domingo, 30 de noviembre de 2014

She changes the weather


(Nota antes de empezar: En general, escribo estos textos con alguna música en la cabeza. Luego busco el video en YouTube y lo subo junto al texto, como una nota al pie, un dibujo, una compañía que despliega sus propios sentidos, que dialoga con lo que escribo. Esta vez no tenía ninguna música especial en la cabeza, sólo quería anotar unas cuantas cosas, las de acá abajo. Y cuando me puse a investigar en la web qué video podía ir bien con estas notas, apareció esta maravilla indie-pop de una bandita de ingleses casi adolescentes llamados "Swim Deep" que me encantó. Esta vez, la música llegó luego y sin embargo, lo que escribí adquiere un nuevo sentido si se escucha con el video o si se mira el video en algún momento. Estos hallazgos no dejan de sorprenderme).


Voy a nadar a las nueve de la mañana, al menos un par de veces por semana. Pero hoy llego bastante pasadas las diez. Me quedé dormida, eso. Es un problema cuando pasa algo así porque estoy tentada de quedarme en casa, no ir a nadar, fumar como un escuerzo, pasar las horas mirando el techo. A veces, agarrar la malla y el bolsito es más que nada un acto de fe. 

Soy parte de un grupo donde hacemos algo que podría llamarse “entrenamiento”. Pero ellos -que entrenan mucho más seriamente que yo- ya se han ido. En el andarivel sólo está Lucas. Es un chico de unos siete u ocho años que a veces nada con otros de su edad. Sin embargo, esta vez no hay nadie más que él. Los dos hemos quedado un poco huérfanos esta mañana. Lleva unos pantaloncitos holgados, las antiparras y un gorro de plástico azul en la cabeza. Yo también tengo un gorro azul y las antiparras y una malla negra surcada de líneas azules y magentas como rayos galácticos. En la pileta, todos tenemos pinta de selenitas, de disfrazados, de raros, de seres escapados de un espacio abisal.

La instructora de Lucas es también la mía, Carla. Es de esa clase de mujeres menudas, de una elasticidad admirable, de una vitalidad que apabulla. Tiene un poco más de cuarenta años y dos hijos. Su hija es igual a ella pero aún más pequeñita. Lo sé porque este año Carla y yo nos hicimos amigas de feisbuk. Las mujeres a veces somos como mamuschkas que llevamos a otras parecidas y a la vez diferentes, en nuestro interior. Esas otras mujeres pueden asumir la forma de hijas pero también de hermanas o amigas o de otras que nos han precedido, aún nuestras madres. Las otras mujeres que somos, que viven de algún modo adentro nuestro, incluso pueden asumir cualquier otra forma de lo vivo, cualquier otra forma externa. A veces creo que vivir y escribir no es más que reencontrar un fragmento de una misma, disperso a lo largo de los siglos.

Carla saluda y me indica que puedo nadar en el mismo andarivel que Lucas, así nos pasa la rutina a los dos. Al costado de la pileta están los guardavidas, que pasan muchas horas absortos en el agua y un poco, en sus celulares. El jefe de todo esto es Sergio, un tipo grande, corpulento, calvo, un viejo lobo de mar de ojos verdes. Sergio usa una remera negra que dice “Killin’ me softly”. Me pregunto de dónde sacó la remera. Él parece muy dueño de sí mismo: ceba mates, acomoda las tablas, las manoplas, las patas de rana que usamos para nadar. Saluda a los nadadores que llegan: hombres musculosos, otros flacos y encorvados, chicas jóvenes que se arrojan al agua con decisión, señoras más grandes que nadan lentamente, boca arriba. Sergio parece conocer a todos. Les va indicando una serie de ejercicios a unos muchachos llenos de tatuajes. Mientras tanto barre el lugar con una escoba que le queda minúscula.

Lucas me mira sin interés cuando me sumerjo. Está entretenido en tocar el fondo de la pileta, aguantar la respiración, hacer burbujas, subir a la superficie exultante, como si hubiese recuperado un tesoro. “Empecemos”, dice Carla. Y Lucas arranca con sus crawl lentos. Lo dejo hacer, lo sigo. No tengo ganas de una rutina de vértigo hoy. Miro el cartel grande, que está al fondo del natatorio techado. “Voluntad y fuerza transformadora”, es el slogan del sindicato que tiene la pileta donde nado. Qué motivador. Es todo lo que necesito para dar las primeras brazadas, que siempre son las más difíciles.

Lucas y yo nadamos juntos y no. Él está en su mundo y yo en el mío. No tengo mucho trato de con niños así cuando tengo uno cerca, me da interés. No soy madre, ni tía, son pocas las amigas con hijos pequeños. Un niño es como un universo cerrado, que de a ratos se abre y deja escapar una bocanada de aire fresco.

Carla está chusmeando con Sergio Killin’ me Soflty. Le habla de un cumpleaños de quince el fin de semana. El asunto me interesa. Le pido a Carla que me cuente, con el cuerpo sumergido en el agua y la cabeza buscando lo que ocurre en al superficie. Ella me dice “ahora te muestro” y busca en su celular. Veo esas fotos. Lleva un vestido apretado y tacos. ¡Mi profe! Irreconocible con una belleza de repente tan sexy aunque, bueno, siempre usa calzas y zapatillas bonitas. Nos ponemos a conversar. Me cuenta que es un vestido que se compró en Las Oreiro. Me cuenta detalles generales de la fiesta, de los chicos que fueron, de la cumpleañera. Lucas escucha con paciencia, con un desinterés amable. En un momento se cansa y empieza a nadar pecho. Se ve su gorrito azul emergiendo rítmicamente del agua. Dios, este chiquito me sacará ventajas si sigo tan dispersa.

Voy y vengo con aplicación. Crawl, espalda, mariposa, pecho. Me pongo las patas de rana. Hago unos largos más. Me saco las patas de rana y me pongo las manoplas. Empujo el agua con fuerza, escucho mi respiración, veo mis brazos entrar y salir del agua, el cuerpo que entra en otra sincronía. El agua es como una piel que me abraza, me cubre, se dispersa y vuelve a acomodarse tras de mí. El agua es una amante perfecta, que te da lugar sin perderse en vos, que se ajusta a tu anatomía pero enseguida cobra su propia forma.

