domingo, 30 de junio de 2013

Eros


Se acaba de ir el médico, ése que se llama a domicilio tras una mala noche. Nada del otro mundo, lo de siempre: faringitis. Ya sé qué debo tomar, ya sé qué debo hacer. Voy al farmacity a buscar lo mismo que otras veces. Vuelvo y antes compro el diario. Es domingo.

El kiosquero de la esquina es un señor mayor, retacón, con unas bolsas debajo de sus ojos húmedos que lo hacen parecer buena persona. Se la pasa el año a la intemperie. No se queja, parece. Silba todo el tiempo. No es una melodía. Es como el silbido de una cafetera que no va a estallar. Aunque nunca se sabe.

Está sentado detrás de la puertita de chapa verde de su kiosko. Se le ven las piernas metidas en un jean holgado, las zapatillas algo deformes. Asoma por la puertita con su gorra. Sonríe como un chico travieso. “Hoy tengo compañía”, anuncia. A sus pies, un perro salchicha con manta roja me mira. Tiene la mirada del señor. Los perros se parecen a los dueños, y todas esas cosas que el feisbuk explica mejor que yo. Siento que el perro me sonríe. Pero sólo mueve la cola. Le pregunto al kiosquero cómo se llama. Mientras enrolla mi diario, responde: “Eros”. “Es el perro de mi hija, que lo trae algunas mañanas”, agrega. Miro a Eros. En otro momento se me hubiese ocurrido la obviedad guarra (y falocéntrica) de un perro salchicha llamado Eros. Soy de reírme con mis ocurrencias, a veces. Pero hoy estoy demasiado sensible y lo único que pienso es que ese Eros –tan distinto a la imagen de los dioses griegos que una tiene en la cabeza- viene a contar otra vez lo mismo: que el deseo aparece de la manera menos pensada, que nos encontramos con sexo, amor o todo junto o un poco de todo en los lugares más insospechados. Y que Eros puede transformarse en lúbrica estatua de mármol o aparecer bajo la forma de un perro salchicha.

“Lo que me mata es el deseo, doctor”, debería haberle respondido al médico que me preguntó si tenía stress ya que, razonó, quizás por eso tenga las defensas baja, la voz en un hilo. Porque lo que pasa es que me quedé muda. No es stress esta vez. Es energía erótica que me viene brotando como un orgasmo continuo. Me agarran unos subidotes como si me hubiera pasado horas tomando porquerías en el baño. Y luego bajo. Pero Mariana Enriquez lo dijo antes en un libro durísimo (justamente): bajar es lo peor.

No tiene que ver con sexo, al menos no de manera única. Pero sí tiene que ver con mi cuerpo, con la aceptación (al fin) de que mi cuerpo es un lugar donde se inscriben las huellas del momento que vivo. Algunas huellas son de una belleza indescriptible: las caricias, por ejemplo. Otras son lascerantes. No necesariamente malas, pero queman. Tienen que ver con que empecé a decir. Eso. Empecé a decir. Qué pienso realmente, por qué soy feminista, por qué no soy heterosexual (porque no creo en las normas que dicen cuándo, con quién, hasta dónde), lo mucho que me ha costado el cuarto propio, cómo es que hace años le vine dando vueltas al mismo poema, por qué me cuesta decir que escribo, que escribo, que escribo (y no sólo porque publique artículos en un diario).

Y también, por qué el lugar de mi palabra es el amor y ese lugar (contra lo que pueda pensarse) no es fácil ni complaciente. Yo libro mis batallas desde el amor. Tratando de dar amor y de recibirlo de manera sincera. Ahí se implanta mi palabra. Una no llega al amor desguarecida. Llega luego de atravesar muchos caminos. Una no llega al amor de una vez para siempre. Llega, atisba, se vuelve a perder. El amor no es amor a “una” persona, a “un” perro salchicha. Esas son formas del amor. El amor es un estado de gracia que no necesita de un objeto porque los abarca todos. Y en ese instante, deja de abarcarlos, los objetos se transforman y una debe transformarse otra vez, volver a iniciar un camino que siempre empieza. Una no llega del todo, quizás, a palpar el amor, a sentirlo, siempre. Pero es un lugar posible en el mundo. Y es un lugar de riesgo. Para intentar abarcarlo, no hay más posibilidad que estar desnuda. Y la desnudez de una mujer (física, simbólica, las dos) es  inquietante para todo el mundo, empezando por una misma.

Me hubiese gustado explicarle todas estas cosas al médico que dictaminó que tengo faringitis y que por eso perdí la voz.

