jueves, 27 de septiembre de 2012

El reino azul


2.

A las cinco de la tarde, la zona cercana al Parque de España estalla de pibes y pibas. Van en grupo de acá para allá. Toman una especie de licuado rojo en vasitos de plástico (después de andar un rato voy a ver que uno de los carritos más concurridos es el que dice “granizado de frutilla fresh”). Fuman. Se miran, se atisban, se gritan cosas de vez en cuando, siguen. Son cientos. Algunos son hermosos. Y no tienen nada que ver con esos títulos catástrofe que suele poner un diario de Rosario cada 22 de setiembre donde se habla de “riñas”, “vándalos”, “detenidos”. Los que ponen esos títulos nunca fueron jóvenes. Nacieron con la chomba puesta. Aceptaron que sus madres les comprasen las medias. Les ponen bozal a las palabras, las llevan de paseo hasta la portada del diario y ahí las abandonan. Así que no es extraño que desconfíen de un piercing o un skate.

Igual, hay policías por todos lados. Los de la Guardia Urbana (vestidos de naranja), los de Prefectura (vestidos de marrón), los polícia-policía (vestidos de negro y, dios, avanzando en fila mientras marchan todos al mismo paso). Pasa que al pic nic de la primavera de esa zona lo organiza el municipio. Así que si te ven con una botella de cerveza, te la vacían. Vi a un poeta joven fumando cosas apoyado en un auto junto a sus amigos. Lo vi después con uno de los de marrón que se le iba al humo mientras él arrojaba la tuca por ahí. No pasó a mayores.

Hay tres escenarios: uno de bandas emergentes, otro de rock y otro de cumbia. Este último está lleno. Me voy para el de rock. Pero antes me compro un pancho. La señora que atiende me ofrece salsas de todos los gustos (de choclo, picante, salsa golf) y lluvia de papas. Y yo le digo que bueno, que ponga un poco de todo, que gracias, y llego justo cuando Julio Franchi sale al escenario.

A Julio lo conocí cuando tenía diez años y una familia que era “esa-que-todos-en-Firmat-queríamos-tener”. Sus dos hermanos menores ahora son artistas como él. Su papá, Miguel y su madre, Lila, eran nuestros profesores de teatro, a comienzos de los noventa. Gente que reivindicaba de veras a Perón, que proponía hacer ensayos de obras que íbamos creando entre todos al aire libre, que te proponía leer a Girondo, a Gelman, a Jácques Prévert, componer un personaje que hablara como Eva y como Alejandra Pizarnik. Gente que se sentaba a escuchar el recién salido Pelusón of milk. Y que además, daban clases en los barrios. Ahí, en Firmat, nació Germinal Terrakius, un personaje que fue mutando de tiempo en tiempo pero que básicamente comenzó siendo un comentarista de fútbol que devino en un político con mucha más cabeza que los cínicos vendepatria de esos días. Miguel se llenaba de spray su melena oscura, se ponía unas gafas de nadar, un sobretodo, un megáfono y se transformaba en Germinal. Su éxito en el pueblo fue rotundo y hasta tuvo su propio programa en el cable. (Pongo en Google el nombre de Germinal. Me entero que a fines del año pasado hizo su última show. Y también: “Recientemente Franchi, consultado sobre el repliegue de Germinal, dijo: ‘Si alguna vez vuelve, promete trabajar mucho para mejorar unas cuantas cosas’. Enterado de esto, Germinal replicó: ‘Porque no se va a cagar, me hubiera avisado que estaba tan disconforme. Nadie sabe lo que me ha costado aguantarlo 20 años’.)

El aire se quedaba quieto, suspendido, cuando Lila llegaba a la pileta en verano, tan hermosa con sus ojos verde mate, el pelo enruladísimo cayendo por los hombros y una bikini de breteles finos. Cada vez que pienso en ella hay un recuerdo que vuelve. Estábamos en la municipalidad (un edificio cuadrado, con alfombras de un azul marino formal, donde por entonces se daban algunos talleres) y Lila empezó a decir que para un artista, antes que actuar, escribir o pintar, lo primero era observar. “Si sabés mirar, tenés el cincuenta por ciento de la cuestión resuelta”, aseguró. Fue como una fórmula mágica. Y encima le echó unos polvos de colores para que hiciera combustión. Entonces dijo: “reivindiquemos la belleza. Y hagámoslo inclusive desde la misma palabra. Hay cosas que no son “lindas” sino “bellas”. Hay que saber la diferencia. Hay que saber buscar. Hay que usar más y mejores palabras para nombrar el mundo”.

Con gente así, podíamos dispersar el aire turbio del menemismo por un rato. El clima de época se podía sintetizar en una historieta que nos mostró Miguel una tarde: “El Reino Azul”, con guión de Carlos Trillo y Enrique Breccia. Era la historia de un rey que exigía que toda la comarca fuera azul. Pero la gente seguía cagando en marrón y transformó sus soretes en un acto de resistencia, dejándolos de contrabando en calles y monumentos. Entonces el rey manda a que la comarca se pinte de marrón. Y es ahí cuando, en medio de la noche, bajo un farol, alguien deposita un sorete… azul. (Hago Google otra vez. Encuentro la historieta. Abro el archivo y me vuelven las briznas del pasto recién cortado de una tarde de verano, los mosquitos, las hamacas, el laberinto –había un juego que se llamaba así- y todo un grupete de adolescentes matando el tiempo mientras leíamos esa Fierro a la sombra).