¿Lucas se dará cuenta de estas cosas que pienso? ¿Se me notará de alguna manera, como cuando una llega al trabajo con la misma ropa que el día anterior y una sonrisa ausente en los labios? ¿No es que el agua lava los pensamientos, las culpas, los miedos? ¿Limpia el agua los rastros que dejan en la piel los amores nocturnos o los fantasmas de esos amores que nos asaltan en las horas de sueño y así despertamos, más tarde de lo que debíamos, con la inquietud o el alivio de que nada de eso era cierto? ¿Barre el agua la oscuridad, el desagravio íntimo de saber que amamos a quien no nos quiere y aún así nos metemos en su cama? ¿Tiene el agua la piedad de no llevarse tan rápido un amor que nos cobija y nos presta su piel sin pedir nada a cambio?

El chico me mira con algo de interés cuando por fin descanso un rato. En el borde de la pileta, dejo siempre una botella con Gatorade. La busco. Sergio tiene sus manos apoyadas en el borde de la escoba, que hace equilibrio sosteniéndole el peso. Ha dejado de barrer y parece detenido en otro tiempo. Tomo Gatorade y le pregunto a Lucas si quiere. Me dice que sí. Toma Gatorade, opina que no es muy rico, que tiene un poco de gusto a remedio. Estoy exhausta y él parece recién llegado al mundo. Se vuelve a hundir y a emerger, chapotea, dice que le gustan las burbujas porque son como cosquillas. Carla asegura que voy bien, que desde que volví a nadar voy bien. Sonríe, me hace una señal de triunfo con los puños cerrados y en sus manos (las uñas pintadas de un azul profundo y hermoso) tintinea el dije con forma de cruz de su anillo. Adoro que sea tan coqueta.





