sábado, 14 de abril de 2012

La piel metálica

El vagón del subte avanza sin apuro y la gente se acomoda en los asientos vacíos. Todos juntos sostenemos sus costillas, la piel metálica de un animal que se bambolea entre el polvo de la tarde.
Las bolsas que llevo en el regazo tienen dibujados caligramas y la cara de un oso panda que sonríe: salsa de soja, una botellita de sake, té de cristantemos, fideos de arroz.
Recuesto mi mejilla contra tu hombro. El vidrio de enfrente está sucio pero aún así veo nuestro reflejo, y sonrío. Comentás algo sobre el barrio chino que dejamos atrás, sobre la cena. Me preguntás si quiero dormir.
No puedo, en los subtes pasan cosas y hay que estar alerta, respondo. Me decís que ahora no es necesario estar alerta. Me besás el pelo. Te hago caso, cierro los ojos; escucho el sonido metálico de las ruedas contra la vía, el viento espeso que entra por las ventanas.
Es como si algo –un rastro de ceniza, un resto de escamas viejas- se dispersara con lentitud.