viernes, 31 de diciembre de 2010

Por qué escucho Música Cretina

Este artículo apareció hace unas semanas en el diario Tiempo Argentino. Lo subo ahora porque a veces, fuera de la redacción, mis tiempos no son periodísticos sino propios.

jueves, 30 de diciembre de 2010

El Oso

A las puteadas. Con todo el cansancio del que soy capaz puteaba al mediodía mientras el chico del departamento de al lado tenía un ataque de tos. Yo no podía verlo pero sabía. Porque esa tos, aunque ronca, era de niño. De Niño Goyeneche, quizás, pasado de ventilador más que de trasnoche. Porque en estos días hace un calor de locos y por ahí el chico durmió bajo un ventilador demasiado fuerte, bajo un aire acondicionado inclemente, qué sé yo. Lo de “Niño Goyeneche” se me ocurrió porque en un momento comenzó a sonar un bandoneón y me gustó pensar que el niño había dejado de toser para empezar a cantar. Quizás el bandoneón venía de otro lado. Las personas nos armamos historias con pocos elementos y a veces confundimos todo.
No puteaba por la tos del chico, claro. Puteaba porque el fin de año me pone los pelos de punta. Entonces sonó el teléfono. Hace unos años vi a Baglietto con una remera que decía “341”. Esa es la característica telefónica de Rosario. Yo me siento “341”. Durante mi infancia fue “3465”. Y en el celular había una llamada que comenzaba con ese número. Era mi amiga Carla. Pero hace como un año que no la veo a Carla, que llamaba desde un fijo que no tenía registrado. Dijo “Hola, habla Carla”. Yo hice repaso mental de las Carlas que conozco. Y no pensé en ella particularmente. Además, estaba esperando un llamado de La Plata. Hace muchos días que no sabía nada de una amiga que a veces se pone muy triste y no atiende el teléfono ni chatea. Hace un rato otra amiga me avisó que mi amiga está bien, pero triste. Era lo que yo pensaba.
Carla me dijo: “Se murió el Oso”. El Oso se llama (bah, sigo pensando en él como presente y a veces como pasado) Ernesto. Problemas de salud, granja de rehabilitación ultra católica, diabetes y todo junto fue demasiado. Tenía unos cuarenta años, no más. Carla dice que no sabía bien si decirme o no porque al fin hace un montón de años que me fui del pueblo. Es verdad. De todos modos, el Oso es mi amigo de Facebook. Aún no revisé su perfil, me resultaría morboso. Una amiga (no Carla, no la de La Plata) me contó que luego de la muerte de una hermana suya, un montón de gente del pueblo le solicitó amistad vía Facebook, como si así pudieran asistir a la muerte ajena desde un palco y no desde el gallinero, allá arriba, allá lejos.
El Oso era músico. Quizás era otras cosas, pero para mí, sobre todo, era músico. Tocaba la guitarra, creo. Tenía algunas bandas en el pueblo y lo veía actuar en los recitales que se hacían en la cancha de básquet del Club Argentino. Había cierto clima rockero ahí: comíamos choripanes y mirábamos a nuestros amigos sentados en las gradas. Él no era mi amigo, al principio. Después empecé a militar en lo que luego sería el Frente Grande, con su padre y mi tío y el veterinario Amestoy (que venían del comunismo) y con otra gente que venía del Partido Intransigente y con otra que venía del peronismo combativo y otra que veía en Chacho Alvarez, Aníbal Ibarra y Graciela Fernández Meijide unos cuadros políticos que daban esperanza en medio de la andanada menemista. La unión hace la fuerza.
Muy fashion, el Oso. Atendía un local de ropa del centro. Era más bien petiso y por temporadas engordaba pero era un poco difícil no enamorarse de un tipo que me hablaba como si yo fuera adulta, que sabía cómo combinar los colores y que se reía fuerte pero con risa bonita, más contagiosa que violenta. Usaba un perfume con olor a madera suave y especias. Era el primer tipo al que conocía que usaba perfumes otros días que no eran los fines de semana. Y fue el primero en decirme abiertamente que le aflojara con la ropa batik y los aros largos y los colgantes de Parsec, pura estética hippie importada al pueblo que mi hermana mayor me traía desde Rosario, cuando ella era estudiante universitaria. Mi viejos ponían el grito en el cielo porque a veces yo me iba con ella y junto a los aros de ámbar y mostacillas y el descubrimiento de una ciudad de veras aparecieron novios con pelos largos.
Yo no tenía mucha plata para comprar ropa en el local caro que atendía el Oso pero un par de veces ahorré y me pude sacar en cuotas un vestidito o una remera cool. El resultado era medio extraño: combinaba vestiditos elegantes con bijou de alambrecitos berreta y unos zuecos de madera, que era el único calzado con taco que tenía.
A veces iba a tomar mates con sus viejos, que me dejaban fumar adentro de la casa. Toda una rareza. En mi casa no se fumaba. Mi mamá le cebaba mates a mi papá en un mate de chapa y mi papá se quejaba de que se quemaba los dedos. No me gustaba tomar mates con gente que se arrojaba indirectas como si yo no me diera cuenta de que se detestaban. El Oso tomaba mates con sus padres y tocaba la guitarra y su padre le enseñaba sobre acordes y composiciones. Una vez, Oso padre le reprochó que estuviera tocando una canción tremenda de desamor que Oso hijo acababa de escribir y a la que le estaba buscando la melodía adecuada. “Hay que hacer que las canciones tristes sean mejores, pa, como dice Mc Cartney en Hey Jude y yo estoy en eso”, le respondió el Oso.
Estoy triste. El Oso fue un buen amigo.

miércoles, 22 de diciembre de 2010

El derrame

Tres pelotas azules en el piso. Y el nene que las levanta apenas el subte arranca. Hace malabares, las golpea contra el techo, vuelven a sus manos,se agacha apenas, una queda en su nuca. Así, unas tres veces. Nadie aplaude. Es que quizás el nene sea demasiado pequeño. Agarra las pelotas. Pide monedas. Se detiene adelante de la caja que llevo, verde con pinitos y nieve dibujada. El nene me mira. Seca su frente con el reverso de su remera de Boca, tan amarilla, tan azul como las pelotas. "Qué calor ¿no?",comenta. Y me pregunta si le puedo dar... dar... dar... Le pido que me lo repita. Hay ruido, gente que baja y sube y el nene quiere algo en especial que no escucho. "Que si me podés dar algo de tu caja", dice. La abro y le digo que elija lo que quiera. Se encandila con unos confites de colores. Le doy los confites, el budín, el pan dulce, el turrón. Me mira. "Es mi primer regalo de esta Navidad", dice. Quizás no tengo hijos porque si mi hijo me mirase por un segundo con la gratitud de ese pibe, yo creo que el corazón se me derramaría. Y así no se puede vivir.

sábado, 11 de diciembre de 2010

El hilo

Hubo algo que no dije en el post anterior sobre Toto. Y es que Toto sí tiene quien lo ame. Ella se llama Flora y es como Toto en versión humana: alta y sinuosa, de grandes ojos claro, y con una apariencia muy dulce. Además, Flora es DJ así que seguramente tiene Mucha Onda. En verdad, fue todo un gran chiste que hice para tener de qué escribir mientras la redacción donde trabajo colapsaba un día feriado. Un hilito del cual aferrarme cuando las cosas no andaban bien.
Es que también el mundo exterior estaba colapsando. En este momento, hay cuatro muertos producto de una situación caótica, compleja, poco ajustada a la idea de “dos bandos que se pelean entre sí por el control de un terreno”, como se emperran en seguir diciendo algunos medios. Me refiero al conflicto por tierras en Villa Soldati. El miércoles los medios comenzaron a mirar esa avalancha de confusión, de violencia, de pobres contra pobres, de gente marginada, de políticas mezquinas, cuando ya se nos había venido encima porque hasta entonces el conflicto era, en verdad, más largo pero también más orillero: ocurría al sur de la ciudad. Cuando estas cosas ocurren, la realidad es una aplanadora y la gente que labura en los medios se las apaña lo mejor que puede. Porque no sólo está el deber de informar. También está la línea editorial de un diario, que va a determinar qué se va a contar y cómo. En el diario donde trabajo, los editores generales no se ponían del todo de acuerdo y mucha gente quedó en la redacción hasta la madrugada: editores, redactores, diagramadores, fotógrafos, correctores. Porque un diario es como el pozo del Quini 6: sale o sale. Un diario es, además, una empresa. Y los laburantes son eso, laburantes. Muchos. Sin nosotros/as, no hay diario. Pero a veces no podemos tomar algunas decisiones aunque las cosas se resuelvan con nuestro trabajo.
El tema del foco es bien interesante. Un amigo que conoce el lugar se fue a Soldati con su cámara. Trajo una filmación distinta de las de la tele. Por ejemplo, en un momento, los periodistas rodearon a una mujer a quien le habían asesinado un familiar. La mujer, morena, pequeñita, estaba en el centro de una batahola que se ocupaba de ella y no. Es decir, todo el mundo estaba con las cámaras, con los grabadores, con los micrófonos, rodeándola y afuera de ese círculo, otro, de más camarógrafos, tiracables, y afuera otro círculo de gente del barrio. Y en el medio la señora sola, llorando, en shock, asustadísima. Y nadie se ocupaba de ella. Y en un momento, simplemente se fue. La gente de los medios comenzó a las puteadas. Y un líder del barrio, Dionel Pérez, trataba de aplacar los ánimos.
No vi todo eso en la tele, sólo vi la señora que estaba y luego no.
En fin, que el día que escribí sobre Toto, nada de esto había ocurrido aún (era temprano por la tarde) pero la tensión en el aire ya se advertía. Y pasó algo raro: Flora aparece en una fotografía de las que yo escribí ese día en el diario. Pero yo no sabía eso.
Ayer fui a la muestra donde estaba la foto de Flora. Era un estudio de diseño convertido en galería de arte, en el borde entre Colegiales y Chacarita. Así que en algún lugar había mac y pantones (que son como unos catálogos de color) y carteles bonitos como este que decía: “las computadoras no son interesantes, sólo saben dar respuestas”. Me gustan los estudios de diseño porque parecen cajitas con ideas adentro.
Este tenía un par de salas. En una estaban las fotos tomadas por Raquel; en otras las de Norberto. Eran unos desnudos femeninos que, mirados con lentitos de esos de celofán de dos colores, se transformaban en desnudos en 3D. No es que la piel de las chicas fuera de repente una realidad palpable. Ellas seguían allí y vos de este lado, pero sus curvas eran más inquietantes.
Norberto me preguntó qué pensaba de las fotos en la terraza. La terraza daba a un cielo despejado, a unas copas de árboles que me recordaban a Rosario. Ok, era un día donde tenía ganas de acordarme de Rosario así que las copas de los árboles me venían bien y el estudio de diseño me venía bien porque estuve enamorada muchos años de un diseñador rosarino. A veces su recuerdo vuelve.
--Las fotos son lindas –respondí, sin mucho compromiso. Y dije algo sobre el hecho de que las chicas fotografiadas no eran modelos, no eran todas flacas, no eran todas tetonas, no eran todo lo que ciertos parámetros machistas esperan de un cuerpo femenino.
--Esos parámetros son violentos, la demanda de lo supuestamente perfecto es violencia de género –dijo Norberto.
No es común que un varón en una reunión social hable con claridad respecto de cualquier tema vinculado a problemática de género. Y menos, que en vez de afirmar tal o cuál cosa, me preguntase a mí que pensaba. Hablamos, por ejemplo, de que los varones siguen siendo educados con parámetros machistas. Y que eso se ve claramente en el sexo, con tipos que se desempeñan como si quisieran mandar, que hacen cosas de pelis porno, como piruetas y contorsiones burdas, que nada tienen que ver con la delicadeza con la que una desea ser tratada, mimada con sabiduría, con deseo, lascivia, con un presionar, besar, lamer en el lugar indicado, con saber hacernos explotar y disfrutar de eso y estallar junto a nosotras sin sentir que si gozamos, es sólo porque tenemos algo que no es nuestro entre las piernas. Si fuese así, si en la cama varones y mujeres fuésemos similares en nuestra diversidad, nadie se escandalizaría por andar metiendo dedos o juguetitos en orificios que no son sólo los de la mujer. Ahora que lo pienso, fue una conversación algo atípica para un evento mundano.
La mala noticia: es difícil encontrar un compañero que se deje llevar por una, al menos en ciertos momentos, que admita que nadie se las sabe todas y se abandone al misterio. La buena noticia: esa persona anda en algún lugar y la voy a encontrar.
En ese momento, apareció Flora.
Me contó que se va de viaje por unos días. Me preguntó si podía darle amor a Toto mientras tanto. Lo dijo así: darle amor. Yo pensé que me estaba pidiendo que lo trajese a casa. Le dije que sí, que lo traía. Se rió. Dijo que no era necesario eso, que ya tenía quien lo cuidara, que simplemente me proponía “darle amor” cualquier día que quisiera pasar. Luego dijo que le había gustado el post del Gato Punk. Y se fue.
¿Cuántas veces tuve ganas de dar amor o de recibirlo? Muchas. ¿Cuántas veces supe dar amor? Algunas, otras no. ¿Cuántas veces supe recibir amor? Ufff, todas las que no saqué las uñas, pocas a decir verdad. Y todo se resume en “quiero amor”, “puedo darte amor”, “no puedo dártelo”, “no puedo recibir amor”. Es que a veces no se puede, créanme.
Mientras pensaba en estas cosas, comenzó a cantar Maricel Ysasa, una chica que vuelve loco a Vincent Moon. Sí, Vincent, tan talentoso director de videos, estaba allí, filmando a Maricel, encantado de andar de incógnito por la ciudad descubriendo música. También cantó una mexicana, Valentina González. Ella era su propio instrumento. Loopeaba su voz, que era como una base rítmica, y cantaba arriba. Me recordó mucho a Camille. Descubrí a Camille una noche en Rosario, hace mucho ya. Me pregunté si las personas que hemos amado pueden seguir viviendo en nosotros sin hacer ruido, como un loop que nos permite imprimirle una forma más presente, moldear esa voz con lo que de ella aprendimos, cantar a coro o dejarla atrás. Creo que las personas somos las voces que amamos ahora más que las que hemos amado. Pero todas nos constituyen.
Valentina me contó que fue telonera de Camille, en Francia, cuando Camille presentó un trabajo llamado Le fil. El hilo.