domingo, 23 de noviembre de 2014

Brilliant disguise

Gabby llegó de Toronto, de Nueva York, de Rosario y ahora vino a visitarme a Baires por este asunto de la lectura. Trae de regalo una foto de Bruce en Nueva York, tomada por Mark Selinger en 2005. Es una foto en blanco y negro. Bruce está hermoso con sus botas, su guitarra, la ceja levantada en un gesto sexy de niño proletario. Su brazo descansa sobre el brazo de la guitarra, como el roce de unos amantes que han hecho un largo viaje en un colectivo durante toda la noche. Su cuerpo contra dos paredes de ladrillos que se juntan, señalando un vértice. Recordé que alguna vez, cuando Bruce presentó su disco Tunnel of love dijo que se había movido entre dos vértices para escribir esas canciones: el de la identidad y el del amor. Por entonces, Bruce, tenías unos 37, casi como yo, y ya estabas haciendo esa música y diciendo esas cosas en medio de otra crisis amorosa. ¿Cómo no poner tu foto arriba de mis parlantes?
Llego a casa después de una semana intensa de trabajo y después de algunos movimientos de corazón. Hace un rato nos encontramos con T. Ella me dijo por celular “mi mamá leyó el cuento… y le gustó”. Quedé en la escalera del subte, sin querer bajar. Necesitaba que me lo contara todo. “Ahí voy”, dijo y al rato estábamos las dos en medio de la vorágine del atardecer, abrazándonos y hablando y riendo y llorando mientras abajo, los trenes de subte pasaban una y otra vez, resoplando como hombres viejos que quisieran estar tomando cerveza pero deben seguir cavando un pozo. Ese cuento es una celebración para nosotras, que en cierto aspecto lo escribimos juntas.
El asunto es así: hace unos meses decidí contar la historia de T. y de su padre, que sigue desaparecido desde fines de 1976. Nadie supo nunca nada de él, no hay datos de que haya pasado por una comisaría, un hospital, un centro clandestino de detención. A fines de 2012, una amiga de la familia de T. fue a una audiencia durante la apertura de la mega causa Esma. Ahí escuchó el nombre de este señor, del padre de T. Era un dato ínfimo en un océano vasto. Pero fue suficiente. Con los meses, la madre de T. fue llamada a declarar en la causa. Eso causó cierta conmoción familiar, y también, cierta conmoción en el alma de mi amiga. Ella había construido una historia a partir de esa desaparición y ahora, la posibilidad de nuevos datos hacía temblar esos cimientos. Por un lado, era maravilloso; por otro, angustiante. O todo junto. Hablamos varias veces de estas cosas. Pero bueno, las conversaciones de amigas son así, desmelenadas, se dice una cosa, se dice otra, se profundiza un asunto y luego se abandona por otro y quizás más tarde se vuelva. Cada una además lleva su vida y eso es un oleaje que aleja y acerca las palabras, las vivencias. Y por entonces, yo estaba enamorada y por primera vez en mucho tiempo, tenía un amor amable, sin sobresaltos. Esto, lejos de dejarme tranquila, me generaba una curiosidad absorbente. En fin, que yo sentía que había escuchado varias veces las circunstancias de lo que mi amiga me contaba pero que me había quedado en la orilla y ahora era necesario atravesar eso de otra manera.
No quería escribir un relato periodístico sólo porque el periodismo sea mi oficio. De todos modos, para trabajar desde otra zona la “verdad” de los hechos (las palabras son opacas, construyen realidad a su modo; la ficción asume eso, hace de la carencia, virtud) tenía que volver a escucharlos. Quise escribir un cuento, eso. A la ficción y al periodismo le interesan cosas distintas. Cada cual con su método. El mío, en el caso de este relato, fue algo así como despeinar una muñeca de rulos armados, cambiarle el vestido, enloquecerla un poco, colgarle pájaros que hicieran nido en su cabeza.
T. y yo nos pusimos de acuerdo para hacer un trabajo que necesitaba mucho amor, mucha colaboración. Nos juntamos un mediodía, ella empezó a hablar, yo apreté “rec” en mi grabador, trajinado de voces, de historias, de entrevistas. Estuvimos algunas horas así, ella contando, yo preguntando. Volví a casa, desgrabé. Escribo esto, el corrector de word corrige instantáneamente “desgravé” y supongo que eso será algo como quitar la grava del camino, esas piedras minúsculas que hacen ruido bajo tus pies cuando vas sobre ellas. En cierto aspecto, las versiones iniciales del texto requirieron ese trabajo.
Con el paso de los días, el relato fue adquiriendo una voz, una cadencia, un ritmo. Se fue transformando en una historia. Sensei Osvaldo, con quien hacemos taller de escritura, fue muy claro: “Ésta es una carta de amor, antes que todo lo demás”. Y el amor, claro, es personal y político. Así escribí la carta de amor de una hija a su padre ausente, en primera persona.
Una lee, piensa, reflexiona. Y cuando se sienta a escribir, todo eso sigue siendo un susurro pero la protagonista es la intuición. Luego vendrán las correcciones, las ediciones, las decisiones sobre lo que permanece, lo que se reescribe, lo que se borra. Pero el primer gesto de la escritura, vuelvo a decirlo, es la intuición. Y es poner una oreja en voces secretas, que vienen de lo más profundo de esa historia. Una está allí, escuchando lo que el personaje tiene para decir y para callar. Y lo que ese personaje dice es revelador de su mundo, no del propio. Su voz, para que esté viva, está plagada de redundancias, espacios en blanco, repeticiones. También hablamos de esto con Sensei. Me dijo que debía decidir si quería mostrar que soy una piola bárbara, que me doy cuenta de las repeticiones y las corrijo porque manejo el oficio o si, por el contrario, me bancaba que el personaje de ese cuento hablase desde la más vital de las imperfecciones.
Y algo más: el devenir muestra que aún cuando escribimos sobre otros, aún cuando creamos universos distantes, estamos revelando algo de nosotros mismos.
