2.
A las cinco de la tarde, la zona cercana al Parque de España
estalla de pibes y pibas. Van en grupo de acá para allá. Toman una especie de
licuado rojo en vasitos de plástico (después de andar un rato voy a ver que uno
de los carritos más concurridos es el que dice “granizado de frutilla fresh”).
Fuman. Se miran, se atisban, se gritan cosas de vez en cuando, siguen. Son
cientos. Algunos son hermosos. Y no tienen nada que ver con esos títulos
catástrofe que suele poner un diario de Rosario cada 22 de setiembre donde se
habla de “riñas”, “vándalos”, “detenidos”. Los que ponen esos títulos nunca
fueron jóvenes. Nacieron con la chomba puesta. Aceptaron que sus madres les
comprasen las medias. Les ponen bozal a las palabras, las llevan de paseo hasta
la portada del diario y ahí las abandonan. Así que no es extraño que desconfíen
de un piercing o un skate.
Igual, hay policías por todos lados. Los de la Guardia
Urbana (vestidos de naranja), los de Prefectura (vestidos de marrón), los
polícia-policía (vestidos de negro y, dios, avanzando en fila mientras marchan
todos al mismo paso). Pasa que al pic nic de la primavera de esa zona lo
organiza el municipio. Así que si te ven con una botella de cerveza, te la vacían.
Vi a un poeta joven fumando cosas apoyado en un auto junto a sus amigos. Lo vi
después con uno de los de marrón que se le iba al humo mientras él arrojaba la
tuca por ahí. No pasó a mayores.
Hay tres escenarios: uno de bandas emergentes, otro de rock
y otro de cumbia. Este último está lleno. Me voy para el de rock. Pero antes me
compro un pancho. La señora que atiende me ofrece salsas de todos los gustos
(de choclo, picante, salsa golf) y lluvia de papas. Y yo le digo que bueno, que ponga un poco de todo, que
gracias, y llego justo cuando Julio Franchi sale al escenario.
A Julio lo conocí cuando tenía diez años y una familia que
era “esa-que-todos-en-Firmat-queríamos-tener”. Sus dos hermanos menores ahora
son artistas como él. Su papá, Miguel y su madre, Lila, eran nuestros
profesores de teatro, a comienzos de los noventa. Gente que reivindicaba de
veras a Perón, que proponía
hacer ensayos de obras que íbamos creando entre todos al aire libre, que te
proponía leer a Girondo, a Gelman, a Jácques Prévert, componer un personaje que
hablara como Eva y como Alejandra Pizarnik. Gente que se sentaba a escuchar el
recién salido Pelusón of milk. Y que además, daban clases en los barrios. Ahí,
en Firmat, nació Germinal Terrakius, un personaje que fue mutando de tiempo en
tiempo pero que básicamente comenzó siendo un comentarista de fútbol que devino
en un político con mucha más cabeza que los cínicos vendepatria de esos días.
Miguel se llenaba de spray su melena oscura, se ponía unas gafas de nadar, un
sobretodo, un megáfono y se transformaba en Germinal. Su éxito en el pueblo fue
rotundo y hasta tuvo su propio programa en el cable. (Pongo en Google el nombre
de Germinal. Me entero que a fines del año pasado hizo su última show. Y
también: “Recientemente Franchi, consultado sobre el repliegue de Germinal,
dijo: ‘Si alguna vez vuelve, promete trabajar mucho para mejorar unas cuantas
cosas’. Enterado de esto, Germinal replicó: ‘Porque no se va a cagar, me
hubiera avisado que estaba tan disconforme. Nadie sabe lo que me ha costado
aguantarlo 20 años’.)
El aire se quedaba quieto, suspendido, cuando Lila llegaba a
la pileta en verano, tan hermosa con sus ojos verde mate, el pelo enruladísimo
cayendo por los hombros y una bikini de breteles finos. Cada vez que pienso en
ella hay un recuerdo que vuelve. Estábamos en la municipalidad (un edificio
cuadrado, con alfombras de un azul marino formal, donde por entonces se daban
algunos talleres) y Lila empezó a decir que para un artista, antes que actuar,
escribir o pintar, lo primero era observar. “Si sabés mirar, tenés el cincuenta
por ciento de la cuestión resuelta”, aseguró. Fue como una fórmula mágica. Y
encima le echó unos polvos de colores para que hiciera combustión. Entonces
dijo: “reivindiquemos la belleza. Y hagámoslo inclusive desde la misma palabra.
Hay cosas que no son “lindas” sino “bellas”. Hay que saber la diferencia. Hay
que saber buscar. Hay que usar más y mejores palabras para nombrar el mundo”.
Con gente así, podíamos dispersar el aire turbio del menemismo
por un rato. El clima de época se podía sintetizar en una historieta que nos
mostró Miguel una tarde: “El Reino Azul”, con guión de Carlos Trillo y Enrique
Breccia. Era la historia de un rey que exigía que toda la comarca fuera azul.
Pero la gente seguía cagando en marrón y transformó sus soretes en un acto de
resistencia, dejándolos de contrabando en calles y monumentos. Entonces el rey
manda a que la comarca se pinte de marrón. Y es ahí cuando, en medio de la
noche, bajo un farol, alguien deposita un sorete… azul. (Hago Google otra vez.
Encuentro la historieta. Abro el archivo y me vuelven las briznas del pasto
recién cortado de una tarde de verano, los mosquitos, las hamacas, el laberinto
–había un juego que se llamaba así- y todo un grupete de adolescentes matando
el tiempo mientras leíamos esa Fierro a la sombra).
Julio comenzó a recitar un verso que hablaba de platos y
lenguas. Y después pronunció “Oliverio
Girondo” y arrancó con un tema. Creo que a Oliverio le hubiese encantado que su
palabra circulara entre unos cuantos adolescentes que habían preferido ir ahí
antes que meterse en el tumulto de la cumbia auspiciada por una radio FM. Me
gustan muchos de sus temas y en especial “Uno contra uno” que dice: “la música
me gusta pero el grito no me alcanza / ahora siento algo que me está sacando de
mi casa / uy, que bueno enamorarme de nuevo / uy, que bueno me saco todo el
veneno y me quemo”.
Con gente así, que cuenta historias sinceras y va dejando rastros, la
belleza del mundo pervive en medio de mucha basura. Pensando en esas cosas vuelvo
al Parque de España. Ahí comienza el día 2 del Festival de Poesía. Para mí, el
día uno.
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