectó la luz, apagó las llaves de gas y agua. Hace unas horas, llamó por teléfono a su vecino para que le conecte todo así cuando llega siente como si no se hubiese ido tanto tiempo.
A la altura de Campana, paramos en una estación de servicio. Juan Carlos dice que los baños de ahí son chicos, que él no entra y que desde afuera se ve a los tipos echándose un meo. La señora camina hasta el baño y yo voy detrás. Lleva un solero con pintitas turquesas, una especie de batón que no tiene botones, y unos zapatos blancos de esos que son acolchados por todos lados. Camina con un poco de dificultad, tiene un ojo estrábico y el pelo corto y teñido de un castaño ceniza; el tipo de cortes que te hacen en las peluquerías de barrio, con una base de permanente y el pelo parece un budín, con la parte de arriba como erizada. La señora mea en un bañito y yo en otro. Supongo que vistas de frente, y si no hubiésemos cerrado la puerta, seríamos una visión más doméstica de Las edades de la vida, de Klimt.
Ella tiene sentido práctico. Por ejemplo, yo reniego hasta lograr que salga una toallita de papel del dispenser y aunque lo logro, las manos me quedan húmedas. Ella saca de su bolso una toalla rosada, mullida y amable, con la que se va secando las manos con paciencia.
Vamos juntas al autoservicio de la estación. Ya Juan Carlos nos espera en el auto. Él se compró media docena de empanadas, una Fanta fresca y un chocolate Fort dietético. La señora elige turrones, hace caer al piso unas galletitas secas, las compra, y también otras dulces. Y una bolsa de caramelos, además. Paga con una plata que saca de un monederito, adentro del bolsillo de una cartera, que a la vez está adentro del bolso de la toalla. A modo de vuelto, pide chupetines. “Hay que comer para que no te agarre la lombriz solitaria”, afirma. Me pregunta de qué trabajo.
--Soy periodista –le digo.
--Ah, ¿y en qué canal salís?
--No, no salgo en la tele. Escribo en un diario.
--Ah, jajaja. Un diario… --repite y no sé por qué repite.—Yo tengo una sobrina nieta que se fue lejos con eso del periodismo. Ella es de Neuquén y se fue a la China o por ahí. Trabaja en la televisión. Y tenía un novio que la acompañó. Se hablaron durante un año pero después se dejaron de hablar.
La señora dice “A la China, a la China” y canturrea. Después canta “Manuelita vivía en Pehuajó”.
Subimos al auto. A Juan Carlos le regala los turrones y a mí unos chupetines. Dice que se llama Elena, como María Elena Walsh, que se acaba de morir. Y que si hay algo que le gusta, es bailar. Ella va a unos bailes que se hacen en Corral de Bustos. Y se queda en silencio mientras mira por la ventana y se pone un saquito de hilo para protegerse del aire acondicionado.
Juan Carlos está por arrancar. Pasa por adelante una chica joven, portentosa, con las piernas desnudas, llenas de celulitis. “Lindo número dos”, opina Juan Carlos. Y volvemos a la ruta.

III)

Las vías cortan el pueblo en dos. De un lado, el parque y el centro. Del otro, la casa de Elena. Ha llovido. Una nena juega a arrojar un paragüitas abierto por el tobogán mientras ella va detrás. El paraguas es rosa, el pasto es verde, la tarde es anaranjada y blanca.
Juan Carlos aprieta el acelerador. Al lado de la ruta, silba un tren. Si el tren llega antes al paso a nivel, tendremos que esperar un largo rato hasta que pase y lleguemos a casa de Elena. Él quiere evitarlo. A mí me da igual. Hace ya un rato que me aburrí de la charla y de Franco De Vita. Anduvimos todo el viaje con música de Franco De Vita, el de la novela Cristal. Cuando era chica, me encantaba Jeanette Rodriguez cuando hacía de la modelo Cristal, enamorada de Carlos Mata, que venía a ser su hermano porque ella resultaba hija de la madre de Carlos, Lupita Ferrer, que en la ficción se llamaba “Victoria” y era algo así como una Joan Collins en Dinastía, pero con menos presupuesto para luces y vestuario, que le daba trabajo a Cristal como modelo pero la trataba mal. Aunque resultaba que Cristal no era del todo hija de Victoria; o sí, era hija de Victoria y un cura, que para esas cosas las novelas no se ponen moralistas. Así que no había incesto y Cristal se podía casar con el cara de nabo revoleado de Mata. De fondo, entonces como ahora, se escuchaba a Franco que cantaba “siento que en mi vida sólo importas tú”. El otro día, en una conversación, me había sentido mal porque no sabía el argumento de Seinfeld. En Buenos Aires hubiese sido algo útil, supongo. Pero acá, volviendo al lugar donde naciste, es muy estimulante conocer Cristal porque entendés de dónde viene Franco y tenés tema de conversación con Juan Carlos, que de todos modos, habla de lo que se le canta. Ahora, por ejemplo, habla del clima y yo asiento y dijo “mmmajá” mientras intento seguir con una entrevista maravillosa a John Lennon en una Rolling Stone. John está hermoso y maduro y algo parecido a Dylan. Él mismo le describe al periodista (la entrevista fue hecha unos días antes de su asesinato), su “look”. Así relató en tercera persona (el periodista dice que con cierta ironía): “Pueden ver los anteojos que lleva puestos. Son normales, con armazón de plástico azul. No tienen nada que ver con los famosos anteojitos redondos de armazón fino de metal que dejó de usar en 1973. Tiene puestos unos chapines y las mismas botas negras de vaquero que se hizo en Nudie´s en 1973, un suéter Calvin Klein y una remera rota de Mick Jagger que consiguió en la gira de los Rolling Stones de 1970 o algo así. Y alrededor del cuello lleva puesto el pequeño collar de diamantes en tres piezas que le compró a Yoko como ofrenda de paz después de una pelea hace muchos años y que luego ella le regaló como una especie de ritual”.
Es extraño leer a John en medio del campo, con Franco, con Elena que señala cada una de las casas y quién vive allí mientras saluda a gente que toma fresco y un vermouth en la vereda, con el GPS enardecido mientras Fierita repite “andá por la izquierda”, “andá por la izquierda” y Juan Carlos dobla bien a la derecha, contento de que pasó antes que el tren. “Es que está programado para ir a Firmat y estamos yendo para el otro lado, para dejar a Elena”, explica. Decido abandonar la cita con John en una línea donde se emociona por un coro gospel que le hizo las bases a un tema de Yoko en Double Fantasy. El auto se detiene. Una docena de chicos que estaban sentaditos en un cantero se levantan de repente, cruzan la callecita mientras exclaman “Elena, Elena” y ella reparte los caramelos que compró.
La dejamos en la puerta de su casa, mientras su vecino y los chicos nos saludan como si fuésemos unos Capitanes del Espacio venidos por un minuto al mundo terrícola. Volvemos a la ruta. A lo lejos, por un camino de tierra, se acerca un hombre con un caballo. El caballo es marrón con una mancha blanca en el hocico,como una estrella.
Eso es todo lo que puedo ver.

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