Julio comenzó a recitar un verso que hablaba de platos y lenguas.  Y después pronunció “Oliverio Girondo” y arrancó con un tema. Creo que a Oliverio le hubiese encantado que su palabra circulara entre unos cuantos adolescentes que habían preferido ir ahí antes que meterse en el tumulto de la cumbia auspiciada por una radio FM. Me gustan muchos de sus temas y en especial “Uno contra uno” que dice: “la música me gusta pero el grito no me alcanza / ahora siento algo que me está sacando de mi casa / uy, que bueno enamorarme de nuevo / uy, que bueno me saco todo el veneno y me quemo”.

Con gente así, que cuenta historias sinceras y va dejando rastros, la belleza del mundo pervive en medio de mucha basura. Pensando en esas cosas vuelvo al Parque de España. Ahí comienza el día 2 del Festival de Poesía. Para mí, el día uno.

martes, 25 de septiembre de 2012

El poema azaroso


1.
Abro el paquete con tres facturas. Está plegado con cuidado, los bordes de arriba juntos en la punta y vueltos a doblar. Es una obra de Jorge, el panadero, que tiene su negocio al lado de mi casa.
Jorge era publicista en los sesenta y trabajaba en el Palacio Barolo (el de Avenida de Mayo que está inspirado en La Divina Comedia). Su panadería está decorada con objetos tan insólitos como un poster antiguo de Marilyn Monroe, la talla en madera de un gato montés que le trajo un antropólogo yanqui que trabaja en El Chaco, unas latas de cerveza escritas en ruso y decenas de estatuitas de holandeses con vestimenta típica que se besan. Esas últimas las guarda en una vitrina. Pasa que a la panadería va gente de todo el mundo que finalmente le regala cosas.
Elijo la torta negra, que huele levadura y luce mejor que la de crema, un poco apelmazada porque quedó al fondo del bolso. “Te vas a atorar”, sentencia una señora al lado mío. Estamos las dos en Retiro, sentadas en esas butacas de plástico que hay cerca de las plataformas, donde la gente se pone a fumar rodeada de bultos y valijas. La señora es menuda, tiene arrugas y un flequillo de nena, colorado. Sonríe. “Dale un mate”, le indica a una chica joven que va con ella, con un flequillo parecido. La chica
obedece. Golpea el borde del mate de chapa para que la yerba se junte en el costado. Ahí echa agua. Me lo alcanza.
“En el sol está lindo pero acá, a la sombra, hace frío”, dice la señora a cuento de nada. Le digo que sí. Le ofrezco una factura. Ella acepta la de crema y la parte al medio. Le da una mitad a la chica, que busca dónde apoyar el termo. Finalmente lo deja en el piso, entre unos bolsos.
-¿Dónde vas?- pregunta la señora.
-A Rosario.
-Ah, nosotras también. Vamos al casamiento de mi sobrina. ¿Vos qué vas a hacer?
-Voy al festival de poesía.
-Qué lindo.
La señora dice que en El Rosarino, estacionado a unos metros, hay unas personas que van al mismo festival. No sé de dónde sacó eso. “Lo escuché porque viste que están
renegando”, dice como si me leyera el pensamiento. Se refiere a que hay un grupo de pasajeros que desde las nueve de la mañana intentan llegar a Rosario pero el colectivo no sale porque se rompió. Los pasajeros están apiñados alrededor del chofer. Ahora son casi las once. A veces pasa. Cada vez que llego a Retiro, miro al cielo más allá de la Torre de los Ingleses y ruego que el colectivo salga más o menos a horario. También ruego que no deba viajar con gente conocida. Es que cuando viajo no me sale hablar. Bah, me cansa. Decir cosas es mi trabajo de periodista. Pero a veces viene mejor el silencio. Sin embargo, es un trabajo extraño éste porque no tiene horarios y una lleva ciertos vicios allí donde va. Por ejemplo, mirar, sacar conclusiones, apuntar en una libreta, entender después la caligrafía apresurada. Tengo unas cuantas libretas con apuntecitos sobre personas, lugares, frases. Como no siempre anoto quién dice qué, si pongo las frases una debajo de la otra, tengo un poema azaroso. Por ejemplo “todos necesitamos la amabilidad de los extraños / fletes Pablo 48550205/ las piletas vacías, un gato que cruza los techos, la ropa cuelga de la soga, yo miro desde el balcón/ entrevista Putos Peronistas”. Es de locos.
“Mi sobrina se casa en el local de Paladini”, comenta la señora, que se ve que es mucho más práctica que yo al momento de tener una conversación. “Mi hermano es empleado de Paladini y le cedieron el local para la fiesta”. Le pregunto qué se va a poner. Un pantalón. Y nada de tacos. “Ella sí se va a poner tacos, porque está en la edad”, agrega mientras señala a la chica, que vuelve a sonreír. Me pregunta si soy poeta. Bueno, no sé.
Le digo que no, que soy periodista. Qué incomodidad, no tenía ganas de
hablar de eso. Pero la señora, por suerte, quiere hablar de ella. “Yo trabajo en casa de familia”, dice. “Y ella en un kiosko. Nosotras vivíamos en Villa Gobernador Gálvez pero nos vinimos para acá”, agrega. La chica me ofrece otro mate. Acepto. Le pregunto a la chica dónde vive “Glew”, responde y eso es todo lo que dirá.
Todavía faltan unos minutos para las once. Abro la valija para buscar un libro que a último momento metí por algún lado. La señora ve que llevo varias pelotas de tenis dispersas entre la ropa. Pregunta por qué las llevo. Le respondo que me las dio un amigo para una amiga que las usa para hacer masajes. Es más o menos cierto. “Yo tenía una perra que era loca por las pelotas de tenis”, dice la señora. Y agrega: “Yo trabajaba cerca de una cancha de Adrogué que no tenía tejido alto. Entonces todo el tiempo saltaban pelotas. Algunas me las guardaba para la perra. Ahora la perra no está más y la cancha la tapiaron”.
El colectivo llega a las once, puntualmente. Subimos. La señora y la chica se sientan bastante adelante.
Sigo hacia atrás. Llevo Chan Marshall, un libro precioso de Luis Chaves, poeta costarricense que conocí en el festival el año pasado. “Unida a la suya, / la sombra del globo / la sigue a rastras por los adoquines. / Es el parque del pueblo / que la niña cruza / mientras en la cantina / suena la canción / que habla de ella, / de su vida, / treinta años en el futuro”, escribe Luis en “Mil novecientos sesenta y seis (Chan Marshall remix)”. Luis debe estar contento ahora que ella, que Cat Power, tiene disco nuevo. Escucho “The Greatest”, que tiene unos cuantos años. Pienso en la escena de esa peli de Wong Kar Wai donde Chan toca la puerta de vidrio del bar cerrado y su ex, Jude Law, sale y le abre. Ella le entrega una llave, de algún lugar que compartieron y le dice que se está yendo en un vuelo, en unas horas. Le sale vapor de los labios mientras habla porque hace frío. Ella le besa a él los labios con un roce. “Once I wanted to be the greatest”, canta ella misma de fondo. La gente que canta puede armar la banda de sonido de su propia vida con algunos temas propios.
“A Ivana, esta hiedra que crece cuando la leen”, me escribió Luis en la dedicatoria. El primer cuento que publiqué después de muchos años tiene una hiedra en los primeros párrafos, por Luis, por un cuento hermoso de Hebe Uhart, esa gente que una convoca sin saber para que protejan la escritura y la hagan crecer.
El colectivo cruza la ciudad y la deja atrás. Primero, el Río de la Plata, esa tersura oscura que siempre me inquieta porque esconde secretos atroces. Después, los campos. Muchos están sembrados de alfalfa estos días. Son campos amarillos.