miércoles, 8 de diciembre de 2010

Amor no correspondido por gato punk

Alguien me pregunta si quiero a Toto.
Yo respondo que no lo conozco, que es adorable, seguramente, pero que al menos deberían presentarnos. Parece que Toto se ha pasado de piola: rasgó entero el borde de un sillón de diseño, hizo pis en un acolchado de pluma, se pone irascible entre las tres y las cinco de la tarde como galán de telenovela despechado porque sí y está como poseso y corre por toda la casa y cae rendido finalmente. Con esos datos, yo ya sé que amo a Toto, el Gato Punk.
Toto también me ama. O al menos, eso es lo que demuestra cuando lo traen. Es un bicho de pelo gris, corto, ojos azulísimos sobre una carita pequeña, huesos flexibles y largos como un siamés. Pero no es siamés del todo. Y tiene un par de bolas llamativas, como si se tratase de un toro comprimido en un cuerpito sid vicious. Yo no creo que este gato pegue corcovazos taurinos. Mirá lo bonito que es.
Se instala en mi falda y allí se queda. Ronronea. Me mira como un perfecto gatito. Busca mis manos para que acaricie su cabeza huesuda. Toto, te amo, te amo, te llevo conmigo. Él sabe que me gusta. Cada vez más. Entonces, me rindo a sus encantos, muestra su verdad: abre la boca, exhibe los dientes, muerde con fuerza mi collar nuevo de cuentas negras, tintineantes en su oído toda la noche como una música atávica que lo devuelve a sus tiempos salvajes. Y allí se queda y no hay dios que lo mueva ni torero que lo haga soltar su presa de bisutería. Toto se separa de mí con un pedazo de collar como trofeo. Mi corazón, Toto, eso es lo que te has llevado.

sábado, 4 de diciembre de 2010

Otra historia en el subte

El subte se detiene. Se abre la puerta y la mujer duda. Se queda en el borde del vagón. Es voluptuosa. Una pollera de verde subido le aprieta las caderas. Lleva unos tacos de corcho, los labios pintados, una melena negrísima enrulada. Lleva también un cochecito de bebé plegado. Es un poco mayor para ser madre, quizás. O no. La gente adopta chicos, se somete a fertilizaciones, se enamora de gente más joven que tiene hijos, es amiga de gente con hijos, hereda niños de padres que no pueden criarlos, niños dejados a la deriva. El mundo está lleno de chicos que necesitan una mujer maciza que los abrace y los sostenga.
--No, mamá, no subas –le dice alguien que no aparece en el cuadro.
El subte cierra las puertas y sigue.
--Está demasiado lleno, mierda –le dice una chica. Se aleja de las vías y vuelve a sentarse en uno de los bancos del pasillo. Sostiene una cunita portátil con un niñito o niñita dentro. Es alta, con una mini y el pelo cobrizo, suntuoso, cayéndole por los hombros, con un flequillo tupido. Carga un bolso con pañales que asoman, lleno de moños colorados y brillos. En el antebrazo derecho lleva tatuada una chica parecida a ella, con el pelo más violeta. Cuando fue madre, Patti Smith se debe haber visto más o menos así.
--En esta ciudad no puedes estar. El otro día un hijoputas frenó ahí, ahí, a dos pasos de nosotros ¿puedes creerlo? –sigue la chica. Tiene acento español.
--Sí, sí, me imagino. Pero vos, también, no podés ponerte así, tan nerviosa –susurra la madre. Se sienta en el banco. Se alisa la falda. La madre habla castellano.
¿Por qué la encantadora chica tatuada habla español? Porque sus padres se separaron de pequeña y ella se fue con su padre, a España. Ahí estudió arte, curaduría de museos, arquitectura, canto. Aquiló un piso junto a unos argentinos, unos holandeses, unos ingleses, todos varones bonitos que se paseaban en cueros. Parece que se fue de su casa tras una discusión con su padre. Eso no fue todo. El padre le escribió una carta diciéndole que ella era un verdadero infierno, que él no entendía como un sobreviviente de los setenta podía tener una hija así, que se drogaba con cualquier cosa y escupía en el piso. Ella nunca dijo nada de eso. Volvió una temporada al país. Con su madre las cosas no anduvieron mejor. La chica cree que todas las mujeres se vuelven un poco locas cuando se convierten en madres. Es imposible mantener la cordura sabiendo que en tu cuerpo va creciendo un ser complejo, fascinante, que será tuyo pero no, que tendrá una vida propia, que te amará aunque llegue a odiarte, que siempre estará buscando el camino a casa y vos no le podrás decir demasiado sobre cómo llegar hasta ahí, porque vos también estarás perdida.
La chica se volvió a España y finalmente se embarazó. Del más bonito de los ingleses, por ejemplo, un chico con madre inglesa y padre indio, de piel bronceada que olía a azahar y manteca, porque así de exóticos y sensuales son los aromas que despiden los chicos lindos. Él consiguió trabajo en el museo Reina Sofía, como gestor cultural o algo así.
Estuvieron juntos un tiempo pero la cosa está en stand by. La chica maduró un poco además. Volvió un tiempo mientras piensa cómo seguir. Ahora cree que su madre es una excelente abuela. Hace poco se lo dijo al padre, durante una visita relámpago que el padre hizo al país para dar una conferencia sobre los setenta en un museo de la memoria. Fue durante una cena donde el padre estaba irritado porque se le resbalaban los cubiertos de las manos y no podía saber por qué. El tenedor quedó al lado de la pata de la mesa tras la conversación.
--Ahora esperamos el próximo subte y lo tomamos. No va a venir tan lleno –opina la madre.
La chica apoya la cuna portátil en el banco. Se pone en cuclillas a la altura de su hijo.
--Lindo, lindo, lindo –le susurra mientras frota su nariz contra los piecitos del bebé, que se ha despertado. Los dos ríen.

Entrevista a Hebe Uhart

El diario Tiempo Argentino tiene flamante suplemento de Cultura y ahí publiqué junto a mi compañero de trabajo Juan Pablo Cinelli esta entrevista a una de las escritoras más maravillosas que conozco, Hebe Uhart. El texto, acá.

lunes, 22 de noviembre de 2010

Nueva entrevista a Solano López


En el Centro Cultural de la Cooperación se acaba de inaugurar una muestra homenaje a Francisco Solano López. Por eso, hay nueva entrevista.

Libros para que chicos y grandes jueguen


La nota, áca.

lunes, 8 de noviembre de 2010

19º Marcha del Orgullo GLTTB


Mi compañera de trabajo, Lucía Alvarez, escribió una interesante crónica sobre la Marcha del Orgullo, que salió acompañada por una columna escrita por mí. El texto, acá.
(La foto que acompaña este post también fue tomada por mí. Sigue el autobombo).

Pequeña crónica de conferencia de Jon Lee Anderson

Jon Lee Anderson estuvo en Buenos Aires y dialogó con un grupo de periodistas.

El texto, acá.

viernes, 29 de octubre de 2010

"Néstor"


En la Red Informativa de Mujeres (RIMA) Lucía Raquel García escribió un texto llamado simplemente "Néstor".

Fui esta noche a Plaza de Mayo, como las dos noches previas. Y entendí que, a mis 34 años, como mujer nacida en 1976, es la primera vez que protagonizo un período histórico como el kirchnerismo (con sus aciertos, con sus errores) no sólo por haberlo leído en los libros, por escuchar las memorias de quienes estuvieron antes, sino también por vivirlo, por ser contemporánea a él. Un período histórico con el que me sienta identificada, digo.

En la plaza más o menos desierta --tan llena de congoja, de lluvia, de ramos de flores, de oraciones-- di una vuelta alrededor de esa pirámide de Plaza de Mayo llevando en un papelito el texto que transcribo a continuación. Fue un homenaje pequeño e íntimo a todas las personas que lucharon para que en este país tomar las calles sea un acto espontáneo de justicia, de compromiso político, de encuentro, de resistencia. Un gran acto de belleza en medio del dolor.

