No teníamos que estar ahí. Se suponía que a esa hora nos teníamos que encontrar en otro lugar. Pero por razones que no vienen al caso, nos terminamos citando en el bar de Brasil. Frente a dos cervezas, mi novio y yo mirábamos el barrio a través de los ventanales.
Las
cervezas tenían un color ámbar que me hizo acordar a una piedra semejante encontrada una vez, con un insecto adentro, fosilizado, intacto. Un insecto venido de la prehistoria.
El bar de Brasil queda en la
esquina de casa. Tiene otro nombre. Pero para mí conserva ése desde aquella noche que nos encontramos
de casualidad, hace un año. Nos conocemos porque Brasil es músico y road
manager de una banda amiga. Él es parte de la gente del camino con la que una se ve de vez en cuando en la ciudad, en el medio de recitales.
“¿Qué hacés por acá?, le pregunté. Y me contó que
con un socio compraron la farmacia que había cerrado tiempo atrás. La iban a transformar en bar. Se tomaron casi un año pero al fin, lo abrieron. La
farmacia era antigua y los socios tuvieron la delicadeza de preservar los
escaparates originales, de madera labrada; un vitraux en el techo y aún la
balanza cuya aguja revela el peso de quien decida saber si funciona o no la
dieta. Incluso están exhibidos unos cuantos frascos que se usaban para
recetas magistrales. Tienen etiquetas borroneadas con nombres hermosos: borato de sodio, sales de
Schüsser, sulfato de zinc.
A través de los ventanales del bar, San Telmo se transforma. Y puedo observar este barrio con lupa. Me gusta ver a las vecinas de siempre tomando de la
mano a sus nietos mientras se protegen del frío con sus sacos de punto. Y a las turistas que andan en ojotas en pleno invierno, rubias y
encantadas de eso que nosotros interpretamos como frío y ellas como calor,
quizás porque viven en países donde nieva. Me gusta ver a mi peluquera, que
atiende acá enfrente, charlando con un hijo adolescente que la dobla
en estatura. Me causan gracia los varones que pasean perros tan diminutos que parecen prótesis mal
puestas. Extensiones chistosas, mínimas, de esos cuerpos viriles. Cuando juntan la caca del perro en bolsitas de nylon, los hombres se transforman en súbditos de esos reyes caninos.
Ahí estábamos, mi novio y yo, en medio de un día donde el silencio se tornaba viscoso.
De repente, al otro lado, alguien se detuvo y nos
miró. Era joven y rubio. Llevaba un saco pasado de
moda y un gorro de lana arriba de un sombrero. Había algo estrambótico en su vestuario, como quien se puso lo que encontró arriba de la silla porque estaba
pensando en otra cosa.
Nos miró. Nos siguió mirando. Sonrió.
Sacó un
cigarro del bolsillo de su saco con un gesto teatral. Nos hizo señas: pidió fuego.
Mi novio buscó un encendedor. Salió. Lo miré desde atrás del vidrio mientras le
daba fuego al otro. Mi novio es hermoso, los ojos demoledoramente
claros y bellos, a veces tan cercanos que me puedo hundir ahí como en un
mar de confianza; a veces lejanos, parados en una vida que tiene sus secretos. El hombre empezó a fumar al otro lado. Dio una pitada, dos, tres. Se aseguró
de ganarse toda mi atención. Entonces movió las manos. Un gesto rápido. El
cigarrillo desapareció. Mostró las palmas de las manos vacías y sonrió. Nada por aquí, nada por allá.
Me reí y empecé a aplaudir. Se aplaude a los magos
¿verdad?
Era lo que él esperaba. Entró.
Dijo algo en francés. No sé francés. Le respondí en
inglés. No hizo caso. Volvió a la carga en en un castellano defectuoso. Y anunció con gesto dandy: “Soy Guapo Chico. ¿Hay cerveza para
mí?”.
Mi novio fue hasta el mostrador para cumplirle el deseo. O para seguirme el juego a mí, que estaba decidida a saber quién era este personaje. A la vez, él estaba decidido a que todo el bar le prestara atención. A veces la complicidad con gente extraña tiene efectos sorprendentes. Pidió otro cigarro a los pibes de al lado, lo encendió, hizo como que le
quemaba la remera a uno. “No, por favor no hagas eso”, me
escandalicé. El pibe de la remera dijo que no pasaba nada. Y no
pasó. Era sólo un truco.
Atrás apareció una mujer con un gorro tejido, parecido al de Guapo. “Nos conocimos hace un tiempo en Ibiza. Él es mago, músico, performer así que hace algunas de esas cosas según el día. Me vino a visitar a Córdoba y yo
lo traje para que conozca el barrio donde nací”, explicó la novia de Houdini.
Para entonces, todos estábamos expectantes. Brasil bajó la música, se acercó y los presenté. Guapo Chico pidió un sobre de azúcar, Brasil armó un hueco con sus manos como buen partenaire, el otro vació su sobre ahí. Luego hizo mímica, como si se esnifara el azúcar. Y lo cierto es que el azúcar desapareció. "Muestre las manos, amigo", invitó el mago mientras se frotaba la nariz con estudiado descaro. Y el azúcar reapareció en las
manos de Brasil. El bar entero aplaudió, hubo copas que chocaron y un instante de celebración colectiva.
“Ustedes dos son maravillosos. No estar enojados. El
enojo es mala cosa”, susurró el rubio mirándome de costado mientras agradecía al público con reverencias.