miércoles, 19 de septiembre de 2012

Chico dinamita amor



La último que hice  antes de cerrar la puerta de mi departamento porteño fue meter adentro de la valija un abrigo. Es negro, todo peludo, divino. Me hace acordar a un tapado que mi abuela usaba para ir a los velorios de gente importante, los labios pintados, un par de tacos que se torcían cuando la caminata era más allá de las tres cuadras. Pero no, no es igual. Quizás me guste porque además del toque vintage, tiene un corte campera inflable “lista para la acción” y un cuello suntuoso de diva. Se la compré a una amiga por facebook. Ella no la usaba más. Bah, la usó dos veces, dijo. Yo la estrené en un recital de Miro y su Fabulosa Orquesta de Juguete, una banda de La Plata que cada tanto viene a Baires. Estuvimos con Juan, que vendría a ser el chico que me gusta, y también con mis amigos Martín y Ana, y otros músicos, todos sentados en unos sillones desvencijados, en un sótano de Barracas desde el cual se escuchaba la lluvia cada vez más fuerte. En un momento alguien pateó la mesita cerca de los sillones, cayó el vino, una copa de vidrio estalló contra el piso y no importó. Fue una noche hermosa. Y ésta también iba a serlo. Por eso había que llevar el abrigo a Rosario. Porque tocaba Coki y sus Killer Burritos.
El colectivo entró en la terminal a eso de las siete de la tarde. Me gusta llegar escuchando Kiko Veneno mientras busco la silueta alta de Juan entre la gente, que esta vez no pudo llegar. Claro, no lo dije antes. Juan es rosarino. "Estoy renegando con el botón del baño", me avisó por mensaje de texto. Le respondí que no se preocupara, que llegaba por las mías. Conozco las calles de Rosario. Por algo viví allá casi quince años. El mensaje me pareció, entre otras cosas, doméstico, adorable. ¿Cómo explicarlo? Está bueno cuando lo cotidiano puede andar desnudo y las cosas se aceptan como vienen, porque eso es la vida y, supongo, el amor.
Llegamos al bar Pugliese a la medianoche. Había una humedad alevosa. Desde el asfalto se elevaba un vapor tenue que ni llegaba a existir del todo, pisado por las ruedas de los taxis. En la vereda estaba el Eloy y otra gente. Eloy tiene unas camisas auténticamente mexicanas, bordadas, hermosas. Llevaba puesta una, con rosas rojas bajándole por los hombros. También estaba Mario, que es una suerte de manager de Coki. Me chusmeó al pasar algo que no entendí porque iba llegando gente que Mario saludaba y por eso no podía completar las frases. Juan tradujo: "va a estar Fito". 
Al rato aparecieron en el escenario dos chicas, una en bajo y otra en guitarra, y atrás un pibe. La banda se llamaba “Escéptica”. Por alguna razón, había asociado ese nombre a un grupete lleno de sintetizadores, no a este power trío, que seguro son amigos de Eloy, el más punk de Rosario. Eso no implica que se vaya dando la cabeza contra los puentes, como dice la gente que no sabe y como leí en un cuento muy triste de un ruso, cuando era chica. Significa que agarra su bajo y le saca sonidos duros. Eso es todo. Después, cuando vas a su bar –que se llama “El Diablito”- y te quedás sin plata, por ahí te dice “no hay problemas, tomá lo que quieras que te anoto” mientras pone temas de Morrisey y saca de por ahí un cuadernito con espiral.
Mientras tocaban las chicas, Juan se puso a charlar con el dueño de Pugliese, que se llama así por eso de San Pugliese, un mito que a don Osvaldo le causaba gracia. Según su nieta, él decía que no era posible que hubiese un santo comunista. Después de los “Escéptica” apareció Coki a eso de la una de la mañana, con un saco entallado y un pañuelo blanco y negro, haciendo cuernitos con las dos manos, y su banda detrás: el Eloy; Diego Olivero en teclados; Franco Mascotti, en guitarra y Tito Barrera en batería.
Comenzó con temas de “Chico dinamita amor”,  su último disco, que va a salir a fin de año con un dvd que por ahora se llama “Viva Rosario!”. Después vinieron los que empezamos a escuchar desde “Mi parrillada”, a fines de los noventa, hasta ahora. Si no fueran canciones tan gozosamente sucias y vitales podrían ser perfectos clásicos (pero decime si la palabra "clásico" no suena a frac o a christian dior). Son, más bien, temas "linyera".
En la mitad del recital Fito apareció con unos pantalones anchos y grises, distendido, con actitud de "no puedo abandonar mi onda de estrella popular pero sé que acá el escenario es el de mi guitarrista". Y también subió Pablo Dacal. Los tres hicieron “Polaroid de locura ordinaria” y “Lejos en Berlín”, un tema que cantaba en las apacibles siestas veraniegas en Firmat, con mi amiga La Dany, que ya había tomado la costumbre de tomarse algunas pastillas para aburrirse menos.
Nadie daba dos mangos por el pibe que subió a cantar "Joselito" (es un clásico eso de que Coki invite al público a cantar ese tema de Kiko) pero "el Masi" como dijo que se llamaba, la rompió. Y eso que hasta hacía un rato no paraba de tomar cerveza y de gritarle a Coki "soooo Dió!" mientras el otro se reía y ponía cara de "pibe, estás a punto caramelo". Igual, Coki también tuvo su momento "só dió" al tirarse a una suerte de mosh entre el público, con guitarra y todo. A esa altura, ya no tenía saquito entallado sino camisa blanca con jabot y una cara de alegría que lo hacía parecerse a un chico. "El rock no para", dijo al final mientras abajo hervía uno de esos pogos donde no hay violencia ni rabia sino fiesta que se estira más allá de los bises.
Al rato, Coki fue a El Diablito. Me hubiese gustado decirle que “No quise dañarla” tiene una mezcla de rock, tango y cumbia que explota como una bomba de fabricación casera y te clava las esquirlas en el corazón. Pero no me salió y además, es una frase un poco larga. Entonces le pregunté cómo estaba. "Feliz", dijo. Obvio. Una a veces pregunta giladas.