El 24 de marzo de 2004 fui sola a la ESMA. No me animé a entrar. Miles de personas estaban ahí. Me acordé cuando años antes fuimos con las Madres y un carro hidrante nos corrió hacia las vías.
Caminaba entre la multitud cuando escuché que Kirchner decía "pido perdón en nombre
del Estado argentino por tantos años de impunidad". Un llanto insospechado brotó de lo más profundo de mi cuerpo. Y me di cuenta que nunca, nadie, en mis 30 años de vida me había pedido perdón.

Lucía
Hija de Matilde Itzigsohn y Gustavo García Cappannini
Desaparecidos

domingo, 24 de octubre de 2010

La niña periodista

Subió en la estación Scalabrini Ortiz una niña de unos diez años junto a su madre.
Llevaba el guardapolvo desprendido, unos lentes gruesos y comía con la boca abierta.
Quizás tuviera un ligerísimo retraso. El subte estaba atestado. Nadie le cedió su asiento a la niña que trituraba galletitas con sus dientes.
Yo estaba colgada de un costado, rodeada de gente que transpiraba, apretada, que escuchaba su mp3, que miraba el vacío, que bostezaba, que nada.
Le dije a la madre que podía ayudarla a conseguir un asiento. La mujer me dijo que no importaba, que se bajaban enseguida.
--¿Donde te bajas vos? --me preguntó la niña.
--En Tribunales --dije.
Ella siguió masticando con la boca abierta. La madre la retó sin énfasis. Ella miró hacia otro lado, como los gatos que han volteado un adorno con la cola mientras se restregan contra la pata de la mesa. Yo reí. La niña rió.
--¿Por que te bajás ahí? --preguntó la niña.
--Porque voy a la obra social --dije. Y luego me di cuenta de que un niño no tiene por qué saber qué es un obra social.
--Voy del dentista --me corregí.
--¿A qué?
--A arreglarme un diente.
--¿Cuál?
--Una muela, de arriba.
--¿Te duele? --quiso saber la niña.
--Un poco.
--¿Un poco? ¿Cuánto? ¿Cómo si te hubieses pegado un codo contra la pared?
Pensé que era una buena comparación. Le respondí que algo así.
--¿Y tu médico es lindo?
Me empecé a reír una vez más. La miré, en una situación que en los libros de malas traducciones españolas de, por ejemplo, Raymond Carver, se lee como “encerrona”. Ella aprovechó el flanco abierto.
--¿Es lindo como él? --y señaló a un hombre cualquiera, a nuestro lado.
Debí reconocer que el médico era más lindo. Y ahí la madre le avisó que se bajaban. Ella me saludó con su manito sucia de galletita hecha puré. Un gesto victorioso.

lunes, 18 de octubre de 2010

Sol Pereyra

El sábado pasado, Sol Pereyra tocó en No Avestruz. Yo esperaba ver a una chica altísima vestida de rapera ya que los temas que había escuchado de ella son algo así como "rap-confesional-escrito-por-chica-que-usa-la-cabeza-
y-el-sentido-del-humor".
Supongo que éste es un género demasiado caprichoso y de nombre largo como para que la gente que sabe de música lo incorpore en sus categorías analíticas. Pero a mí me funciona. El asunto es que Sol es menuda y apareció enfundada en un vestido ajustadísimo con pintitas magenta. Confesó que se le rajó al medio en alguna oportunidad mientras cambiaba de instrumentos en escena (toca la guitarra y la trompeta) pero esta vez no pasó nada.
Sol,que acaba de cumplir 33, alguna vez soñó con ser abogada por su afán de justicia, pero luego decidió ser actriz en la Córdoba donde se crió. Por ahí le llegó la música. Vive en México. Fue parte de la banda Los Cocineros, se fue de gira con Julieta Venegas cuando su amiga mexicana grabó el unplugged para MTV y luego compuso Bla Bla Bla. Es un cedé que relata una historia de amor y de amor que se fue. Su mirada es feminísima y desprejuiciada. Aún en los momentos donde parece hundirse en la desazón, encuentra en lo cotidiano un rayo de luz del que aferrarse o, al menos, con el cual tomar las cosas con filosofía. Dice cosas como "Te fuiste y me dejaste un montón de encendedores y a mí que estoy tan sola me suben los calores. Te fuiste y me dejaste el calzoncillo menos sexy colgando de mi cuerda cual guirnalda de una fiesta".
Acá, nota aparecida en Radar para quien tenga ganas de conocer más a esta chica.
Y video, acá.

miércoles, 13 de octubre de 2010

La venganza del cordero atado


Entrevista a César González, un chico de 21 años que pasó los últimos cinco en institutos de menores y que descubrió la literatura de la mano de un mago que, como él dice, "iba al penal a enseñar truquitos".

Esta es una de esas notas que me hacen pensar cuanto le agradezco a la universidad pública haberme dado la posibilidad de tener profesores que explicaban muy bien a Marx.

domingo, 10 de octubre de 2010

Tres entrevistas a mujeres valiosas




En Paraná se está realizando el XXV Encuentro Nacional de Mujeres. A esa ciudad han llegado más de 250 mil mujeres. Según relata Sonia Tessa en la excelente crónica aparecida hoy en Página 12, el reclamo que atraviesa agrupaciones y pertenencias partidarias es el derecho por el aborto seguro, legal y gratuito.

Aquí, tres entrevistas que hice para Tiempo Argentino y una para Las12 (el suplemento de género de Página 12), no vinculadas directamente al encuentro pero sí a temas que forman parte de la agenda con perspectiva de género.

Sonia Santoro (foto de arriba) analiza los estereotipos y prejuicios en relación con lasmujeres con que los medios masivos de comunicación construyen la información que le brindan a la ciudadanía. El texto, acá.

Gioconda Belli (fotos del centro) reflexiona sobre el emponderamiento fememino tras la aparición de su última novela, El país de las mujeres. El texto acá.

Mariam Said (foto de abajo)relata su vida en Líbano, denuncia el avasallamiento israelí contra Palestina y propone un mundo con lugar para la diversidad cultural. El texto, acá.

domingo, 3 de octubre de 2010

Crónica de una excursión al universo de Max Cachimba


Desde el momento que vi a Max, supe que se abría una posibilidad maravillosa de escribir un texto muy periodístico por fuera del cánon periodístico.
El texto, acá.

domingo, 19 de septiembre de 2010

Flores de septiembre


En 2003 participé de la organización del Bafici en Rosario. Es decir, una selección de pelis exhibidas en Buenos Aires que luego también se proyectaron en otros lugares. Allí conocí el documental Flores de septiembre, que por entonces estaba recién terminado. Este trabajo relata la desaparición de un grupo de alumnos del colegio Carlos Pellegrini. Recuerdo que cuando terminó la proyección, la sala quedó en silencio. Pasó un minuto, quizás dos, antes de que estallaran los aplausos.
Por esos días entrevisté a los realizadores y escribí una nota para El Eslabón. La nota comenzaba diciendo: “Así trabaja la esperanza:/la torturan y no habla/no habla con la policía/ no habla con el juez/ no habla con almirantes/no habla con la muerte señora” escribe el poeta Juan Gelman bajo el cielo enrarecido de Buenos Aires, en 1975, pocos meses antes del golpe militar.
Desde allí hasta hoy, la palabra ha tejido los hilos sutiles que preservan nuestra memoria histórica. “Flores de septiembre” es un documental que habla de la represión a partir de un puñado de historias del cuarto año turno noche del Colegio Carlos Pellegrini, dependiente de la Universidad de Buenos Aires. En él se narran vivencias duras, que se van entrelazando en torno de la amistad y la militancia compartida por Mauricio Weinstein, Rubén Benchoam y Juan Carlos Mártire, tres alumnos de aquel curso, militantes de la Unión de Estudiantes Secundarios (UES), ligada al peronismo revolucionario”.

Muchas cosas han cambiado en el país desde esos días gobernados por Eduardo Duhalde tras la caída de De la Rúa. Algunos de los cambios más importantes son los avances en la recuperación de la memoria histórica, la apertura de juicios para encarcelar a los asesinos responsables de tanta muerte, los avances que ha hecho el Equipo de Antropología Forense en la identificación de restos de personas desaparecidas. Sin embargo, la película es de una asombrosa actualidad en medio de las tomas de colegios secundarios en demanda de mejoras educacionales, quizás porque la memoria se nutre a medida que la gente deja el miedo y habla y participa.
Para escribir la nota que publiqué en Tiempo Argentino visité el Pellegrini, que hasta entonces era para mí sólo un fotograma. También lo eran Alejandra Naftal o Gustavo Frojan, compañeros de los chicos desaparecidos. Y los familiares de Laura Feldman o Claudio Braverman, cuyas historias también se relatan. Pero, mientras me involucraba en la escritura de la nota, esa gente recuperó su carnadura, su dignidad, su dolor.
El jueves pasado fui al estreno comercial de Flores de septiembre en Artelplex Belgrano. Y allí estaban todos los que podían estar.
Cuando una escribe una nota, no sabe muy bien qué efecto tiene en la persona que lee. La escritura y la lectura son dos actos solitarios y quizás por eso me hubiese gustado ser estrella de rock, porque una enseguida puede percibir lo que sucede del otro lado. Pero acá estoy. Y el jueves vi a la gente que da testimonio en la peli leyendo lo que yo había escrito. Luego los realizadores me presentaron a Alejandra, a Gustavo, a otros. Nunca olvidaré el modo en que Alejandra me abrazó o el gesto breve que hizo Gustavo al decir “gracias”. Son esos momentos donde la emoción es anterior a cualquier otra posibilidad de relato.
La nota aparecida en el diario, acá.

El espacio diminuto


Soy una chica y sos un chico.

Hay entre nosotros un destello, una palabra, dos, tres, muchas palabras, hay nombres, otros nombres que pueblan nuestra vida, hay un perro que vivía en tu terraza, hay un gato que adoptaste hace poco, hay silencios, hay un mensaje de texto y otro de respuesta y otro sin respuesta, hay viajes y huellas, hay fotos en tu billetera, hay tickets de las últimas compras que hice en la mía y preguntás por qué yo no tengo fotos en la billetera pero tampoco en la casa y yo no sé muy bien qué responder a eso, hay sangre de vez en cuando escapando de mis piernas, hay valijas cerradas en la casa de tu madre que vas abriendo despacio, hay un paraguas transparente con el que me pasé la noche mirando las estrellas una vez de chica hacía un tiempo espléndido en Buenos Aires pero yo no sabía lo que era un paraguas porque de donde venía nunca había lluvia. Hay un rastro de cigarrillo en tu piel desparramada en mi almohada, hay una anécdota que contó una amiga sobre un tipo que le dijo que se pasó la noche mirándola dormir desnuda pero no lo dijo de un modo romántico sino más bien como quien se pasó las horas abriendo un boquete en la pared para robar un secreto que de otro modo nunca le hubiese pertenecido. Hay otro amigo que se saca los pantalones cuando toma demasiado whisky y luego manda mails pidiendo disculpas. Hay quien me cuenta que buscaba a su padre entre la gente a comienzos de los ochenta porque alguien le dijo que si había faltado de casa por años es porque unos policías se lo llevaron y lo dejaron perdido en la ciudad, donde él no recuerda el camino de retorno. Hay un novio que me trató mal. Hay una novia cuyo nombre es al mismo tiempo la sal sobre la herida abierta y el talismán contra una próxima desgracia.