¿Tanto se notaba el enojo?
Hace unos días hablé con un amigo. Según su astróloga, aseguró, su carta de Tarot era el arcano XXI: El Mundo. Me
pareció "demasiado" pretencioso. El Mundo es la última carta de los arcanos
mayores. En ella, una mujer desnuda danza en medio de una corona de hojas. A sus pies, dos animales: uno puede
ser un buey o un caballo; el otro, un león. Hacia arriba, un águila y un ángel.
El Mundo es la carta de la realización absoluta, de la expansión, de la
sabiduría alcanzada para un nuevo comienzo. ¿Quién puede llegar hasta ahí? “También
es la carta que propone el modo más adecuado de bailar. O sea, sabiendo cómo mantener el equilibrio. La chica de la carta está apoyada en
la punta de su pie”, observó mi amigo, que se ríe de mis bravuconadas cuando abuso de la palabra “demasiado”. Tampoco fue casual que apelara a eso del baile. Me gusta todo lo que baila. Será que no nací con ese don.
Recordé esa charla apenas irrumpió el Mago, que también tiene su propio arcano: el número I. En la carta, hay una mesa con todos los materiales disponibles
para comenzar un camino. Un frasco, un cuchillo, un cubilete, dados. Quizás no se necesite más. Así que ahí estábamos, mientras el Tarot parecía haber dado una vuelta completa danzando conmigo.
Guapo Chico es también un trashumante, el
Loco, el arcano sin número que se mueve con libertad por la baraja para
susurrarle al rey todas las verdades y simular locura si no es entendido. El que
siempre tiene un doble fondo. El que burla las órdenes. El Jokerman.
Pidió lápiz y papel. Anotó algo y lo puso
debajo de mi copa. Me hizo elegir un número entre el uno y el nueve. Elegí
el siete. Después me hizo pensar un color. Elegí el rojo. Luego le hizo elegir
un color a mi novio. Eligió el azul. “¿Qué surge de la combinación de rojo y
azul?”, tradujo la novia de Houdini, mientras bebía un poco de la cerveza que
él había dejado. “Violeta”, respondimos como chicos obedientes. Él nos hizo mirar
el papel. Tenía trazado un número siete y una palabra que podía ser “violeta”,
mirada con cierto cariño. “Yo entiendo español pero escribo poquito”, se
justificó.
Anduvo silbando por ahí un rato más. A esas alturas, sin embargo, ya nadie le prestaba atención. Mi
novio se fue a fumar afuera. Brasil barrió los restos de azúcar que había en el
piso y volvió a poner música. Los pibes de al lado pidieron otra cerveza.
Guapo Chico me miró. Sabía que yo, siempre
antropófaga, esperaba algo más de ese banquete.
Puso su copa al borde de la mesa. La copa
quedó en una posición inverosímil, todo el líquido ámbar a punto de caer. Pero
no. “Equilibrio”, dijo. Idea A.
“Los hombres sonríen como niños cuando ven a un mago. Pero tú además, te emocionaste con el corazón”, dijo. Idea B.
“Yo soy el Gran Bambino”, advirtió mientras abría la puerta vaivén para retirarse de la escena. Idea C. Tres puntos de un dibujo invisible.
Así Guapo Chico-Gran Bambino desapareció. Unas chispas hicieron equilibrio en el aire, por un segundo, antes de convertirse en nada.
“Invisible
es en cambio su movimiento oscuro”, leo. Circe Maia es una poeta de lo tenue
que, en ciertos versos, ilumina la sombra de un modo rotundo. No importa lo que
siga. Tampoco lo que haya venido antes. Estoy con su último libro en las manos.
Se llama “Dualidades”. Estuve mirando libros de otros autores. Separé algunos,
guardé la mayoría. Pero Circe sigue ahí y creo que nos iremos juntas. Tengo
tiempo. Alejandro avisó que llega en un rato. Su librería se llama “La Lupa” y queda en la peatonal
Bacacay, al lado de un café del mismo nombre. Me siento junto al estante de
poesía como quien decide hurgar la tierra para ver si aparecen monedas perdidas.
Entran personas a preguntar por el libro de Gabriel Rolón, por uno de Calvino,
por otro de cocina tailandesa. La chica de lentes me convida caramelos sugus
(bah, me los sirvo) mientras atiende a cada uno, mientras envuelve un paquete
para regalo. Es viernes a la tarde. Estoy en Montevideo. A pesar del resfrío
que sigue, obstinado, desde hace varias semanas, me siento feliz. Desde la
librería puedo ver la ventana de mi habitación, ahí arriba. Es que el hotel donde
me alojo, el Spléndido, está enfrente.
Lo del viaje
empezó como idea hace unas semanas. Mi padre estuvo enfermo en el verano pero
ya se mejoró. O sea, no tuve vacaciones en el verano. Seguí yendo al diario todos
los días. La inminencia del verano me daba temor. No sé por qué. Como si la
sucesión de los días fuera la boca tibia de un animal que me iría a tragar y a
escupir al costado de un río donde no podría bañarme. No sé de dónde saco esas
ideas. Porque, la verdad, el verano se presentó desde el inicio manso, incluso
festivo.