A lo largo de los días, de las semanas, me di cuenta de que también, sin querer, en las palabras de ese personaje que habla de su familia, de su madre, de las mujeres valientes de su familia que preservaron las memorias y los secretos… en esas palabras, digo, también yo le escribía a un amor ausente. Pero para eso, adopté una máscara. Y eso transformó la historia que escribí pero también mi perspectiva sobre esa ausencia que me dolía (que me duele). Bruce dice algo sobre esto que encontré hace un tiempo, antes de cantar “Brilliant disguise”, un tema de Tunnel of love que me gusta particularmente. Él dice que las canciones cambian de tiempo en tiempo, que originalmente pudieron haber tenido una intención pero que en definitiva, aún eso se modifica al calor de los días. Y también: ¿de qué nos enamoramos? ¿De quién? ¿Quién es el otro? ¿En quién se va transformando?  ¿Y uno mismo? ¿Qué es ese disfraz, esa máscara donde jugamos el rol que se pretende de nosotros, que quizás también nosotros pretendemos, mientras ahí mismo se alza nuestro ser más primitivo, nuestra forma más salvaje, luminosa, siempre sedienta de peligro?
El cuento fue haciendo su camino. Hasta que decidí que, al menos por ahora, ya estaba escrito. En ese tránsito, me convocaron desde el Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti, para leer en la Noche de los Museos. La ex Esma abría sus puertas por primera vez en ese marco.
Las circunstancias que rodean un cuento son eso, circunstancias, que muchas veces no necesitan estar en el relato sino que se quedan merodeando, por fuera. De manera deliberada, había borrado casi todas las referencias que permitieran establecer con claridad el qué, el cómo, el cuándo… digo, las famosas “cinco W” tan caras al periodismo. Me interesaba situar al lector, darle pistas para que no cayera al vacío, pero no del mismo modo que si estuviera leyendo un testimonio periodístico. Y ahora, ese contexto venía a instalarse: me invitaban a leer en el mismo lugar sobre el cual había escrito, sin nombrarlo.
La noche que recibí la invitación para esa lectura, T. y yo nos fuimos a un recital. Bailamos, bailamos, bailamos. Hacía mucho tiempo que no me sentía tan feliz y tan libre de nostalgias. No necesitaba a ningún tipo amándome, bailando a mi lado en ese momento. Era feliz en un territorio conquistado en base a escribir, escribir, escribir, con un compromiso exclusivo adquirido con el texto, con mi amiga  y con nadie más.
Después del recital T. y yo flotábamos por las calles oscuras, riéndonos porque sí. Esperé un colectivo que pasó repleto de hinchas de fútbol que volvían de un estadio, exultantes. No era un buen lugar para una chica sola un bondi lleno de tipos cantando olé, olé, olé. Así son las cosas. Entonces decidí tomarme un taxi.
¿Qué día leés en la ex Esma?, preguntó T. mientras esperábamos algún auto libre.
Le respondí.
Ah, ok, ese día se cumple un aniversario exacto de que mi madre diera testimonio en el marco de la causa, dijo. Y el taxi llegó y ella me abrió la puerta y yo me fui, mirándola por el vidrio mientras ella sonreía y saludaba, como si todo fuera un chiste. Un chiste extraño, que dejaba la risa en suspenso, una vuelta de tuerca del destino, la cara verdadera de un disfraz que se caía como un velo mientras el auto se iba y yo adentro, haciendo un gesto de estupor. Ella sonreía. Entonces, por más que el asunto estuviera adquiriendo ribetes insospechados, estaba bien.
La Noche de los Museos es una circunstancia donde todos van, vienen, pasan. La gente de la organización convocó a un grupo de poetas  (yo fui invitada por ser poeta) y de músicos (en la próxima vida, quizás sea música, nada me gustaría más) que nos instalamos en una terraza cercana al bar del Conti y a la librería que abrieron hace poco allí. Había luces, micrófonos de un lado y del otro, mesas y sillas donde sentarse. Era un lugar bonito. Es difícil escribir “bonito” cuando se habla de un centro clandestino de detención, emblema del horror, que por siempre estará rodeado de voces silenciosas. Lo bello y lo terrible pueden convivir, sin embargo. Son situaciones que no se anulan. Por el contrario, dialogan de manera constante y juntas, producen una incomodidad que puede transformarse en congoja. Bueno, la belleza nunca es simple, cualquiera lo sabe.
La noche era cálida, la gente iba y venía. Los árboles, alrededor. Muchos árboles con las ramas más altas rozándose. Esos árboles que vieron.
Fui hasta la zona de la luz y los micrófonos, me senté. Dije que había nacido en 1976 y que por eso estar allí era para mí, una circunstancia de enorme compromiso. Puse mi cabeza en blanco porque ya había pensado demasiado. Sabía que debía leer claramente, sin asustarme de lo que fuera a pasar, sin temor de aburrir, con el desafío de no aburrir. No lo digo en un sentido banal: lograr que alguien capte tu atención no es tarea sencilla y nadie tiene por qué bancarse una lectura que lo excluye. Como cuando escuchás a la banda que te gusta. Por un instante, pensás que eso que hacen está cerca y que algo tuyo es parte de eso que acontece. ¿Por qué no hacer de la lectura un acto performático donde hubiese un despliegue de convicción? Escribimos como acto de fe. ¿Por qué ocultarlo? Y si la palabra es un acto de fe, listo, ya, que la voz del personaje me tomase como si yo no fuera más que médium, más que una circunstancia fortuita que hablaba por otra boca.
No sé si funcionó o no. Espero que sí. Todo lo que sé es que en cierto momento, el viento sopló con un poco de intensidad, reverberó a través de las hojas y entre el viento y las hojas hubo un murmullo, un canto, un secreto que se sentó a mi lado y escuchó. Y luego se fue.
Si hubiese querido acomodar todas estas casualidades, seguro no lo hubiese logrado. Sólo cuento las cosas como pasaron. Necesito contarlas, eso es todo. Necesito decir gracias a todas las múltiples, ínfimas circunstancias que han ido articulando este relato. Y también, a las personas que estuvieron ahí, sabiendo el significado que esa noche tuvo para T. y para mí. No necesito explicaciones ni respuestas. Con que la chispa de la intuición siga viva, es suficiente. Y la intuición me susurra que el vértice donde se juntan el amor y la identidad (construcciones nómades si las hay), sigue siendo un espacio de exploración, abierto a múltiples temblores. Hay gente que necesita escribir de muchas cosas. Lo mío es bastante más humilde: sólo necesito escribir del amor y del modo en que el amor nos transforma.  So heavy my heart.



