1.
Abro el paquete con tres facturas. Está plegado con cuidado,
los bordes de arriba juntos en la punta y vueltos a doblar. Es una obra de
Jorge, el panadero, que tiene su negocio al lado de mi casa.
Jorge era publicista en los sesenta y trabajaba en el Palacio
Barolo (el de Avenida de Mayo que está inspirado en La Divina Comedia). Su
panadería está decorada con objetos tan insólitos como un poster antiguo de
Marilyn Monroe, la talla en madera de un gato montés que le trajo un
antropólogo yanqui que trabaja en El Chaco, unas latas de cerveza escritas en
ruso y decenas de estatuitas de holandeses con vestimenta típica que se besan.
Esas últimas las guarda en una vitrina. Pasa que a la panadería va gente de
todo el mundo que finalmente le regala cosas.
Elijo la torta negra, que huele levadura y luce mejor que la
de crema, un poco apelmazada porque quedó al fondo del bolso. “Te vas a
atorar”, sentencia una señora al lado mío. Estamos las dos en Retiro, sentadas
en esas butacas de plástico que hay cerca de las plataformas, donde la gente se
pone a fumar rodeada de bultos y valijas. La señora es menuda, tiene arrugas y
un flequillo de nena, colorado. Sonríe. “Dale un mate”, le indica a una chica
joven que va con ella, con un flequillo parecido. La chica
obedece. Golpea el borde del mate de chapa para que la yerba
se junte en el costado. Ahí echa agua. Me lo alcanza.
“En el sol está lindo pero acá, a la sombra, hace frío”,
dice la señora a cuento de nada. Le digo que sí. Le ofrezco una factura. Ella
acepta la de crema y la parte al medio. Le da una mitad a la chica, que busca
dónde apoyar el termo. Finalmente lo deja en el piso, entre unos bolsos.
-¿Dónde vas?- pregunta la señora.
-A Rosario.
-Ah, nosotras también. Vamos al casamiento de mi sobrina.
¿Vos qué vas a hacer?
-Voy al festival de poesía.
-Qué lindo.
La señora dice que en El Rosarino, estacionado a unos
metros, hay unas personas que van al mismo festival. No sé de dónde sacó eso.
“Lo escuché porque viste que están
renegando”, dice como si me leyera el pensamiento. Se
refiere a que hay un grupo de pasajeros que desde las nueve de la mañana
intentan llegar a Rosario pero el colectivo no sale porque se rompió. Los
pasajeros están apiñados alrededor del chofer. Ahora son casi las once. A veces
pasa. Cada vez que llego a Retiro, miro al cielo más allá de la Torre de los
Ingleses y ruego que el colectivo salga más o menos a horario. También ruego
que no deba viajar con gente conocida. Es que cuando viajo no me sale hablar. Bah,
me cansa. Decir cosas es mi trabajo de periodista. Pero a veces viene mejor el
silencio. Sin embargo, es un trabajo extraño éste porque no tiene horarios y
una lleva ciertos vicios allí donde va. Por ejemplo, mirar, sacar conclusiones,
apuntar en una libreta, entender después la caligrafía apresurada. Tengo unas
cuantas libretas con apuntecitos sobre personas, lugares, frases. Como no
siempre anoto quién dice qué, si pongo las frases una debajo de la otra, tengo
un poema azaroso. Por ejemplo “todos necesitamos la amabilidad de los extraños
/ fletes Pablo 48550205/ las piletas vacías, un gato que cruza los techos, la
ropa cuelga de la soga, yo miro desde el balcón/ entrevista Putos Peronistas”.
Es de locos.
“Mi sobrina se casa en el local de Paladini”, comenta la
señora, que se ve que es mucho más práctica que yo al momento de tener una
conversación. “Mi hermano es empleado de Paladini y le cedieron el local para
la fiesta”. Le pregunto qué se va a poner. Un pantalón. Y nada de tacos. “Ella
sí se va a poner tacos, porque está en la edad”, agrega mientras señala a la chica,
que vuelve a sonreír. Me pregunta si soy poeta. Bueno, no sé.
Le digo que no, que soy periodista. Qué incomodidad, no
tenía ganas de
hablar de eso. Pero la señora, por suerte, quiere hablar de
ella. “Yo trabajo en casa de familia”, dice. “Y ella en un kiosko. Nosotras vivíamos
en Villa Gobernador Gálvez pero nos vinimos para acá”, agrega. La chica me
ofrece otro mate. Acepto. Le pregunto a la chica dónde vive “Glew”, responde y
eso es todo lo que dirá.
Todavía faltan unos minutos para las once. Abro la valija
para buscar un libro que a último momento metí por algún lado. La señora ve que
llevo varias pelotas de tenis dispersas entre la ropa. Pregunta por qué las
llevo. Le respondo que me las dio un amigo para una amiga que las usa para hacer
masajes. Es más o menos cierto. “Yo tenía una perra que era loca por las
pelotas de tenis”, dice la señora. Y agrega: “Yo trabajaba cerca de una cancha
de Adrogué que no tenía tejido alto. Entonces todo el tiempo saltaban pelotas.
Algunas me las guardaba para la perra. Ahora la perra no está más y la cancha
la tapiaron”.
El colectivo llega a las once, puntualmente. Subimos. La
señora y la chica se sientan bastante adelante.
Sigo hacia atrás. Llevo Chan
Marshall, un libro precioso de Luis Chaves, poeta costarricense que conocí
en el festival el año pasado. “Unida a la suya, / la sombra del globo / la
sigue a rastras por los adoquines. / Es el parque del pueblo / que la niña
cruza / mientras en la cantina / suena la canción / que habla de ella, / de su
vida, / treinta años en el futuro”, escribe Luis en “Mil novecientos sesenta y
seis (Chan Marshall remix)”. Luis debe estar contento ahora que ella, que Cat
Power, tiene disco nuevo. Escucho “The Greatest”, que tiene unos cuantos años.
Pienso en la escena de esa peli de Wong Kar Wai donde Chan toca la puerta de
vidrio del bar cerrado y su ex, Jude Law, sale y le abre. Ella le entrega una
llave, de algún lugar que compartieron y le dice que se está yendo en un vuelo,
en unas horas. Le sale vapor de los labios mientras habla porque hace frío. Ella
le besa a él los labios con un roce. “Once I wanted to be the greatest”, canta
ella misma de fondo. La gente que canta puede armar la banda de sonido de su
propia vida con algunos temas propios.
“A Ivana, esta hiedra que crece cuando la leen”, me escribió
Luis en la dedicatoria. El primer cuento que publiqué después de muchos años
tiene una hiedra en los primeros párrafos, por Luis, por un cuento hermoso de
Hebe Uhart, esa gente que una convoca sin saber para que protejan la escritura
y la hagan crecer.
El colectivo cruza la ciudad y la deja atrás. Primero, el
Río de la Plata, esa tersura oscura que siempre me inquieta porque esconde
secretos atroces. Después, los campos. Muchos están sembrados de alfalfa estos
días. Son campos amarillos.
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