Los años nunca empiezan un primero de enero. Las estaciones no
empiezan los 21 cada tres meses. Mi verano empezó a comienzos de diciembre,
cuando mi amigo Martín pasó por el diario con un libro que me había traído
desde Montevideo: “Rolling Thunder”, ese milagro escrito por Sam Shepard sobre la
gira que hizo Bob Dylan a mitad de los setenta por Nueva Inglaterra. Martín y
su mujer Ana consiguieron el libro para mí. También trajeron algunos discos que les encargué;
entre ellos, los de Eté & los Problems. Yo le había dicho a Martín que a
ver si conseguía que el Eté firmase sus discos para mí. Ana, Martín y el pibe son
amigos. No sé si lo había dicho muy en serio porque ya estoy grandecita para
jugar a la groupie. Pero ahí estaban los discos -“Vil” y el flamante “El
éxodo”- firmados en tinta negra, con letra irregular. Uno decía “Para Ivana,
con una mano en el corazón” y el otro “Para Ivana, con la otra mano en el
corazón”.
Fui a la
casa de mi amiga Toia con esos tesoros para arreglar unos asuntos del viaje que
haríamos juntas a la semana siguiente. Nos íbamos al mar antes de la vorágine
de las Fiestas de fin año. Ahí fue cuando ella puso “El éxodo” en el equipo de audio que
tiene en su estudio de yoga. Los pisos están cubiertos de una goma firme y
suave. Y el último disco empezó a sonar a todo trapo. “Sos como Jordan /
flotando sobre las manos del resto / en las alturas /estás tan sola”. Nosotras
hacíamos pogo como cuando teníamos quince. Y volvíamos a tener quince porque se
nos daba la gana. Y no estábamos solas. Así fue como
esos discos se transformaron en una parte sustancial de mi banda de sonido el
verano.
Hay canciones que tienen su momento. Me refiero al momento en que están
hablando exactamente de lo que te pasa. Un tipo que amé me había roto el
corazón hacía unos meses y yo no sabía (no sé) muy bien qué hacer con eso. Sólo
me salía escribir largas cartas que nunca mandaba porque no eran ni chicha ni
limonada. O sea, intentaban algún punto de equilibrio en medio del caos pero a
la vez, estallaban de rabia, de desazón, de enojo cada cuatro frases. Al fin
opté por escribir un largo texto furioso que aún no encontró su destino final.
Y mientras tanto, bailaba. En mi depto, en el mar, en la habitación de mis
amores de paso, en el subte, en la sala de espera de los consultorios. Y luego,
cuando mi padre enfermó, en el trayecto hasta el sanatorio, en la habitación a
oscuras mientras él dormía, en los pasillos cubiertos de luces blancas. Si no
podía bailar con el cuerpo, bailaba con el corazón. Algunos rezan, otros
bailan, cada cual con sus ritos.
En fin, que
cuando me enteré que “El éxodo” se presentaba en la Trastienda ahora, en abril, me pregunté por
qué no volver a Montevideo. O, dicho de manera más ajustada, por qué no
ir-y-quedarme-unos-días-for-first-time. Es decir, que Montevideo no fuera una
escala apretada antes de llegar al mar uruguayo (como ocurrió otras veces) si
no destino en sí mismo.
Hice algunos
intentos para ir acompañada. Pero al fin decidí viajar sola.
Mi amiga
Gabby me recomendó parar en el hotel Spléndido. “Si vas a quedarte unos días,
es el lugar ideal”. Lo miré por internet, llamé por teléfono (soy tan analógica,
la web no me da desconfianza) y reservé una habitación. Ya sabía algunas cosas:
que iría al recital como quien cruza el río para agradecer por plegarias
atendidas y que estaría en un hotel precioso en la Ciudad Vieja edificado en 1901,
frente al Teatro Solís, al toque del bar La Ronda (me habían hablado tantísimo
de La Ronda). En la página web se ve a Eva peinándose su larga cabellera rubia
en una habitación. No es verdadera esa foto. Me encanta que no lo sea, que la
gente del Spléndido elija a Eva como musa y ficción encantadora.
Llego un
viernes de sol a Tres Cruces. Decido tomar un colectivo hasta la Ciudad Vieja.
Doy una vuelta innecesaria al bajarme pero llego de todos modos. El Spléndido
no tiene cartel en la puerta pero sí una escalera de mármol y unos cuantos
afiches de asuntos tan diversos como una fiesta rave, el Pepe Mujica o Fito
Páez sentado en una habitación de ahí mismo (esta foto, me dijeron, no tiene
truco como la de Eva). Leandro, uno de los chicos a cargo del hotel, escucha Lou
Reed. O Iggy Pop. O David Bowie. Me guía hasta la habitación.
Es enorme. Me
arrojo sobre la cama doble para mirar el techo. Después empiezo a tomar algunas
fotos. Como dice un amigo fotógrafo, hay que buscar la luz. Porque la cámara ve de
manera distinta al ojo. A través de la lente, quise mirar los adornos del
balcón. Pero la luz del mediodía aplanaba todo y yo no tengo pericia suficiente
para regular esa luz según mi conveniencia. No me desalenté. La cámara me
acompañó todo el tiempo en Montevideo. Tengo más fotos que notas. Fotografié
detalles, objetos inertes, no personas. No me animo a levantar una cámara para
fotografiar a alguien. A las personas las recuerdo. El sábado a la tarde, por
ejemplo, había un grupo de cuatro señoras grandes sentadas en un banco de la
avenida 18 de Julio. Estaban arregladas, con polleras largas y ceñidas, los
labios pintados, rulos exuberantes. Se reían de cosas que murmuraban en
secreto. No sé cómo hubiese hecho para captar ese instante. La imagen fija el
instante. Las palabras lo evocan. A través de la palabra, la imagen se
disgrega.
