jueves, 27 de septiembre de 2012

El reino azul


2.

A las cinco de la tarde, la zona cercana al Parque de España estalla de pibes y pibas. Van en grupo de acá para allá. Toman una especie de licuado rojo en vasitos de plástico (después de andar un rato voy a ver que uno de los carritos más concurridos es el que dice “granizado de frutilla fresh”). Fuman. Se miran, se atisban, se gritan cosas de vez en cuando, siguen. Son cientos. Algunos son hermosos. Y no tienen nada que ver con esos títulos catástrofe que suele poner un diario de Rosario cada 22 de setiembre donde se habla de “riñas”, “vándalos”, “detenidos”. Los que ponen esos títulos nunca fueron jóvenes. Nacieron con la chomba puesta. Aceptaron que sus madres les comprasen las medias. Les ponen bozal a las palabras, las llevan de paseo hasta la portada del diario y ahí las abandonan. Así que no es extraño que desconfíen de un piercing o un skate.

Igual, hay policías por todos lados. Los de la Guardia Urbana (vestidos de naranja), los de Prefectura (vestidos de marrón), los polícia-policía (vestidos de negro y, dios, avanzando en fila mientras marchan todos al mismo paso). Pasa que al pic nic de la primavera de esa zona lo organiza el municipio. Así que si te ven con una botella de cerveza, te la vacían. Vi a un poeta joven fumando cosas apoyado en un auto junto a sus amigos. Lo vi después con uno de los de marrón que se le iba al humo mientras él arrojaba la tuca por ahí. No pasó a mayores.

Hay tres escenarios: uno de bandas emergentes, otro de rock y otro de cumbia. Este último está lleno. Me voy para el de rock. Pero antes me compro un pancho. La señora que atiende me ofrece salsas de todos los gustos (de choclo, picante, salsa golf) y lluvia de papas. Y yo le digo que bueno, que ponga un poco de todo, que gracias, y llego justo cuando Julio Franchi sale al escenario.

A Julio lo conocí cuando tenía diez años y una familia que era “esa-que-todos-en-Firmat-queríamos-tener”. Sus dos hermanos menores ahora son artistas como él. Su papá, Miguel y su madre, Lila, eran nuestros profesores de teatro, a comienzos de los noventa. Gente que reivindicaba de veras a Perón, que proponía hacer ensayos de obras que íbamos creando entre todos al aire libre, que te proponía leer a Girondo, a Gelman, a Jácques Prévert, componer un personaje que hablara como Eva y como Alejandra Pizarnik. Gente que se sentaba a escuchar el recién salido Pelusón of milk. Y que además, daban clases en los barrios. Ahí, en Firmat, nació Germinal Terrakius, un personaje que fue mutando de tiempo en tiempo pero que básicamente comenzó siendo un comentarista de fútbol que devino en un político con mucha más cabeza que los cínicos vendepatria de esos días. Miguel se llenaba de spray su melena oscura, se ponía unas gafas de nadar, un sobretodo, un megáfono y se transformaba en Germinal. Su éxito en el pueblo fue rotundo y hasta tuvo su propio programa en el cable. (Pongo en Google el nombre de Germinal. Me entero que a fines del año pasado hizo su última show. Y también: “Recientemente Franchi, consultado sobre el repliegue de Germinal, dijo: ‘Si alguna vez vuelve, promete trabajar mucho para mejorar unas cuantas cosas’. Enterado de esto, Germinal replicó: ‘Porque no se va a cagar, me hubiera avisado que estaba tan disconforme. Nadie sabe lo que me ha costado aguantarlo 20 años’.)

El aire se quedaba quieto, suspendido, cuando Lila llegaba a la pileta en verano, tan hermosa con sus ojos verde mate, el pelo enruladísimo cayendo por los hombros y una bikini de breteles finos. Cada vez que pienso en ella hay un recuerdo que vuelve. Estábamos en la municipalidad (un edificio cuadrado, con alfombras de un azul marino formal, donde por entonces se daban algunos talleres) y Lila empezó a decir que para un artista, antes que actuar, escribir o pintar, lo primero era observar. “Si sabés mirar, tenés el cincuenta por ciento de la cuestión resuelta”, aseguró. Fue como una fórmula mágica. Y encima le echó unos polvos de colores para que hiciera combustión. Entonces dijo: “reivindiquemos la belleza. Y hagámoslo inclusive desde la misma palabra. Hay cosas que no son “lindas” sino “bellas”. Hay que saber la diferencia. Hay que saber buscar. Hay que usar más y mejores palabras para nombrar el mundo”.

Con gente así, podíamos dispersar el aire turbio del menemismo por un rato. El clima de época se podía sintetizar en una historieta que nos mostró Miguel una tarde: “El Reino Azul”, con guión de Carlos Trillo y Enrique Breccia. Era la historia de un rey que exigía que toda la comarca fuera azul. Pero la gente seguía cagando en marrón y transformó sus soretes en un acto de resistencia, dejándolos de contrabando en calles y monumentos. Entonces el rey manda a que la comarca se pinte de marrón. Y es ahí cuando, en medio de la noche, bajo un farol, alguien deposita un sorete… azul. (Hago Google otra vez. Encuentro la historieta. Abro el archivo y me vuelven las briznas del pasto recién cortado de una tarde de verano, los mosquitos, las hamacas, el laberinto –había un juego que se llamaba así- y todo un grupete de adolescentes matando el tiempo mientras leíamos esa Fierro a la sombra).

Julio comenzó a recitar un verso que hablaba de platos y lenguas.  Y después pronunció “Oliverio Girondo” y arrancó con un tema. Creo que a Oliverio le hubiese encantado que su palabra circulara entre unos cuantos adolescentes que habían preferido ir ahí antes que meterse en el tumulto de la cumbia auspiciada por una radio FM. Me gustan muchos de sus temas y en especial “Uno contra uno” que dice: “la música me gusta pero el grito no me alcanza / ahora siento algo que me está sacando de mi casa / uy, que bueno enamorarme de nuevo / uy, que bueno me saco todo el veneno y me quemo”.

Con gente así, que cuenta historias sinceras y va dejando rastros, la belleza del mundo pervive en medio de mucha basura. Pensando en esas cosas vuelvo al Parque de España. Ahí comienza el día 2 del Festival de Poesía. Para mí, el día uno.

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