Soy un chico y sos una chica.
El diminuto espacio entre una palabra y otra es suficiente para romper el equilibrio del cielo.

(La imagen pertenece a http://thotigacias.blogspot.com/)

martes, 7 de septiembre de 2010

Al borde del cumpleaños

Además de un límite, la frontera es eso que pone a las cosas en tránsito.
(Pablo Makovsky)



Esta mañana recibí un sobre lleno de libros. Uno de ellos, editado por la editorial municipal de Rosario, se llama, justamente “Rosario, esta ciudad”. Es un libro de fotos tomadas por gente pro y aficionada, cuyo trabajo fue seleccionado por concurso. Como se explica en la introducción, para guiar en algo a los/as artistas, se armó una lista de más de quinientos términos que trataban de sugerir “lo inabarcable de una realidad urbana”. Y la lista incluía estas palabras, así, sin comas ni nada: garajes barcos familias tapiales perros autoservicios carteles publicitarios pizzerías circunvalación ventana lluvia vendedores ambulantes terraplenes… Y seguía.
No digo nada nuevo ni original si cuento que me emocioné al ver el resultado. Una es capaz de olvidar todo lo que ha visto, pero cuando las imágenes vuelven desde afuera, el olvido se disgrega. O se mezcla con el recuerdo y crea fotos difusas, que se superponen con las que están ahí, mirándote.
No es el hecho de recordar el río Paraná desde el ascensor del museo de arte contemporáneo. Es saber que alguien apretó el obturador allí donde una miró una vez. Desde ese mismo lugar vi una tarde cómo una empresa constructora hacía explotar unos silos añosos cercanos al puerto. Derribarlos era necesario para construir allí unas torres de edificios coquetos. No son los trenes detenidos en un lugar del bajo. Es recordar cuántas veces vi esos trenes desde arriba, como los ve quien tomó la foto, mientras cruzaba el puente, mientras pensaba en un hombre que ya no está conmigo o en amigos que hace mucho que no veo o en un paisaje que quedó ahí mientras yo me vine acá.
Reconozco la zona sur de la ciudad, con esas paredes pintadas con Eva y Perón y las avenidas anchas y esos negocios detenidos en el tiempo. También la estatua en medio de una fuente sin agua del garage Apolo. Es difícil explicarle a alguien que no es de Rosario que hay un garage de autos que en fondo tiene todo eso. En ningún otro lugar las azoteas son tan bonitas. Y la luz de la tarde cae oblicua sobre una terraza mientras las nubes se disuelven en la noche y las golondrinas migran. Yo lo vi. Ahora mi corazón lo vuelve a ver, por obra de estas fotos que llegaron hoy a la redacción de un diario de Buenos Aires donde trabajo.
Cuando volvía en el subte a casa, miraba el libro y pensaba que quería escribir algo sobre él. También sobre mi cumpleaños. Las dos cosas no tienen nada que ver pero a veces sucede que una siente que debe escribir así, sobre cosas poco integradas porque finalmente algo bueno sucede.
Es un poco hedonista querer decir algo sobre una que no le interesa a nadie. O sea, sé que hay gente que te felicita por tu cumpleaños pero no sé si eso te da derecho a postear algo al respecto. Y la conclusión a la que llegué es que los textos que me gustan en general no cuentan grandes historias. Inclusive muchos/as escritores/as hablan de sí mismos/as sin inconvenientes. Lo que hace bellos a esos textos es la capacidad de quien escribe de contar algo más allá de sí pero poniendo en la escritura toda la sinceridad de la que se es capaz.
Mi madre me mandó una carta hace unos días. Una carta con su letra cursiva de maestra jubilada a quien le inculcaron que debía dar el ejemplo con una caligrafía clara y hermosa, que entendiera hasta el del último banco. Ella escribe así. Me contó que le han empezado a ofrecer el asiento en el colectivo. Se rió de eso. Por alguna razón, yo me puse a llorar. Supongo que por el hecho de que mi madre tiene casi la edad de mi abuela materna al morir. Nunca antes había pensado en la muerte de mi madre. “Si la carta era de reír”, me decía mi vieja cuando hablamos por teléfono después. Pero claro, ella entiende que somos una familia de mujeres duras de corazón blando. Y lloramos como locas por cualquier pavada. “No llores en tu cumple”, advirtió mami como quien se dice algo a sí misma más que a otros/as. No puedo, mami. Estoy en la frontera de un nuevo año. Y por suerte, hay muchas cosas en tránsito.
Hay un instante del día (o del año, al menos) en que una piensa en todas las personas que ama o amó, en todas las personas que se cruzaron en tu vida un rato o mucho rato, en todas esas fotos que llevás prendidas del alma para que el viento a veces las mueva, las desacomode, se las lleve consigo a otros lugares (es que a veces no hay más remedio que irse).
Pienso en todas esas personas, con la cabeza o con el corazón.
Y pienso en dos niñitas que no conozco, Esmeralda y Olivia. Una está por nacer, la otra nació hace días. No viven en la misma ciudad ni sus madres ni sus padres se conocen ni comparten nada. Pero ellas marcan los dos extremos de las geografías donde me muevo: la casa materna y mi lugar aquí, hoy. Y son también la esperanza de lo que vendrá. En el medio, Rosario, la república creativa a la que estoy aprendiendo a volver. Hacia atrás, el pasado. Por delante, la vida tumultuosa. No es poco.
Feliz cumple.

lunes, 6 de septiembre de 2010

Sobre los casamientos

No estar de ánimo es decidir que los casamientos son una porquería.
Cuando era chica amaba los casamientos, las fiestas en general. En mi pueblo se hacían en el gimnasio de un club, a la luz cegadora de unos reflectores poco románticos que hubiesen escandalizado a cualquier wedding planner. En el gimnasio se practicaba básquet, así que los novios solían decorar los aros para encestar con globos y guirnaldas de nylon. Acomodaban a los invitados a lo largo de tablones forrados en papel. Nada de mantelería. ¿Para qué si con tanto costillar, tanto pollo asado, tanto vinagre en la ensalada, el papel quedaba hecho un estropicio? Porque un casamiento era, ante todo, una excusa para comer como si Belcebú te hubiese avisado que llegó tu hora, como si fuese la última vez que probarías un ojo de chancho o esas cosas asquerosas que la gente disfruta.
También estaba la orquesta que amenizaba la velada. Ricardo Guidobaldi y su conjunto Los Diablos, por ejemplo. Guidobaldi tocaba el acordeón de un modo rockerísimo, era como un Leonard Cohen del acordeón, elegante, atildado, calmo, que la descosía. Él era, en verdad, peluquero. En su peluquería tenía un poster de Rosana Falasca y otro de María Rosa Yorio. Yo miraba esos posters cuando pasaba por la vidriera porque siempre me intrigaba saber cómo se peinaban las mujeres grandes. Ellas usaban túnicas y pelos desprolijos que no me gustaban porque yo era una chica formal, que adoraba que cada cosa estuviera en su lugar. Esas hippies, Dios, que manera de afearse. Les iba a mostrar los Musicuentos con dibujos de Cenicienta para que entendieran cómo debía arreglarse el pelo una mujer adulta.
La que se peinaba bien era la madre de Giuliani, que tenía una zapatería a dos cuadras de casa. Usaba su pelo oscuro batido y se sentaba en la entrada de la zapatería con su gata en brazos, las uñas pintadas y mucho maquillaje, con la espalda erguida contra la silla de mimbre como una reina. Daba gusto. Giuliani hijo tenía cara de nada y atendía la zapatería de a ratos. También tocaba algo, no me acuerdo qué, en la orquesta de Guidobaldi. En fin, que la orquesta estaba formada por gente laburante que los fines de semana se ponían chalecos y camisas de seda y amenizaban casamientos y cumpleaños de quince con unas cumbias de letra inocentona. Con el tiempo, a Guidobaldi le empezaron a hacer competencia dos muchachos jóvenes y pintones, que encima abrieron una peluquería en la avenida Santa Fe, la del centro. Cuando te ibas a cortar el pelo, te servían coca cola, te mostraban revistas de moda importadas, escuchaban música en grabadores doble casetera ultra sofisticados. Pero Guido siguió tocando sus temas, cortando el pelo a la vieja usanza mientras sentaba al cliente en un sillón de cuerina que pedía descanso. Quizás todavía haga todas esas cosas.
En fin, que un casamiento allí no era una puesta en escena sino una excusa para juntarse. Es verdad que a veces me aburría cuando el asunto se extendía demasiado y a mí me entraba sueño. La hija de unos amigos de mi papá se casó un mediodía y estaba muy hermosa, como una verdadera princesa de Musicuentos, con su vestido blanco y su juventud. Pero ya a las cuatro de la tarde yo me quería volver a casa. Me entretuve durante unas horas dándole de comer ensalada a un chivo, que estaba atado al fondo del tinglado donde había sido la fiesta. El chivo, pobrecito, se las apañaba para estar parado en medio de una pila de escombros a punto de derrumbarse.
Con el tiempo y luego de ir a varios casamientos en Rosario cuando me mudé ahí de grande, aprendí que una fiesta es, para ciertas personas, un modo de evidenciar status. Ya no se comía hasta el hartazgo sobre caballetes de madera sino que se contrataba decoración, vajilla, mozo, catering, iluminación, disc jockey y se presentaban platitos con raciones mínimas pero muy primorosos. Y los novios se daban besos mezquinos en medio de la opulencia.
Sin embargo, las cosas pueden ser de otro modo, siempre.
Me refiero a que hay gente que se sigue casando por amor. Y que le pone onda, pero no se endeuda hasta la quinta generación para tirar la casa por la ventana una noche. Son los menos, pero los hay.
Cecilia y Pablo se casaban y hacían su fiesta en una quinta de Pilar. Hasta allá fuimos con una amiga y su novio y otra gente, en una combi que arrancó desde Caballito. Para llegar ahí, tomé el subte. Me senté junto a una señora que iba con un niñito de mejillas coloradas. “Mi nieto estuvo hasta recién persiguiendo palomas en Plaza de Mayo”, me contó la señora, que tenía el pelo canoso sobre los hombros y una sonrisa distendida y ojos vivaces. Le pregunté si el subte me dejaba en la estación Acoyte. A veces hago esas cosas: he tomado un montón de veces el mismo subte, los carteles indicadores señalan en letra visible (bah, la señalética porteña no es gran cosa) las estaciones pero no puedo dejar de preguntarle a gente desconocida si tal subte me deja en tal estación.
El niñito miraba las vías del subte. Es que la línea A tiene un ventanal precioso a través del cual vas viendo las estaciones de frente, la gente que baja y sube, los ramales. Por la ventana abierta entró una bocanada de aire que despeinó el flequillo del niño. Él se río con un gozo que me entró por los poros.
Sí, sí, yo no le hago caso a las normas de seguridad urbana y hablo con desconocidos como si fueran vecinos de pueblo. No siempre, no con cualquiera. “Me voy a un casamiento”, le dije a la señora. Y ella se interesó. “No parecés muy entusiasmada”, comentó. “Bueno, hace un tiempo que no veo a la novia, al novio no lo conozco, el casamiento empieza a las seis y seguro termina tarde y no puedo volverme antes si quiero porque queda lejos, no me gustan los carnavales cariocas, no me gustan los videos de novios que te muestran su vida como si fuera sofisticada, no me gusta zarandearme en la pista con desconocidos que usan la corbata de vincha, no me gustan las fotos sociales. Y, sobre todo, no creo en el amor eterno”, dije. Tomá. Ahí estaban todas las Grandes Razones por las que yo estaba yendo a ese casamiento con cara de circunstancia.
“Yo hice una fiesta con todas las letras y a los cuatro meses me divorcié”, declaró la señora. Luego me contó que formó una segunda pareja por años, y que de ella nació su hija, la madre del niño, que en ese instante debía terminar unos muñecos que fabrica y por eso abuela y nieto se habían ido a la plaza. “No hay recetas. Los vínculos funcionan más allá de las formalidades”, agregó. Y me deseó suerte cuando bajé. Ella seguía un par de estaciones más.
El asunto es que, más tarde, cuando Cecilia apareció en el parque de la quinta, con su vestido corto y claro y leve, con sus zapatos de terciopelo azul, con su sonrisa, su aplomo, su tranquilidad que derribaba cualquier sentimentalismo, yo sentí que había algo en mi lógica que no funcionaba. Me refiero a que ella, ahí, de la mano del hombre con el que duerme cada noche, intercambiando anillos bajo la mirada de un amigo que los casó (no hubo curas, por suerte) era demoledoramente creíble y segura en su amor.
Así que cuando ellos se besaron con música de Pappo de fondo me puse a llorar un ratito. Y cuando todos se acercaron a saludar a la novia, yo la abracé como una tía que vuelve de un viaje demasiado largo. Y bailé, mucho. Y me saqué fotos. Y no hubo carnaval carioca sino la Babel Orkesta, una banda de artistas y actores que la rompieron con unos sonidos a medio camino entre la música báltica, el rock vintage y los valsecitos que bailaban los abuelos. Y el video no estuvo mal, de veras.
Allí estaban Cecilia y Pablo, sobre el final de la noche bailando “Somewhere over the rainbow” en la versión de Israel Kamakiwiwi’ole, con ese fondo de reggae que le quita solemnidad al tema original. Ella, con la enagua del vestido anterior y botas tejanas para dar respiro a los zapatos. Él, con la camisa transpirada y las zapatillas con un borde de barro. Juntos, solos, en la pista, ajenos a todo, exhaustos y bellísimos.
No creo que logre llevarme bien con los casamientos. Pero sí me di cuenta de que, por más trillado y cursi que suene, no hay nada más poderoso que dos personas que deciden compartir su vida, en los días soleados y en los otros. El amor, de eso se trata. El mismo con el que desmoronaron mi montañita de prejuicios armados con paciencia. Y es que, por suerte, las ideas se mueven y nosotros podemos movernos con ellas. Si nos animamos a hacerlo, entendemos que es bueno sentir que la lluvia moja, sentirlo con mucha intensidad aunque el reverso de la maravilla sea el dolor, que acecha lo mismo que la muerte. Quizás de percibir la luz del instante se trate la celebración de aquello que está vivo. Quizás por eso volví a casa liviana y feliz. Y un poco más libre, también.