Bajo y voy a
buscar el semanario Brecha. Sigo por la calle Ciudadela hacia el río. Paso por
La Ronda, con sus paredes verdes y mesas de
madera. Los precios están en unas pizarras en la pared. Es de tarde y no sé si
estará abierto o no. Una chica con pañuelo en la cabeza escucha Janis Joplin.
Sigo hasta la rambla. Ahí abajo hay un hombre con un niñito caminando sobre la
costa. Es abril, no importa, hace calor. Más allá, alguien toma sol entre las
piedras. Una ciudad que tenga un río-mar es una gran cosa.
Me baja un
cansancio tan intenso. El cuerpo se acostumbra a estar alerta. Cuando se relaja,
se cae de golpe. Pero no puedo quedarme tranquila sin cruzar la vereda e ir a
saludar a Alejandro y a conocer su librería. Qué lindo es cuando las cosas te
quedan cerca. Allá voy. Allá encuentro a Circe Maia. Alejandro me recomienda algunos
libros más. Lo único que pienso es en cuánto me va a costar todo. Quedaría
mejor que no lo relate aquí para resguardar mi imagen de chica de mundo. Pero
no soy una chica de mundo. Como me habían dicho que Uruguay estaba caro, yo lo
tomé al pie de la letra. Entonces, en vez de pensar la paridad “un peso
argentino igual a dos pesos uruguayos y medio” pensé “un peso uruguayo, dos
pesos argentinos y medio”. Así, cada libro me costaba casi mil pesos en mi
cabeza. Le conté esto hace unos días a Ana. Se rió mucho. “Pero entonces
estabas pensando precios a lo Hong Kong”, dijo. Y agregó que en definitiva, lo
bueno es que compré libros y anduve y decidí hacer lo que tuviera ganas sin
pensar en el precio. Visto retrospectivamente, es una actitud de vida
interesante.
Vuelvo a mi
habitación abrazando mi libro de Circe Maia, haciendo cuentas equívocas, quedándome
con las ganas de otros libros que me llamaban desde los estantes como sirenas
de voz pecaminosa, sensual, oscura. Esta eterna manía que tengo de adentrarme en
la belleza aunque no se salga indemne.
Al día
siguiente, sábado, desayuno en el comedor, con dos chicos japoneses en pijamas y remeras
del Barca. Hablamos un inglés retaceado y divertido, como cada vez que se
producen equívocos en un idioma. Me cuentan que esa tarde van a ver un partido
al Estadio Centenario y al día siguiente viajarán a Buenos Aires para ver a
Boca. Les cuento que viví mucho tiempo en Rosario y que hay algo entre Rosario
y Montevideo que se parece (cierta escala humana que admite recorrer la ciudad
sin abrumarse, una luz melancólica en las esquinas, la mansedumbre de un ritmo
menos frenético; cosas así). Ellos me miran con interés. Pero no les interesan mis
reflexiones antropológicas. “Rosariosentralniuls”, entendí. Y me cuentan que
habían estado en las dos canchas o quizás dijeron otra cosa. No me da ningún
orgullo no saber de fútbol, esa llave que te abre las puertas de conversación
al mundo. Otra cosa que anoto en la lista de asuntos que debería aprender.
Cumplo con
mi rol de turista aplicada y tomo un bus que recorre once puntos importantes de
Montevideo: el Palacio Legislativo, el Jardín Botánico, el Parque Rodó, por
ejemplo. Lo bueno es que te entregan una tablita con horarios de los bondis que forman parte del recorrido y que podés abordar en diferentes horarios si querés recorrer un poco. Subo al primer piso del bus, con un
viento loco y los auriculares que te informan detalles sobre cada lugar. Decido
bajarme en el jardín japonés y me pierdo. No sé por qué de repente me agarró
tal interés por la botánica. Ah, sí, es que a veces intento escribir y que mis
personajes miren determinado árbol, determinada flor y yo rara vez les sé el
nombre. En fin, de esa excursión solo conservo la foto de pared al lado de una
tintorería que lleva pintada la leyenda "misoprostol " o sea que en Montevideo también se aborta.
Luego bajo en el Shopping Montevideo y camino hacia Pocitos. Me paso un largo
rato admirando la costanera. Un amigo me había dado el dato de una librería, “Libros
de arena” y allá voy. Vuelvo a la parada a esperar el bus. Mientras tanto, voy
al baño de un Mc Donalds, al lado del shopping. El Mc Donalds huele enteramente
a grasa bovina y a caca de bebé.
“Ya estaría
siendo mi horario para irme”, escucho más tarde, a eso de las cinco, cuando
dejo el tour atrás y voy en busca de La Feria del Libro, una librería antigua por
18 de Julio y Yi. Tiene dos pisos y está hecha totalmente de madera (no me
dejan subir, es sábado por la tarde, no hay personal suficiente, me explica con
amabilidad un señor peinado con gomina y corbata, un empleado de otro tiempo). La
librería huele a viejo, ese aroma levemente picante pero evocador. “Ya estaría
siendo mi horario para irme”, insiste el chico obeso parado en la puerta,
también con gomina, también con corbata, mientras limpia con un plumero de
plumas enhiestas unos cuantos libros de oferta acomodados entre las vidrieras.
