Estoy sentada en un café Havanna, en Mar del Plata. De repente, el sol se tapa y comienza a llover. Entra un tumulto de señoras, algunas con las mallas puestas, cubiertas con toallas. Se van a un costado, para comprar alfajores. Están de vacaciones y se sienten como en casa. Como un montón de gente por arriba de los setenta que andan dando vueltas con sus gorritos marineros y esa morosidad propia de quien ya le entregó a la vida, en otro momento, el apuro y ahora nada le debe.
--¿Me puedo sentar? --pregunta una mujer con un abrigo colorado y un abanico. Y no espera respuesta. Se sienta en mi mesa y se cubre la cara con las manos. Tiene las uñas largas, pintadas de rosa y el rostro desencajado. Quizás llore pero no. "Me siento descompuesta", dice. Y me avisa que sus amigas vendrán a buscarla. Le pido un vaso de agua al mozo. Ella agradece y se toma una pastilla.
Aparece una señora con camisita a rayas y una medalla de alguna virgen colgando de una cadena plateada. Es menuda y bonita. Sonríe de manera despreocupada y le susurra algo a su amiga. Luego aparece otra más, con un audífono diminuto en la oreja derecha.Las dos están paradas. Las miro y pienso en mi abuela, que murió hace mucho. Me gusta la gente grande, la que va envejeciendo con dignidad; o sea, la que termina comportándose como si una niñez tardía le estuviese asaltando los huesos cansados. Los viejos pueden ser sabios o maliciosos. Y los chicos también. Los que andamos en el medio a veces somos ni fu ni fa.
Esta mañana había decidido pasarla sola y acordarme de la vez que vine con un novio que quise mucho y entristecerme porque no se me ocurría nada mejor. Pero ahí, frente a mí, una señora se abanica y dos no se deciden a sentarse. La verdad es que necesito una abuela que me mime un rato, aunque sea con palabras. Sonrío y las señoras se sientan. "Parecemos unas pesadas, no queremos molestarte", dice la de la medallita. La del audífono le grita a la del abanico si se siente mejor. "Es que estamos comiendo cosas raras, churros de Manolo y mucho mate. A nuestra edad, no se puede", explica la del audífono.
Las tres andan por los setenta y pico. Vinieron de vacaciones hace diez días y por nada del mundo quieren perderse el último día de playa. Ellas son de un centro de jubilados de Avellaneda, cuentan.Por el oeste comienza a escampar. Día raro.
La señora del abanico se pone a llorar despacito. Le ruedan las lágrimas con naturalidad. Es idiota preguntarle a alguien que llora así si se siente bien. Pero no se me ocurre cómo animarla. Le ofrezco un té. La de la medallita me dice que soy un encanto y en ese instante adoro a las tres abuelas postizas que se han sentado a mi mesa.
"Se le murió la hija hace un año, por eso está así", me susurra la del audífono, que se ve que puede regular el tono de voz cuando quiere. Pero la otra la escucha. Y asiente. "Pensar que yo me casé y tuve una hija para no envejecer sola y acá estoy, sin nadie", suspira. Su marido murió hace mucho. La hija tenía cincuenta años.
--Una cree que nunca le va a tocar enterrar un hijo. Una está preparada para morirse, no para que se te mueran -- comenta la de la medallita. La del audífono me cuenta que va a ser bisabuela porque la novia de su nieto, el de veintidos, está embarazada.
La lluvia para. La señora del abanico se desabrocha el abrigo y dice que bueno, que se vayan al hotel. La señora del audífono me agradece. La señora de la medallita me pregunta si soy periodista. "Es que no tenés problemas en preguntar cosas, nena", se ríe. Dice que mi computadorita, la que está arriba de la mesa, es muy linda. Y que no parezco tener treinta y cuatro. Y que Dios me bendiga, me dé salud y me conserve la sonrisa.
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Hace 4 días
Gracias Mister Welti!
ResponderEliminarAmé este blog ! Me encanta como escribís!!
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