Dimitri Velhurst, un hallazgo

Fue genial conocer a Dimitri Velhurst, que vino a Buenos Aires en el marco del festival de literatura Filba. La nota, acá.

Entrevista a Mariam Said y extras


Acá la nota que escribí luego de asistir a la conferencia de Daniel Barenboim en Buenos Aires.

Acá, la entrevista que junto a Azucena Galettini (traductora y brillante ayuda en la edición de la nota) hicimos a Mariam Said, esposa del pensador palestino Edward Said, que estuvo en Baires junto a Barenboim.

(Incluye foto nuestra, charlando con Mariam)

jueves, 19 de agosto de 2010

Tres notas tres

Acá van tres notas publicadas en Tiempo Argentino, acomodadas en orden cronológico.

La primera es una entrevista a David Cox, quien escribió un libro sobre su familia en general y su padre, Robert, en particular, quien denunció las atrocidades de la dictadura militar desde las páginas del Buenos Aires Herald. La nota, acá.

La segunda es un comentario sobre un libro encantador de la editorial Pequeño Editor. La nota, acá.

La tercera es la cobertura de una conferencia de prensa que dio Daniel Barenboim junto a la West-Eastern Divan Orchestra. La nota, acá.

domingo, 8 de agosto de 2010

Imán-Nueva York

Esas formas tan personales que tuvo la vanguardia argentina de mezclarse con el mundo. La nota, acá.

sábado, 31 de julio de 2010

domingo, 25 de julio de 2010

Dos orillas

Vos estás allá y todo es tan simple
que te preguntás
por qué no puede ser
así
acá.

lunes, 19 de julio de 2010

Allí donde estés (poema visual)

Estas fotografías fueron tomadas mientras unas rayas oscuras se cruzaban en la tele y creaban una atmósfera más inquietante en la ya de por sí inquietante La doble vida de Verónica, de Krzysztof Kieslowski. A veces, al escribir, repetimos una historia que nos han contado. Pero la mirada propia transforma esa historia, la altera. Así es como se transforma en otra historia, cuyo doble olvidamos aunque a veces evoquemos una ausencia que no podemos explicar.







viernes, 16 de julio de 2010

Wish

Algún día seré capaz de algo así.

jueves, 15 de julio de 2010

Entrevista al escritor Agustín Fernández Mallo

Agustín Fernández Mallo está de paso por Buenos Aires. Estuvo dando algo que se puede llamar "curso" o "charla" por estos días en el CCEBA. Durante tres horas nos mostró su universo, cruzado por la poesía, la música pop, la física. Comenzó hablando de su interés por John Baldessari y del asunto del lapicito que se puede ver si se entra aquí. La entrevista que le hice, acá.

Encontrado en un diskette

I) En abril de 1746, una denuncia anónima fue depositada en unos buzones llamados “agujeros de la verdad” que había en Florencia. La nota acusaba a Jacopo Saltarelli, de 17 años, de “llevar a cabo prácticas inmorales y satisfacer a aquellos que solicitan de él estas pecaminosas acciones” e involucraba a cuatro jóvenes más, entre ellos a Leonardo di Ser Piero da Vinci.

Las acusaciones por homosexualidad eran frecuentes en ese tiempo. El que entre los imputados estuviera Leonardo Tornabuoni, pariente de los Médicis, habría permitido “archivar” el asunto en dos meses. Una copia notarial del caso sobrevivió en las oficinas de los “Oficiales de la Noche”, la guardia florentina que, por un tiempo, mantuvo vigilados a los “sospechosos”.

El tema golpeó fuerte a Leonardo y muchos atribuyen a esto su partida a Milán.

(Extraído del fascículo Nº 21 de diario La Nación, donde se relata la vida de Leonardo Da Vinci)

II) Irse. A veces no hay otra: irse de un lugar porque no deja espacios para nuevos sueños, irse en busca de amor, irse para dejar atrás el desamor. Comprender que el concepto de patria no es necesariamente geográfico, que la patria está allí donde anidan los afectos pero los afectos verdaderos son suficientemente generosos como para dejar ir y aún así, brindar cobijo desde la distancia.

III) Entre las cosas maravillosas que tiene la ciudad donde nací, están mis amigas. Muchas de ellas ahora son madres. Sus hijos gatean, aprender a hablar, piden, piden, piden, dan. Pilar, de seis años, escribió una carta a Papá Noel con los regalos que deseaba: una carpa, una Barbie, un par de zapatos de taco y media docena de platos con flores pintadas para la abuela. Papá Noel olvidó el último detalle y trajo platos comunes, de vidrio esmerilado. Pilar no lo perdona.

Lucía acaba de cumplir 12 años y se estiró de golpe.  Le empezaron a salir pelitos en las axilas. Ella le explicó a la madre que los quería dejar así, que no se ponía musculosa o no levantaba demasiado los brazos. A contrapelo (justamente) de las publicidades que muestran a chicas sin un milímetro de nada ni aún en el pubis, para Lucía el vello no es un problema.

Pero llegó el día en que tenía que bailar en una muestra de patín. Entonces la madre la llevó al baño, derritió cera y comenzó a aplicarla con delicadeza sobre la piel frágil. La madre quiere evitar las maquinitas de afeitar para que a Lucía no se le engrose el vello. Y Lucía, con los brazos en alto, se deja hacer mientras le dice a la madre que está cometiendo un error, que el abuelo y el padre también tienen pelos y a ellos nadie los manda a depilar.

IV) Tengo un tío que se está poniendo viejo y empieza a tener problemas para recordar. No recuerda su nombre, ni cómo manejar su auto ni si su mujer le encomendó comprar papas o zanahorias. Pero recuerda cuando, en los 70, los militares lo acorralaron a la salida de la fábrica de productos lácteos. José relata con exactitud milimétrica cómo a su compañero, delegado sindical como él, le tiraron un auto encima y lo mataron aunque luego simularon un accidente. También recuerda cómo lo agarraron a él del cuello, lo pusieron contra la pared y le dijeron que le perdonaban la vida porque tenía una hija lisiada, mi prima. Pero debió renunciar a su trabajo. Y nunca hasta ahora habló de eso, que también sucedió en la ciudad pequeña capital de la maquinaria agrícola.

Cuando lo fui a saludar esta vez, me abrazó con muchísima ternura. Tenía un poco menos de pelo y había encanecido de golpe. Las uñas de sus manos estaban largas. El me dijo: “Quiero que sepas que en este pueblo siempre habrá un tío que te ama”.

martes, 13 de julio de 2010

Ella se corta el pelo (poema)

Abre la puerta.

“Me miré al espejo y sólo hice chac con la tijera”,
dice.
Es inquietante cuando una chica
hace esas cosas, pienso.

El peluquero que emparejó el estropicio
no lo tomó bien.
A ella le hubiese gustado
que dejaran en paz su flequillo cuadrado y tupido
pero está sin fuerzas para decir no.

Me cuenta que mañana volverá a Londres.
Me muestra una ecografía de su útero.
En el informe se lee que tiene un quiste
de cinco centímetros.

No sabe cuándo volverá.
No sabe cuánto tiempo llevará todo.

Ella tiene los ojos transparentes.
Afuera, el sol es pesado.
Su mata de pelo cortada
descansa en una silla
como un abrigo bello e inútil.

sábado, 10 de julio de 2010

Carlos Tevez y Sonia Budassi


Insisto con el libro Apache, de Sonia Budassi, esta vez con entrevista a la autora.

