Escribo acompañada por un gato pequeño de trapo, bordado con hilos de colores. La señora que me lo vendió dice que a estos gatos los fabrica una mexicana. Son todos distintos. Ni la mexicana ni yo somos de Córdoba. Pero acá estamos. La mexicana vende gatos, yo escribo cuentos.
Anoche, Alejo Carbonell, editor de Caballo Negro, y la escritora Eugenia Almeida presentaron el libro de narradoras rosarinas. Ahora, en este preciso instante, él está en Rosario haciendo lo mismo. El encuentro fue en una casa antigua de la calle Lima, hermosa y fría como todo porque hace un frío de locos acá y en todos lados.
Eugenia (a quien no había visto nunca antes) era como un fuego amigo, con sus botas altas cubiertas por una capa tenue de polvo, su abrigo oscuro, su mochila, como si recién llegara de un viaje. Me acerqué a ella y me quedé a su lado hasta que se fue. Me contó que vive en las sierras. Que su lugar en el mundo tiene patio, pájaros, caballos. Que vivió mucho tiempo en Córdoba ciudad, la última vez en un departamento. Pero de noche no podía dormir. Escuchaba a los vecinos respirar del otro lado. Ahora está bien. Viaja 35 kilómetros y no le importa que el colectivo que la trae y la lleva tarde dos horas. En su casa no se escucha respirar a los vecinos sino que se debe escuchar el canto de la naturaleza, que de noche arrulla.
El cuerpo empuja, dijo Alejo al momento de explicar cómo es posible contactar catorce mujeres que no conocía, elegir relatos, armar un libro, armar muchos libros y apostar a una editorial independiente a la que defiende como a una hija con pelo de papel. Eugenia dijo que las antologías dicen más del antologador que de la gente que escribe. Pero también dice de la gente que escribe. Porque las antologías abren puertas para conocer otras escrituras. Así que está bien cualquier criterio, cualquier campo que un editor delimite. Por qué no una antología de mujeres que calcen 39, como ella. Dijo eso. Me causó gracia. Yo anoté. Tomaba notas por vicio periodístico y ahora que transcribo algunas cosas creo que no estoy siendo exacta y elegante como Eugenia, que llevó sus anotaciones en fichas, así de meticulosa. Debe ser el Qura, el resfrío, la imagen del a catedral iluminada que me dispersa, del cielo a punto de anochecer, del cansancio placentero de estar aquí.
No recuerdo bien lo que dije. Pero confesé, por ejemplo, que me hubiese gustado tener una banda de rock, que es menos solitaria que un papel. El papel está bien si una después puede juntarse con gente a hablar de cosas que nos gustan, que al fin tiene bastante que ver con tocar música con amigos. Que mi escritura es mestiza como mi origen, a caballo del periodismo, de la poesía, de Firmat, de Rosario, de Buenos Aires. Y que, bueno, quizás por tantos caminos yo también tengo mis botas llenas de polvo y en el fondo, me gusta que así sea. Que Beatriz Vignoli -que escribió el prólogo del libro- es a esta altura una tradición en sí misma: por todo lo que escribe, por el modo bello y oscuro y personal en el que escribe y porque unas cuantas orbitamos alrededor de ella en algún momento para aprender algunas cosas.
Afuera hay fuegos artificiales, lo juro. Es que Córdoba cumple años. Desde acá veo la explanada de la catedral y la gente que pasa. Estoy en un piso nueve y veo una nena que hace piruetas alrededor de un mástil. Y una estampida de pájaros que huyen de los árboles cercanos, asustados por el ruido de los fuegos artificiales, atontados por las luces de la explanada que empiezan a encenderse aunque quizás a esto último estén acostumbrados, quién sabe.
Hace un tiempo, apareció alguien en mi vida que de repente me hizo acordar de cosas tiernas que había olvidado. Y ayer me pasó lo mismo, que mientras Alejo y Eugenia hablaban yo volvía a recordar en qué consiste esto. Cultivar la ternura. Perseguir la belleza. Ser trabajadora de una misma y que la fuerza de laburo que ponés al servicio de otros para ganar tu comida sea sólo eso. Que los otros no decidan quién sos. Saber que una nunca dirá exactamente lo que quiere porque la escritura es inexacta. Mejor. Lo inexacto puede ser verdadero. Encontrar una voz. Enamorarse. Escribir. Escribir aunque no haya té. Y dejar de pensar si una debe o no. Poner el cuerpo en la escritura como la nena que aprende a mantener el equilibrio con la cabeza hacia abajo. Que la escritura sea un acto de amor. Acercarse al fuego. Ser salvaje otra vez, con el salvajismo sabio que otorga la naturaleza que arrulla. Y asumirse como comegatos porque una vez todos fuimos pobres y tuvimos hambre y cazamos para comer.
Sobrevivimos y acá estamos.
Afuera ya está oscuro.
