Para Victoria, Sonia, Maite, Juliana y Gimena
La mujer es diminuta y pesa poco más que la gota de sudor
(una sola) que resbala discretamente por la sien. Ella no se da cuenta o no le
importa. Se acaricia brevemente la mejilla y vuelve a posar sus manos (nudosas)
en la falda. Lleva un saquito que quizás es un poco caluroso para andar en
subte. El saquito tiene flores celestes. Quizás se parezcan un poco a sus ojos
pero no se sabe porque sus ojos son dos líneas que se engrosan de a ratos.
Tampoco es que esté con los ojos cerrados, dormidos. Parece más bien ajena al
traqueteo del vagón, a la gente que entra y sale. Se sobresalta un poco, eso
sí, cuando el subte se detiene en cada estación. Empezó preguntándole a una
chica que lleva audífonos gigantes. Pero la chica se bajó hace un rato. En ese
asiento se instaló un hombre gordo con una remera que dice “Feel like God”
(sentite como Dios). El hombre gordo lleva upa a un niñito gordo que va tomando
como puede un helado que se tambalea. Es un helado oscuro, chocolate o algo
así, que se chorrea lentamente y le cae por las manos. El hombre se las seca
cada tanto con una de esas servilletas de papel inútiles que te dan en las
heladerías, de un papel casi transparente y resbaladizo. El chico sigue
aplicado a la tarea de ir más rápido que el helado. Le pasa la lengua por un
costado, por otro, y también se mancha la boca.
Los miro porque me gusta. Hace poco una amiga hizo una nota
para un suplemento de mujeres donde les preguntaba a unas cuantas a qué
jugaban. Al burako, al TEG, a la canasta, a chapotear en el agua, a trepar
árboles, al fútbol, inclusive. Es decir, las mujeres no juegan a seducir
varones como el único juego que imponen ciertas revistas y la tele y esos
papelitos horribles y siniestros que tipos aún más horribles y siniestros pegan
en Florida con avisos de chicas hermosas que ofrecen sexo como jugando (en
realidad, muchas veces son prostíbulos ilegales, si ves esos papelitos,
arrancalos, es un acto casi ínfimo al lado del problema monstruoso pero es algo).
Si yo hubiese respondido la encuesta que mi amiga hizo por feisbuk, hubiese respondido
que yo miro gente, que mi juego es estudiarla, ver cómo va vestida, cómo gesticula,
inventarle una vida, pensar quién la espera (o no) a la salida del subte.
Me gusta la señora diminuta en su asiento, abstraída, como
sentada en un pequeño trono de plástico que le queda grande pero al que accede
porque no le importa, porque el subte es su carruaje y ella debe llegar a algún
lado. Por algo lleva el saquito elegante, esa pollera larga también floreada,
moteada de pimpollos, y esas sandalias de taco bajo de las que sobresalen unos
dedos pintados con esmalte color perla. A las señoras grandes les gustan los
esmaltes color perla más que los mate. Es decir, los esmaltes de brillo
satinado, como el blanco que lleva la señora en la uña de los pies, al final de
las sandalias bajas. Las señoras usan sandalias bajas. Debe ser para no caerse.
Las chicas más jóvenes también usamos sandalias bajas. Pero es para estar más
cómodas para esas jornadas de trabajo que no terminan nunca, para correr de acá
hasta allá. Pero llega un momento donde no podemos correr más. A mí me pasó
hace un tiempo. Y me sigue pasando.
Debe ser eso lo que me tiene preocupada desde hace días. Que
no puedo correr. No es un asunto de los huesos. No. Es que mi cuerpo no quiere
correr más. Tampoco quiere agitarse cuando ciertas cosas no me gustan. En esos
momentos el corazón me palpita y tengo que respirar muy hondo para no hablar, para
no decir. La psiquiatra me dijo que no responda a ciertas provocaciones. Hay
gente que te dice cómo vivir. Y que se enoja si un día decís que no querés vivir
así. Porque sucede que un día una se da cuenta de que correr para otros, estar
pendiente de otros (por razones diversas, atávicas, cada cual puede llenar a su
antojo la línea de puntos) es un asunto que en verdad tiene que ver con una.
Una y los otros. Sería un buen título para una película de Kieślowski. Qué
lástima que pasó de moda. Debe ser que la gente que se muere corre el riesgo de
pasar de moda. Igual, hay películas que envejecen con mucha elegancia. Como
Tootsie. Anoche vi Tootsie en el cable. Jessica Lange le dice a Dustin Hoffman
(vestido de chica, encantador con su maquillaje cargado, su pelucota y sus ojos
embadurnados de meik up) que es difícil para una mujer vivir en los ochenta.
Que a ella le encantaría un hombre que viniera y le dijera que quiere
conocerla, que él también anda un poco confundido y que quizás funcione o no
pero que en todo caso, pueden intentarlo y empezar por algún lado, o sea,
haciendo el amor. Dustin-Tootsie la mira como una madre comprensiva y a la vez,
como un hombre que la desea. Salvando las distancias, Virginia Woolf tampoco la
tuvo fácil. Las chicas de hoy, que éramos niñas en los ochenta, no somos
excepción. Y seguramente la señora que viaja frente a mí debió enfrentar
algunos problemas. Quizás los esté enfrentando ahora mismo. (Pero parece muy
tranquila).