Eva



Un texto que revela cómo Eva iba a ser la primera mujer  en el mundo retratada en un billete hasta que la Libertadora arrasó con todo y así estamos.

Manual de la buena lesbiana

viernes, 2 de julio de 2010

Confesionario


Nota a Cecilia Szperling a raíz de un nuevo ciclo de confesiones en el Rojas.

miércoles, 23 de junio de 2010

Escrito después de leer un artículo sobre el Equipo Argentino de Antropología Forense

¿Por qué es tan duro
llegar al corazón de las cosas
a ese centro
a esa blandura
abismal?

lunes, 21 de junio de 2010

lunes, 14 de junio de 2010

Para empezar el lunes


"La cultura egipcia todavía determina nuestros comportamientos. No es casual, por ejemplo, que el signo de interrogación provenga del antiguo Egipto. Originariamente, representaba la cola de un gato que huye. Ése es el sentido que tenemos cuando nos cuestionamos algo. Sentimos que nos rehuye, que se nos ignora, y pedimos explicaciones por ello."
(Cristopher Walken. Lo que sé de la vida, publicado en revista Esquire, febrero 2010)

sábado, 12 de junio de 2010

Sonia Budassi y Carlos Tevez

La editorial Tamarisco acaba de publicar el libro En busca de Carlos Tevez, escrito por Sonia Budassi.
Juana Menna no abandona a su amor por Las 12 y escribe esto.

Robert Mapplethorpe, nac and pop




Escribí este texto (publicado en Tiempo Argentino) a raíz de la inauguración de la muestra de Mapplethorpe, un fotógrafo maravilloso, en el Malba.

Entrevista a Caro Chinaski



El blog de Caro, acá.


viernes, 4 de junio de 2010

200, más que un libro, un museo de papel

Comentario sobre el libro 200, editado por La Marca. La nota fue publicada en el diario Tiempo Argentino el domingo 30 de mayo de 2010. El texto, acá.

viernes, 28 de mayo de 2010

Notas en Tiempo Argentino

El diario donde trabajo aún no tiene página web. Pero aún así un par de notas que escribí aparecen publicadas en Internet. Y resultan dos notas especiales para mí.
Una es una entrevista a Francisco Solano López, publicada en el primer número del diario, que salió a la calle el 16 de mayo. Le envié el archivo en PDF a mi profesora Ana Margarit por mail. Ella fue mi primera docente de Redacción en la Universidad Nacional de Rosario. Cuando nos conocimos, a mediados de los noventa, yo escribía mis trabajos prácticos en unas Olivetti de cinta gastada que había en un salón que miraba al río Paraná. Ahora, la cátedra de Ana (donde fui adscripta unos años) tiene sitio propio. Ahí ella subió la entrevista. Es maravilloso saber que los procesos de aprendizaje nunca terminan sino que alimentan experiencias de intercambio nuevas. 
La otra nota es un comentario sobre un libro que recorre la historia de mujeres argentinas y latinoamericanas, editado por Las Juanas. Llamaron a la redacción una tarde para ofrecerlo y Mónica, mi editora, sugirió que me lo envíen porque era de cómics y de mujeres. De lo primero no sé mucho, pero me gusta. De lo segundo, bueno, creo profundamente en las causas sociales y políticas de las mujeres, en nuestra búsqueda de un mundo con lugar para todos y todas. Pero yo no sabía que ese libro también había sido parido en Rosario ni que en sus páginas encontraría a gente muy querida y de quienes nada sabía hacía largo tiempo. Lo supe cuando abrí el libro. 
No sé quién subió esta segunda nota a la web, pero a esa persona va mi agradecimiento.
Acá, la nota a Solano y la nota del libro.
Sí, sé que soy indecentemente cursi, como diría Caro Chinaski. A ella también la entrevisté, pero esa nota por ahora no aparece en Internet. Voy a ver si me pongo las pilas para publicarla.

miércoles, 28 de abril de 2010

Memoria de Memucha

Estaban semienterradas en una montaña de yerba, cáscaras de naranja y otros desperdicios. Pero seguramente no las habían tirado hacía mucho porque el papel de algunas apenas estaba humedecido. Fotos viejas dispersas a un costado de la calle. Junté todas las que vi mientras unos cartoneros me miraban desde la vereda de enfrente. Me pregunté qué pensarían de lo que estaba haciendo, si pensaban algo. Para mí, ese trozo de lo que alguien había considerado “basura” y lo había amontonado contra bolsas de nylon, era un objeto curioso. Qué rápidamente revelaría su ternura. Para la gente que cartonea, la basura es una necesidad vital. No hay nada tierno en esta afirmación brutal. Así que los cartoneros me dejaron hacer porque saben que las chicas más o menos bien vestidas que hurgan la basura desean rescatar algún objeto artístico, bello, kitsch, pero no buscan nada urgente. Las chicas como yo buscan en la basura cosas que ellos no necesitan para pasar el rato.

Así es como me encontré con Memucha.

Deben ser cuarenta o cincuenta las fotos que tengo al lado mío mientras escribo. Se las voy a regalar a una persona que quiero pero antes me gustaría dejar este testimonio leve de que las fotos estuvieron acá.

“Las fotografías tienen para mí una realidad que la gente no tiene. Por medio de la fotografía las conozco”, dice Richard Avedon citado por Susan Sontag en Sobre la fotografía. Y por medio de estas fotos me encontré con una vecina que vivió durante casi toda su vida (las fotos lo dicen) a una cuadra de mi casa. Es que la mayoría de las fotos están escritas, con especificación del lugar donde fueron tomadas y la fecha. Un tesoro.

Las primeras están fechadas en 1937. “La divina, el encanto, el tesoro, nuestro amor un sábado de gran bendición”, dice en el reverso de una de ellas escrita con tinta negra en letra manuscrita. Al frente hay una nena con un saquito subida a un pony y dice “Recuerdo del paseo Jardín Zoológico”. Es Memucha. Estoy segura. Hay fotos de la misma época en el balneario municipal (“Elena, mamita y mi amor de Memuchita” tras una foto de dos mujeres con sombrero y una nena con capelina blanca) y en Retiro, con la nena sosteniendo un muñeco, metida en otro saquito lujoso mientras mira la cámara con desconfianza. Es decir, las primeras fotos fueron escritas por Elena, madre de Memucha.

Dos mujeres en un carro tirado por un caballo. Una foto inquietante (escolar) de un grupo de niños en uniforme con una maestra con rodete cerca de una jaula abierta donde hay un pájaro. Otra de una boda, con flechas y nombres que no se llegan a entender. Una chica con un perro en una instantánea curiosa.

“Te mando esta foto sacada en el río pero salí con la boca torcida. Mamita no se sacó porque a las dos juntas no sacaban”, escribe con letra infantil Memucha en una foto que agrega “Rosario, 7 de enero de 1947, recuerdos”. Parece que a esta mujer le gustaba salir de vacaciones a la sierra además. Hay unas cuantas fotos allí. Una, del 49, registra dos chicas jóvenes riendo arriba de unas bicicletas. “Querida mamá: gozosas de estar acá disfrutando del aire, del sol, de las sierras” (Carlos Paz, 5 de enero de 1949). Otra, registrada en Icho Cruz en 1962 muestra a Memucha junto a una mujer de batón: “A mamá, desde las sierras. Fijate cómo engordó la tía en diez días”.

Alberto, el padre de Memucha, le manda una postal en 1938 desde Piriápolis. Ahí hay un plano general del agua, con la cabeza de un tipo en el centro. Asoma apenas un hombro con una tira, probablemente el bañador. “Querida hijita: te mando esta foto para que la tengas a tu lado de noche cuando comés la papita”, comienza la postal, que abunda en diminutivos (“sé buenita”) y promesas (“voy a llevar arenita para que juegues mucho”) firmadas por “tu papá adorado”.

No sé nada de esta mujer. Y al mismo tiempo, tengo retazos íntimos de su vida. Estas fotos deben haber sido importantes para ella. Todos atesoramos objetos que amamos pero que carecen de significado para alguien más. La vida de esos objetos se agota junto a la nuestra aunque ellos no se vayan a la tumba sino al container. (Entre las fotos había una tarjeta con el nombre de Memucha, Ema, y la dirección. Toqué el timbre del portero que me confirmó que Ema había muerto unos meses atrás).

Un amigo me dijo que cada noche, cientos de fotos viejas son tiradas a la basura porque la gente no sabe qué hacer con ellas. Del mismo modo que no se sabe muy bien qué hacer con esa cantidad increíble y silenciosa de mujeres ancianas que pasean perros en las plazas mientras hablan a solas con sus recuerdos borrosos. Yo sé qué hacen esas mujeres. Arrojan al aire su legado ilegible.

lunes, 26 de abril de 2010

Juana Bignozzi

--¿María no está? --preguntó la mujer parada en medio de la sala a oscuras.
Era una tarde de invierno de 2007. El diario había anunciado que ese día María Moreno presentaba libro nuevo. Pero las dos que habíamos leído esa información éramos la mujer y yo. La gente no lee diarios. O quizás no le prestan atención.
--No, María no está --dije por fin. Y me ofrecí a ir a averiguar abajo lo que había pasado.
Bajé la escalera con el corazón en la boca. Y volví a subirla con un rezo secreto "que ella siga ahí, que ella siga ahí". Estaba. Alta, los ojos claros, la boca pintada. Tan Juana.
Averigüé y le dije que la presentación se había corrido al día siguiente. Ella susurró "uf" y se perdió en la escalera como un sueño.
Juana Bignozzi. La que escribió los poemas de Mujer de cierto orden que leí cuando era adolescente y que me había puesto los pelos de punta con esos versos tan obsecados donde Mujer se definía a sí misma como "temible / sí / temible". Ella era. La había escuchado leer en Rosario y ahora, en Buenos Aires, la tenía frente a mí. Y no pude decirle más nada a mi Nina Hagen de grano en la nariz y prosa filosa, clavada en mi corazón como un vudú.
Una entrevista excelente de Osvaldo Aguirre a Juana y poemás inéditos, acá.

sábado, 17 de abril de 2010

Mala madre

Te extraño.

Quizás sea porque esta mañana me desperté sola
y sobre la cama yacía un sueño escapado de la noche,
traspapelado como una boleta de luz
bajo la puerta de una señora que ha muerto.

Seguro que el sueño se escapó a través de mis piernas. Lo encontré ahí.
Soñé que expulsaba de mí un niño.
Lo guardaba en una canasta diminuta
y aquí lo tengo.

He parido un hijo de niebla.

Ahora deberíamos apurar el asunto de la casa compartida.

O acunar a nuestro hijo hasta olvidarlo.

Cosplayers

Nota en Las 12, de Página 12, sobre las adolescentes que juegan a ser sus personajes de animé favoritos. El texto, aquí.

miércoles, 24 de marzo de 2010

Recuerdo de Leonora

A 34 años del Golpe militar, ni olvido ni perdón.

