“Todas las vidas que podríamos vivir, todas las personas a las que jamás conoceremos, que jamás seremos, están en todas partes. En eso consiste el mundo”. Con este epígrafe de Aleksandar Hemon comienza Que el vasto mundo siga girando, de Colum McCann.
En eso, periodistas y escritores nos parecemos. Andamos tras el rastro de mundos que no son los nuestros y creo que, en el fondo, buscamos entender un poco el caos de esos mundos para entender el caos propio. Todas esas vidas ajenas que relatamos --cuando no responden sólo a tener que llenar una página diaria sino a un interés real por ese otro que está allí, con su historia— vistas a trasluz, luego de un tiempo, dicen algo también de nosotros mismos.
Nunca lo sentí tan claramente como cuando me pasé un año siguiendo a una niña travesti, recién salida de la adolescencia, que vivía en José C. Paz. Para ella, yo era una piba que se movía en un mundo que le intrigaba, el del periodismo, el de la universidad (por entonces estaba haciendo una maestría en periodismo). Para mí, ella era una piba que se movía en un mundo que me intrigaba, el del transgénero, donde toda idea binaria y preconcebida sobre lo que era un hombre o una mujer se caía bajo las ruedas del tren que me llevaban hasta la casa de M, en un barrio periférico, donde ella me esperaba con sus tetas hechas de hormonas, a veces enamorada de un chico, a veces enamorada de otra travesti. Con el tiempo, me di cuenta de que yo también me sentía fuera de lugar. Estaba cambiando de geografía, de amigos, de amores y estaba reinventándome en una ciudad desconocida. Sin la brutalidad del estigma con el que cargan muchas travestis, yo también estaba haciendo mi camino hacia lo que deseaba ser. “Ay, vos, con esas eses que aspirás tan santafesina”, se reía M. A veces creo que esa historia debería ser publicada de una vez.
Por estos días, he recuperado ese sentimiento de andar tras otra buena pista. Todo lo que puedo decir hasta que se publique es que estoy tras las huellas de un músico que ya no está pero está. Y quienes me hablan de él, también me hablan de sí mismos. Así es como, por ejemplo, llegué a la casa de un señor que colecciona mecanos y discos de pasta, al de un chica que crió un gato para que le coma los ratones de su casa en La Boca hasta que el gato se le amotinó en un ropero, al de un pibe que hacía revistas under con Pettinatto, a un baterista mítico para la historia del rock, a un chelista que está laburando con Leo García, a una familia macanuda que conoció de cerca a Piazzolla. Sus casas, sus gestos, las cosas que van recordando mientras hablamos quizás no sirvan para la historia central que necesito contar. Pero a veces una se cansa de trabajar por inercia, de resolver las cosas por teléfono, de ir detrás de un dato sin sentarse a hablar cara a cara con el tipo que te puede dar ese dato, u otro, o ninguno. No sé cómo es que una se hace tiempo, pero se lo hace. Y se sienta a tomar café o cerveza o mate con la persona que tenés enfrente. Y esperás. Hasta que ese otro mundo aparece, aunque sea a grandes rasgos. Creo que funciona un poco como la poesía. Es decir, cuando te sentás a escribir, quizás no nombres los detalles. Pero de algún modo, una sabe que eso que se silencia está allí, entre esas líneas, aunque nadie más lo vea. Y ese detalle es una de las cosas que diferencia una nota tipo cable de agencia de una nota que, con más o menos éxito, tiene un murmullo de sangre tibia bajo su carnadura de papel.
Pensaba todo esto mientras andaba por la Feria del Libro. Ahí encontré, de casualidad, en una sección de ofertas otro libro de McCaan, anterior a Que el vasto mundo siga girando, llamado Perros que cantan. Me traje el libro, que ya vale la pena por este párrafo donde el protagonista habla de la infancia de su padre: “Las señoras protestantes lo criaron en una casa de tazas de té de magnífica porcelana, programas de radio, bollitos con crema de leche. Lo sentaban junto a un piano de cola, se chupaban los dedos y le peinaban hacia atrás, aunque tenía un indómito remolino en la frente. Le encargaban las ropas en Dublín, bonitas camisas blancas que él destruía corriendo por el tremedal, pantalones de tweed que desgarraba en las rocas del mar, preciosas corbatas azules que utilizaba como honda para lanzar piedras a los zarapitos. Lo bautizaron en una iglesia protestante con el nombre de Gordon Peters, y años después, tras recibir una paliza en la escuela a causa de ese nombre, tan inglés y tan protestante, él se vengó meándose en sus cepillos de dientes. Sin embargo, él las amaba de una manera extraña, a esas ancianas de centelleantes ojos verde botella”.
Las historias más interesantes en apariencia no esconden nada del otro mundo.Variaciones de la incertidumbre, que es lo más cierto que tenemos como compañía. Puntos ínfimos, exhalaciones breves, hasta que alguien, desde el periodismo o la ficción, se ocupa de ellas. Y las cuenta. Y alguien lee. Y así, aunque nunca se encuentren, quien relata y quien escucha por un instante se sienten menos solos.
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