domingo, 9 de noviembre de 2014

Into the mystic

El tipo cierra la puerta y se sienta frente a mí, al otro lado del escritorio. Le extiendo los estudios, metidos en sobres blancos, esos sobres todos iguales que otra gente tenía, como yo, en la sala de espera. Los mira, sonríe y dice “están perfectos”. Y también “tu corazón está perfecto”. Luego da media vuelta sobre su sillón giratorio y empieza a anotar los resultados en la computadora. Supongo que es mi ficha médica. Mientras él trabaja, miro su escritorio, las biromes, unas carpetas. Los médicos son gente previsible, aburrida, que no deja nada a la vista con lo que una se pueda entretener. Me pongo a jugar con un sellito con su nombre que dice “cardiólogo”. El sello está adentro de una cajita de metal. La abro, saco el sello, lo estampo en una hoja en blanco, un recetario. Lo hago una, dos, tres veces. No sé por qué me tomo esa atribución. El cardiólogo y yo no nos conocemos. Fui a consultarlo apenas unas tres veces en dos años. La primera vez que lo vi escuchaba Van Morrison en unos parlantes minúsculos. Supongo que si tu médico escucha Van Morrison,  tenés derecho a jugar con sus sellos. A él no parece molestarle.
Miro también un almanaque de ésos con forma de carpita que tiene por ahí, con el logo de algún medicamento. Hay una foto de una chica en pleno nado mariposa: los brazos extendidos a los costados, las manos con las muñecas laxas, hacia abajo, el cuello arqueado, la barbilla altiva, en el instante previo a hundirse en el agua. Lleva antiparras, gorro y su gesto es de una fiereza delicada, a punto de dar el zarpazo, de impulsarse con las piernas muy juntas para volver a salir con elegancia, porque así es el estilo mariposa. El agua se abre paso para dejarle lugar a la chica, rodeada de espuma, vitalísima.
--¿Vos nadás así, verdad?—pregunta el cardiólogo cuando termina de anotar. Lo miro sin entender porque estaba pensando en la chica, no en mí. Apoya los brazos en el escritorio, se le corren las mangas del guardapolvo y veo que tiene una pulserita hecha de hilo, tejida en macramé, y otra, una cadena finísima de oro. Ninguna de las dos es una hermosura. Ninguno de mis amigos, de mis novios, de mis amantes, de los hombres que por alguna razón me interesan han usado pulseras. Bueno, sí, aquellos de la adolescencia, los de mi época hippie, donde me paseaba por el pueblo con unas babuchas violetas y aros con piedras color ámbar. Pero no todos. Nunca pude establecer una relación interesante con un tipo con pulsera. Y esos otros que usan las de oro, como gitanos, pero sin las artes de supervivencia que los gitanos llevan en su sangre como la ofrenda que preservan a pesar de siglos de persecución, me interesan menos. Empiezo a desconfiar del cardiólogo, de que realmente sepa de qué habla cuando se encuentra frente a un paciente.
--Sí, nado así –respondo. Pero no me sale mentir. Entonces digo: “En verdad, hace un par de meses que no voy a la pileta”. Me mira. Arquea las cejas, oscuras sobre sus ojos claros, color ámbar, color oro de pulsera. “Y además, fumo bastante”, lo desafío como para dejar en claro que a pesar de todo eso mi corazón está perfecto, como él mismo dijo.
--¿Por qué dejaste de nadar?
--Porque tengo líos amorosos.
--No entiendo.
--Me puse triste y no me dieron ganas de levantarme a la mañana para ir a nadar. Me quedo escribiendo o lloro o miro el techo. Y fumo.
--¿Te hace bien?
--No lo sé. A veces una simplemente no puede hacer ciertas cosas.
--Pero te gustaba nadar.
--Ahora me gusta más fumar.
--Pero si estás triste, con más razón tenés que cuidarte. Ahora nadie va a correr por vos si te pasa algo.
--No sé si alguien corría por mí antes. Quizás ése fue nuestro problema. Corría con él y de repente me encontré corriendo sola. La pasábamos genial corriendo juntos, esquivando bombas, alejándonos de cualquier malentendido, nos podíamos desplomar a la noche uno en brazos del otro y eso era suficiente para levantarnos al otro día y volver a correr.
 Nos miramos. El cardiólogo parece muy interesado en lo que cuento. Yo siento que me estoy sumergiendo en aguas oscuras. Pero al mismo tiempo, que necesito contarle a un extraño lo que viene pasando.  Quizás porque al otro no le importe mucho y eso aligera el peso también para mí.
Respiro.
--Mirá, cuando nos conocimos, me pasé dos noches seguidas leyéndole un libro llamado “Seda”. ¿Lo conocés?
Él niega con la cabeza.
--Es la historia de un comerciante de gusanos de seda que cruza el mundo varias veces para llegar a Oriente, a fines de 1800. Él es francés, los gusanos de seda escasean, se embarca en viajes larguísimos a Japón, su mujer lo espera porque lo ama. Él se enamora de una mujer que apenas atisba algunas veces, la mujer del monarca japonés que le vende los gusanos. Él crea a esa mujer en su cabeza y ella siempre se va. Hasta que desaparece completamente. Su mujer real entiende esa obsesión mejor que nadie. El negocio fracasa, él deja de viajar y se hunde en melancolía. Ella le devuelve a la mujer soñada, a su modo, pero él jamás se entera de que cierta carta fue escrita por la mujer real y no por la chica soñada. La mujer real muere. Sólo entonces, de casualidad, él comprende.
--Es una buena historia –observa el cardiólogo.
Le digo que hay varias más en el libro pero que yo sólo recuerdo esa ahora. Y que el hombre que amé se ovilló a mi lado dos noches enteras para escucharme leer. Y que yo me enamoré de él porque si un adulto aún puede escuchar cuentos, entonces tiene un alma hermosa. Y que luego él se fue tras otras mujeres soñadas o tras otras cosas que no tienen que ver con nosotros.
--Él tiene un alma gitana, como dice ese tema de Van Morrison que escuchabas la primera vez que vine –sintetizo.
El cardiólogo se empieza a reír. Descubro que estoy llorando, que unas lágrimas finas ruedan hasta la barbilla. No es un llanto aluvional. Es como cuando mirás una película o escuchás una canción que te conmueve. Nada se desgarra, sólo se disgrega. Pero, fuck, no puedo parar de llorar y es necesario salir ya salir de esa situación.
--Viniste al lugar adecuado porque aquí yo veo muchos corazones rotos –bromea mientras se levanta y va hacia atrás de un biombo. Vuelve con unas hojas de papel áspero, de ésas que una usa para quitarse el gel tras las ecografías. “Es todo lo que tengo”, se excusa. Yo me seco las lágrimas con las hojas ásperas.
--Mirá, por acá pasa todo tipo de gente. Y veo muchos corazones que no funcionan bien. Pero lo peor de todo es que hay gente que no siente nada, que no puede sentir nada. Les pasan cosas todo el tiempo, buenas o malas, y ahí están, con sus corazón inmóviles. Decime ¿qué se hace con alguien que decidió no sentir?
Para ser cardiólogo, maneja bien el asunto de las metáforas, pienso.
--Lo que quiero decir es que mientras puedas sentir amor y tristeza, mientras tu corazón esté sano físicamente como dice esta ecografía, estás en una situación más ventajosa que un montón de gente. Ese amor es tuyo, no del otro, y es lo que te va a permitir enamorarte otra vez. Es probable que ahora creas que eso no sirve de nada. Pero ésa es tu fortaleza. Todo esto pasará. Mientras tanto, podrías dejarte de joder y volver a nadar.
Le pregunto por qué usa pulseras.
--La de macramé es de mi hija menor y la de oro es de mi hija mayor, que hace joyería.
Parece leer lo que pienso.
--Yo no usaría pulseras. Pero las de ellas, sí. El amor es tonto pero eficaz.
Sonrío. El cardiólogo dice que vuelva en un mes porque me vence el certificado que necesitan en la pileta cada año para saber que no me hundiré en el agua. Es su modo de decir que confía en mi estilo mariposa.
Salgo a la calle. Hay un sol gigante. Me compro un alfajor Suchard y me lo como sentada en una esquina, viendo pasar los autos bajo el mediodía.
Hoy volví a nadar.