Atlántida es el nombre de un barrio en Santa Clara del Mar. Está separado del pueblo por una ruta. Allí hay muchos árboles, porque es una reserva forestal, poca gente, calles de tierra. El aire es transparente. También hay una casa de té que se llama Queimada, sostenida por una estructura de madera. Se la reconoce porque está en una esquina y por unos bancos con respaldo de metal labrado debajo de unos pinos. En las ramas de los pinos hay colgados pequeños cuencos de vidrio con velas blancas.

Algunas casas de té de Santa Clara son muy lindas, con sus ventanales al mar. El problema es que los dueños ponen música de radio FM a todo volumen. Es música sin estilo, atronadora, erizada de soniditos de lata que se te clavan en los oídos. Es una música innecesaria con el mar a pocos pasos. Es decir, requiere cierto esmero pensar en una música que sea al menos tan bonita como la del mar. Sospecho que los dueños de los barcitos que dan al mar en Santa Clara no escuchan música por más que tengan la FM prendida todo el día. E ignoran que la decoración “sonora” de un lugar, por llamarlo de algún modo, es tan importante como el color de las paredes. Así es como se esmeran con los ventanales, la carta, los sillones pero todo ese cuidado se hace trizas con un reggaeton que repite “menea, menea, menea”.

Eso no sucede en Queimada, donde hay música instrumental suavecita. Por lo demás, es un lugar turístico como otros. El asunto es que en Queimada, en el barrio de Atlántida, hay una pared con fotos, papeles y dibujos pegados. El relato que se desprende del conjunto es inquietante. Lo que inquieta no tiene mucho que ver con la abulia turística, con ese dejarse estar sin sobresaltos. Lo que inquieta tiene que ver con la memoria.

En el centro está la foto en blanco y negro de una adolescente de rulos vaporosos y ojos claros. Vistos ahora, esos ojos dan la sensación de mirar muy a lo lejos. Es lo que pasa con este tipo de fotografías, quizás por todo el significado que la historia ha impreso sobre ellas. Es la clase de fotos que se ven en Página 12, publicadas por familiares y amigos que recuerdan a sus desaparecidos. Pero en ningún lado se explica quién es la chica de la foto. Hay dibujos también, delicados, de mujeres con los pies desnudos, etéreas sobre papeles. Y hay algunos papeles escritos, retazos de mails, cartas impresas en computadora que reproducen pasajes de cartas escritas a mano. Una dice: Román: te regalo esta flor porque yo la corté en un momento para tapar un poco de mi tristeza, y quiero que sea tuya, para que cubra un pedacito de tu soledad. Leo

El nombre “Leonora” se repite en distintos momentos. Alguien cuenta en esas cartas que ella era su compañera de secundaria, que bailaba muy bien, que estaba preparando una danza para un acto escolar con una música de Pink Floyd. Leonora, de ella se trata, era una chica vanguardista porque escuchaba Pink Floyd en los setenta. Es que el relato también aclara que las cosas ocurrieron por esos días. Y también cuenta que Leonora nunca pudo bailar en el acto escolar y que la maestra de música no dijo nada y que la directora propuso que los/as alumnos/as rezaran por Leonora, por los/as otros/as, porque “algo habrían hecho”.

Leonora Zimmerman. Esa es la chica de la foto.

Era alumna del Colegio Nacional de Vicente López. El 23 de octubre de 1976 fue secuestrada junto a su hermana María. También fueron secuestrados Eduardo Muñiz y Pablo Fernández Meijide. La madre de Pablo, Graciela, se refirió a ellos en su libro “La historia íntima de los derechos humanos en Argentina” (Sudamericana, 2009): “Los secuestros y desapariciones de mi hijo, de las hermanas María y Leonora Zimmerman y de Eduardo Muñiz estuvieron relacionados con la persecución de la Juventud Guevarista como parte de la desarticulación total del ERP. Esta organización, a fines de 1976 (…) estaba totalmente desbaratada. (…) La desaparición de sus líderes fue el acto de defunción final. ¿A quienes persiguieron y aniquilaron entonces los estrategas militares? ¿Quiénes quedaban de esa organización? Los integrantes, simpatizantes, allegados o simples conocidos de la Juventud Guevarista, adolescentes de colegio secundario. Éste es el punto en el que esta historia se cruza con las desapariciones del Colegio Nacional de Vicente López y que ocurren cuando el ERP había dejado de actuar y de existir. El grupo de la Juventud Guevarista estaba constituido entre otros por María y Leonora Zimmerman, Pablo Nemirovsky, Leticia Veraldi, Pablo Pizzutielo, Gerardo Szerzon, Liliana Caimi, Luis Nacht, Marisa Giegner. Recuerdan estos dos últimos ‘Las reuniones (…) eran encuentros de amigos que se ponían serios para hablar de temas serios. Creábamos así un ámbito que era sólo nuestro, secreto, donde estaban presentes tanto la aventura como cierta conciencia social (…). Todo era posible entonces para nosotros. Cuba, el Che, nos inspiraban. (…) Queríamos un mundo mejor’. A ellos podía agregarse Eduardo Muñiz –que había participado también del grupo pero al momento del secuestro había pasado por Franja Morada—y mi hijo, que tenía una relación amistosa con ellos y desde hacía ocho meses, algún noviazgo con María. Todos tenían dieciséis o diecisiete años”.

Fui dos días a Queimada. La primera vez miré la pared un largo rato. ¿Quién era esa chica? ¿Por qué tenía un espacio tan amoroso en ese lugar? ¿Cómo habían llegado las cartas, los poemas, los dibujos allí, a ese lugar tan turístico y despreocupado? No pregunté nada. Pero el segundo día sí. Y allí supe.

La dueña de Queimada, Marilí, y Leonora eran muy amigas y estudiaban juntas. El 3 de octubre de 2009 Leonora hubiese cumplido 50 años. Por eso Marilí –menuda, pelo oscuro, voz leve– dice que decidió reunir por Facebook a quienes conocieron a su amiga, para evocarla. Dice eso luego de que su marido me cuente que Marilí trabajó con ardor buscando a los compañeros de secundaria dispersos por el mundo, luego de que ella agradezca el cumplido por la casa de té tan acogedora, luego de que diga que teje en telar y se encoja de hombros como si nada de lo que cuenta fuera demasiado.

Su cara angulosa tiene unas pocas arrugas. Es conmovedor imaginar la cara posible de Leonora con pequeñas arrugas como ésas, detenida para siempre en una adolescencia trunca. Pero mientras haya alguien, en algún lugar, que elija recordar, preservar, cobijar con amor los restos del naufragio, mientras algo de eso suceda, hay esperanza, hay belleza en el dolor. Como ocurre en Queimada, una casa de té de un barrio que se llama Atlántida, un nombre que evoca una isla desaparecida bajo el mar.

 

martes, 23 de marzo de 2010

Daniela

Esta mañana anduve por la zona de Congreso y volví a la esquina donde Daniela vende sus budines caseros. Ésta es su historia o al menos, un atisbo de su historia contada luego de estar una tarde a su lado.
Se puede ver el texto acá.

lunes, 22 de marzo de 2010

Bárbara

Hace unos días me crucé otra vez con Bárbara, una chica que vende café en mi barrio y sobre quien escribí hace un tiempo.
El texto, acá.

jueves, 18 de marzo de 2010

Wendy se va

Mi primer encuentro con Wendy ocurrió en 2007 el subsuelo de la maestría, en Buenos Aires, donde funcionaba una redacción que pretendía ser similar a las de los diarios. En realidad, era mejor: las computadoras no se apagaban de repente, los profesores eran más refinados que muchos editores de medios (al menos no despreciaban los libros), se simulaban cierres de edición así que si algo salía mal había tiempo para remediarlo.
De todos modos, Wendy estaba un poco enojada con el periodismo argentino. “Aquí parece que importa más cuán efectista sea tu nota que si tiene buenos datos. Pareciera ser que la vida debe ser un espectáculo. Ni siquiera cuando te lo enseñan dejan de lado ese rollo”, se quejaba. Me explicó que estaba llevándose sus cosas porque ya no volvería a la maestría. “Preparate para aprender cosas buenas pero también para escuchar otras que romperán tu corazón”, advirtió. Me gustó su comentario. Demasiadas veces me han dicho que tengo una visión romántica de la vida en general y del periodismo en particular, una profesión hecha por gente práctica, no necesariamente talentosa, rara vez afecta al romanticismo, que a fuerza de escuchar durante años a otros (en eso consiste su trabajo, en escuchar), termina endureciéndose como un huevo en agua hirviente. Bueno, al fin tenía frente a mí a una maravillosa desconocida que parecía carecer de cinismo. Y de medias tintas. Me gustó, definitivamente.
Yo estaba frente a ella, usando el teléfono para hablar con G. El se había quedado a vivir en Rosario y yo me había mudado aquí, a Capital. Me extrañaba. Yo lo extrañaba. En eso estábamos de acuerdo. Pero no sabíamos muy bien qué hacer con nuestra relación de pareja, quizás porque ya estábamos decidiendo que no habría proyecto común. Antes de venirme a Buenos Aires visitamos algunas veces a una terapeuta con la devoción de quien enciende velas a un santo de yeso. El consultorio tenía una sala de espera diminuta, con las paredes que se te venían encima. Yo esperaba mi turno mientras exploraba mi flamante Nokia 1100 y jugaba un video rudimentario que consistía en una línea que se movía con forma de serpiente que se iba alargando. La idea era que se alargase eludiendo unos puntitos que, si la rozaban, le quitaban vidas. En general, G. llegaba después de mí. Si habíamos tenido una buena semana, nos saludábamos con un beso. Si no, nos sentábamos en sillas opuestas mientras nos mirábamos con enojo y tristeza.
Un día, la terapeuta trazó dos rectángulos y nos dijo: “Este es el tiempo del que ustedes disponen. Dividánlo según el porcentaje que le dediquen al trabajo, a los afectos, al ocio”. Él, astuto, repartió su rectángulo en tres partes iguales. Yo miré el mío y dije: “Mi tiempo no es rectangular. Tiene una forma orgánica que voy modelando como puedo”. La terapeuta me respondió que era sólo una representación. Yo dividí mi rectángulo: la mayor parte quedó reservada al trabajo, y dos rayas finitas para todo lo demás. “Ajá”, dijo la terapeuta. “Ajá”, dijo G. La terapeuta sentenció que mientras ésa fuera mi división del tiempo, no había pareja posible. Me sentí culpable pero al mismo tiempo la rabia me inundó el corazón. ¿Es que ella no podía ver más allá de sus narices? De acuerdo, por esos días, yo ya había comenzado a viajar a Buenos Aires y me había postulado para la maestría de periodismo y trabajaba en un diario y escribía para una revista y daba clases en la universidad. Pero también me había mudado a casa de una amiga luego de una convivencia corta y accidentada con G. luego de que él se pasase un año en Europa en una búsqueda existencial que nunca quedó clara. Todo se estaba haciendo demasiado difícil. Para mí, el trabajo y el estudio y el sueño de una vida en Buenos Aires eran los placebos para enfrentar el dolor de una ruptura que no deseaba pero tampoco podía detener. Además, G. nunca me perdonó mi división del tiempo. Es un problema cuando la gente empieza a acumular recuerdos por los cuales odiarte porque, en algún momento, de tantos pasarlos por la cabeza, es probable que los transformen y los mezclen con sus propios miedos y así ya no te odien por lo que has hecho sino por lo que ellos creen que hiciste.
En fin, el día que conocí a Wendy estaba hablando con G. por teléfono. Entiendo que no es muy conveniente discutir asuntos íntimos en una redacción, real o ficcionada. Pero yo no tenía demasiado dinero para pagar un locutorio ya que, antes de venirme a a Baires, había renunciado a mi trabajo. Además, alquilaba un cuarto en una casa con teléfono compartido.
Por un lado, G. me decía que me amaba y por otro, que no entendía cómo era posible que me hubiera ido. Colgué con furia. Wendy se hizo la desentendida, como que estaba en otra cosa. Hablamos de la maestría. Quizás le pregunté algo yo, no lo recuerdo, quizás me sentí incómoda con un silencio repentino que se hizo. No sé cómo terminamos hablando de cómo era ser mexicana y vivir en Buenos Aires. Ah, sí. Ahora recuerdo. Es que ella acababa de enamorarse de un argentino. “Nunca dejaré de sentirme extranjera. Pero me gusta sentirme un poco en el aire, en la incertidumbre”, dijo.
No puedo decir que no hayamos hecho amigas. Pero nos encontramos en algunos lugares de manera casual y Buenos Aires no es un lugar donde te encuentres a cualquier persona en cualquier lugar. Así es como nos hicimos amigas de Facebook. Ella fue la primera en saber que había terminando de escribir mi tesis de maestría. Fue un invierno raro ese. De lunes a viernes me iba a trabajar hasta quedar agotada para pensar poco y el fin de semana me encerraba a escribir mientras oscurecía a las seis de la tarde. Esa temporada estaba triste porque finalmente me había separado. Pero al mismo tiempo me abismaba comprobar cuánto puede cambiar tu vida en pocos meses: vivía en Buenos Aires; todo el tiempo invertido en mi carrera que el rectángulo había puesto en evidencia sirvió para conseguir un trabajo periodístico en una redacción de veras; había alquilado un departamento, me podía comprar libros y ropa, había aprendido a bajar música de la web. También me había comprado un par de zapatillas. Hacía diez años que no lo hacía. G. pensaba que las mujeres con zapatillas eran poco elegantes y yo había pensado lo mismo. Hasta que me vi con mis zapatillas anaranjadas y pensé que él tenía razón: no era elegante pero me sentía bien.
Aún así, tenía sensación abrumadora y rotunda de que estaría sola por un tiempo, de que era la única manera de curar un poco mi corazón. Además, por primera vez, tenía mi cuarto propio para escribir. En fin, estaba un poco angustiada y Wendy, por chat, me alentaba y vino al depto un domingo a la noche para abrazarme cuando le dije “ya está”.
Ayer a la tarde, nos volvimos a encontrar en una redacción. La recepcionista me avisó que la señorita Wendy estaba abajo. Tenía puesta una remera negra con mariposas de colores. “Me vuelvo a México esta noche. Me separé. ¿Se nota?”, dijo. No, no se notaba.
Es extraño porque ayer mismo conocí a una chica inglesa, Inti. No sé si volveremos a vernos pero sospecho que la ida de Wendy y la llegaba de Inti están atravesadas por alguna curiosa coincidencia. Yo no viajo demasiado, porque es cierto lo del rectángulo que divide el tiempo y me la paso trabajando. Así que las chicas que viajan vienen a mi. Y nos cuidamos mutuamente.

