domingo, 6 de agosto de 2017

Dos o tres ideas convencionales sobre las que nos apoyamos para hablar de amor


No teníamos que estar ahí. Se suponía que a esa hora nos teníamos que encontrar en otro lugar. Pero por razones que no vienen al caso, nos terminamos citando en el bar de Brasil. Frente a dos cervezas, mi novio y yo mirábamos el barrio a través de los ventanales. 

Las cervezas tenían un color ámbar que me hizo acordar a una piedra semejante encontrada una vez, con un insecto adentro, fosilizado, intacto. Un insecto venido de la prehistoria.

El bar de Brasil queda en la esquina de casa. Tiene otro nombre. Pero para mí conserva ése desde aquella noche que nos encontramos de casualidad, hace un año. Nos conocemos porque Brasil es músico y road manager de una banda amiga. Él es parte de la gente del camino con la que una se ve de vez en cuando en la ciudad, en el medio de recitales.

“¿Qué hacés por acá?, le pregunté. Y me contó que con un socio compraron la farmacia que había cerrado tiempo atrás. La iban a transformar en bar. Se tomaron casi un año pero al fin, lo abrieron. La farmacia era antigua y los socios tuvieron la delicadeza de preservar los escaparates originales, de madera labrada; un vitraux en el techo y aún la balanza cuya aguja revela el peso de quien decida saber si funciona o no la dieta. Incluso están exhibidos unos cuantos frascos que se usaban para recetas magistrales. Tienen etiquetas borroneadas con nombres hermosos: borato de sodio, sales de Schüsser, sulfato de zinc.

A través de los ventanales del bar, San Telmo se transforma. Y puedo observar este barrio con lupa. Me gusta ver a las vecinas de siempre tomando de la mano a sus nietos mientras se protegen del frío con sus sacos de punto. Y a las turistas que andan en ojotas en pleno invierno, rubias y encantadas de eso que nosotros interpretamos como frío y ellas como calor, quizás porque viven en países donde nieva. Me gusta ver a mi peluquera, que atiende acá enfrente, charlando con un hijo adolescente que la dobla en estatura. Me causan gracia los varones que pasean perros tan diminutos que parecen prótesis mal puestas. Extensiones chistosas, mínimas, de esos cuerpos viriles. Cuando juntan la caca del perro en bolsitas de nylon, los hombres se transforman en súbditos de esos reyes caninos. 

Ahí estábamos, mi novio y yo, en medio de un día donde el silencio se tornaba viscoso.

De repente, al otro lado, alguien se detuvo y nos miró. Era joven y rubio. Llevaba un saco pasado de moda y un gorro de lana arriba de un sombrero. Había algo estrambótico en su vestuario, como quien se puso lo que encontró arriba de la silla porque estaba pensando en otra cosa.

Nos miró. Nos siguió mirando. Sonrió.

Sacó un cigarro del bolsillo de su saco con un gesto teatral. Nos hizo señas: pidió fuego.

Mi novio buscó un encendedor. Salió. Lo miré desde atrás del vidrio mientras le daba fuego al otro. Mi novio es hermoso, los ojos demoledoramente claros y bellos, a veces tan cercanos que me puedo hundir ahí como en un mar de confianza; a veces lejanos, parados en una vida que tiene sus secretos.

El hombre empezó a fumar al otro lado. Dio una pitada, dos, tres. Se aseguró de ganarse toda mi atención. Entonces movió las manos. Un gesto rápido. El cigarrillo desapareció. Mostró las palmas de las manos vacías y sonrió. Nada por aquí, nada por allá.

Me reí y empecé a aplaudir. Se aplaude a los magos ¿verdad?

Era lo que él esperaba. Entró.

Dijo algo en francés. No sé francés. Le respondí en inglés. No hizo caso. Volvió a la carga en en un castellano defectuoso. Y anunció con gesto dandy: “Soy Guapo Chico. ¿Hay cerveza para mí?”.

Mi novio fue hasta el mostrador para cumplirle el deseo. O para seguirme el juego a mí, que estaba decidida a saber quién era este personaje.

 A la vez, él estaba decidido a que todo el bar le prestara atención. A veces la complicidad con gente extraña tiene efectos sorprendentes. 

Pidió otro cigarro a los pibes de al lado, lo encendió, hizo como que le quemaba la remera a uno. “No, por favor no hagas eso”, me escandalicé. El pibe de la remera dijo que no pasaba nada. Y no pasó. Era sólo un truco.

