Gabby llegó de Toronto, de Nueva York, de Rosario y ahora
vino a visitarme a Baires por este asunto de la lectura. Trae de regalo una
foto de Bruce en Nueva York, tomada por Mark Selinger en 2005. Es una foto en
blanco y negro. Bruce está hermoso con sus botas, su guitarra, la ceja
levantada en un gesto sexy de niño proletario. Su brazo descansa sobre el brazo
de la guitarra, como el roce de unos amantes que han hecho un largo viaje en un
colectivo durante toda la noche. Su cuerpo contra dos paredes de
ladrillos que se juntan, señalando un vértice. Recordé que alguna vez, cuando
Bruce presentó su disco Tunnel of love
dijo que se había movido entre dos vértices para escribir esas canciones: el de
la identidad y el del amor. Por entonces, Bruce, tenías unos 37, casi como yo,
y ya estabas haciendo esa música y diciendo esas cosas en medio de otra crisis
amorosa. ¿Cómo no poner tu foto arriba de mis parlantes?
Llego a casa después de una semana intensa de trabajo y
después de algunos movimientos de corazón. Hace un rato nos encontramos con T.
Ella me dijo por celular “mi mamá leyó el cuento… y le gustó”. Quedé en la
escalera del subte, sin querer bajar. Necesitaba que me lo contara todo. “Ahí
voy”, dijo y al rato estábamos las dos en medio de la vorágine del atardecer,
abrazándonos y hablando y riendo y llorando mientras abajo, los trenes de subte
pasaban una y otra vez, resoplando como hombres viejos que quisieran estar
tomando cerveza pero deben seguir cavando un pozo. Ese cuento es una
celebración para nosotras, que en cierto aspecto lo escribimos juntas.
El asunto es así: hace unos meses decidí contar la historia
de T. y de su padre, que sigue desaparecido desde fines de 1976. Nadie supo
nunca nada de él, no hay datos de que haya pasado por una comisaría, un
hospital, un centro clandestino de detención. A fines de 2012, una amiga de la
familia de T. fue a una audiencia durante la apertura de la mega causa Esma.
Ahí escuchó el nombre de este señor, del padre de T. Era un dato ínfimo en un
océano vasto. Pero fue suficiente. Con los meses, la madre de T. fue llamada a
declarar en la causa. Eso causó cierta conmoción familiar, y también, cierta
conmoción en el alma de mi amiga. Ella había construido una historia a partir
de esa desaparición y ahora, la posibilidad de nuevos datos hacía temblar esos
cimientos. Por un lado, era maravilloso; por otro, angustiante. O todo junto. Hablamos
varias veces de estas cosas. Pero bueno, las conversaciones de amigas son así,
desmelenadas, se dice una cosa, se dice otra, se profundiza un asunto y luego
se abandona por otro y quizás más tarde se vuelva. Cada una además lleva su
vida y eso es un oleaje que aleja y acerca las palabras, las vivencias. Y por
entonces, yo estaba enamorada y por primera vez en mucho tiempo, tenía un amor
amable, sin sobresaltos. Esto, lejos de dejarme tranquila, me generaba una curiosidad
absorbente. En fin, que yo sentía que había escuchado varias veces las
circunstancias de lo que mi amiga me contaba pero que me había quedado en la
orilla y ahora era necesario atravesar eso de otra manera.
No quería escribir un relato periodístico sólo porque el periodismo sea mi oficio. De todos modos, para trabajar
desde otra zona la “verdad” de los hechos (las palabras son opacas, construyen
realidad a su modo; la ficción asume eso, hace de la carencia, virtud) tenía que
volver a escucharlos. Quise escribir un cuento, eso. A la ficción y al
periodismo le interesan cosas distintas. Cada cual con su método. El mío, en el
caso de este relato, fue algo así como despeinar una muñeca de rulos armados,
cambiarle el vestido, enloquecerla un poco, colgarle pájaros que hicieran nido
en su cabeza.
T. y yo nos pusimos de acuerdo para hacer un trabajo que
necesitaba mucho amor, mucha colaboración. Nos juntamos un mediodía, ella
empezó a hablar, yo apreté “rec” en mi grabador, trajinado de voces, de historias,
de entrevistas. Estuvimos algunas horas así, ella contando, yo preguntando.
Volví a casa, desgrabé. Escribo esto, el corrector de word corrige
instantáneamente “desgravé” y supongo que eso será algo como quitar la grava
del camino, esas piedras minúsculas que hacen ruido bajo tus pies cuando vas
sobre ellas. En cierto aspecto, las versiones iniciales del texto requirieron ese trabajo.