martes, 7 de agosto de 2012

Dos ciudades


Me pasa cada vez que vuelvo. En la otra ciudad camino conociendo las calles, sé que cruzaré a alguien conocido (es inevitable) y las horas van con la calma de un río de llanuras. En esta ciudad, las esquinas tienen nombres que me suenan pero sólo eso. Nadie sabe de mí (casi nadie). Las bocinas, la música, las horas, se apilan como ladrillos, de tamaño carprichoso, en un orden tambaleante, siempre a punto de caer.

martes, 17 de julio de 2012

Música a lo Frank Zappa

Me despierto a las seis de la mañana. Voy hasta el balcón. Hace frío, no importa, tengo los pies desnudos, no importa, levanto la persiana. Entre los edificios asoma un pedazo de río. Está oscuro. La luna sobre el cielo opaco, tan delgada, parece la huella dejada por un vaso húmedo sobre un mantel de hule. Del río se ven los brillos y nada más. J me lo había mostrado un par de días atrás, la tarde que llegué. “Ahora que es invierno, se puede ver el río”, dijo. Es que en verano los árboles están llenos de hojas y el follaje tapa la avenida y el río detrás. Ahora no. J también me mostró una flor que estaba saliendo de una maceta de hojas carnosas, en su balcón. La flor, rosada, tenía un centro del que caían dos o tres pimpollos dorados, apretados como dientes, no muy dispuestos a abrirse. Es entendible, con esas heladas que escarchan el día hasta las diez. Pero los pimpollos están abiertos, ahora, y tiemblan bajo el comienzo del día.

Abro la puerta de la cocina, preparo un té, miro las flores estampadas sobre una bolsa de tela. Vuelvo a la cama. Me quedo en el borde, tomando el té que apoyo en una mesita de luz, al lado de un espejo muy ancho, que está contra la pared. Si el espejo estuviera colgado un poco más abajo, se vería la cama. Pero no, está un poco alto; J es alto, quizás por eso lo colgó así. Era de una cómoda de la casa de su abuela. Nuestros cuerpos solo se ven cuando me agarra la cintura y me sienta encima suyo. Alguna vez, de costado, vi la imagen nuestra por un segundo, antes de volver a cerrar los ojos.