Ayer imprimí todos los poemas del libro en el que vengo trabajando hace diez años. Claro que no son los poemas de hace diez años. Son poemas que se han ido desnudando con el tiempo, que fueron cambiando de forma, de estructura. Son como capas de tierra en las que hundí los dedos para salir con las manos sucias, pero triunfantes. Las manos de mi propio barro.

Puse todas las hojas arriba del piso, acomodadas como cartas de tarot. Una cosa es un poema y otra cosa son muchos poemas juntos, que intentan dialogar entre sí. Palabras recurrentes: “sutil”, “pasto”, “tarde”. En algunos casos encontré palabras mejores, en otros no. Por centésima vez, volví a leer, taché, corregí. Pero algo nuevo pasó: pude decidir qué poemas dialogaban mejor entre sí, dónde ubicar uno y otro. Fui creando una constelación. Mi propia constelación. Y por primera vez, creo en ella.

Tengo el título, los epígrafes. Tengo poemas que fui bordando y también zurciendo. Decidí qué cantidad de poemas están en el libro y por qué (veintidós; no veintiuno, veintiuno es lo que dice la ley y estoy tratando de escaparle a ciertas leyes arbitrarias pero tampoco es que las desconozca).

Guardo los rezagos de esos poemas. Por eso mi poemario se llama “Caja de costura”. No es perfecto. Está hecho de muchas cosas que fueron a parar allí.

Los griegos tienen a su Eros y también a sus Moiras, sus tres hilanderas del destino. Las Moiras no poseen leyenda propiamente dicha. Apenas son más que el símbolo de una concepción del mundo, mitad filosófica, mitad religiosa. Regulaban la duración de la vida desde el nacimiento hasta la muerte, con ayuda de un hilo que la primera hilaba, la segunda enrollaba y la tercera cortaba cuando la correspondiente existencia llegaba a su término.

Ayer me quedé en silencio muchas horas, mirando los poemas en el piso, preguntándoles si tenían algo más para decir, calmándoles las ansias, diciéndoles que no tienen por qué decir todo de sopetón, que ya vendrán maneras más exactas y transparentes de decir. En esto último quizás les mentí un poco. Pero desear no es mentir, exactamente.

Volví al archivo de word, corregí, cambié títulos pero decidí que no iba a dar ya una vuelta en aire. Ya no. Ya está. Ya lo hice demasiadas veces. Ya mi palabra pide nuevas palabras. Mi cuerpo necesita descanso amoroso.

Así que por fin, terminé. Cuando empecé a recoger los poemas del piso, también empezó una canción hermosa de Marie Pierre Arthur, una cantante canadiense, “Si tu savais”, que había quedado guardada en la computadora. Volví a sentir el cosquilleo que viene cuando llega el subidón. Si supieras. Ahí viene, ahí llega, ahí se cortó el hilo. Ahí empiezan los títulos finales de la película. Te quedaste sin voz porque el amor es así.



sábado, 22 de junio de 2013

Mujeres, escrituras y africanos

Leí este texto el miércoles 19 de junio de 2013 en la Biblioteca Nacional de Buenos Aires, en el marco de la presentación de la antología "Nada que ver". Ese libro, editado por Caballo Negro y Recovecos, está compuesto por 14 cuentos y relatos de escritoras rosarinas; yo, entre ellas. 