martes, 13 de mayo de 2014

Primera evocación de Adriana

I dreamed of being a missionary / I dreamed of being a mercenary. /My knapsack was a width of linen / tied like a pump on a stick. (tomado de "Woolgathering" de Patti Smith)

Ahí, donde estaba, la casa no existe más. Cecilia lo dice con esa voz tan suya, lenta, suavísima, capaz sin embargo de alzarse por encima del ruido creciente de la pizzería, donde cada vez entra más gente. Su frase queda suspendida un segundo en el aire y se cae, vencida quizás por el olor a muzzarella, por su propio peso. Ella sonríe. Yo suspiro.
Conocí esa casa en 2005. Era grande, sólida, magnífica. Adelante estaba el estudio de danza, un recinto muy grande con el piso de parquet y varios espejos en los costados, donde una podía mirarse. La casa tenía más habitaciones, algunas no se usaban nunca, llenas de muebles pesados, en penumbras. Había un patio central, cubierto de plantas con una fuente pequeña en el centro. Siguiendo la escalera, se podía acceder al patio, el territorio de Perlita, la gata tricolor que aún sigue viva. Me gustaba colgar la ropa mojada en la soga, un lujo que los departamentos que vinieron después no admiten. Me gustaba tomar sol en verano con Perlita, que subía de vez en cuando para refugiarse bajo un techito cercano.
 Me quedé a vivir ahí, con algunas interrupciones, hasta comienzos de 2007, cuando me mudé a Buenos Aires. Tenía mi habitación contigua al pasillo, donde Cecilia se había armado un cuarto de estar con su computadora, al lado del estudio. Cuando volvía de trabajar, a veces me ponía a escribir. Cerraba la puerta de vidrios y madera de la que colgaban unas cortinas tejidas al crochet para preservar un poco la intimidad. Al lado se escuchaba música; quizás el mismo tramo una y otra vez mientras mi amiga daba clases o bailaba sola o con otra gente. Nunca aprendí a bailar.
Había llegado a esa casa de calle Ovidio Lagos gracias a Adriana. Creo que nos habíamos conocido en la facultad. Por entonces, yo ya me había recibido en Comunicación, trabajaba en el diario El Ciudadano, estaba cursando algo que se denominaba “materias pedagógicas”. Supongo que fantaseaba con dar clases, algo que hice más tarde aunque nunca terminé con el ciclo de las pedagógicas. Adriana, sí. Ella estudiaba con una aplicación infrecuente. Estaba a punto de graduarse en Bellas Artes. Pero no necesitaba títulos. Era artista por derecho propio, brillante, inteligente, yendo por la vida con una velocidad pasmosa.
No tengo muchos recuerdos de esas primeras épocas donde me mudé a la casa de Cecilia, quizás porque no pensaba demasiado en lo que estaba pasando si no en lo que iba a pasar. Ya no me sentía a gusto en Rosario como antes no me había sentido a gusto en Firmat y ya se sabe cuando no se está a gusto, es necesario irse. El asunto era dónde y a hacer qué.
Cosas que recuerdo de Adriana: que era flaca y menuda, que usaba borcegos que una noche me prestó (no sé en qué circunstancias había quedado sin zapatos pero se ve que fue así), que adoraba los juegos de palabras, que leía y estudiaba muchísimo, que amaba el libro “El Pasado” de Alan Pauls. Que adoraba el color azul. Que se reía seguido. Que alguna vez nos besamos apenas. Que para ella fue más sorpresivo que para mí y nunca volvimos a tocar el tema.
Al poco tiempo de mudarme a la casa de Cecilia, Adriana me regaló un reloj despertador. Cuadrado, chino, de ésos que hacen ruido al marcar los segundos. Adriana me regaló tiempo. Y eso era lo que yo necesitaba, además de sus charlas. Comenzamos a urdir el Plan Baires en la pizzería Manolo´s, cerca de la casa de Cecilia, que también era mi casa y cerca de la casa de Adriana. Auténticas chicas de barrio. Otra cosa difícil irse; “china”, decía ella, como el despertador. No conocía a nadie acá. Ni tenía plata. Sólo mi oficio y una convicción ciega de que había que saltar. Suficiente. Todo lo demás fue ocurriendo y no es materia de este relato. "Plantá bandera, encargate de defender lo que querés, nadie más lo va a hacer", arengaba Adriana mientras pedíamos otra cerveza y no nos importaba que se hiciera tarde, que fuera de noche.
Cuando me vine, el relojito chino fue uno de los pocos objetos que me acompañaron. Algunas otras cosas, varias, quedaron en la casa de un novio de quien me separé al poco tiempo. Los días se hicieron semanas y las semanas, años. Comencé a volver a Rosario cuando mi madre y mi hermana dejaron Firmat y se mudaron ahí. Rosario es siempre una ciudad plagada de recuerdos y como los recuerdos me abruman, la ciudad y yo estamos a cada rato estableciendo alianzas, renegociando territorios, acá podés ir, acá no.
Adriana fue quedando en las zonas de esos recuerdos incombustibles. O más bien, en la zona de gente incombustible. Esa gente que estuvo en cierto momento crucial. Luego el tiempo compartido se fue diluyendo pero no la amistad. O quizás la amistad también. Es raro lo que ocurre porque pueden pasar años pero cuando una ve a sus amigos puede retomar las cosas en el lugar exacto donde las dejó. Yo nunca tuve el valor de averiguar dónde dejamos nuestra amistad Adriana y yo.
Fue Cecilia quien se tomó el trabajo de contármelo. Ocurrió la semana pasada, mientras iba a buscarla a su hotel. Pensé cuándo la había visto por última vez. Sí, a comienzos de 2012. Estaba en su casa medio de casualidad y me quedé ahí hasta la hora de salir. Me había mirado en el espejo, vestida de negro, peleada una vez con esa ciudad que parecía no necesitarme, no vuelvo más no vuelvo más pero acá estaré por unas horas más. Esa noche llovió muchísimo. Esa noche conocí al hombre con quien estuve hasta hace unos meses. Llegó al bar envuelto en una capa de nylon, recién llegado de la isla, del río, de esos lugares donde siempre ha tenido sus reinos secretos. Sonrió, me enamoré, no nos separamos. Para él, la distancia entre Rosario y Baires se reducía a un colectivo que se tomaba cada fin de semana hasta que yo volví a hacer lo mismo. De su mano, la ciudad volvió a abrirse como si esta vez hubiese depuesto armas. Quizás lo hizo, quizás la que no sabe cómo bajar la guardia soy yo, ahora que Rosario está erizada de recuerdos otra vez.
Mientras tanto, unos meses antes Adriana se había enfermado de algo muy grave. Algo que, me advirtió Cecilia cuando me llamó para contarme, era probablemente irreversible. Vi a Adriana unas pocas veces. Una vez se había puesto una peluca de tejido denso para cubrir los efectos de la quimio. Le dije que le quedaba linda. Me dijo que sí, pero que en verano era insoportable.
Cecilia me escribía cada tanto para contarme cómo iban marchando las cosas. Yo decía cosas como “sí, dale” pero nunca hice nada. Podría justificarme diciendo que tuve unos líos importantes pero cualquier cosa que diga resulta de un egoísmo que me avergüenza.
Adriana murió el año pasado. Ese día decretaron duelo en la Escuela de Arte. Alguien puso un cartel escrito en letra de computadora sobre los portales cerrados. Alguien escribió “te voy a amar por siempre” debajo del nombre de Adriana.
Ahora Cecilia está frente a mí y me cuenta que la casa ésa que parecía indestructible, no existe más. La vendió y la constructora la demolió para construir un edificio. Por estos días, mi corazón parece anclado en una pena antigua. Ya no hay razones para estar triste y sin embargo, es mentira que el tiempo es lineal, que cura las heridas y todo eso. El tiempo es acumulación. Algo del pasado vuelve y es como una mariposa hecha de furia que bate sus alas y hace volar polvo; incluso toda la tierra. El tiempo es capaz de doler más que antes.
Comemos pizza mientras hablamos muchas cosas, con naturalidad, con amor, sin ningún tipo de reproche. Ella está igual de hermosa a cuando dejamos de vernos. Y tiene esa capacidad de tranquilizarme. Hablamos de nuestros amores nuevos. No hablamos de Adriana, no ahora, no ahí.
Caminamos las dos por Corrientes bajo la luna, bajo la noche.Me olvidé de traerle un ejemplar de mi libro de poemas, el que acabo de publicar. Se lo había prometido. Empecé a escribir algunos poemas en la pieza de la casa que ya no existe. No puedo dejar que Cecilia se vuelva sin libro a Rosario. Le regalo uno mejor: Tejiendo sueños, el libro de Patti sobre el que escribí hace unos pocos meses, cuando mi vida dio un vuelco otra vez. Le cuento la historia del libro, editado por primera vez a comienzos de los noventa en Estados Unidos, cuando Patti dejó la música por un rato y vinieron la muerte de su amigo Robert Mapplethorpe primero y su marido después. El libro no habla de ellos, no directamente, sino de una infancia que Patti vivió o deseó, no se sabe bien. No había traducción en castellano hasta ahora y no era fácil conseguirlo en inglés.
Le hablo a Cecilia del hombre que me ayudó a traducir algunos párrafos que encontré en internet. No sabía que viajaría lejos con él, que compraríamos ese libro una tarde adorable de lluvia en una ciudad donde no hablaban nuestro idioma. Ni sabía otras cosas que sigo sin saber.
Nos refugiamos un rato en un bar. La puerta se abre, a cuento de nada, entra un poco de viento, caen unas servilletas de papel al piso. Servilletas blancas, como banderas que ondean un instante, como hojas que esperan ser escritas. 
Cecilia me cuenta cosas sobre los últimos días de Adriana. Lo hace sin énfasis en el dolor, con aceptación del dolor, de lo inevitable. Escucho, escucho, escucho.
Pienso en el relojito chino, que obstinadamente sigue marcando las horas en mi habitación.
Pienso en todas las cosas que se extinguieron.
Pienso en todo lo que no puedo dejar atrás.
Cecilia sonríe y dice que a veces siente que Adriana está cerca.