Nadie lo escucha. Avanzo hasta el fondo de la librería. “A mí me gustan tanto
lo libros y la cultura que seguramente nos llevaremos bien”, dice una voz de
mujer. “Seguramente”, agrega otra voz, al otro lado del mostrador, en una
especie de despacho del que solo se ve un escritorio macizo. “Ya estaría siendo
mi horario de irme”, vuelve a la carga el chico obeso, esta vez golpeando el
vidrio ése detrás del mostrador. Y ahí es cuando salen dos mujeres. La rubia
insiste con que pasará el lunes porque le gustan los libros y la cultura y
seguro será buena con eso. La mujer morocha –sí, la jefa de todo- tiene el pelo
tirante. Va vestida de negro y se hace la desentendida cuando el obeso ya se
pone muy nervioso. “Atendé a la chica”, le dice a otra empleada que anda por
ahí, vestida como un testigo de Jehová, con las polleras por el piso y un moño
complicado alrededor del cuello. La chica dice que no puede atenderme porque
está facturando una docena de libros de cocina que está llevando un cliente. No
utiliza una caja registradora sino una de esas máquinas antiguas, con una
manivela al costado y el rollo de papel con los números en negro y rojo. La
dueña de todo despide a la rubia con un beso y le dice al chico obeso que aún
no puede irse porque no llegó quien lo reemplace. La chica del moño complicado
le pasa una tarjeta de débito que la dueña de todo no sabe usar. “Estas cosas
modernas”, se impacienta hasta que al fin descubre cómo es el asunto. La dueña
de todo tiene una belleza severa y, lo juraría, no más de cincuenta años. El
empleado aquel de corbata que me atendió primero viene en mi ayuda y
amablemente me pregunta qué necesito. “Subir al primer piso donde están los
libros de literatura latinoamericana”, respondo. Insiste amablemente en que no.
Afuera, el chico obeso sigue pasando el plumero a unos libros, con una furia
poco amable. La escena es enteramente de otro tiempo.
Vuelvo al
hotel y miro las fotos que estuve sacando. Por alguna razón, decidí que el
itinerario secreto de mi viaje tendría que ver con librerías, con el recital
del Eté como centro neurálgico. Fue una buena decisión: conocí La Lupa, la que
estaba por Pocitos y la Feria del Libro, con su encanto anacrónico. ¡Y esta noche
es el recital! También decidí tomar algunas fotos. Me gusta mucho la fotografía,
ya lo dije. Siento que es una forma de registro, de recuerdo pero también es
una forma de mirar en sí misma. A través del lente, los objetos son distintos.
Y la luz es un misterio que los fotógrafos buscan aprehender ahora como los
impresionistas del siglo XIX, que se pasaban horas al aire libre pintando las
variaciones del día sobre el mismo charco de agua. “Imágenes de imágenes, luz
filtrada y silencio”, escribe Circe Maia en el libro que compré. “Verde-luz.
Verde-sombra. / Sobre hojas del sol, verde-translúcidas / se recorta la sombra
de otras hojas. // Esa sombra no es negra. Es verde oscuro. / En la pared hay
otras dualidades, pero / la pared no es totalmente blanca / la sombra tampoco
es totalmente negra”, escribe Circe.
Decidí que
voy a fotografiar todos los afiches del recital del Eté que encuentre por la
calle. También fotografío mi habitación, su empapelado de líneas gruesas
doradas, ocres, anaranjadas, los veladores, el balcón. Y luego, los timbres,
las paredes descascaradas de la Ciudad Vieja, el cielo limpio, los cables que
cuelgan en el vacío formando figuras geométricas. Y algún detalle: las paredes
que aún recuerdan el triunfo de Uruguay en el Mundial el año pasado, esa
increíble fuente donde los enamorados dejan sus candados para sellar amor
eterno (amor amarrado, encadenado, uf) y el kiosko de al lado que anuncia que
allí se venden candados por si algún par de enamorados decidió a último momento
que se encadenaría de por vida.
A la noche bajo
por la calle equivocada con mis pantalones dorados, vestida, perfumada, yendo
al recital del Eté, que es en La Trastienda montevideana. Me detengo en un
puesto callejero donde venden chivitos. Me zampo un chivito, me limpio con una
servilleta de papel, adiós glamour, adiós lápiz de labios. Las calles de
Montevideo son menos angurrientas que las de Buenos Aires. Me refiero a la luz.
Las calles de Montevideo no necesitan ese derroche de luces blancas sino
algunas anaranjadas, pocas. Pasa una chica de rulos. Le pregunto la dirección
de La Trastienda. “Es para allá. Voy para allá. Ven”, dice en un acento
portugués. Así conozco a Roberta, que es de Velho Horizonte pero vive en
Montevideo hace unos meses y va al recital. Me voy a buscar mi entrada y ella se queda con unos
amigos que tienen una banda llamada “Crysler”. Entramos todos juntos. Hacemos
un montoncito con nuestros bolsos, como si estuviéramos por prender una fogata.
