martes, 13 de mayo de 2014

Primera evocación de Adriana

I dreamed of being a missionary / I dreamed of being a mercenary. /My knapsack was a width of linen / tied like a pump on a stick. (tomado de "Woolgathering" de Patti Smith)

Ahí, donde estaba, la casa no existe más. Cecilia lo dice con esa voz tan suya, lenta, suavísima, capaz sin embargo de alzarse por encima del ruido creciente de la pizzería, donde cada vez entra más gente. Su frase queda suspendida un segundo en el aire y se cae, vencida quizás por el olor a muzzarella, por su propio peso. Ella sonríe. Yo suspiro.
Conocí esa casa en 2005. Era grande, sólida, magnífica. Adelante estaba el estudio de danza, un recinto muy grande con el piso de parquet y varios espejos en los costados, donde una podía mirarse. La casa tenía más habitaciones, algunas no se usaban nunca, llenas de muebles pesados, en penumbras. Había un patio central, cubierto de plantas con una fuente pequeña en el centro. Siguiendo la escalera, se podía acceder al patio, el territorio de Perlita, la gata tricolor que aún sigue viva. Me gustaba colgar la ropa mojada en la soga, un lujo que los departamentos que vinieron después no admiten. Me gustaba tomar sol en verano con Perlita, que subía de vez en cuando para refugiarse bajo un techito cercano.
 Me quedé a vivir ahí, con algunas interrupciones, hasta comienzos de 2007, cuando me mudé a Buenos Aires. Tenía mi habitación contigua al pasillo, donde Cecilia se había armado un cuarto de estar con su computadora, al lado del estudio. Cuando volvía de trabajar, a veces me ponía a escribir. Cerraba la puerta de vidrios y madera de la que colgaban unas cortinas tejidas al crochet para preservar un poco la intimidad. Al lado se escuchaba música; quizás el mismo tramo una y otra vez mientras mi amiga daba clases o bailaba sola o con otra gente. Nunca aprendí a bailar.
Había llegado a esa casa de calle Ovidio Lagos gracias a Adriana. Creo que nos habíamos conocido en la facultad. Por entonces, yo ya me había recibido en Comunicación, trabajaba en el diario El Ciudadano, estaba cursando algo que se denominaba “materias pedagógicas”. Supongo que fantaseaba con dar clases, algo que hice más tarde aunque nunca terminé con el ciclo de las pedagógicas. Adriana, sí. Ella estudiaba con una aplicación infrecuente. Estaba a punto de graduarse en Bellas Artes. Pero no necesitaba títulos. Era artista por derecho propio, brillante, inteligente, yendo por la vida con una velocidad pasmosa.
No tengo muchos recuerdos de esas primeras épocas donde me mudé a la casa de Cecilia, quizás porque no pensaba demasiado en lo que estaba pasando si no en lo que iba a pasar. Ya no me sentía a gusto en Rosario como antes no me había sentido a gusto en Firmat y ya se sabe cuando no se está a gusto, es necesario irse. El asunto era dónde y a hacer qué.
Cosas que recuerdo de Adriana: que era flaca y menuda, que usaba borcegos que una noche me prestó (no sé en qué circunstancias había quedado sin zapatos pero se ve que fue así), que adoraba los juegos de palabras, que leía y estudiaba muchísimo, que amaba el libro “El Pasado” de Alan Pauls. Que adoraba el color azul. Que se reía seguido. Que alguna vez nos besamos apenas. Que para ella fue más sorpresivo que para mí y nunca volvimos a tocar el tema.
Al poco tiempo de mudarme a la casa de Cecilia, Adriana me regaló un reloj despertador. Cuadrado, chino, de ésos que hacen ruido al marcar los segundos. Adriana me regaló tiempo. Y eso era lo que yo necesitaba, además de sus charlas. Comenzamos a urdir el Plan Baires en la pizzería Manolo´s, cerca de la casa de Cecilia, que también era mi casa y cerca de la casa de Adriana. Auténticas chicas de barrio. Otra cosa difícil irse; “china”, decía ella, como el despertador. No conocía a nadie acá. Ni tenía plata. Sólo mi oficio y una convicción ciega de que había que saltar. Suficiente. Todo lo demás fue ocurriendo y no es materia de este relato. "Plantá bandera, encargate de defender lo que querés, nadie más lo va a hacer", arengaba Adriana mientras pedíamos otra cerveza y no nos importaba que se hiciera tarde, que fuera de noche.
Cuando me vine, el relojito chino fue uno de los pocos objetos que me acompañaron. Algunas otras cosas, varias, quedaron en la casa de un novio de quien me separé al poco tiempo. Los días se hicieron semanas y las semanas, años. Comencé a volver a Rosario cuando mi madre y mi hermana dejaron Firmat y se mudaron ahí. Rosario es siempre una ciudad plagada de recuerdos y como los recuerdos me abruman, la ciudad y yo estamos a cada rato estableciendo alianzas, renegociando territorios, acá podés ir, acá no.