Se da vuelta y me pregunta si no puedo dormir. Le respondo que no pero que total, en un rato me tengo que ir. Mira el celular y después de un rato dice que mejor que me desperté porque él puso el reloj del celular a las siete cuarenta y cinco y no a las seis cuarenta y cinco. Si le hacíamos caso a ese reloj, yo tenía solo quince minutos para llegar a la terminal.
Me echo a su lado. Suspiro. Pregunta qué pasa. Le digo lo de las hamacas del pueblo donde nací. Esa historia de unas hamacas que se mueven solas que quiero contar desde hace meses y no sale.
Le cuento lo de la visita a mi madre, que vive a pocas cuadras de J. Estoy acostumbrándome otra vez a los viajes, a volver. Paso las cuatro horas escuchando música en el mp3. Mientras tanto, pienso cosas, que son como una música frank zappa aunque sin mucho talento, claro. Es que Frank sabía ponerle música a ese devenir caótico del pensamiento y no le daba miedo que sonara poco armónico, finalmente las personas somos así y no ordenaditas en melodía norah jones, y eso que me gusta Norah, con esa ronquera al fondo de su voz.
Cuando viajo, no puedo dejar de pensar en todo lo que no sé de mi familia. La de mi padre, sobre todo. Mi padre vive lejos, solo, en un campo. No es fácil llegar. Hace como un año que no lo veo. Hablamos por teléfono. Me dice “tesoro”. Si me hubiese dicho “tesoro” hace unos años (a mí, a mi hermana, a mi mamá) quizás ahora no estaría lejos. Pero nos decía cosas más jodidas, que no creo que le pueda perdonar. Le digo a J eso, que una a veces no puede perdonar y a pesar de eso sí puede seguir queriendo a alguien. A esta altura, a mi viejo aprendí a quererlo. A él, a mi madre, a mi hermana. Pero los cuatro nos tuvimos que ir muy lejos el uno del otro para aprender a decirnos “tesoro”.
Explico que tengo una tía que no conozco, una hermana de mi papá que mi abuelo tuvo con otra señora que no es mi abuela. Y eso que mi papá siempre dijo que era hijo único. Y lo de mis abuelos. Mi abuelo se llamaba Hermenegildo, pero tampoco lo conocí. Se peleó con mi papá. J me pregunta por qué no le pedí a mi papá algún dato para ir a verlo, si se murió cuando yo tenía como diecisiete años. Yo respondo que nunca se me ocurrió. Y me quedo en silencio.
J también se queda en silencio. Le cuento que me gusta ver bien a mi mamá pero que tiene más de setenta. Y que no quiero que se muera sin preguntarle algunas cosas. Y que tampoco puedo dejar pasar treinta años hasta animarme a preguntar. Todos tenemos fantasmas adentro, fantasmas que mueven hamacas. De lejos, es como si las hamacas se movieran solas. De cerca, no. De cerca, una puede ver.
Pero hay que animarse a ver. Y hay que dejar que las hojas caigan para que se pueda ver el río detrás. Hay cosas que no dependen de una porque el invierno llega cuando puede. Pero todo eso hay que hacer para poder escribir de manera sincera. Sobre vos misma o sobre lo que se te cante. No se puede ir al fondo de la escritura si una se hace la tonta con sus propios asuntos.
Me levanto otra vez. Voy al baño. Una línea de sangre se me escapa entre las piernas, y otra más. Le pregunto a J , medio a los gritos, si no tiene por ahí un pedazo de algodón.  Dice que no. Bueno, no importa. En la terminal hay una farmacia donde podré comprar tampones. Mientras tanto, pliego un poco de papel higiénico y lo pongo sobre la bombacha.
Vuelvo a la cama. J me abraza muy fuerte. Siento algo a la altura del pecho, una especie de río, con un fonde de barro que se ablanda y fluye. En un rato voy a tener que meterme en un colectivo para volver a Baires. Pero no ahora. Así que me quedo entre las sábanas, con J desnudo, que es hermoso.

domingo, 8 de julio de 2012

Mi megaupload

Dejé de publicar cosas acá durante un tiempo porque estuve con otros proyectos. Y también, porque la nueva interfase del blogspot era incómoda. Pero la idea de que para ser cool se puede resignar un poco de comodidad sólo es aplicable en ciertos casos: cuando compartís un colchón de una plaza con una persona que te gusta, cuando te subís a un par de tacos, cuando el sonido es un espanto pero la banda vale la pena. Así que volví a la vieja interfase con la idea de seguir subiendo cosas sin renegar tanto.
Como un blog es también una bitácora, hay mojones del viaje que no quiero pasar por alto. Así que acá posteo algunas notas del último año; en general, escritas de prisa, perfectibles (probablemente). Pero por distintas razones, son trabajos que me gustó hacer.

Entrevista a Doris Carpani, compañera de vida de Ricardo Carpani, por la inauguración de una muestra del artista en el museo Evita, acá.

Entrevista a la poeta ecuatoriana Margarita Laso, acá.

Una opinión sobre lo riesgoso en el arte luego de ver unos laburitos que me gustaron poco en el Museo de Arte Contemporáneo de Rosario, acá.

Entrevista a Mariano Pacheco, compañero de militancia de Darío Santillán y autor de un libro que cuenta la vida de su amigo, acá.

La historia de la recuperación de los restos de Yves Domergue y Cristina Cialceta, que permanecieron enterrados como NN en Melincué, según cuenta Eric Domergue, acá.

Reseña de "Fun Home", una novela gráfica buenísima de Alison Bechdel, acá.

Entrevista al grosso de Férrez, un escritor paulista que se crió en una favela y desde allí construye contracultura, escritura, hi hop, acá.

Reseña sobre una mega muestra de Tina Modotti en el Centro Cultural Borges, acá.

