domingo, 9 de noviembre de 2014

Into the mystic

El tipo cierra la puerta y se sienta frente a mí, al otro lado del escritorio. Le extiendo los estudios, metidos en sobres blancos, esos sobres todos iguales que otra gente tenía, como yo, en la sala de espera. Los mira, sonríe y dice “están perfectos”. Y también “tu corazón está perfecto”. Luego da media vuelta sobre su sillón giratorio y empieza a anotar los resultados en la computadora. Supongo que es mi ficha médica. Mientras él trabaja, miro su escritorio, las biromes, unas carpetas. Los médicos son gente previsible, aburrida, que no deja nada a la vista con lo que una se pueda entretener. Me pongo a jugar con un sellito con su nombre que dice “cardiólogo”. El sello está adentro de una cajita de metal. La abro, saco el sello, lo estampo en una hoja en blanco, un recetario. Lo hago una, dos, tres veces. No sé por qué me tomo esa atribución. El cardiólogo y yo no nos conocemos. Fui a consultarlo apenas unas tres veces en dos años. La primera vez que lo vi escuchaba Van Morrison en unos parlantes minúsculos. Supongo que si tu médico escucha Van Morrison,  tenés derecho a jugar con sus sellos. A él no parece molestarle.
Miro también un almanaque de ésos con forma de carpita que tiene por ahí, con el logo de algún medicamento. Hay una foto de una chica en pleno nado mariposa: los brazos extendidos a los costados, las manos con las muñecas laxas, hacia abajo, el cuello arqueado, la barbilla altiva, en el instante previo a hundirse en el agua. Lleva antiparras, gorro y su gesto es de una fiereza delicada, a punto de dar el zarpazo, de impulsarse con las piernas muy juntas para volver a salir con elegancia, porque así es el estilo mariposa. El agua se abre paso para dejarle lugar a la chica, rodeada de espuma, vitalísima.
--¿Vos nadás así, verdad?—pregunta el cardiólogo cuando termina de anotar. Lo miro sin entender porque estaba pensando en la chica, no en mí. Apoya los brazos en el escritorio, se le corren las mangas del guardapolvo y veo que tiene una pulserita hecha de hilo, tejida en macramé, y otra, una cadena finísima de oro. Ninguna de las dos es una hermosura. Ninguno de mis amigos, de mis novios, de mis amantes, de los hombres que por alguna razón me interesan han usado pulseras. Bueno, sí, aquellos de la adolescencia, los de mi época hippie, donde me paseaba por el pueblo con unas babuchas violetas y aros con piedras color ámbar. Pero no todos. Nunca pude establecer una relación interesante con un tipo con pulsera. Y esos otros que usan las de oro, como gitanos, pero sin las artes de supervivencia que los gitanos llevan en su sangre como la ofrenda que preservan a pesar de siglos de persecución, me interesan menos. Empiezo a desconfiar del cardiólogo, de que realmente sepa de qué habla cuando se encuentra frente a un paciente.
--Sí, nado así –respondo. Pero no me sale mentir. Entonces digo: “En verdad, hace un par de meses que no voy a la pileta”. Me mira. Arquea las cejas, oscuras sobre sus ojos claros, color ámbar, color oro de pulsera. “Y además, fumo bastante”, lo desafío como para dejar en claro que a pesar de todo eso mi corazón está perfecto, como él mismo dijo.
--¿Por qué dejaste de nadar?
--Porque tengo líos amorosos.
--No entiendo.
--Me puse triste y no me dieron ganas de levantarme a la mañana para ir a nadar. Me quedo escribiendo o lloro o miro el techo. Y fumo.
--¿Te hace bien?
--No lo sé. A veces una simplemente no puede hacer ciertas cosas.
--Pero te gustaba nadar.
--Ahora me gusta más fumar.
--Pero si estás triste, con más razón tenés que cuidarte. Ahora nadie va a correr por vos si te pasa algo.
--No sé si alguien corría por mí antes. Quizás ése fue nuestro problema. Corría con él y de repente me encontré corriendo sola. La pasábamos genial corriendo juntos, esquivando bombas, alejándonos de cualquier malentendido, nos podíamos desplomar a la noche uno en brazos del otro y eso era suficiente para levantarnos al otro día y volver a correr.
