Mi primer encuentro con Wendy ocurrió en 2007 el subsuelo de la maestría, en Buenos Aires, donde funcionaba una redacción que pretendía ser similar a las de los diarios. En realidad, era mejor: las computadoras no se apagaban de repente, los profesores eran más refinados que muchos editores de medios (al menos no despreciaban los libros), se simulaban cierres de edición así que si algo salía mal había tiempo para remediarlo.
De todos modos, Wendy estaba un poco enojada con el periodismo argentino. “Aquí parece que importa más cuán efectista sea tu nota que si tiene buenos datos. Pareciera ser que la vida debe ser un espectáculo. Ni siquiera cuando te lo enseñan dejan de lado ese rollo”, se quejaba. Me explicó que estaba llevándose sus cosas porque ya no volvería a la maestría. “Preparate para aprender cosas buenas pero también para escuchar otras que romperán tu corazón”, advirtió. Me gustó su comentario. Demasiadas veces me han dicho que tengo una visión romántica de la vida en general y del periodismo en particular, una profesión hecha por gente práctica, no necesariamente talentosa, rara vez afecta al romanticismo, que a fuerza de escuchar durante años a otros (en eso consiste su trabajo, en escuchar), termina endureciéndose como un huevo en agua hirviente. Bueno, al fin tenía frente a mí a una maravillosa desconocida que parecía carecer de cinismo. Y de medias tintas. Me gustó, definitivamente.
Yo estaba frente a ella, usando el teléfono para hablar con G. El se había quedado a vivir en Rosario y yo me había mudado aquí, a Capital. Me extrañaba. Yo lo extrañaba. En eso estábamos de acuerdo. Pero no sabíamos muy bien qué hacer con nuestra relación de pareja, quizás porque ya estábamos decidiendo que no habría proyecto común. Antes de venirme a Buenos Aires visitamos algunas veces a una terapeuta con la devoción de quien enciende velas a un santo de yeso. El consultorio tenía una sala de espera diminuta, con las paredes que se te venían encima. Yo esperaba mi turno mientras exploraba mi flamante Nokia 1100 y jugaba un video rudimentario que consistía en una línea que se movía con forma de serpiente que se iba alargando. La idea era que se alargase eludiendo unos puntitos que, si la rozaban, le quitaban vidas. En general, G. llegaba después de mí. Si habíamos tenido una buena semana, nos saludábamos con un beso. Si no, nos sentábamos en sillas opuestas mientras nos mirábamos con enojo y tristeza.
Un día, la terapeuta trazó dos rectángulos y nos dijo: “Este es el tiempo del que ustedes disponen. Dividánlo según el porcentaje que le dediquen al trabajo, a los afectos, al ocio”. Él, astuto, repartió su rectángulo en tres partes iguales. Yo miré el mío y dije: “Mi tiempo no es rectangular. Tiene una forma orgánica que voy modelando como puedo”. La terapeuta me respondió que era sólo una representación. Yo dividí mi rectángulo: la mayor parte quedó reservada al trabajo, y dos rayas finitas para todo lo demás. “Ajá”, dijo la terapeuta. “Ajá”, dijo G. La terapeuta sentenció que mientras ésa fuera mi división del tiempo, no había pareja posible. Me sentí culpable pero al mismo tiempo la rabia me inundó el corazón. ¿Es que ella no podía ver más allá de sus narices? De acuerdo, por esos días, yo ya había comenzado a viajar a Buenos Aires y me había postulado para la maestría de periodismo y trabajaba en un diario y escribía para una revista y daba clases en la universidad. Pero también me había mudado a casa de una amiga luego de una convivencia corta y accidentada con G. luego de que él se pasase un año en Europa en una búsqueda existencial que nunca quedó clara. Todo se estaba haciendo demasiado difícil. Para mí, el trabajo y el estudio y el sueño de una vida en Buenos Aires eran los placebos para enfrentar el dolor de una ruptura que no deseaba pero tampoco podía detener. Además, G. nunca me perdonó mi división del tiempo. Es un problema cuando la gente empieza a acumular recuerdos por los cuales odiarte porque, en algún momento, de tantos pasarlos por la cabeza, es probable que los transformen y los mezclen con sus propios miedos y así ya no te odien por lo que has hecho sino por lo que ellos creen que hiciste.