Atrás apareció una mujer con un gorro tejido, parecido al de Guapo. “Nos conocimos hace un tiempo en Ibiza. Él es mago, músico, performer así que hace algunas de esas cosas según el día. Me vino a visitar a Córdoba y yo lo traje para que conozca el barrio donde nací”, explicó la novia de Houdini.

Para entonces, todos estábamos expectantes. 

Brasil bajó la música, se acercó y los presenté. Guapo Chico pidió un sobre de azúcar, Brasil armó un hueco con sus manos como buen partenaire, el otro vació su sobre ahí. Luego hizo mímica, como si se esnifara el azúcar. Y lo cierto es que el azúcar desapareció. "Muestre las manos, amigo", invitó el mago mientras se frotaba la nariz con estudiado descaro. Y el azúcar reapareció en las manos de Brasil.

El bar entero aplaudió, hubo copas que chocaron y un instante de celebración colectiva.

“Ustedes dos son maravillosos. No estar enojados. El enojo es mala cosa”, susurró el rubio mirándome de costado mientras agradecía al público con reverencias.

¿Tanto se notaba el enojo?

Hace unos días hablé con un amigo. Según su astróloga, aseguró, su carta de Tarot era el arcano XXI: El Mundo. Me pareció "demasiado" pretencioso. El Mundo es la última carta de los arcanos mayores. En ella, una mujer desnuda danza en medio de una corona de hojas. A sus pies, dos animales: uno puede ser un buey o un caballo; el otro, un león. Hacia arriba, un águila y un ángel. 

El Mundo es la carta de la realización absoluta, de la expansión, de la sabiduría alcanzada para un nuevo comienzo. ¿Quién puede llegar hasta ahí? “También es la carta que propone el modo más adecuado de bailar. O sea, sabiendo cómo mantener el equilibrio. La chica de la carta está apoyada en la punta de su pie”, observó mi amigo, que se ríe de mis bravuconadas cuando abuso de la palabra “demasiado”. Tampoco fue casual que apelara a eso del baile. Me gusta todo lo que baila. Será que no nací con ese don.

Recordé esa charla apenas irrumpió el Mago, que también tiene su propio arcano: el número I. En la carta, hay una mesa con todos los materiales disponibles para comenzar un camino. Un frasco, un cuchillo, un cubilete, dados. Quizás no se necesite más.

Así que ahí estábamos, mientras el Tarot parecía haber dado una vuelta completa danzando conmigo.

Guapo Chico es también un trashumante, el Loco, el arcano sin número que se mueve con libertad por la baraja para susurrarle al rey todas las verdades y simular locura si no es entendido. El que siempre tiene un doble fondo. El que burla las órdenes. El Jokerman.

Pidió lápiz y papel. Anotó algo y lo puso debajo de mi copa. Me hizo elegir un número entre el uno y el nueve. Elegí el siete. Después me hizo pensar un color. Elegí el rojo. Luego le hizo elegir un color a mi novio. Eligió el azul. “¿Qué surge de la combinación de rojo y azul?”, tradujo la novia de Houdini, mientras bebía un poco de la cerveza que él había dejado. “Violeta”, respondimos como chicos obedientes. Él nos hizo mirar el papel. Tenía trazado un número siete y una palabra que podía ser “violeta”, mirada con cierto cariño. “Yo entiendo español pero escribo poquito”, se justificó.

Anduvo silbando por ahí un rato más. A esas alturas, sin embargo, ya nadie le prestaba atención. Mi novio se fue a fumar afuera. Brasil barrió los restos de azúcar que había en el piso y volvió a poner música. Los pibes de al lado pidieron otra cerveza.

Guapo Chico me miró. Sabía que yo, siempre antropófaga, esperaba algo más de ese banquete.

Puso su copa al borde de la mesa. La copa quedó en una posición inverosímil, todo el líquido ámbar a punto de caer. Pero no. 

“Equilibrio”, dijo. Idea A.

“Los hombres sonríen como niños cuando ven a un mago. Pero tú además, te emocionaste con el corazón”, dijo. Idea B.

“Yo soy el Gran Bambino”, advirtió mientras abría la puerta vaivén para retirarse de la escena. Idea C. 

Tres puntos de un dibujo invisible. 

Así Guapo Chico-Gran Bambino desapareció. Unas chispas hicieron equilibrio en el aire, por un segundo, antes de convertirse en nada. 


                                            (Jokerman/ Bob Dylan / un video de 1984)



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