Nota de tapa del suplemento de Cultura a partir del libro "El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia" de Patricio Pron, acá.

La historia de las Abuelas de Plaza de Mayo contada en un libro para chicos, acá.

Una nota sobre muestra de Alejandra Pizarnik en el museo Larreta, acá.

Una nota sobre un libro que relata la infancia de Eva Perón según testimonios de personas que la conocieron  a ella o a su familia, acá.

Columna luego de flashear con unas fotos de Nan Goldin que vi en vivo y en directo, acá.

Pequeño homenaje a Clarice Lispector, acá.

Una nota a partir de libro que recupera los testimonios que dejó escritos Jorge Julio López sobre su desaparición y secuestro durante los setenta, acá.

Una nota sobre un libro de fotografías hermosísimo, editado por la Editorial Municipal de Rosario, sobre el trabajo de Chiavazza y Persia, dos fotorreporteros rosarinos de comienzos del siglo XX, acá.

Nota de tapa del suplemento de Cultura a partir del libro sobre el trabajo de Antonio Di Benedetto como periodista, escrito por Natalia Gelós, acá.





viernes, 6 de julio de 2012

La comegatos

Escribo acompañada por un gato pequeño de trapo, bordado con hilos de colores. La señora que me lo vendió dice que a estos gatos los fabrica una mexicana. Son todos distintos. Ni la mexicana ni yo somos de Córdoba. Pero acá estamos. La mexicana vende gatos, yo escribo cuentos.
Anoche, Alejo Carbonell, editor de Caballo Negro, y la escritora Eugenia Almeida presentaron el libro de narradoras rosarinas. Ahora, en este preciso instante, él está en Rosario haciendo lo mismo. El encuentro fue en una casa antigua de la calle Lima, hermosa y fría como todo porque hace un frío de locos acá y en todos lados.
Eugenia (a quien no había visto nunca antes) era como un fuego amigo, con sus botas altas cubiertas por una capa tenue de polvo, su abrigo oscuro, su mochila, como si recién llegara de un viaje. Me acerqué a ella y me quedé a su lado hasta que se fue. Me contó que vive en las sierras. Que su lugar en el mundo tiene patio, pájaros, caballos. Que vivió mucho tiempo en Córdoba ciudad, la última vez en un departamento. Pero de noche no podía dormir. Escuchaba a los vecinos respirar del otro lado. Ahora está bien. Viaja 35 kilómetros y no le importa que el colectivo que la trae y la lleva tarde dos horas. En su casa no se escucha respirar a los vecinos sino que se debe escuchar el canto de la naturaleza, que de noche arrulla.
El cuerpo empuja, dijo Alejo al momento de explicar cómo es posible contactar catorce mujeres que no conocía, elegir relatos, armar un libro, armar muchos libros y apostar a una editorial independiente a la que defiende como a una hija con pelo de papel. Eugenia dijo que las antologías dicen más del antologador que de la gente que escribe. Pero también dice de la gente que escribe. Porque las antologías abren puertas para conocer otras escrituras. Así que está bien cualquier criterio, cualquier campo que un editor delimite. Por qué no una antología de mujeres que calcen 39, como ella. Dijo eso. Me causó gracia. Yo anoté. Tomaba notas por vicio periodístico y ahora que transcribo algunas cosas creo que no estoy siendo exacta y elegante como Eugenia, que llevó sus anotaciones en fichas, así de meticulosa. Debe ser el Qura, el resfrío, la imagen del a catedral iluminada que me dispersa, del cielo a punto de anochecer, del cansancio placentero de estar aquí.
No recuerdo bien lo que dije. Pero confesé, por ejemplo, que me hubiese gustado tener una banda de rock, que es menos solitaria que un papel. El papel está bien si una después puede juntarse con gente a hablar de cosas que nos gustan, que al fin tiene bastante que ver con tocar música con amigos. Que mi escritura es mestiza como mi origen, a caballo del periodismo, de la poesía, de Firmat, de Rosario, de Buenos Aires. Y que, bueno, quizás por tantos caminos yo también tengo mis botas llenas de polvo y en el fondo, me gusta que así sea. Que Beatriz Vignoli -que escribió el prólogo del libro- es a esta altura una tradición en sí misma: por todo lo que escribe, por el modo bello y oscuro y personal en el que escribe y porque unas cuantas orbitamos alrededor de ella en algún momento para aprender algunas cosas.
Afuera hay fuegos artificiales, lo juro. Es que Córdoba cumple años. Desde acá veo la explanada de la catedral y la gente que pasa. Estoy en un piso nueve y veo una nena que hace piruetas alrededor de un mástil. Y una estampida de pájaros que huyen de los árboles cercanos, asustados por el ruido de los fuegos artificiales, atontados por las luces de la explanada que empiezan a encenderse aunque quizás a esto último estén acostumbrados, quién sabe.
Hace un tiempo, apareció alguien en mi vida que de repente me hizo acordar de cosas tiernas que había olvidado. Y ayer me pasó lo mismo, que mientras Alejo y Eugenia hablaban yo volvía a recordar en qué consiste esto. Cultivar la ternura. Perseguir la belleza. Ser trabajadora de una misma y que la fuerza de laburo que ponés al servicio de otros para ganar tu comida sea sólo eso. Que los otros no decidan quién sos. Saber que una nunca dirá exactamente lo que quiere porque la escritura es inexacta. Mejor. Lo inexacto puede ser verdadero. Encontrar una voz. Enamorarse. Escribir. Escribir aunque no haya té. Y dejar de pensar si una debe o no. Poner el cuerpo en la escritura como la nena que aprende a mantener el equilibrio con la cabeza hacia abajo. Que la escritura sea un acto de amor. Acercarse al fuego. Ser salvaje otra vez, con el salvajismo sabio que otorga la naturaleza que arrulla. Y asumirse como comegatos porque una vez todos fuimos pobres y tuvimos hambre y cazamos para comer.
Sobrevivimos y acá estamos.
Afuera ya está oscuro.