El escenario tiene unas llamas de papel y cuando las luces se apagan, las llamas
de papel parecen encendidas. Ahí están: el Eté & los Problems. Ellos son reales
y yo vine a verlos y siento que sí, que crucé el río y que no tengo otra
sensación más que una felicidad brillante como las luces del escenario. Hacen todos
los temas del “El éxodo” en el mismo orden que el disco. Pero aquí suenan aún
más potentes. La del Eté es una música sucia y apasionada, con varias letras de
una simpleza sofisticada (“La portera”, por ejemplo, es un hermoso poema sobre
lo que significa dejar un lugar amable en el campo para irse a otro más
incierto, mientras atravesás la ruta en colectivo: “el pasillo qué importa /
jugás con los botones / sos todo un astronauta / tu mano en los controles /
jugando con las luces / tu cara en el reflejo / flotando sobre el pasto // Las
vacas tan tranquilas / es todo tan tranquilo que te vas”). Cuando era
adolescente, Eté –que tiene treinta y pocos años- se hizo amigo de Eduardo
Darnauchans, quien le enseñó a componer letras y a hacer equilibrio en un mundo
desquiciado que se terminó engullendo a Darna. El día anterior, en Brecha,
había salido una entrevista. Ahí Eté explica que “El éxodo” tiene que ver con
su proceso de separación tras diez años de estar enamorado. “Para grabar el
disco acumulé fragmentos, ideas y conceptos durante dos años. Después hubo un
período como de seis meses donde ya empezaron a aparecer formas de canción, con
un inicio, cambios de acordes. Eran pocas, canciones cerradas había dos o tres.
Cuando me puse a escribir el disco tenía 400 archivos en una carpeta. Convertí
todo eso en veintipico de canciones. Fuimos al estudio con 17, grabamos 15 y
quedaron 11. Durante esos dos años yo pensaba que estaba perdido, que no estaba
encontrando el disco, y en realidad es un disco sobre estar perdido”, dice.
Listo. Cualquier otra definición sobre un proceso creativo (sea un libro o un
disco) sobra. En “El éxodo” se mezclan las referencias bíblicas (“de eso me interesa
su poder político y poético”, dice el pibe en Brecha) con lecturas como “Las
uvas de la ira” de John Steinbeck. Ese libro también inspiró a Bruce
Springsteen para su disco “El fantasma de Tom Joad”. Alguien me había dicho que
el Eté tiene la energía de Bruce, esa necesidad de ponerte ahí, frente a él, de
que no te quedes lejos. “Se me rompió una cuerda. Ya sé que tocar así no hace
que la guitarra suene más fuerte pero bueno, me gana la intensidad”, dirá el
Eté en el recital y creo que sí, que los dos tienen que ver y que está
buenísimo que el Eté sea lejano como Bruce pero que a la vez pueda agradecer a
los padres del batero que les prestan la casa para ensayar. La mamá del batero,
dice el Eté, les prepara lemoncello para aclarar la voz. Daría la vida por un
lemoncello para mi resfrío pertinaz pero Roberta me alcanza una aspirina que me
bajo con una cerveza Patricia.
Al día siguiente,
domingo, me voy caminando desde el Spléndido hasta la feria Tristán Narvaja, un
pandemónium de frutas, verduras, cedés, ropa, enchufes y adaptadores, libros,
especias, sahumerios, y conejitos y loros y gatos en jaulitas. Doy de casualidad con
el stand de Alejandro y sus amigos. Compro más libros: “La cara del ángel”, de
Pedro Dalton (“fue el fundador de la banda Buenos Muchachos”, me explica
Alejandro, que sabe que mis investigaciones vienen por ahí), “Algo se nos ha
escapado”, de la peruana Katya Adaui (“son cuentos cortos y extraños,
buenísimos”, argumenta Alejandro, que sabe que me interesa la escritura de
mujeres) y “El increíble Springer” de Damián González Bertolino (Alejandro dice
que es una nouvelle increíble escrita desde la mirada de un niño pero aunque no
supiera nada, compraría con los ojos cerrados un libro que se llama así, por lo
que promete, y por su tapa sepia con niñitos vestidos como jugadores de fútbol
de otras épocas). Conozco a Eloísa, una de las chicas que trabaja en La Lupa y
que es increíblemente inteligente, joven y pasada de onda. Hablamos del
recital, de Garo, de Laura Gutman (fue de “Buenos Muchachos”) del pibito de
Julen y la Gente Sola (el chico protagonizó el video “Jordan”, del Eté).
Todos ellos estuvieron acompañando al Eté en el escenario. Eloísa me explica
que esos músicos le gustan porque son creíbles. “Se les ven las entrañas”,
grafica. A mí también me gusta la gente a la que se le ven las entrañas. Por la
noche nos vamos con ella y con una amiga europea que aparece en el camino a un
espacio nuevo de la Ciudad Vieja llamado “Tractatus”. Es un centro cultural, un
galpón muy reciclado, con butacas super cómodas y buena acústica. Ahí tocan
Rosario Bléfari, Jhona y los nombres comunes y el gran Pau O´Bianchi
(guitarrista y cantante de otra banda mítica, llamada “Tres Pecados”). Me
siento tan feliz. Yo planeaba un viaje bucólico y solitario y de repente me
encuentro con gente linda, escucho música que me gusta y de yapa asisto a un
auténtico recital del auténtico Pau. Me voy a dormir a mi habitación del
Spléndido con una sensación de gratitud hacia el mundo que da una vitalidad
nueva. Sí, “gracias” es una buena palabra. Gracias a todo lo que me trajo hasta
aquí. Incluso aquella pena que amenazaba con agigantarse en el verano y ya casi
no existe, como no existe el desamor que me hacía cantar las canciones del Eté
como un conjuro. Sólo queda una línea exigua sobre el agua que une Buenos Aires
y Montevideo, señalando dos puntos a los que se puede volver en calma.
