lunes, 30 de mayo de 2011

Nada se queda donde lo dejamos

I)
El caparazón minúsculo se diferenciaba de las piedras porque tenía dibujos verdes y amarillos. La tortuga permanecía quieta en el fondo del río. Grité lo suficiente como para que mi padre escuchase desde la orilla cuando la encontré. Opinó que teníamos que sacar la tortuga de allí, porque se la comerían unos pájaros con pico ligero que pescaban mojarritas en la orilla.
No recuerdo si lo hicimos. Creo que era mediodía –había sol– y nos fuimos al rato, subiendo unas calles empinadas y llenas de guijarros. Quizás yo llevaba un balde rojo. Pero pudo haber sido esa vez, o alguna otra.

II)
Hay datos incompletos: una casa junto al río; una cámara kodak instamatic (tenía un magic cube, arriba, al costado, un cubo mágico que servía para sacar fotos con flash); las lonas con flecos de algodón en los bordes, húmedas y con restos de arena al fin de la tarde. Mi padre, claro, estaba todavía.

III)
Los tipos estaban intentando cruzar el río en un viejo citröen y el auto se paró en medio del vado. El agua subió de improviso. Así pasa en los cerros cuando el río crece. El hombre intentaba hacerlo arrancar, mientras la mujer se bajaba a empujar el auto, impávido, mañoso, cansado.
Alguien les gritó desde la orilla. Corrieron. Ellos pudieron cruzar, pero al auto se lo llevó la corriente. Parecía una hoja a la deriva. O una tortuga que escapa del pájaro de pico ligero, como si se tratase de un juego. La tortuga se burla de él mientras hace trompos en la vorágine del agua, y se aleja.
Lo rescataron con una grúa, inservible, unas horas más tarde.

V)
Mi madre repite los detalles a cada turista que encuentra. Que el río es traicionero y no avisa, dice. Pinta a la orilla del río con acuarelas. Y cuenta la anécdota del citröen ahora, muchos años después. Un hombre viejo la escucha. Ella, tan prolija, tiene un borrón violeta sobre la hoja, pero extiende el pincel como si no lo viera.

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