Entre los africanos, cuando un narrador llega al final de un cuento, pone su palma en el suelo y dice: “aquí dejo mi historia para que otro la lleve”.
Esto lo cuenta María Teresa Andruetto en un libro que se llama Hacia una literatura sin adjetivos. Y ella agrega: “Cada final es un comienzo, una historia que nace una y otra vez, un nuevo libro”.
Creo que la frase de los africanos y la de María Teresa pueden juntarse, superponerse, como quien busca el par de lentes adecuados para mirar a trasluz los relatos incluidos en Nada que ver.
Dejar la historia para que otra persona se la lleve es un acto de entrega, donde se abrazan quien habla y quien escucha. Se trata de un juego que recomienza cada vez que alguien, en algún lugar, cuenta una historia y otro escucha, y otro cuenta y así.
Por otro lado, si cada final es un comienzo, en el caso de un libro coral como éste, las historias empiezan y terminan todo el tiempo. Pero quizás no empiezan ni terminan cuando cada autora pone un punto final. Quizás estas historias son la continuación de una lengua que es anterior a nosotras como escritoras.
¿A qué me refiero? Cada uno de estos relatos está escrito en una lengua propia, la que surge del proceso de escritura. Pero a la vez, cada lengua dialoga con las otras. Así vamos construyendo un relato continuo que, sin embargo, es distinto según la voz de quien escribe y la sensibilidad de quien lee.
Entonces, este libro es también un acto generoso porque cada escritora deja su historia y la otra, la que viene detrás, recoge el guante. Y así, hasta el final, aunque no hablemos de lo mismo, aunque nuestros textos no supieran de antemano con qué otros textos iban a dialogar.
Es decir, damos nuestras historias para compartirlas con quien lee. Pero también, por ser una colección de relatos de autoras diversas, dejamos nuestra historia a los pies de la historia que viene.
Y a la vez, todos estos relatos son la continuación de la voz de cada mujer que alguna vez, en algún lugar, contó una historia para sentirse menos sola.
Nada que ver se abre con un prólogo hermoso de la escritora, poeta y crítica Beatriz Vignoli que busca los rasgos comunes y también lo singular en cada relato.
Un rasgo común, evidente, es que todas somos rosarinas. Pero bueno, aquí hay que detenerse en la letra chica. Si uno se fija en la parte final, donde hay pequeñas biografías, advierte que muchas nacieron en Rosario y otras no nacimos en Rosario. La importancia del origen para cada una es distinta. Pero lo interesante es que de algún modo, el hecho de que seamos de Rosario, pero también de San Pedro, de Casilda, de Amstrong o de Firmat, hace de este libro un texto muy rosarino que, a mí entender, desmiente el título.
Porque Rosario es una ciudad con origen y presente mestizos, de muchas sangres venidas de muchos lugares. Esas sangres tienen que ver entre sí, le dan a la ciudad una fisonomía, una cultura, un modo de hablar, un modo de estar en el mundo que la diferencia de otras ciudades. Hablo de sangres españolas e italianas, sí, pero también africanas, bolivianas, chinas y peruanas.
Rosario es una ciudad en la que vivimos o hemos vivido, que hemos amado y padecido, que nos atrae y muchas veces, también nos expulsa. No todos estos relatos aluden a la ciudad como geografía. En eso sí no tienen nada que ver. Y sin embargo, en ellos hay rastros de una lengua propia del lugar que a mí, en una lectura personal y arbitraria, se me fue apareciendo casi sin querer. O será que yo busco esos rastros porque ellos hablan de quien soy.
Hay alusiones evidentes a cierta “rosarinidad” como la calle Pocho Lepratti, la humedad o el colectivo de la línea 127 en el relato “El fulgor de lo imaginario” de Laura Oriato. Natalia Massei en su texto “Travesti” –que habla de una travesti- alude a un cementerio que conozco, a un Marcelo Scalona que conozco. ¿Importa conocer o no conocer? Para nada. Cada cual construirá en su imaginación una calle Pocho Lepratti, un cementerio, un Marcelo Scalona. Genial. Pero en lo personal, encontrar esas marcas en los textos me gusta.
Debe ser porque en Buenos Aires, donde vivo ahora, la gente tiene otras referencias, otros lugares comunes, otros recuerdos, que a mí no me suenan. Entonces, como lectora, adoro encontrar lugares y personas que me suenen y me resuenen. Quizás, como les dije, porque yo sí siento que tengo mucho que ver con Rosario.
Esta suerte de tensión entre el idioma cercano y el que suena como de otro lugar, es una marca de agua en el texto “Viejos tíos” de María Laura Frucella. Laura vive en Barcelona. Entonces por debajo de su lengua, de a ratos neutra, aparecen unas pepitas de oro pequeñísimas. Por ejemplo, en el relato hay unas tías que van colmando las mesas de “confituras, mantecados, tartas”. Esta enumeración, con un levísimo aire catalán, se quiebra cuando irrumpe al final del párrafo la criollísima “pasta frola”, que quizás vino de Suiza, como leí, pero en Suiza no hay membrillo ni batata. Nuestro origen, repito, es mestizo, y estos cuentos lo son.
Siguiendo con algunos rasgos comunes, Beatriz dice que en estas historias, la experiencia de poseer “un cuarto propio” de la escritura que aísla de los mandatos de género, ocupa un lugar central. Me parece importante señalar esto.