 Nos miramos. El cardiólogo parece muy interesado en lo que cuento. Yo siento que me estoy sumergiendo en aguas oscuras. Pero al mismo tiempo, que necesito contarle a un extraño lo que viene pasando.  Quizás porque al otro no le importe mucho y eso aligera el peso también para mí.
Respiro.
--Mirá, cuando nos conocimos, me pasé dos noches seguidas leyéndole un libro llamado “Seda”. ¿Lo conocés?
Él niega con la cabeza.
--Es la historia de un comerciante de gusanos de seda que cruza el mundo varias veces para llegar a Oriente, a fines de 1800. Él es francés, los gusanos de seda escasean, se embarca en viajes larguísimos a Japón, su mujer lo espera porque lo ama. Él se enamora de una mujer que apenas atisba algunas veces, la mujer del monarca japonés que le vende los gusanos. Él crea a esa mujer en su cabeza y ella siempre se va. Hasta que desaparece completamente. Su mujer real entiende esa obsesión mejor que nadie. El negocio fracasa, él deja de viajar y se hunde en melancolía. Ella le devuelve a la mujer soñada, a su modo, pero él jamás se entera de que cierta carta fue escrita por la mujer real y no por la chica soñada. La mujer real muere. Sólo entonces, de casualidad, él comprende.
--Es una buena historia –observa el cardiólogo.
Le digo que hay varias más en el libro pero que yo sólo recuerdo esa ahora. Y que el hombre que amé se ovilló a mi lado dos noches enteras para escucharme leer. Y que yo me enamoré de él porque si un adulto aún puede escuchar cuentos, entonces tiene un alma hermosa. Y que luego él se fue tras otras mujeres soñadas o tras otras cosas que no tienen que ver con nosotros.
--Él tiene un alma gitana, como dice ese tema de Van Morrison que escuchabas la primera vez que vine –sintetizo.
El cardiólogo se empieza a reír. Descubro que estoy llorando, que unas lágrimas finas ruedan hasta la barbilla. No es un llanto aluvional. Es como cuando mirás una película o escuchás una canción que te conmueve. Nada se desgarra, sólo se disgrega. Pero, fuck, no puedo parar de llorar y es necesario salir ya salir de esa situación.
--Viniste al lugar adecuado porque aquí yo veo muchos corazones rotos –bromea mientras se levanta y va hacia atrás de un biombo. Vuelve con unas hojas de papel áspero, de ésas que una usa para quitarse el gel tras las ecografías. “Es todo lo que tengo”, se excusa. Yo me seco las lágrimas con las hojas ásperas.
--Mirá, por acá pasa todo tipo de gente. Y veo muchos corazones que no funcionan bien. Pero lo peor de todo es que hay gente que no siente nada, que no puede sentir nada. Les pasan cosas todo el tiempo, buenas o malas, y ahí están, con sus corazón inmóviles. Decime ¿qué se hace con alguien que decidió no sentir?
Para ser cardiólogo, maneja bien el asunto de las metáforas, pienso.
--Lo que quiero decir es que mientras puedas sentir amor y tristeza, mientras tu corazón esté sano físicamente como dice esta ecografía, estás en una situación más ventajosa que un montón de gente. Ese amor es tuyo, no del otro, y es lo que te va a permitir enamorarte otra vez. Es probable que ahora creas que eso no sirve de nada. Pero ésa es tu fortaleza. Todo esto pasará. Mientras tanto, podrías dejarte de joder y volver a nadar.
Le pregunto por qué usa pulseras.
--La de macramé es de mi hija menor y la de oro es de mi hija mayor, que hace joyería.
Parece leer lo que pienso.
--Yo no usaría pulseras. Pero las de ellas, sí. El amor es tonto pero eficaz.
Sonrío. El cardiólogo dice que vuelva en un mes porque me vence el certificado que necesitan en la pileta cada año para saber que no me hundiré en el agua. Es su modo de decir que confía en mi estilo mariposa.
Salgo a la calle. Hay un sol gigante. Me compro un alfajor Suchard y me lo como sentada en una esquina, viendo pasar los autos bajo el mediodía.
Hoy volví a nadar.


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