El tipo cierra la puerta y se sienta frente a mí, al otro
lado del escritorio. Le extiendo los estudios, metidos en sobres blancos, esos
sobres todos iguales que otra gente tenía, como yo, en la sala de espera. Los mira,
sonríe y dice “están perfectos”. Y también “tu corazón está perfecto”. Luego da
media vuelta sobre su sillón giratorio y empieza a anotar los resultados en la
computadora. Supongo que es mi ficha médica. Mientras él trabaja, miro su
escritorio, las biromes, unas carpetas. Los médicos son gente previsible, aburrida,
que no deja nada a la vista con lo que una se pueda entretener. Me
pongo a jugar con un sellito con su nombre que dice “cardiólogo”. El sello está
adentro de una cajita de metal. La abro, saco el sello, lo estampo en una hoja
en blanco, un recetario. Lo hago una,
dos, tres veces. No sé por qué me tomo esa atribución. El cardiólogo y yo no
nos conocemos. Fui a consultarlo apenas unas tres veces en dos años. La primera
vez que lo vi escuchaba Van Morrison en unos parlantes minúsculos. Supongo que
si tu médico escucha Van Morrison, tenés
derecho a jugar con sus sellos. A él no parece molestarle.
Miro también un almanaque de ésos con forma de carpita que tiene
por ahí, con el logo de algún medicamento. Hay una foto de una chica en pleno
nado mariposa: los brazos extendidos a los costados, las manos con las muñecas
laxas, hacia abajo, el cuello arqueado, la barbilla altiva, en el instante
previo a hundirse en el agua. Lleva antiparras, gorro y su gesto es de una
fiereza delicada, a punto de dar el zarpazo, de
impulsarse con las piernas muy juntas para volver a salir con elegancia, porque así es el estilo
mariposa. El agua se abre paso para dejarle lugar a la chica, rodeada de
espuma, vitalísima.
--¿Vos nadás así, verdad?—pregunta el cardiólogo cuando
termina de anotar. Lo miro sin entender porque estaba pensando en la chica, no
en mí. Apoya los brazos en el escritorio, se le corren las mangas del
guardapolvo y veo que tiene una pulserita hecha de hilo, tejida en macramé, y
otra, una cadena finísima de oro. Ninguna de las dos es una hermosura. Ninguno
de mis amigos, de mis novios, de mis amantes, de los hombres que por alguna
razón me interesan han usado pulseras. Bueno, sí, aquellos de la
adolescencia, los de mi época hippie, donde me paseaba por el pueblo con unas babuchas
violetas y aros con piedras color ámbar. Pero no todos. Nunca pude
establecer una relación interesante con un tipo con pulsera. Y esos otros que usan
las de oro, como gitanos, pero sin las artes de supervivencia que los gitanos
llevan en su sangre como la ofrenda que preservan a pesar de siglos de
persecución, me interesan menos. Empiezo a desconfiar del cardiólogo, de que
realmente sepa de qué habla cuando se encuentra frente a un paciente.
--Sí, nado así –respondo. Pero no me sale mentir. Entonces
digo: “En verdad, hace un par de meses que no voy a la pileta”. Me mira. Arquea las cejas, oscuras sobre sus ojos claros, color ámbar, color oro de pulsera. “Y además,
fumo bastante”, lo desafío como para dejar en claro que a pesar de todo eso mi
corazón está perfecto, como él mismo dijo.
--¿Por qué dejaste de nadar?
--Porque tengo líos amorosos.
--No entiendo.
--Me puse triste y no me dieron ganas de levantarme a la
mañana para ir a nadar. Me quedo escribiendo o lloro o miro el techo. Y fumo.
--¿Te hace bien?
--No lo sé. A veces una simplemente no puede hacer ciertas
cosas.
--Pero te gustaba nadar.
--Ahora me gusta más fumar.
--Pero si estás triste, con más razón tenés que cuidarte.
Ahora nadie va a correr por vos si te pasa algo.
--No sé si alguien corría por mí antes. Quizás ése fue nuestro problema. Corría con él y de repente me encontré corriendo sola. La pasábamos
genial corriendo juntos, esquivando bombas, alejándonos de cualquier malentendido, nos podíamos desplomar a la noche uno en
brazos del otro y eso era suficiente para levantarnos al otro día y volver a
correr.