Con el paso de los días, el relato fue adquiriendo una voz,
una cadencia, un ritmo. Se fue transformando en una historia. Sensei Osvaldo,
con quien hacemos taller de escritura, fue muy claro: “Ésta es una carta de
amor, antes que todo lo demás”. Y el amor, claro, es personal y político. Así
escribí la carta de amor de una hija a su padre ausente, en primera persona.
Una lee, piensa, reflexiona. Y cuando se sienta a escribir,
todo eso sigue siendo un susurro pero la protagonista es la intuición. Luego
vendrán las correcciones, las ediciones, las decisiones sobre lo que permanece,
lo que se reescribe, lo que se borra. Pero el primer gesto de la escritura, vuelvo a decirlo, es
la intuición. Y es poner una oreja en voces secretas, que vienen de lo más
profundo de esa historia. Una está allí, escuchando lo que el personaje tiene
para decir y para callar. Y lo que ese personaje dice es revelador de su mundo,
no del propio. Su voz, para que esté viva, está plagada de redundancias, espacios
en blanco, repeticiones. También hablamos de esto con Sensei. Me dijo que debía
decidir si quería mostrar que soy una piola bárbara, que me doy cuenta de las
repeticiones y las corrijo porque manejo el oficio o si, por el contrario, me
bancaba que el personaje de ese cuento hablase desde la más vital de las
imperfecciones.
Y algo más: el devenir muestra que aún cuando escribimos
sobre otros, aún cuando creamos universos distantes, estamos revelando algo de
nosotros mismos.
A lo largo de los días, de las semanas, me di cuenta de que
también, sin querer, en las palabras de ese personaje que habla de su familia, de
su madre, de las mujeres valientes de su familia que preservaron las memorias y
los secretos… en esas palabras, digo, también yo le escribía a un amor ausente.
Pero para eso, adopté una máscara. Y eso transformó la historia que escribí
pero también mi perspectiva sobre esa ausencia que me dolía (que me duele). Bruce
dice algo sobre esto que encontré hace un tiempo, antes de cantar “Brilliant
disguise”, un tema de Tunnel of love que
me gusta particularmente. Él dice que las canciones cambian de tiempo en
tiempo, que originalmente pudieron haber tenido una intención pero que en
definitiva, aún eso se modifica al calor de los días. Y también: ¿de qué nos
enamoramos? ¿De quién? ¿Quién es el otro? ¿En quién se va transformando? ¿Y uno mismo? ¿Qué es ese disfraz, esa máscara
donde jugamos el rol que se pretende de nosotros, que quizás también nosotros pretendemos,
mientras ahí mismo se alza nuestro ser más primitivo, nuestra forma más
salvaje, luminosa, siempre sedienta de peligro?
El cuento fue haciendo su camino. Hasta que decidí que, al
menos por ahora, ya estaba escrito. En ese tránsito, me convocaron desde el
Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti, para leer en la Noche de los
Museos. La ex Esma abría sus puertas por primera vez en ese marco.
Las circunstancias que rodean un cuento son eso,
circunstancias, que muchas veces no necesitan estar en el relato sino que se
quedan merodeando, por fuera. De manera deliberada, había borrado casi todas
las referencias que permitieran establecer con claridad el qué, el
cómo, el cuándo… digo, las famosas “cinco W” tan caras al periodismo. Me
interesaba situar al lector, darle pistas para que no cayera al vacío, pero no
del mismo modo que si estuviera leyendo un testimonio periodístico. Y ahora,
ese contexto venía a instalarse: me invitaban a leer en el mismo lugar sobre el
cual había escrito, sin nombrarlo.
La noche que recibí la invitación para esa lectura, T. y yo
nos fuimos a un recital. Bailamos, bailamos, bailamos. Hacía mucho tiempo que
no me sentía tan feliz y tan libre de nostalgias. No necesitaba a ningún tipo
amándome, bailando a mi lado en ese momento. Era feliz en un territorio
conquistado en base a escribir, escribir, escribir, con un compromiso exclusivo
adquirido con el texto, con mi amiga y
con nadie más.
Después del recital T. y yo flotábamos por las calles
oscuras, riéndonos porque sí. Esperé un colectivo que pasó repleto de hinchas
de fútbol que volvían de un estadio, exultantes. No era un buen lugar para una
chica sola un bondi lleno de tipos cantando olé, olé, olé. Así son las cosas.
Entonces decidí tomarme un taxi.
¿Qué día leés en la ex Esma?, preguntó T. mientras
esperábamos algún auto libre.
Le respondí.