miércoles, 2 de mayo de 2012

El árbol

Te asomás. Dejo el libro entre las sábanas. No, no venís a la cama. Sólo vas a cerrar la puerta un rato para que el televisor no moleste. Tus gestos empiezan a ser cotidianos. Como las hojas que caen y el árbol, que ya no tiembla si queda desnudo.

sábado, 14 de abril de 2012

La piel metálica

El vagón del subte avanza sin apuro y la gente se acomoda en los asientos vacíos. Todos juntos sostenemos sus costillas, la piel metálica de un animal que se bambolea entre el polvo de la tarde.
Las bolsas que llevo en el regazo tienen dibujados caligramas y la cara de un oso panda que sonríe: salsa de soja, una botellita de sake, té de cristantemos, fideos de arroz.
Recuesto mi mejilla contra tu hombro. El vidrio de enfrente está sucio pero aún así veo nuestro reflejo, y sonrío. Comentás algo sobre el barrio chino que dejamos atrás, sobre la cena. Me preguntás si quiero dormir.
No puedo, en los subtes pasan cosas y hay que estar alerta, respondo. Me decís que ahora no es necesario estar alerta. Me besás el pelo. Te hago caso, cierro los ojos; escucho el sonido metálico de las ruedas contra la vía, el viento espeso que entra por las ventanas.
Es como si algo –un rastro de ceniza, un resto de escamas viejas- se dispersara con lentitud.