Anoche, Alejo Carbonell, editor de Caballo Negro, y la escritora Eugenia Almeida presentaron el libro de narradoras rosarinas. Ahora, en este preciso instante, él está en Rosario haciendo lo mismo. El encuentro fue en una casa antigua de la calle Lima, hermosa y fría como todo porque hace un frío de locos acá y en todos lados.
Eugenia (a quien no había visto nunca antes) era como un fuego amigo, con sus botas altas cubiertas por una capa tenue de polvo, su abrigo oscuro, su mochila, como si recién llegara de un viaje. Me acerqué a ella y me quedé a su lado hasta que se fue. Me contó que vive en las sierras. Que su lugar en el mundo tiene patio, pájaros, caballos. Que vivió mucho tiempo en Córdoba ciudad, la última vez en un departamento. Pero de noche no podía dormir. Escuchaba a los vecinos respirar del otro lado. Ahora está bien. Viaja 35 kilómetros y no le importa que el colectivo que la trae y la lleva tarde dos horas. En su casa no se escucha respirar a los vecinos sino que se debe escuchar el canto de la naturaleza, que de noche arrulla.
El cuerpo empuja, dijo Alejo al momento de explicar cómo es posible contactar catorce mujeres que no conocía, elegir relatos, armar un libro, armar muchos libros y apostar a una editorial independiente a la que defiende como a una hija con pelo de papel. Eugenia dijo que las antologías dicen más del antologador que de la gente que escribe. Pero también dice de la gente que escribe. Porque las antologías abren puertas para conocer otras escrituras. Así que está bien cualquier criterio, cualquier campo que un editor delimite. Por qué no una antología de mujeres que calcen 39, como ella. Dijo eso. Me causó gracia. Yo anoté. Tomaba notas por vicio periodístico y ahora que transcribo algunas cosas creo que no estoy siendo exacta y elegante como Eugenia, que llevó sus anotaciones en fichas, así de meticulosa. Debe ser el Qura, el resfrío, la imagen del a catedral iluminada que me dispersa, del cielo a punto de anochecer, del cansancio placentero de estar aquí.
No recuerdo bien lo que dije. Pero confesé, por ejemplo, que me hubiese gustado tener una banda de rock, que es menos solitaria que un papel. El papel está bien si una después puede juntarse con gente a hablar de cosas que nos gustan, que al fin tiene bastante que ver con tocar música con amigos. Que mi escritura es mestiza como mi origen, a caballo del periodismo, de la poesía, de Firmat, de Rosario, de Buenos Aires. Y que, bueno, quizás por tantos caminos yo también tengo mis botas llenas de polvo y en el fondo, me gusta que así sea. Que Beatriz Vignoli -que escribió el prólogo del libro- es a esta altura una tradición en sí misma: por todo lo que escribe, por el modo bello y oscuro y personal en el que escribe y porque unas cuantas orbitamos alrededor de ella en algún momento para aprender algunas cosas.
Afuera hay fuegos artificiales, lo juro. Es que Córdoba cumple años. Desde acá veo la explanada de la catedral y la gente que pasa. Estoy en un piso nueve y veo una nena que hace piruetas alrededor de un mástil. Y una estampida de pájaros que huyen de los árboles cercanos, asustados por el ruido de los fuegos artificiales, atontados por las luces de la explanada que empiezan a encenderse aunque quizás a esto último estén acostumbrados, quién sabe.
Hace un tiempo, apareció alguien en mi vida que de repente me hizo acordar de cosas tiernas que había olvidado. Y ayer me pasó lo mismo, que mientras Alejo y Eugenia hablaban yo volvía a recordar en qué consiste esto. Cultivar la ternura. Perseguir la belleza. Ser trabajadora de una misma y que la fuerza de laburo que ponés al servicio de otros para ganar tu comida sea sólo eso. Que los otros no decidan quién sos. Saber que una nunca dirá exactamente lo que quiere porque la escritura es inexacta. Mejor. Lo inexacto puede ser verdadero. Encontrar una voz. Enamorarse. Escribir. Escribir aunque no haya té. Y dejar de pensar si una debe o no. Poner el cuerpo en la escritura como la nena que aprende a mantener el equilibrio con la cabeza hacia abajo. Que la escritura sea un acto de amor. Acercarse al fuego. Ser salvaje otra vez, con el salvajismo sabio que otorga la naturaleza que arrulla. Y asumirse como comegatos porque una vez todos fuimos pobres y tuvimos hambre y cazamos para comer.
Sobrevivimos y acá estamos.
Afuera ya está oscuro.
me das ganas de ponerme a escribir.
ResponderEliminarcomo consigo el libro con tus cuentos?
Georgi: la antología se llama "Nada que ver" y por ahora se consigue en las librerías Buchín y Oliva de Rosario y en alguna de Córdoba, como Rubén Libros. Pero para ponerse a escribir no es necesario leer la antología sino cualquier libro que te guste y luego... a zambullirse en lo propio. Besos
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