Adriana fue quedando en las zonas de esos recuerdos incombustibles. O más bien, en la zona de gente incombustible. Esa gente que estuvo en cierto momento crucial. Luego el tiempo compartido se fue diluyendo pero no la amistad. O quizás la amistad también. Es raro lo que ocurre porque pueden pasar años pero cuando una ve a sus amigos puede retomar las cosas en el lugar exacto donde las dejó. Yo nunca tuve el valor de averiguar dónde dejamos nuestra amistad Adriana y yo.
Fue Cecilia quien se tomó el trabajo de contármelo. Ocurrió la semana pasada, mientras iba a buscarla a su hotel. Pensé cuándo la había visto por última vez. Sí, a comienzos de 2012. Estaba en su casa medio de casualidad y me quedé ahí hasta la hora de salir. Me había mirado en el espejo, vestida de negro, peleada una vez con esa ciudad que parecía no necesitarme, no vuelvo más no vuelvo más pero acá estaré por unas horas más. Esa noche llovió muchísimo. Esa noche conocí al hombre con quien estuve hasta hace unos meses. Llegó al bar envuelto en una capa de nylon, recién llegado de la isla, del río, de esos lugares donde siempre ha tenido sus reinos secretos. Sonrió, me enamoré, no nos separamos. Para él, la distancia entre Rosario y Baires se reducía a un colectivo que se tomaba cada fin de semana hasta que yo volví a hacer lo mismo. De su mano, la ciudad volvió a abrirse como si esta vez hubiese depuesto armas. Quizás lo hizo, quizás la que no sabe cómo bajar la guardia soy yo, ahora que Rosario está erizada de recuerdos otra vez.
Mientras tanto, unos meses antes Adriana se había enfermado de algo muy grave. Algo que, me advirtió Cecilia cuando me llamó para contarme, era probablemente irreversible. Vi a Adriana unas pocas veces. Una vez se había puesto una peluca de tejido denso para cubrir los efectos de la quimio. Le dije que le quedaba linda. Me dijo que sí, pero que en verano era insoportable.
Cecilia me escribía cada tanto para contarme cómo iban marchando las cosas. Yo decía cosas como “sí, dale” pero nunca hice nada. Podría justificarme diciendo que tuve unos líos importantes pero cualquier cosa que diga resulta de un egoísmo que me avergüenza.
Adriana murió el año pasado. Ese día decretaron duelo en la Escuela de Arte. Alguien puso un cartel escrito en letra de computadora sobre los portales cerrados. Alguien escribió “te voy a amar por siempre” debajo del nombre de Adriana.
Ahora Cecilia está frente a mí y me cuenta que la casa ésa que parecía indestructible, no existe más. La vendió y la constructora la demolió para construir un edificio. Por estos días, mi corazón parece anclado en una pena antigua. Ya no hay razones para estar triste y sin embargo, es mentira que el tiempo es lineal, que cura las heridas y todo eso. El tiempo es acumulación. Algo del pasado vuelve y es como una mariposa hecha de furia que bate sus alas y hace volar polvo; incluso toda la tierra. El tiempo es capaz de doler más que antes.
Comemos pizza mientras hablamos muchas cosas, con naturalidad, con amor, sin ningún tipo de reproche. Ella está igual de hermosa a cuando dejamos de vernos. Y tiene esa capacidad de tranquilizarme. Hablamos de nuestros amores nuevos. No hablamos de Adriana, no ahora, no ahí.
Caminamos las dos por Corrientes bajo la luna, bajo la noche.Me olvidé de traerle un ejemplar de mi libro de poemas, el que acabo de publicar. Se lo había prometido. Empecé a escribir algunos poemas en la pieza de la casa que ya no existe. No puedo dejar que Cecilia se vuelva sin libro a Rosario. Le regalo uno mejor: Tejiendo sueños, el libro de Patti sobre el que escribí hace unos pocos meses, cuando mi vida dio un vuelco otra vez. Le cuento la historia del libro, editado por primera vez a comienzos de los noventa en Estados Unidos, cuando Patti dejó la música por un rato y vinieron la muerte de su amigo Robert Mapplethorpe primero y su marido después. El libro no habla de ellos, no directamente, sino de una infancia que Patti vivió o deseó, no se sabe bien. No había traducción en castellano hasta ahora y no era fácil conseguirlo en inglés.
Le hablo a Cecilia del hombre que me ayudó a traducir algunos párrafos que encontré en internet. No sabía que viajaría lejos con él, que compraríamos ese libro una tarde adorable de lluvia en una ciudad donde no hablaban nuestro idioma. Ni sabía otras cosas que sigo sin saber.
Nos refugiamos un rato en un bar. La puerta se abre, a cuento de nada, entra un poco de viento, caen unas servilletas de papel al piso. Servilletas blancas, como banderas que ondean un instante, como hojas que esperan ser escritas. 
Cecilia me cuenta cosas sobre los últimos días de Adriana. Lo hace sin énfasis en el dolor, con aceptación del dolor, de lo inevitable. Escucho, escucho, escucho.
Pienso en el relojito chino, que obstinadamente sigue marcando las horas en mi habitación.
Pienso en todas las cosas que se extinguieron.
Pienso en todo lo que no puedo dejar atrás.
Cecilia sonríe y dice que a veces siente que Adriana está cerca.