Ah, ok, ese día se cumple un aniversario exacto de que mi
madre diera testimonio en el marco de la causa, dijo. Y el taxi llegó y ella me
abrió la puerta y yo me fui, mirándola por el vidrio mientras ella sonreía y
saludaba, como si todo fuera un chiste. Un chiste extraño, que dejaba la risa
en suspenso, una vuelta de tuerca del destino, la cara verdadera de un disfraz
que se caía como un velo mientras el auto se iba y yo adentro, haciendo un
gesto de estupor. Ella sonreía. Entonces, por más que el asunto estuviera
adquiriendo ribetes insospechados, estaba bien.
La Noche de los Museos es una circunstancia donde todos van,
vienen, pasan. La gente de la organización convocó a un grupo de poetas (yo fui invitada por ser poeta) y de músicos
(en la próxima vida, quizás sea música, nada me gustaría más) que nos
instalamos en una terraza cercana al bar del Conti y a la librería que abrieron
hace poco allí. Había luces, micrófonos de un lado y del otro, mesas y sillas
donde sentarse. Era un lugar bonito. Es difícil escribir “bonito” cuando se
habla de un centro clandestino de detención, emblema del horror, que por
siempre estará rodeado de voces silenciosas. Lo bello y lo terrible pueden
convivir, sin embargo. Son situaciones que no se anulan. Por el contrario,
dialogan de manera constante y juntas, producen una incomodidad que puede
transformarse en congoja. Bueno, la belleza nunca es simple, cualquiera lo
sabe.
La noche era cálida, la gente iba y venía. Los árboles,
alrededor. Muchos árboles con las ramas más altas rozándose. Esos árboles que
vieron.
Fui hasta la zona de la luz y los micrófonos, me senté. Dije
que había nacido en 1976 y que por eso estar allí era para mí, una
circunstancia de enorme compromiso. Puse mi cabeza en blanco porque ya había
pensado demasiado. Sabía que debía leer claramente, sin asustarme de lo que
fuera a pasar, sin temor de aburrir, con el desafío de no aburrir. No lo digo
en un sentido banal: lograr que alguien capte tu atención no es tarea sencilla
y nadie tiene por qué bancarse una lectura que lo excluye. Como cuando escuchás
a la banda que te gusta. Por un instante, pensás que eso que hacen está cerca y
que algo tuyo es parte de eso que acontece. ¿Por qué no hacer de la lectura un
acto performático donde hubiese un despliegue de convicción? Escribimos como
acto de fe. ¿Por qué ocultarlo? Y si la palabra es un acto de fe, listo, ya, que
la voz del personaje me tomase como si yo no fuera más que médium, más que una
circunstancia fortuita que hablaba por otra boca.
No sé si funcionó o no. Espero que sí. Todo lo que sé es que
en cierto momento, el viento sopló con un poco de intensidad, reverberó a
través de las hojas y entre el viento y las hojas hubo un murmullo, un canto,
un secreto que se sentó a mi lado y escuchó. Y luego se fue.
Si hubiese querido acomodar todas estas casualidades, seguro
no lo hubiese logrado. Sólo cuento las cosas como pasaron. Necesito contarlas,
eso es todo. Necesito decir gracias a todas las múltiples, ínfimas
circunstancias que han ido articulando este relato. Y también, a las personas
que estuvieron ahí, sabiendo el significado que esa noche tuvo para T. y para
mí. No necesito explicaciones ni respuestas. Con que la chispa de la intuición
siga viva, es suficiente. Y la intuición me susurra que el vértice donde se
juntan el amor y la identidad (construcciones nómades si las hay), sigue
siendo un espacio de exploración, abierto a múltiples temblores. Hay
gente que necesita escribir de muchas cosas. Lo mío es bastante más humilde:
sólo necesito escribir del amor y del modo en que el amor nos transforma. So heavy my heart.
Esto dice el poeta, el Homero, de Las alas del deseo: "Nombradme a los hombres, mujeres y niños que me buscarán, a mí, su narrador, su cantor y portavoz, porque me necesitan, más que a nada en el mundo. Hemos embarcado".
ResponderEliminarY también: "Cuéntanos musa del narrador, del infante, del anciano apartado a los lindes del mundo y haz que en él se reconozca cada hombre. Con el tiempo los que me escuchaban se han convertido en mis lectores. Ya no se sientan en círculo sino solos, y cada uno no sabe nada del otro. Soy un viejo, con la voz quebrada, pero el relato sigue elevándose desde las profundidades. Y la boca entreabierta lo repite, tan poderoso como apacible. Una liturgia para la que nadie necesita estar iniciado en el sentido de las palabras y de las frases".