Es lunes,
estoy por volver pero quiero darme un lujo más. Cerca del Spléndido hay un café
fundado en 1927, El Oro del Rhin, que quiero conocer. Preparo la valija y la
dejo en el vestíbulo de entrada. Sólo entonces advierto que en el piso hay una
alfombra gigante con la cara de un león, y al lado un sillón de madera muy
simple y aristocrático y un globo terráqueo. Suena Lou Reed. Cuando siga
viajando me quiero llevar todo esto: una alfombra mullida y guerrera por la que
pueda caminar descalza, un sillón donde descansar, un mapa redondo y en
expansión y música, siempre.
Me siento en
El Oro del Rhin, pido un café, miro por la ventana y abro la internet que llevo
en mi telefonito. El lunes es tranquilo y luminoso. La información que leo me deja sin
palabras: acaba de morir Eduardo Galeano. Miro por la ventana otra vez. Todos
tenemos nuestro momento con Galeano. Recuerdo que leí eso del mar de fueguitos
a los dieciséis, tras un viaje que había hecho a Rosario para formar un centro
de estudiantes en mi pueblo, Firmat. Aún hoy creo que somos un mar de fueguitos
y que los hay bobos y luminosos. ¿Es cursi la confianza? De repente siento que
estoy respirando un aire que Eduardo ya no puede respirar. Un amigo me dirá más
tarde que me paso de dramática. Quizás Eduardo dejó su aire para todos los que
escribimos. Se puede tener una opinión u otra sobre su escritura pero lo cierto
es que fue parte de mi educación sentimental. Y que es la primera vez que estoy
en Montevideo justo cuando él no está. Pienso en la antorcha dibujada en los
afiches del recital del Eté dispersos a lo largo de la ciudad. Creo que se
trata de eso la escritura, el arte en general. Digo, se trata de compartir y de
iluminar.
Me voy a
Tres Cruces. Me siento a esperar el colectivo que me lleve a Colonia y de ahí,
el ferry. En una pantalla pasan informaciones del día. Una de ellas es, claro,
la muerte de Galeano. Aparece un hombre y se sienta frente a mí. Es viejo, de
rostro sosegado. Lleva un traje azul desvaído y por debajo asoma una camisa
color crema y una corbata ancha. Sus zapatos están gastados. También, la funda
de su guitarra. Deposita en el piso una bolsa pesada que dice “Tacuarembó”. Pienso en la historia de un juglar de “El
libro de los abrazos” que la pasa horrible cuando le roban. “Pero nos dejaron
la música”, dice al final, como forma de resistencia. Yo era muy joven y creí. Ahí
está el señor con su guitarra ahora y la mansedumbre de quien ha visto
demasiado como para preocuparse a estas alturas. Sonríe de costado y esa
sonrisa es una forma de calidez desinteresada. No puedo determinar exactamente
la simetría con Galeano, pero sé que existe.
Me tomo el
colectivo. Pienso en la palabra “fuego”. Abro “El increíble Springer”. Leo: “Todos
tenemos un momento en la vida en el que escuchamos una palabra por primera vez,
y esa palabra tiene siempre, del otro lado, una historia. Y por lo general esa
historia transcurre en la infancia”. Sigo en el ferry, mirando la superficie
chata y marrón del agua. Va el sol. Río arriba.
(Nota antes de empezar: En general, escribo estos textos con alguna música en la cabeza. Luego busco el video en YouTube y lo subo junto al texto, como una nota al pie, un dibujo, una compañía que despliega sus propios sentidos, que dialoga con lo que escribo. Esta vez no tenía ninguna música especial en la cabeza, sólo quería anotar unas cuantas cosas, las de acá abajo. Y cuando me puse a investigar en la web qué video podía ir bien con estas notas, apareció esta maravilla indie-pop de una bandita de ingleses casi adolescentes llamados "Swim Deep" que me encantó. Esta vez, la música llegó luego y sin embargo, lo que escribí adquiere un nuevo sentido si se escucha con el video o si se mira el video en algún momento. Estos hallazgos no dejan de sorprenderme).
Voy a nadar a las nueve de la
mañana, al menos un par de veces por semana. Pero hoy llego bastante pasadas las diez. Me quedé dormida, eso. Es un problema cuando
pasa algo así porque estoy tentada de quedarme en casa, no ir a nadar, fumar
como un escuerzo, pasar las horas mirando el techo. A veces, agarrar la malla y el bolsito es más que nada
un acto de fe.
Soy parte de un grupo donde hacemos algo que
podría llamarse “entrenamiento”. Pero ellos -que entrenan mucho más seriamente que yo- ya se han ido. En el
andarivel sólo está Lucas. Es un chico de unos siete u ocho años que a veces nada con otros de su edad. Sin embargo, esta vez no hay nadie más que él. Los dos hemos quedado un poco huérfanos esta mañana. Lleva
unos pantaloncitos holgados, las antiparras y un gorro de plástico azul en la
cabeza. Yo también tengo un gorro azul y las antiparras y una malla negra
surcada de líneas azules y magentas como rayos galácticos. En la pileta, todos
tenemos pinta de selenitas, de disfrazados, de raros, de seres escapados de un
espacio abisal.
