Llueve y las gotan chocan contra el borde del cemento, se disgregan en los charcos donde flotan manchas de aceite de todos los colores. Pero eso ocurre arriba. Abajo, solo los rastros de la tormenta: un calor demasiado húmedo, la gente que entra en el subte con el pelo mojado, con paraguas que sacuden como perros lanudos, con la cara que uno tiene a las ocho de la noche, luego de un día de trabajo.
Sube una mujer con una nena en brazos; de un año, no más. Es, más bien, un paquetito rosado y mullido, cubierta de pies a cabeza, donde asoman una nariz diminuta y los ojos absortos ante esa multitud de gente que se mueve con torpeza. Al lado de ellas, aparece una chica grandota. Tiene auriculares, lentes gruesos, los labios semiabiertos como si estuviera en Babia. Y una campera azul con el escudo de Independiente. La mujer mira de soslayo a la chica grandota, con un dejo de molestia, y se acomoda en un asiento que alguien le cede.
La mujer va charlando con otra. Le habla de la hija, de los cólicos de la hija, de un cumpleaños, de un padre que no está. La chica grandota se queda parada, al lado de ellas. No queda claro si está ahí de casualidad o es una especie de hermana o prima no querida que se les pegó. Está parada demasiado cerca de la madre, la mira fijo, con una mansedumbre tosca, inquietante. La mujer escucha el ring tone de su celular. Busca en una mochila rosa, con la nenita encajada en su cintura. Saca un celular con funda rosa, lee, responde algo sobre “que tus chicos tb estén bien” y aprieta “send”. Tiene además otro bolso rosado, donde sobresalen unos pañales y una bolsa de papas fritas. Le pasa la mochila a su amiga y en ese momento, golpea con el codo el muslo de la chica grandota, que la mira, impávida, casi amigable. La mujer la ignora. Se abre camino entre sus bolsos, su hija, y llega a las papas fritas. Se mete un puñado en la boca y la nena le toca las comisuras, investigando los labios de su madre donde resbalan restos de sal y aceite.
La nenita se pone a mirar la ventana, donde sólo se ven cables y oscuridad. La ventana está llena de polvo y la chica grandota se estira sobre la madre, sobre un par de tipos y con su manota limpia la ventana para que la nena mire. La madre le grita “salí de acá, estúpida”. La grandota la mira sin énfasis, se refriega las manos contra su campera con el escudo de Independiente. Se da vuelta, prende el mp3 y mira a la ventana del otro lado, el perfil húmedo de los viajeros exhaustos, la tarde que se fue.
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