Son doce hombres, seis de cada lado. Entonces aparezco de un costado, luego de pasar por la caja, con mi campera negra engomada, las uñas pintadas y un plato de aluminio con una porción de pizza y un faina encima. Un faina, sin acento, porque así le dicen todos ahí. Me siento en el medio de esas mesas largas donde la gente come pizza al paso en calle Corrientes. No hay mucha posibilidad de resguardarse: es mediodía, estamos todos juntos, un poco apretados, mirándonos las caras de a ratos. Es una intimidad no elegida y por eso, un poco incómoda.
En general, las mujeres se reúnen en mesas laterales. Las más jóvenes van de a dos o tres; las más grandes, solas. Pero las mujeres grandes en Buenos Aires parecen estar siempre solas. En fin, me gusta meterme en el medio sólo para ver cómo reaccionan los tipos. ¿Qué sucede cuando se rompe esa regla tácita de que hay zonas que son sólo para hombres? No es que busque joderles el almuerzo porque, de hecho, la clave es poner cara de “tranquilos, yo también estoy en mis cosas”, un gesto levísimamente grave en la cara, y ya.
Es que los varones que paran a comer pizza al corte, en general no son turistas que tienen toda la tarde por delante. Son laburantes. Están ahí porque trabajan en la zona: motoqueros con el pelo rasurado o larguísimo (son casi la única estirpe que usa pelo largo todavía), oficinistas de puestos bajos con corbatas estridentes, che pibes que hacen los trámites del banco o gente con cara de ser de otro lado y haber tenido que meterse en el centro de la ciudad por algún asunto que los excede, algún problema legal, de salud, de plata, andá a saber.
La gente que atiende estos lugares también parece de otro lugar. Los que están en la caja en general peinan canas. Usan anteojos que caen sobre el pecho atados con correa. Son como almaceneros de barrio, con esa misma tranquilidad. Quizás porque trabajan en el mismo lugar desde hace años, y saben que todo ese lío de gente hambrienta, mozos que van y vienen y pizzeros que cortan porciones con maestría de samurais, dura un rato. Luego sobrevendrá cierta calma.
Los pizzeros también son señores mayores. Pero hay algunos jóvenes. No son como empleados del Starbucks, que saben idiomas y hacen sus primeras experiencias atrás de esos vasos donde ponen tu nombre con fibrón para pagarse la universidad. En términos laborales, el Starbucks funciona como nuevo MacDonalds. En unos años, algunos de estos pibes convertidos en empresarios ascendentes dirán en la revista La Nación del domingo “mi primer trabajo fue poner jarabe de chocolate en los cafés de Starbucks”. Otros serán empleados anónimos toda la vida. Es el capitalismo.
Pero los empleados de las pizzerías son distintos, más morochos, o de rasgos más duros aunque sean casi niños. Es como si supieran que para ellos difícilmente llegue el día de gloria con foto en alguna revista. O ni se lo preguntan. Se dedican a amasar, a escanciar harina sobre las mesas de madera añosas donde ponen bollos de pizza. Cortan fiambre, ponen aceitunas, arrojan una lluvia de orégano como si fuera un polvo mágico, aromático, capaz de convertir tus deseos en realidad. Usan guardapolvos blancos y gorritos de tela que vistos desde arriba, tienen forma de lágrima o de vulva. En algunos casos, en las cocinas hay televisores con el Fútbol para Todos.
Algunas noches atrás, pasé por El Palacio de la Pizza. Era tarde y había poca gente en el mostrador: un tipo de esos que usan gel y pantalones de marca; un alto que pidió moscato Crotta y le comentó al cajero que no le gustaba, que era pura azúcar; y otro con uniforme de empresa de seguridad que charlaba con uno de los mozos y en un momento hizo con los dedos un “ok” efusivo, como de Facebook.
En uno de los laterales había dos espejos enormes y arriba, unos cartelones de esos con letras que se pegan y los precios desactualizados. Al costado, unos ventiladores de metal con pelusitas en las aspas, fuertes, nobles. Y enfrente, muchas cajas de pizza apiladas, una bacha donde un pibe lavaba platos, y varios vinos Toro blanco y Toro tinto como soldados en una estantería.
El cajero, con un sweater a rombos, el pelo crespito y cara de buen tipo, bien podría haber nacido en mi pueblo natal. Ahí entendí por qué me gustan las pizzerías estas: porque todos estamos un poco fuera de lugar.
En un momento me preguntó si estaba todo bien. Le respondí que sí. Tomé un poco de cerveza y mastiqué para echar por tierra cualquier intento de seducción. El cajero parecía satisfecho. Cuando me fui, dijo: “En el Palacio de la Pizza son bienvenidas las princesas como usted”. Me reí. Respondí que reina o nada. Se quedó en silencio. Arqueó las cejas y limpió el mostrador con un trapo rejilla. Sobre el mostrador de baquelita se reflejaban todas las luces de la ciudad.
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Hace 5 días
me encanta lo de "entiendo por qué me gustan las pizzerías estas: porque todos estamos un poco fuera de lugar"
ResponderEliminarpero que modo de responderle al cajero, generoso!!!