Vuelvo a mirar a la señora para no pensar en mí, en cosas
que me angustian. Me gusta su piel fina como de papel para secarse las manos,
con unas pecas color té, casi invisibles, que le suben por los brazos y el
escote. Porque la señora tiene un escote, discreto. (¿Qué mira la señora? Tiene
ese modo oblicuo de mirar de las señoras grandes). Hace un tiempo, una amiga me
recomendó que tengo que mirar así a la gente que no me gusta, como
atravesándola, como interesada en algo que está más allá de ellos. No me sale,
yo miro a la gente de frente. Y si me resulta perturbador, bajo la mirada. Por
eso miro a ver cómo mira esta señora, para aprender. Y sí, mira como si su
interés estuviera puesto en un punto invisible, más allá de cualquier contorno
humano. Eso. Ella mira cierta cosa que está más allá, algún pájaro invisible
que se nos posa en el hombro, o toda una bandada de pájaros que no vemos y que
nos vuelan alrededor, a veces como un cuento de hadas, a veces como una de
Hitchock. Seguro que Hitchcock sabía de qué hablaba cuando pobló la pantalla de
pájaros negros, como había hecho hacía tiempo Van Gogh en una tela que se me
acaba de venir a la memoria.
Como estos no fueron días fáciles, fui de una psiquiatra.
Ahora voy a parar un ratito para decir algo poco amable: me pasman las
historias de chicas que van a la terapia, al psicoanálisis. A menos que se
tomen el asunto en serio, como Alison Bechdel, que en su última novela gráfica
se mete a fondo en sus sueños, en la descripción de sus terapeutas, en eso que
en las facultades se denomina “neurosis” para investigar el vínculo con su
madre. Pero en general, cuando en los relatos una persona dice que va del
terapeuta, dice poco, para ahí. Quizás esté bien. Al fin de cuentas, no hay por
qué contar qué hace alguien en terapia. Sí, hace bien hacer terapia. Pero como
yo un día no pude caminar, y algo me empezó a hacer un ruido espantoso por
dentro, el ruido de mi corazón acelerado, llamé a mi terapeuta y ella me derivó
a una psiquiatra. De pelo rojo. No quiero decir más que esto: la psiquiatra me
recomendó que se me vuelen los pájaros. De veras. Se refería a los pájaros de
la escritura. “Vos los dejás volar y ellos vuelven con historias para susurrarte,
que debés escribir”. También me dijo que mi laburo, el periodismo, consiste en
escribir para otros, a cambio de un sueldo, el capitalismo y esas cosas.
Escribir poemas, relatos, cuentos, es antes que nada, una necesidad interna.
Acuciante. Que no tiene una “utilidad” excepto la belleza, la huella
imperceptible de una palabra en una hoja en algún lugar del mundo, para otro u
otra que te busca tanto como vos buscás a otros u otras para leerlos porque
leer poemas, cuentos, relatos es, por momentos, casi lo único que te mantiene
viva. Eso, y el amor. El amor es muchas cosas, tiene formas que cada uno sabe.
El vagón se detiene una vez más. La señora sale de su estado
de mirar más allá y le pregunta al hombre que lleva el niño upa qué estación
es esa. El hombre responde y la señora se levanta con una vitalidad
sorprendente, como si supiera correr. Entonces me pasa al lado. La puerta del
vagón tarda un poco en abrirse. Al niño se le cae el helado. Queda poco pero
igual hace un charco oscuro y pegajoso en el piso. Al niño parece no
importarle. Su padre le limpia los dedos con su camisa, quizás
porque ya no hay servilletas, con un gesto de cariño parecido a Dios.
La señora vestida de flores me mira. Los pájaros luminosos y
los pájaros negros, todos los pájaros que me aletean alrededor,
invisibles pero contundentes, se inquietan. La señora no mira los pájaros, sin embargo. Su mirada no es
elusiva, ni oblicua, ni suave ni nada. Me mira a mí. Directamente. Con
una intensidad que hace que sus ojos de agua sean inundación y agua limpia y
una inmersión hacia lo profundo que no causa angustia sino calma, un bálsamo
sobre una llaga ardiente. Los pájaros de repente se amansaron. Y aquí estoy,
sentada, escribiendo esto que pasó.
hola Ivana!! llegué aquí por el blog de Ceci de sos lo que amás y su link sobre el post de los casamientos. Cuando empecé el texto y leí "Guidobaldi" dije "ups, de quién es este blog??"
ResponderEliminarMe sorprendió gratamente encontrarte y me leí muchos de tus post de un tirón en esta tarde de jueves feriado. Me gustó mucho el tema del casamiento, y el último párrafo me emocionó!
Y este, este me encantó, la descripción formó una idea exacta en mi mente de la señora, del momento, de la angustia, de la mirada.
Un gusto encontrarte, te seguiré leyendo porque de verdad es un placer!!
te mando un beso,
Lilian Giusti (desde Firmat)