En fin, el día que conocí a Wendy estaba hablando con G. por teléfono. Entiendo que no es muy conveniente discutir asuntos íntimos en una redacción, real o ficcionada. Pero yo no tenía demasiado dinero para pagar un locutorio ya que, antes de venirme a a Baires, había renunciado a mi trabajo. Además, alquilaba un cuarto en una casa con teléfono compartido.
Por un lado, G. me decía que me amaba y por otro, que no entendía cómo era posible que me hubiera ido. Colgué con furia. Wendy se hizo la desentendida, como que estaba en otra cosa. Hablamos de la maestría. Quizás le pregunté algo yo, no lo recuerdo, quizás me sentí incómoda con un silencio repentino que se hizo. No sé cómo terminamos hablando de cómo era ser mexicana y vivir en Buenos Aires. Ah, sí. Ahora recuerdo. Es que ella acababa de enamorarse de un argentino. “Nunca dejaré de sentirme extranjera. Pero me gusta sentirme un poco en el aire, en la incertidumbre”, dijo.
No puedo decir que no hayamos hecho amigas. Pero nos encontramos en algunos lugares de manera casual y Buenos Aires no es un lugar donde te encuentres a cualquier persona en cualquier lugar. Así es como nos hicimos amigas de Facebook. Ella fue la primera en saber que había terminando de escribir mi tesis de maestría. Fue un invierno raro ese. De lunes a viernes me iba a trabajar hasta quedar agotada para pensar poco y el fin de semana me encerraba a escribir mientras oscurecía a las seis de la tarde. Esa temporada estaba triste porque finalmente me había separado. Pero al mismo tiempo me abismaba comprobar cuánto puede cambiar tu vida en pocos meses: vivía en Buenos Aires; todo el tiempo invertido en mi carrera que el rectángulo había puesto en evidencia sirvió para conseguir un trabajo periodístico en una redacción de veras; había alquilado un departamento, me podía comprar libros y ropa, había aprendido a bajar música de la web. También me había comprado un par de zapatillas. Hacía diez años que no lo hacía. G. pensaba que las mujeres con zapatillas eran poco elegantes y yo había pensado lo mismo. Hasta que me vi con mis zapatillas anaranjadas y pensé que él tenía razón: no era elegante pero me sentía bien.
Aún así, tenía sensación abrumadora y rotunda de que estaría sola por un tiempo, de que era la única manera de curar un poco mi corazón. Además, por primera vez, tenía mi cuarto propio para escribir. En fin, estaba un poco angustiada y Wendy, por chat, me alentaba y vino al depto un domingo a la noche para abrazarme cuando le dije “ya está”.
Ayer a la tarde, nos volvimos a encontrar en una redacción. La recepcionista me avisó que la señorita Wendy estaba abajo. Tenía puesta una remera negra con mariposas de colores. “Me vuelvo a México esta noche. Me separé. ¿Se nota?”, dijo. No, no se notaba.
Es extraño porque ayer mismo conocí a una chica inglesa, Inti. No sé si volveremos a vernos pero sospecho que la ida de Wendy y la llegaba de Inti están atravesadas por alguna curiosa coincidencia. Yo no viajo demasiado, porque es cierto lo del rectángulo que divide el tiempo y me la paso trabajando. Así que las chicas que viajan vienen a mi. Y nos cuidamos mutuamente.
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Hace 4 días
Iv, te dije que me encanta cómo escribís? a veces empiezo a leer un poco así, como por encima, y de a poco me atrapás de la nariz y me llevás para donde querés. Al consultorio de la analista, al jueguito del nokia, a una redacción o una maestría. Muack!
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