sábado, 18 de enero de 2014

Lo cotidiano está vivo pero también, en peligro de extinción



Julián era mi vecino de al lado. Nos cruzamos en el pasillo algunas veces. Nunca nos dimos mucha pelota.
La portera me contó que es de La Pampa, que su padre tuvo un puesto alto en el Congreso, que durante un tiempo Julián mismo anduvo en algo ahí. Genial, un detestable nenito de papá, pensé. Pasaron los años. Lo escuché poner música tecno fea cada noche, me escuchó coger. Es que la pared de su living da a mi dormitorio. Y las paredes aquí son tan finas que a veces los ruidos van y vienen a su antojo, burlándose de cualquier propiedad privada.
Desde hace unos meses compartimos Internet. Por eso me dejó su celular. Ni lo anoté en el mío. Puse el papelito con un imán, en un costado lateral de la heladera. Y lo olvidé.
En algún viaje por ascensor me contó que su padre había venido a instalarse nuevamente porque tuvo una operación importante en el corazón. Otra vez avisó que el padre estaba mejor, que los fines de semana se iba a Tigre y después volvía. Yo sabía cuándo su padre estaba porque escuchaba a Fantino en la tele y porque escuchaba ataques de tos. Supongo que el departamento de Julián tiene dos habitaciones porque nunca había escuchado ruidos contra mi pared, salvo cuando apareció Don Padre. Supongo, entonces, que el padre ocupó la habitación que Julián no usa. A Julián nunca lo escuché toser ni coger, sólo música tecno.
Hace un rato, le mandé un mail a un escritor que me cae bien aunque no lo conozco. Pero me gustan sus textos irreverentes y sucios sobre putos, travestis, sobre él mismo y las notas periodísticas que publica en Soy y el sentido del humor que destila en todo eso que escribe. Es que me enteré que el escritor tuvo un problema gravísimo de salud y zafó. Le escribí para decirle que causa alivio que su foto de perfil de Alejandro Urdapilleta esté acompañada de actualizaciones donde habla de su dolor pero también de su entereza. Está vivo. Escribe. Se ríe de sí mismo. Está vivo.
Después Internet se cayó. Pasó un rato largo y nada. Busqué el papelito. Llamé a Julián.
Por el pasillo iba escuchando el ring tone de su celular, que era como de cadenas que se arrastran.
Salí a la puerta. La de él estaba abierta. “Soy yo, tu vecina”. “Ahí voy”, respondió. “Mirá Julián, que si me desconectaste de Internet por los ruidos que hago algunas noches, está todo mal”. Se rió.
Lo invité a pasar y a sentarse. Es la primera vez que hacía eso.
Parecía triste. O agobiado. Sus ojos tenían las persianas bajas. “Me voy”, dijo, “me vuelvo a La Pampa”.
Quedé muda. Pensaba que este pibe era la clase de gente que no altera sus costumbres.
Pregunté por qué. “Porque debo estar grande y ya me embola Buenos Aires, porque tengo ganas de vivir otra vez en La Pampa, de tener mi propio negocio, de no andar esclavo de esta ciudad”. Es un tipo largo con rulitos de un rubio claro. Se apoyó en la mesa, medio torcido. Parecía una soga atacada por la tormenta en un barco a la deriva. Me dijo que volverá en febrero por unos días, para llevarse sus últimas cosas. Suspiró.
Me preguntó qué onda yo, en qué andaba. Le hablé de mis cosas por arriba. Pero también le dije que sé lo que se siente cuando sos de otro lado y estás acá.
--Sí, fueron muchos años. Y siempre me puse de novio con pibas de afuera. Chicas de Misiones, de Chaco, de allá, siempre de allá. Chicas que siempre volvían a sus ciudades. La última es de La Pampa, de mi ciudad –dijo. Era algo parecido a una confesión.
--Bueno, a lo mejor puedan componer.
--No sé, no lo creo. Estar en la misma ciudad no garantiza nada.
Dijo que su padre vendrá algunos días al departamento, menos que al principio. Pero que por ahora no me preocupe por Internet. Agregó: “qué loco que la primera vez que me llames sea justo cuando me estoy yendo. Por ahí tenés un sexto sentido”.
Se levantó. Se fue. Volvió. “Ya tenés conexión, se ve que desenchufé unos cables cuando saqué el equipo de música”, anunció. Y también: “ya no te voy a joder con la música”.
El escritor me devolvió el mensaje. Me cuenta un poco de su estado de salud que lo ha dejado con debilidad en los músculos. “Es una experiencia nueva, que me dicen pasará con el tiempo, pero uno siente que el tiempo es una categoría extraña y que todo es el dolor presente”, escribe.
Escucho a Julián ir y volver un par de veces más. Lo escucho cerrar la puerta de su casa. Está con alguien, con otro hombre. Le dice “listo, vamos”. Bajan por el ascensor.
Una llega a creer que lo cotidiano no se modifica, que está ahí como telón de fondo, como el puerto inmutable donde volver cada vez que todo lo demás se desmorona. La calle donde decidiste quedarte, la portera, los árboles, la pintada de enfrente, la puerta de tu casa que no le abrís a cualquiera. Hasta que alguien se muda, el panadero de al lado se muere, termina un año y una advierte que también en el alma murieron muchas cosas. Entonces te das cuenta de que el tiempo no se detiene: ahí donde está el puerto acecha también el desborde.


