Julián era mi vecino de al lado. Nos cruzamos en el pasillo
algunas veces. Nunca nos dimos mucha pelota.
La portera me contó que es de La Pampa, que su padre tuvo un
puesto alto en el Congreso, que durante un tiempo Julián mismo anduvo en algo
ahí. Genial, un detestable nenito de papá, pensé. Pasaron los años. Lo escuché
poner música tecno fea cada noche, me escuchó coger. Es que la pared de su
living da a mi dormitorio. Y las paredes aquí son tan finas que a veces los
ruidos van y vienen a su antojo, burlándose de cualquier propiedad privada.
Desde hace unos meses compartimos Internet. Por eso me dejó
su celular. Ni lo anoté en el mío. Puse el papelito con un imán, en un costado
lateral de la heladera. Y lo olvidé.
En algún viaje por ascensor me contó que su padre había
venido a instalarse nuevamente porque tuvo una operación importante en el
corazón. Otra vez avisó que el padre estaba mejor, que los fines de semana se
iba a Tigre y después volvía. Yo sabía cuándo su padre estaba porque escuchaba
a Fantino en la tele y porque escuchaba ataques de tos. Supongo que el
departamento de Julián tiene dos habitaciones porque nunca había escuchado
ruidos contra mi pared, salvo cuando apareció Don Padre. Supongo, entonces, que
el padre ocupó la habitación que Julián no usa. A Julián nunca lo escuché toser
ni coger, sólo música tecno.
Hace un rato, le mandé un mail a un escritor que me cae bien
aunque no lo conozco. Pero me gustan sus textos irreverentes y sucios sobre
putos, travestis, sobre él mismo y las notas periodísticas que publica en Soy y
el sentido del humor que destila en todo eso que escribe. Es que me enteré que
el escritor tuvo un problema gravísimo de salud y zafó. Le escribí para decirle
que causa alivio que su foto de perfil de Alejandro Urdapilleta esté acompañada
de actualizaciones donde habla de su dolor pero también de su entereza. Está
vivo. Escribe. Se ríe de sí mismo. Está vivo.
Después Internet se cayó. Pasó un rato largo y nada. Busqué
el papelito. Llamé a Julián.
Por el pasillo iba escuchando el ring tone de su celular,
que era como de cadenas que se arrastran.
Salí a la puerta. La de él estaba abierta. “Soy yo, tu
vecina”. “Ahí voy”, respondió. “Mirá Julián, que si me desconectaste de
Internet por los ruidos que hago algunas noches, está todo mal”. Se rió.
Lo invité a pasar y a sentarse. Es la primera vez que hacía
eso.
Parecía triste. O agobiado. Sus ojos tenían las persianas
bajas. “Me voy”, dijo, “me vuelvo a La Pampa”.
Quedé muda. Pensaba que este pibe era la clase de gente que
no altera sus costumbres.
Pregunté por qué. “Porque debo estar grande y ya me embola
Buenos Aires, porque tengo ganas de vivir otra vez en La Pampa, de tener mi
propio negocio, de no andar esclavo de esta ciudad”. Es un tipo largo con
rulitos de un rubio claro. Se apoyó en la mesa, medio torcido. Parecía una soga atacada por la
tormenta en un barco a la deriva. Me dijo que volverá en febrero por unos días,
para llevarse sus últimas cosas. Suspiró.
Me preguntó qué onda yo, en qué andaba. Le hablé de mis
cosas por arriba. Pero también le dije que sé lo que se siente cuando sos de
otro lado y estás acá.
--Sí, fueron muchos años. Y siempre me puse de novio con
pibas de afuera. Chicas de Misiones, de Chaco, de allá, siempre de allá. Chicas
que siempre volvían a sus ciudades. La última es de La Pampa, de mi ciudad
–dijo. Era algo parecido a una confesión.
--Bueno, a lo mejor puedan componer.
--No sé, no lo creo. Estar en la misma ciudad no garantiza
nada.
Dijo que su padre vendrá algunos días al departamento, menos
que al principio. Pero que por ahora no me preocupe por Internet. Agregó: “qué
loco que la primera vez que me llames sea justo cuando me estoy yendo. Por ahí
tenés un sexto sentido”.
Se levantó. Se fue. Volvió. “Ya tenés conexión, se ve que
desenchufé unos cables cuando saqué el equipo de música”, anunció. Y también: “ya
no te voy a joder con la música”.
El escritor me devolvió el mensaje. Me cuenta un poco de su
estado de salud que lo ha dejado con debilidad en los músculos. “Es una
experiencia nueva, que me dicen pasará con el tiempo, pero uno siente que el
tiempo es una categoría extraña y que todo es el dolor presente”, escribe.
Escucho a Julián ir y volver un par de veces más. Lo escucho
cerrar la puerta de su casa. Está con alguien, con otro hombre. Le dice “listo,
vamos”. Bajan por el ascensor.
Una llega a creer que lo cotidiano no se modifica, que está
ahí como telón de fondo, como el puerto inmutable donde volver cada vez que
todo lo demás se desmorona. La calle donde decidiste quedarte, la portera, los
árboles, la pintada de enfrente, la puerta de tu casa que no le abrís a
cualquiera. Hasta que alguien se muda, el panadero de al lado se muere, termina
un año y una advierte que también en el alma murieron muchas cosas. Entonces te
das cuenta de que el tiempo no se detiene: ahí donde está el puerto acecha
también el desborde.
El cotidiano es fantástico (y lo digo con encanto y asombro). Me hiciste acordar de la canción de Chico Buarque que se llama, exactamente "Cotidiano". La conoces? La letra se repite y uno nunca llega a la conclusión se es algo que valora o si es una especie de isla sin salida.
ResponderEliminarJulieta: sí, conozco ese tema. Recién encontré una versión en castellano, buscando la canción para volver a escucharla. Gracias por tu lectura! Esperemos que lo cotidiano sea el punto de partida de lo maravilloso.
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