miércoles, 17 de marzo de 2010

Mensajes de texto que guardé por años

Nena, me mandas la dire de donde va a ser la marcha.
(Alejandra, una amiga travesti que quería participar de su primera marcha del orgulloGLTTB)

Feliz día, periodista.
(Mi padre)

Hola mon cheri me quedo re feliz por el depto beijo te cuida.
(Bia, una amiga brasilera que vive en el país y que supo antes que nadie que había conseguido nuevo depto porque ella tiene poderes telepáticos especiales)

Soy como la chica Flash Dance, de día metalúrgica y de noche bailarina.
(Mauricio, cuando consiguió trabajo en una fábrica)

Soñé contigo y me besabas.
(Fabricio)

Apareció la primera glicina. No hace mucho frío. Hay sol. Un día como hoy nacías. Recuerdo mi alegría.
(Mi madre, para mi cumpleaños)

Moreno, provincia de Baires 8 AM con el Turco, autopartes truchas, gitanos; 12 AM tren Moreno a Once caleidoscopio humano, 2 PM Corrientes y 9 de Julio, al fin un Mc Donalds.
(Mauricio)

Romero sabroso pícara pimienta dulce pastelito ¿cómo estás?
(Mauricio)

Hielo celestial, bendición pal whiskilín!
(Luis, durante una tormenta de granizo

jueves, 4 de marzo de 2010

Accesorios

La fila era larga y pensé en irme. Pero me estaba haciendo pis. Lo mismo que la docena de mujeres que me antecedían en el baño del cine que hay en el shopping Abasto. Decidí esperar. Acababa de ver "Precious", una peli explícita según el concepto yanqui –o sea, redundante y obvia por momentos– pero que pone sobre el tapete problemas complejos como la violencia doméstica, diversos tipos de racismo, xenofobias, diversidad sexual, embarazos adolescentes, instituciones que no pueden contener la demanda de las personas más pobres más allá de buenas voluntades individuales. Sí, es demasiado. Pero está bueno que estos temas se repliquen en todas las pantallas. Además, la actriz –con más de cien negros kilos encima y una cara impertérrita como reverso de un alma enb ebullición– es genial.

Rodeada de espejos, todas mirábamos de soslayo nuestros reflejos para matar el tiempo mientras unas se iban y otras llegaban. No sé en qué parte de su cuerpo estarían concentradas ellas. Yo, en verdad, estaba interesada en investigar si me quedaba bien un muñequito de paño blanco con forma de prendedor que llevaba sobre un chaleco negro.

Nunca me gustaron los accesorios. Bueno, nunca me gustaron en mí. Una forma personal de prejuicio, supongo. Alguien que tiene tiempo para decidir cómo combinar una cadena con aros con relojes, por ejemplo, es alguien que tiene tiempo y dinero para sí. Porque previamente habrá decidido qué ropa ponerse, los zapatos, la cartera, si el pelo quedará recogido o no, en fin. Y a esas cosas no las puede elegir cualquiera porque no las compra todo el mundo, al menos profusamente. Y no es lo mismo elegir entre dos remeras que entre diez, o entre una remera y una camisa, ejemplo.

O sea, sobre el tiempo que a cualquiera le lleva arreglarse (suponiendo que tenga qué objetos elegir) toma aún más tiempo para sí alguien que no usa accesorios. Es como quien ha superado la fase de amoblar su departamento con muebles rejuntados entre amigos y parientes y puede elegir decoración de diseño.

Me interesan más las personas sin muchos accesorios. Y como yo llevaba un prendedor, algo inhabitual en mí, me preguntaba si me veía como esa gente que no me interesa.

Lo estaba decidiendo cuando sucedió algo entre dos mujeres y una niña, ninguna con muchos accesorios encima.

Entró al baño una mujer que miró la cola y se quedó al costado, junto con su hija. No hacía fila pero tampoco se iba. Esperaba. Nadie pareció reparar en ella. Le pregunté si necesitaba algo. Me dijo: "Mi hija se está haciendo pis". Le sugerí que esperase que saliera alguna de las chicas que ocupaban alguno de los tres baños, y dejara entrar a su hija, una nena de unos siete años. La mujer asintió. "No creo que ninguna de nosotras tenga problemas en dejar pasar una nena al baño", dije.

Es dificíl que alguna de las mujeres no hubiese escuchado el diálogo porque el lugar era diminuto. Pero las chicas siguieron desfilando hacia los inodoros como si no hubiera pasado nada. La mujer seguía esperando. Llevaba un jogging un poco estrecho sobre sus caderas anchas y tenía una bolsa de zapatería pero ninguna cartera, ningún aro, ningún maquillaje. La nena tenía una remera rosa con brillitos.

Entraron y salieron una, dos, tres chicas. Ninguna cedió su lugar.

Entonces pregunté en voz alta "¿Podemos ser tan amables de dejar que una nena vaya al baño?"
La chica que estaba por entrar miró a la mujer, a la nena y a mí. Se metió en el su cubículo mientras farfullaba "La mujer tiene lengua para hablar. Que pida ella si quiere algo".

Ahora que lo relato se me ocurren frases mordaces para haberle rerspondido. Soy periodista pero no tengo el talento de algunos periodistas para decir genialidades a cada rato. Como el periodismo argentino atraviesa un momento de genialidad inusual (con gente subida a la punta de su ego, con empresarios que compran medios pero ignoran todo del negocio, con sueldos por el piso, con la premisa de que hay que hacer de la realidad un espectáculo) se me complica aún más decir algo. Como la mujer con la nena.

En fin, podría haberle dicho a la chica que considera que hablar eso sólo asunto de lengua algunas genialidades sobre cultura, historia, lucha de clases, semiótica, feminismo. Todo eso, resumido por ejemplo en "Tener lengua no implica necesariamente que una mujer pueda hablar y decir lo que le pasa".

Pero la chica que hablaba de la lengua me dejó muda de sorpresa con su grosería. Sobre todo, porque mientras hacía pis despotricaba contra la mujer al otro lado de la puerta. Su hija, a todo esto, se había colado en un baño que estaba libre, quizás porque las mujeres que esperaban se distrajeron con la situación. Asi que desde la punta de su váter, la chica la explicaba a esta madre lo que significa ser madre, responsable, una perorata horrorosa y bienpensante que remató "porque si no defendés a tus hijos, es que no te ocupás de ellos, como las negras".

"Más negra serás vos", respondió la madre. Bueno, la protagonista de la película, Precious, también se horroriza un poco cuando ve que su maestra y protectora convive con su novia.

Y entonces se trenzaron en una discusión confusa, que se terminó cuando madre e hija se fueron mientras madre me decía "gracias".

La chica defensora de la lengua se quedó con la sangre en el ojo... ¡y esperó que yo saliera de mi cuota de váter para hacer pis! "Escuchame", me dijo. Tenía la piel blanca, la cara lívida y los ojos furibundos subrayados por un delineador oscuro. Estábamos en la zona de lavatorios. Una nueva cola de mujeres, más niñas, ninguna solidaridad con nadie. La chica me miraba desde el espejo mientras me lavaba las manos y las frotaba bajo ese calor artificial y cool que despiden las secadoras.

"Escuchame ¿vos no creés que es mujer es una negra que puede hablar sola?", escupió. UUUUUFFFF. Y encima, con su lógica darwinista a la violeta, agregó: "Te lo digo a vos, porque tenés cerebro". UUUUUFFFF.

"Perdete", se me ocurrió decirle sin ningún entusiasmo.

Desde entonces, ya no estoy segura de que carecer de accesorios te haga portador/a de más onda.