jueves, 2 de enero de 2014

Sobre "Los colores primarios" de Alexander Theroux

El amor es rojo, afirma Alexander Theroux. También la muerte, su contraparte. El rojo es el color de la Navidad, la sangre, el setter irlandés. El living de la granja que Dorothy Parker compró en 1934 con Alan Campbell, su segundo marido, en Pennsylvania, estaba pintado en nueve tonalidades de rojo. Claro que las cintitas que Miss Parker agitaba en sus muñecas tras un nuevo intento de suicidio y que les mostraba con morbo infantil a los amigos, eran azules. El azul puede ser un color melancólico, tal como el período azul de Picasso, el más lúgubre de su obra. Pero todo depende de quién mire. Wallace Stevens, por ejemplo, consideraba que era el amarillo el color de decadencia y disolución ("ese pasto está amarillo y flaco"). Theroux también enumera  cosas que a él le parecen amarillas: las tías solteras, las pastillas de goma, la timidez, la letra H, la canción de Nat King Cole "China Gate", los poemas de todas las mujeres (excepto los de Emily Dickinson, que según el autor "desde luego son rojos"). Sí, esta es una lista caprichosa, un recorte arbitrario de una enumeración obsesiva contenida en un libro de esos que se agradecen: Los colores primarios. 
Se trata del primer texto de Theroux –autor de varias novelas y ensayos– traducido al castellano. Si bien fue publicado originalmente a mediados de los noventa, es recién ahora que llega a nuestro país gracias a La Bestia Equilátera (una editorial que también se ha ocupado de rescatar tesoros como los libros de Muriel Spark, Alfred Hayes o Alexander Baron, entre otros). La traducción está al cuidado de Ariel Dilon.
El rojo, el azul y el amarillo son materia suficiente para que Theroux construya un recorrido cultural por la dimensión artística, literaria, lingüística, botánica, cinematográfica, culinaria y hasta emocional de cada color primario. "Toda mi vida fui un lector apasionado", cuenta vía correo electrónico a Tiempo Argentino. "Y también una persona inquisidora, incluso indiscreta", agrega con un toque de humor. "Me encanta que ciertos sucesos, en especial si son raros o curiosos, me sigan dando vueltas en la cabeza. Además de eso, tengo un impulso personal, incluso pedagógico, de querer transmitir estas cosas interesantes al mundo, que es lo que un escritor necesita. El poeta Robert Frost se describía a sí mismo, sin embargo, no como un docente sino como un ‘awakener’ (es decir, alguien capaz de despertar a otros). Me gustaría ser las dos cosas", dice. 
Theroux nació en Massachusets, Estados Unidos, en 1939 y es escritor como su hermano Paul (autor de La costa mosquito y exquisitos libros de viajes). Antes de salir al ruedo con su escritura –alabada por John Updike, Anthony Burgess e incluso el elusivo Cormac Mc Carthy– se refugió cuando era joven en dos conventos. En 1972 publicó su primera novela, Three Wogs, nominada para el National Book Award. Nueve años después, en 1981, fue el turno de Darconville’s Cat, considerado su texto más logrado. De hecho, con An Adultery, de 1987, forman una especie de trilogía consagratoria que, no obstante, ha sumado muchos otros textos. Y es que la suya parece una inteligencia renacentista, a la que no le interesa una disciplina específica sino el modo en que todas conversan. 
Hace tres años escribió The Strange case of Edward Gorey donde narra su vínculo de amistad con este gran ilustrador (que con sus personajes macabros y encantadores ha servido de inspiración, por ejemplo, a Tim Burton). Y el año pasado publicó The Grammar of Rock, donde traza un listado de las mejores y peores letras escritas durante los años ochenta, los instrumentos más extraños, los títulos de canciones más ridículos y la cantidad excesiva de temas dedicados a la Navidad. 
Las listas son, entonces, una obsesión para él que evidentemente no agotó con Los colores primarios (ni siquiera con The Secondary Colors, de los que también se ocupó). "Muchos lectores son perezosos y, desafortunadamente, creen que en apariencia una lista es un asunto descorazonador e incluso, irrelevante. Es una lástima. Una lista tiene un aspecto educativo, quizás un afán ilustrativo, y es eso lo que admite, al mismo tiempo, convertirlo en un gesto cómico e incluso satírico, que explica un poco el sentido del humor de Rabelais, Joyce, Cortázar en Rayuela, Raymond Queneau, entre otros. En mis novelas, descubro que también es un modo de validar una verdad, digamos, por acopio, algo que está en la naturaleza propia del coleccionismo", dice. 
En alguna entrevista afirmó que adora las cataratas de palabras pero también le gusta escuchar el silencio entre una y otra. Ahora explica que eso –que llama "temperamento poético" (una cualidad que, sostiene, todos tenemos de un modo u otro)– "está abierto a captar el significado de cualquier silencio relevante, percibir las connotaciones de los colores pero también la elegancia de una nota musical, los detalles de la confidencia que nos relata un amigo". Y agrega: "En este libro traté de ir más allá de las verdades convencionales sobre los colores para mostrar que hay extrañas variables que les otorgan rasgos comunes y a la vez, particulares. Hice esa búsqueda en la música, el arte pero también en la botánica, la comida y así sucesivamente. Supongo que todo esconde un lenguaje secreto, una suerte de palimpsesto cuyo significado debemos encontrar."
Su esperanza, finalmente, es encontrar un lector entusiasta "que tenga empatía con las selecciones, antologías, compendios, álbumes, corpus, potpurrís, reuniones". Theroux vuelve a leer lo que escribió. Y agrega, con gracia: "Fijate ¡otra lista!".  «
(Publicado originalmente en la edición del 2 de enero de 2014 en el diario Tiempo Argentino http://tiempo.infonews.com/2014/01/02/cultura-116013-el-fascinante-mundo-que-esconde-cada-uno-de-los-colores-primarios.php)