Las mujeres que hablan en los relatos de este libro no son, por suerte, políticamente correctas. Se ocupan, más bien, de las fisuras en los mandatos de género y, por supuesto, del héteropatriarcado. Imaginen si no lo que promete un cuento como “Tu madre no quería hijos” de Lorena Aguado, que además de ese título tiene frases tan intensas y hermosas como “le dije a mi hermano que las personas con miedo maltratan al mundo”. O el sugestivo nombre “Encima”, de Mercedes Gómez de la Cruz. El monólogo interior del hombre y la mujer de ese cuento indaga en un asunto realmente profundo: coger o no coger. Y habla de coger, a secas. Y el verbo está muy bien utilizado. Coger, no por amor, no para formar familias, sino por razones más atávicas. O sea, coger porque sí. También me gustó de ese relato el gran sentido del humor, el juego cachondo de Mercedes con las palabras.
Desde un registro distinto, la chica de “Turquesa”, de Manuela Suárez, también cuestiona los mandatos cuando sus uñas pintadas de lila se ensucian con un color negro del que no daremos más detalles acá así se quedan con la intriga. Y siguiendo con el tema de las fisuras, el yo ficcional construido por Irina Garbatzky confiesa un odio fraterno, el odio a la otra, que es su hermana, en “Los dobles y el jaguar”.
Hay otros relatos cuya tensión se construye por lo que se omite más que por lo que se dice. Por ejemplo, “Cuando viene la nube” de Amanda Poliester. O “Escombros de una pirámide humana” de Mayra Rodríguez. Amanda y Mayra son muy sabias porque dejan que sus personajes hagan lo que puedan. Los acompañan, les dan voz, pero no pretenden que los personajes hagan lo que ellas quieren sino lo que pueden en función de sus circunstancias.
Seguí “El camino de las hormigas” para llegar a su autora, Verónica Laurino. Y cuando esto sucedió, y la encontré, ella me regaló su novela “Jardines del infierno”. Como señala Beatriz, Véronica explora en estos dos textos “los ecosistemas naturales como microcosmos del mundo humano, a través de personajes femeninos dotados del don de comunicar ambos reinos entre sí”.
La verdad es que, con Verónica, más que conocernos, nos reconocimos como las hormigas que juntan sus antenas porque apenas empezamos a charlar encontramos que teníamos mucha gente en común. Es que en Rosario la gente en general ya se conoce, se cruza, comparte –o ha compartido- amistades. Comparte –o ha compartido- libros, recitales, bares, chapoteos en el río e inclusive amantes.
Este libro me ha reunido con mujeres que no conocía y también con otras que sí conocía. Con Celeste Galiano y con Carolina Musa estudiamos Comunicación Social, al igual que Lorena Aguado y María Laura Isaia.
Celeste escribió para este libro una serie de microficciones bajo el título “Orbis nostrum” que significa “Nuestra ciudad”. En estos cuentos, el entorno habla mucho de los personajes; el entorno adquiere la fuerza de un otro frente al cual los personajes no siempre están en igualdad de condiciones. Hay que ver quién gana la batalla en cada caso.
En julio de 2012, hace casi un año, presentamos este mismo libro en Córdoba junto a Eugenia Almeida. En esa oportunidad, Eugenia habló de su fascinación por el relato “Inventario” de Carolina Musa, un viaje largo y agobiante que va socavando la palabra, la enrarece, la devuelve al papel convertida en un objeto extraño, poético. Comparto la fascinación de Eugenia y señalo, justamente, que muchas de las mujeres de este libro son, también poetas.
Sobre mi texto, “Flor rara” sólo voy a decir que hace poco encontré una canción de Christina Rosenvinge, que se llama “Flores raras” y que esa correspondencia me causó gracia. Me gusta la música de Cristina pero no conocía ese tema o quizás sí pero lo olvidé. También publiqué un texto en mi blog que se llama “Patas de rana” y a la vez, ése es el título de una novela de Amanda Poliester. Y esa novela está en mi biblioteca. Así que ésta es la evidencia de lo que decía al principio, que nuestra lengua está habitada por otras y que la escritura, muchas veces, revela cuántas lenguas nos hablan y cuántas hemos olvidado.
Volviendo al tema de la poesía, hay una frase de Wislawa Szyborska que dice: “En el lenguaje de la poesía donde se calibra cada palabra, nada es normal. Ni una sola piedra, ni una sola nube. Y sobre todo, ni una sola existencia, ninguna existencia en el mundo”.
Así Wislawa le devuelve a las palabras toda su carga de rareza, de extrañamiento, de aquello que se mira por primera vez. Y así subvierte también la idea de que las cosas deben ser “normales”. Como históricamente debimos ser “normales” las mujeres hasta que decidimos patear el tablero.
Dejar nuestras historias para que otros las lleven –como dicen los africanos que, entre paréntesis, también vienen de una tradición de sojuzgamiento- ha sido, en el caso de las mujeres, un acto de sabiduría para perpetuarnos como género. Y un acto de rebeldía frente a quienes no nos consideraban dignas de vida ni de escritura.
Beatriz habla en el prólogo del “cuarto propio” y no puedo menos que volver a ese territorio común hecho de palabras que Virginia Woolf y otras vienen tejiendo a fuerza de convicción. Ellas nos dejan sus historias. Y ahora nosotras hacemos lo mismo: ponemos nuestra palma en el suelo y dejamos nuestra palabra para que ustedes se la lleven.