lunes, 14 de febrero de 2011

El juguete

Es difícil dejar ir a quien amaste, ver cómo se pierde al doblar una cuadra luego de decirte que esta vez va en serio, que nada de llamados ni de mails ni de alusiones a él en ningún relato. Y una dice sí, sí, sí porque la tristeza te desborda pero esta vez no vas a llorar ahí. La cabeza en alto, como John le enseñó a Yoko luego de regalarle unos lentes oscuros una tarde luminosa poco antes de que todo terminara mal. Entrás en el subte y jugás con el collar largo, de cuentas negras y brillantes, tan bonito, tan de luto. Te pasaste todo el encuentro intentando desenredar las diez vueltas de ese collar. Cuando lo lograste, no había más que decir.
Intentaste un chiste. Es que la conversación estaba siendo demasiado triste. Él hablaba de que no había querido saber nada más de vos y vos, le confesaste, te metiste en Facebook a ver sus fotos de recitales, lo googleaste, consultaste el Astropuntocom para ver cómo le iba en la vida. Tampoco era tan así pero te pareció apropiado ser un poco melodramática, mostrar alguna herida. Era un modo de contarle que la separación no te salió gratis. Ni a vos ni al malvón. Ahí dijiste lo del malvón.
Una noche él apareció en tu casa para devolverte unas pocas cosas y llevarte las suyas. Te devolvió un televisor, pero también un cepillo de dientes, algunas muestras de cremas, la gorra de baño… No da. La gorra de baño no da. ¿Por qué usabas gorra de baño por entonces? Ah, sí, porque te alisabas el pelo. ¿No te gustaban tus rulos? No. Y tenías el pelo demasiado corto. Así que cuidabas tu alisado. No hay manera de que una gorra de baño no sea ridícula. Se ve que los fabricantes de gorras lo asumieron. Así que llenaron sus gorras plásticas de colores horrendos (amarillito, rosita, verdecito agua) y las estamparon con perros, estrellas, patos, flores, trencitos. La tuya tenía trencitos. La tiraste, como todo lo demás, menos la tele, que se convirtió en una buena amiga cuando la portera te extendió su conexión, gratis. La portera es lo más. Ella conoce a todos tus novios. No son tantos. O sí. A quién le importa. ¿Por qué una chica no puede tener muchos novios? ¿Por qué sólo los varones pueden tener sexo casual? Ah, claro, tu ex no tenía sexo casual. Eso es lo que decía. Ese fue uno de los problemas. Que cuando llegó la hora de mudarse juntos, vos lo pensaste dos veces. Le preguntaste qué pasaba si a alguno de los dos le gustaba alguien más, por un rato. Le preguntaste si el deseo debe ser enterrado en un frasco, como el poroto de un germinador, para verlo crecer de cerca, para tirarlo si sale defectuoso porque así no se aprueba la clase de Biología. Le preguntaste si todo se puede tener bajo control. Y finalmente, le dijiste que no todos los días lo amabas igual.
A veces, por ejemplo, no lo querías cerca. No te parece que el colmo del amor sea dormir para toda la vida con la misma persona. La portera del edificio opina lo mismo. Lo supiste hace unos días, cuando ella se iba a algún lado y vos también te ibas a trabajar. Salieron juntas a la calle. Una vecina del primer piso le gritó “Hooooola Edith ¿dónde vas???”. Y Edith se hizo la sorda, saludó con la mano mientras me decía un poco entre risas pero también con un dejo de rabia “A ver un macho, a eso me voy. Decime qué le importa dónde voy, decime”. Edith es una señora de sesenta años, que se pasa el día limpiando los pisos y el ascensor, con un marido electricista y un hijo internado por consumo de paco. Ella mira a los novios. Si le pregunto, opina cuál es más lindo y más conveniente. Y no opina nada en las temporadas sin novios. Y se harta, como cualquier hijo de vecino, de que las mujeres del edificio le estén espiando su vida. Y cree, estás segura que lo cree de veras, que el matrimonio no soluciona todos los males y que, si ella pudiera empezar otra vez, probablemente no se hubiese casado ni con el electricista ni con nadie.
Lo del malvón, eso. Fue solamente un chiste. En un momento donde estaban intentando averiguar si cuando el te mandó tal mail a vos te cayó pésimo pero él dice que no, que no era la intención, que el tuyo sí era bravo y vos decís que no, que imposible, que se lo leíste a una amiga antes de enviarlo y lloraron juntas porque si alguien te dice lo que decías vos en ese mail por ahí revisabas tus ideas y volvías a confiar en el amor. Y él decía que sí, que claro, que eran cosas muy hermosas y profundas pero a él igual le cayó para el ojete porque estaba claro que no estabas pidiendo nada, denunciando nada, sólo diciendo adiós. Y vos te preguntabas qué otra cosa podías hacer luego de meses y meses de separación sin hablarse, si había algo más digno que decir adiós. Y no querías parecer beligerante y ni estabas en condiciones de ensayar ninguna ofensa, tal era la tristeza. Hablabas con un hilo de voz, bajabas la vista para evitar todo tipo de enfrentamiento, te concentrabas en desenredar el collar. Entonces se te ocurrió.
“El malvón se murió, pobrecito, de pena”, dijiste. Te pareció una frase genial, de bolero, de cuento para chicos un poco pasado de rosca como Platero y yo. Era una frase cómica de tan triste. Y él te miró y abrió los ojos. Y vos te envalentonaste: “El malvón estaba encantado de irse a tu casa porque en mi departamento se sentía solo. Acordate cómo se asustó cuando lo agarró la primera lluvia, en tu patio, y luego las hojas se le engrosaron y volvió a dar flores. Él necesitaba estar al aire libre. Era una planta, no un juguete. Y la pasaba bien en tu patio”, dijiste. Hiciste silencio. Levantaste los ojos y dejaste por un rato el collar. Lo que estabas diciendo era importante. “Te lo podrías haber quedado. No por mí. Por él. Cuando lo dejaste en casa, se entristeció sin remedio”, agregaste. Él te miró. No estaba seguro de que estuvieses hablando en serio. Vos tampoco. En cierto aspecto, sí. Y en otro, claro, no. Así funciona el humor. Como el deseo. Es algo por momentos contundente y por momentos, elusivo. Es algo que inquieta por su cuota de verdad, Freud lo dijo primero. Y a la vez hace las cosas tristes, más soportables.
Cuando te metiste en el subte, quizás pensabas en eso. Un chico subió con una guitarra. Tendría unos diez años, no más. Empezó a cantar temas de Nino Bravo. Decía “Noelia, Noelia, Noelia” y se agarraba el pecho mientras corría la guitarra a un lado como un rocker en momento de epifanía. Desafinaba. Era un encanto. Y también, era incómodo ese desgarro fingido. Aunque quizás el chico había padecido lo suyo, quién sabe. Al terminar, le diste unas monedas. “Son todas las que tengo”, le dijiste. Y era verdad. El chico dijo “gracias”. Y sonrió. Cuando sonríe, Dios debe tener una sonrisa así.

2 comentarios:

  1. Ay nenita, un poco así ofendida qu eno viniste a mi cumple aunque habías confirmado, y tampoco escribiste después para decir lo soiento, pero perpleja como de costumbre de que aún no te haya encontrado un editor de literatura.....

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  2. querida i: en el corazón de las cosas, el sentido del amor el sentido del humor... generosos en darse y darnos sentido. un abrazo. t

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