jueves, 1 de marzo de 2012

Con esta boca, en este mundo

El tipo es un pelotudo. Eso dice de sí mismo el que está hablando por esa radio que el taxista puso a todo volumen. “Soy un pelotudo…” seguido de una anécdota banal sobre el precio que pagó por unos fideos de exportación que le vinieron con cucaracha muerta. El chiste es celebrado por una chica que habla de “probar el paquete” y otro más que mezcla el paquete que lleva entre las piernas con las bondades de los labios de la chica y todo con música punchi punchi de fondo.
El taxista pega un manotazo sobre el asiento. Resopla. Otro semáforo en el que quedamos varados. Una cola de autos por delante, otra por detrás, camiones, motos que se abren paso como surfers avezados en esto de andar por arriba de las olas. “Todo es culpa de la yegua, que se le da por cerrar la calle para pasar, no vaya a ser que le pongan una bomba, que bien puesta estaría”, suelta el taxista. Es que la presidenta dará inicio a las sesiones legislativas en el congreso. Estamos por ahí cerca. Las cuadras están valladas, con policías con pecheras de un naranja furioso. Pienso que no tengo que responderle nada al taxista. Con ciertos taxistas no se habla. Para qué. Se sienten dueños de esas dos ruedas que transforman en bar, en escenario de sus dramas, en piecita donde tocarse la entrepierna cuando no hay pasajeros y se aburren. Entonces, para qué. Tengo una amiga cuyo marido es taxista. No le gustaría leer esto. Bueno, su marido no debe ser así. Y una no puede quedar bien con todo el mundo.
El problema es que el taxista no puede remontar la fila de autos. Eso lo pone frenético. Vamos a paso de hombre. No importa, salí con una hora de anticipación para llegar a la entrevista con una poeta que se ocupó de escribir de otra. De Olga. Es raro, Olga aparece en mi vida cada vez que espero. La primera vez, a comienzos de los noventa, yo estaba en un comité en Firmat donde íbamos los que militábamos más o menos orgánicamente en el Frente Grande. Yo no tenía edad de votar pero el clima asfixiante del menemismo no dejaba alternativas: o te volcabas a la idea de que había que viajar a Roma y volver contando que era una ciudad vieja, o te ponías a militar en algún lado o a quemarte la nariz con merca o a escuchar los Redondos o todo junto. A mí se me dio por lo primero. Y ahí estaba, esperando que llegaran unos compañeros para una reunión. Cuando apareció Don Molina. No recuerdo cómo se llamaba. Caminaba bamboleándose porque el cuerpo medio gordo ya no se sostenía en su eje. Pero el señor andaba siempre peinado, con unas camisas blancas y un Particulares medio caído sobre el labio. Cuando hacíamos un asado, de madrugada, le pedíamos puchos porque él era al único que le quedaban. Para entonces, ya habíamos fumado todo lo demás. Los Particulares eran el tiro de gracia para mis jóvenes pulmones, que al día siguiente se curaban con unos mentolados, los Kool, que tampoco nadie me pedía al final de la noche.
Pero Olga. No sé cómo apareció. Creo que hablamos de poesía, de Juan Gelman, de Oliverio Girondo, de Edgar Bayley, de Juana Bignozzi, de toda esa gente que una se podía servir de la biblioteca popular de Firmat. Un gusto, por ejemplo, toda la colección de poetas y narradores del Centro Editor de América Latina. En fin, un nombre fue llevando a otro y Don Molina me contó que había conocido a Olga. Y a la semana cayó con un libro de Olga, Con esta boca en este mundo.
Para una adolescente, ese título es una declaración de principios. No te pronunciaré jamás, verbo sagrado, / aunque me tiña las encías de color azul / aunque ponga debajo de mi lengua una pepita de oro, / aunque derrame sobre mi corazón un caldero de estrellas / y pase por mi frente la corriente secreta de los grandes ríos.
Olga fue una de esas personas que me enseñaron que hay misterios que no deben clausurarse. Claro que llevó tiempo. Recién ahora, por ejemplo, estoy empezando a aceptar que una no puede saber todo de un poema, de una persona, de cada mundo que se te aparece. Me hice periodista para averiguar cosas, para conocer mundos y ahora me encuentro con una escritora con la que haré eso llamado “clínica de obra” que me dice “y sí, a los periodistas les cuesta que sus textos literarios se le animen al delirio”. Puede ser, pero el delirio está en la calle y no puedo dejar de mirar eso con fascinación. Pero quizás sea hora de aceptar este asunto de los mundos misteriosos, que se van alineando como se les canta, y una no puede más que decir “ah” y buscar la forma de ordenar ese caos en una hilera de palabras que, de todos modos, nunca son suficientemente buenas.
Como el día que me mandaron de una revista, cuando ya estaba en Baires, a hacerle una guardia a Ernestina Herrera de Noble. Acababa de comprarme la antología de poemas de Olga que había publicado el Fondo de Cultura Económica. Allí estaba, otra vez, la boca de Olga, ese poema de la señora tomando sopa “se quedará sin fiesta, sin amor, sin abrigo”. Y yo me protegía de esa guardia que parecía al cuete (porque en una época me mandaban a hacer cosas que eran bien al cuete) con los poemas de Olga. Entonces se abrió el portón de la casa señorial y entró el auto de Magnetto y la señora que ya no sé si toma sopa pero toma todo, como la perinola, esperando a Magnetto y el fotógrafo y yo, ahí, volviendo a la redacción de raje con unas fotos frescas, recién cazadas, de un encuentro que era clave. Y más tarde Magnetto preguntándole a Fontevecchia cómo fue que se filtramos el dato, qué armas de inteligencia aplicamos. No sé, el periodismo te sorprende. Pero la sorpresa dura poco porque el periodismo, a la vez, te engulle y lo que hoy es importante dentro de un rato deja de serlo. Y a otra cosa.
Ahora, entonces, estoy aquí, con Olga, rozando el libro con los dedos mientras pasan los minutos y pienso que ya está bien. Una hora y pico arriba del taxi para llegar a Scalabrini Ortiz y Córdoba. La poeta no me espera ya. Le explico la situación de la demora, que la ciudad colapsó, que a Macri se le dio por no hacerse cargo de los subtes porque es como un adolescente siempre triste, enfermo de boludez, que en el fondo nunca jugó a la pelota. Será por eso, porque nunca jugó a la pelota, que no entiende mucho de cierto espíritu colectivo necesario para hacer política. Él se enoja y se lleva la pelota a la casa. Ni siquiera, la deja ahí, con desgano, mañana puede comprar otra pero nunca alcanza. No, no le digo todo esto a la poeta, que de todos modos empieza a las vueltas, que ya se va, que lo dejamos para otro día.
Una ambulancia avanza de manera trabajosa entre esa multitud de autos que se corren como animales cansados. La sirena tapa la voz de la poeta. Veo el perfil del tipo que maneja la ambulancia. Es pelado, tiene lentes, gesto grave, me pregunto en qué va pensando. No quisiera estar en su lugar. Con todo, si la poeta sigue enojada, no pasa nada. Sé que es rubia, sé que mañana se le pasará, sé que ni su vida ni la mía están en ese instante en juego. Sé que una nota más o una nota menos no son en el fondo, nada. El de la ambulancia va rumbo a un misterio pesado, nada poético. Que le abran paso. Que lo dejen ir. Que esta ciudad que hoy me muerde los talones se vaya sosegando mientras cae la tarde. Luego, a la noche, haremos las pases ella y yo, solas, cuando nadie mire, en la intimidad de una ventana que sólo nosotras conocemos. Olga, yo quiero abrigo. No quiero quedarme sin fiesta, sin amor. Pero en este sencillo acto acepto que me lleva una corriente secreta. Todo lo que tengo es mi boca para nombrarla. En el mundo que me ha tocado. Olga, ¿eso es suficiente?

miércoles, 8 de febrero de 2012

Ningún rastro

Su territorio llega
hasta el tejido de alambre.
Ahí sacó yuyos
abonó la tierra
crió nietos,
nunca hizo caso de cierta molestia
entre dos costillas.

Cuando el médico preguntó,
Amelia pensó en otra cosa, en
la época de lluvias.
Él fue insistente.
Ella se negó.
Con alguien así no se puede hablar
y para qué.

Riega el níspero.
El jardín está inmóvil a su alrededor.

Es raro: nubes cargadas
y ningún rastro de tormenta.

domingo, 1 de enero de 2012

Entrevista con Jacobo Siruela

Fue editor de la mítica editorial Siruela y hace unos años apostó a un nuevo proyecto, Atalanta. Tiene un título nobiliario y un conocimiento envidable sobre el mundo de los sueños, los vampiros y las culturas medievales. El texto, acá

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Diciembre 2001

Acá, una columna que escribí a partir de la fotografía tomada por Héctor Río y expuesta en el marco de una muestra que realizó la Asociación de Reporteros Gráficos (ARGRA)

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