Nos miramos. El cardiólogo parece muy interesado en lo que cuento. Yo siento que me estoy sumergiendo en aguas oscuras. Pero al mismo
tiempo, que necesito contarle a un extraño lo que viene pasando. Quizás porque al otro no le importe mucho y
eso aligera el peso también para mí.
Respiro.
--Mirá, cuando nos conocimos, me pasé dos noches seguidas
leyéndole un libro llamado “Seda”. ¿Lo conocés?
Él niega con la cabeza.
--Es la historia de un comerciante de gusanos de seda que
cruza el mundo varias veces para llegar a Oriente, a fines de 1800. Él es
francés, los gusanos de seda escasean, se embarca en viajes larguísimos a
Japón, su mujer lo espera porque lo ama. Él se enamora de una mujer que apenas
atisba algunas veces, la mujer del monarca japonés que le vende los gusanos. Él
crea a esa mujer en su cabeza y ella siempre se va. Hasta que desaparece
completamente. Su mujer real entiende esa obsesión mejor que nadie. El negocio
fracasa, él deja de viajar y se hunde en melancolía. Ella le devuelve a la
mujer soñada, a su modo, pero él jamás se entera de que cierta carta fue
escrita por la mujer real y no por la chica soñada. La mujer real muere. Sólo
entonces, de casualidad, él comprende.
--Es una buena historia –observa el cardiólogo.
Le digo que hay varias más en el libro pero que yo sólo
recuerdo esa ahora. Y que el hombre que amé se ovilló a mi lado dos noches
enteras para escucharme leer. Y que yo me enamoré de él porque si
un adulto aún puede escuchar cuentos, entonces tiene un alma hermosa. Y que
luego él se fue tras otras mujeres soñadas o tras otras cosas que no tienen que
ver con nosotros.
--Él tiene un alma gitana, como dice ese tema de Van
Morrison que escuchabas la primera vez que vine –sintetizo.
El cardiólogo se empieza a reír. Descubro que estoy
llorando, que unas lágrimas finas ruedan hasta la barbilla. No es un llanto
aluvional. Es como cuando mirás una película o escuchás una canción que te
conmueve. Nada se desgarra, sólo se disgrega. Pero, fuck, no puedo parar de
llorar y es necesario salir ya salir de esa situación.
--Viniste al lugar adecuado porque aquí yo veo muchos
corazones rotos –bromea mientras se levanta y va hacia atrás de un biombo.
Vuelve con unas hojas de papel áspero, de ésas que una usa para quitarse el gel
tras las ecografías. “Es todo lo que tengo”, se excusa. Yo me seco las lágrimas
con las hojas ásperas.
--Mirá, por acá pasa todo tipo de gente. Y veo muchos
corazones que no funcionan bien. Pero lo peor de todo es que hay gente que no
siente nada, que no puede sentir nada. Les pasan cosas todo el tiempo, buenas o
malas, y ahí están, con sus corazón inmóviles. Decime ¿qué se hace con alguien
que decidió no sentir?
Para ser cardiólogo, maneja bien el
asunto de las metáforas, pienso.
--Lo que quiero decir es que mientras puedas sentir amor y
tristeza, mientras tu corazón esté sano físicamente como dice esta ecografía, estás en
una situación más ventajosa que un montón de gente. Ese amor es tuyo, no del otro, y es lo que te va a permitir enamorarte
otra vez. Es probable que ahora creas que eso no sirve de nada. Pero ésa es tu
fortaleza. Todo esto pasará. Mientras tanto, podrías dejarte de joder y
volver a nadar.
Le pregunto por qué usa pulseras.
--La de macramé es de mi hija menor y la de oro es de mi hija
mayor, que hace joyería.
Parece leer lo que pienso.
--Yo no usaría pulseras. Pero las de ellas, sí. El amor es
tonto pero eficaz.
Sonrío. El cardiólogo dice que vuelva en un mes porque me vence
el certificado que necesitan en la pileta cada año para saber que no me hundiré
en el agua. Es su modo de decir que confía en mi estilo mariposa.
Salgo a la calle. Hay un sol gigante. Me compro un alfajor
Suchard y me lo como sentada en una esquina, viendo pasar los autos bajo el
mediodía.
Hoy volví a nadar.
Printemps, saison de papillon.
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