La instructora de Lucas es también la
mía, Carla. Es de esa clase de mujeres menudas, de una elasticidad admirable,
de una vitalidad que apabulla. Tiene un poco más de cuarenta años y dos hijos.
Su hija es igual a ella pero aún más pequeñita. Lo sé porque este año Carla y
yo nos hicimos amigas de feisbuk. Las mujeres a veces somos como mamuschkas que
llevamos a otras parecidas y a la vez diferentes, en nuestro interior. Esas
otras mujeres pueden asumir la forma de hijas pero también de hermanas o amigas
o de otras que nos han precedido, aún nuestras madres. Las otras mujeres que
somos, que viven de algún modo adentro nuestro, incluso pueden asumir cualquier
otra forma de lo vivo, cualquier otra forma externa. A veces creo que vivir y
escribir no es más que reencontrar un fragmento de una misma, disperso a
lo largo de los siglos.
Carla saluda y me indica que puedo nadar en el mismo andarivel que Lucas, así nos pasa la rutina a los dos. Al costado de la pileta
están los guardavidas, que pasan muchas horas absortos en el agua y un poco, en
sus celulares. El jefe de todo esto es Sergio, un tipo grande, corpulento,
calvo, un viejo lobo de mar de ojos verdes. Sergio usa una remera negra que dice “Killin’
me softly”. Me pregunto de dónde sacó la remera. Él parece muy dueño de sí
mismo: ceba mates, acomoda las tablas, las manoplas, las patas de rana que
usamos para nadar. Saluda a los nadadores que llegan: hombres musculosos, otros
flacos y encorvados, chicas jóvenes que se arrojan al agua con decisión,
señoras más grandes que nadan lentamente, boca arriba. Sergio parece conocer a
todos. Les va indicando una serie de ejercicios a unos muchachos llenos de
tatuajes. Mientras tanto barre el lugar con una escoba que le queda minúscula.
Lucas me mira sin interés cuando me
sumerjo. Está entretenido en tocar el fondo de la pileta, aguantar la respiración,
hacer burbujas, subir a la superficie exultante, como si hubiese recuperado un
tesoro. “Empecemos”, dice Carla. Y Lucas arranca con sus crawl lentos. Lo dejo hacer, lo sigo. No tengo ganas de una rutina de vértigo hoy. Miro el
cartel grande, que está al fondo del natatorio techado. “Voluntad y fuerza
transformadora”, es el slogan del sindicato que tiene la pileta donde nado. Qué
motivador. Es todo lo que necesito para dar las primeras brazadas, que siempre son las más difíciles.
Lucas y yo nadamos juntos y no. Él está
en su mundo y yo en el mío. No tengo mucho trato de con niños así cuando tengo
uno cerca, me da interés. No soy madre, ni tía, son pocas las amigas con hijos
pequeños. Un niño es como un universo cerrado, que de a ratos se abre y deja
escapar una bocanada de aire fresco.
Carla está chusmeando con Sergio Killin’
me Soflty. Le habla de un cumpleaños de quince el fin de semana. El asunto me
interesa. Le pido a Carla que me cuente, con el cuerpo sumergido en el agua y la cabeza buscando lo que ocurre en al superficie. Ella me dice “ahora te muestro” y busca en su
celular. Veo esas fotos. Lleva un vestido apretado y tacos. ¡Mi profe! Irreconocible con una belleza de repente tan sexy aunque, bueno, siempre usa calzas y zapatillas bonitas. Nos
ponemos a conversar. Me cuenta que es un vestido que se compró en Las Oreiro. Me cuenta
detalles generales de la fiesta, de los chicos que fueron, de la cumpleañera.
Lucas escucha con paciencia, con un desinterés amable. En un momento se cansa y empieza a nadar pecho. Se ve su gorrito azul
emergiendo rítmicamente del agua. Dios, este chiquito me sacará ventajas si
sigo tan dispersa.
Voy y vengo con aplicación. Crawl,
espalda, mariposa, pecho. Me pongo las patas de rana. Hago unos largos más. Me
saco las patas de rana y me pongo las manoplas. Empujo el agua con fuerza,
escucho mi respiración, veo mis brazos entrar y salir del agua, el cuerpo que entra en otra sincronía. El agua es como una piel que me abraza, me cubre, se dispersa y vuelve
a acomodarse tras de mí. El agua es una amante perfecta, que te da lugar sin
perderse en vos, que se ajusta a tu anatomía pero enseguida cobra su propia
forma.
¿Lucas se dará cuenta de estas cosas que
pienso? ¿Se me notará de alguna manera, como cuando una llega al trabajo con la
misma ropa que el día anterior y una sonrisa ausente en los labios? ¿No es que el agua lava los pensamientos, las culpas, los miedos? ¿Limpia el agua los rastros
que dejan en la piel los amores nocturnos o los fantasmas de esos amores que
nos asaltan en las horas de sueño y así despertamos, más tarde de lo que
debíamos, con la inquietud o el alivio de que nada de eso era cierto? ¿Barre el
agua la oscuridad, el desagravio íntimo de saber que amamos a quien no nos quiere y aún
así nos metemos en su cama? ¿Tiene el agua la piedad de no llevarse tan rápido
un amor que nos cobija y nos presta su piel sin pedir nada a cambio?
El chico me mira con algo de interés
cuando por fin descanso un rato. En el borde de la pileta, dejo siempre una
botella con Gatorade. La busco. Sergio tiene sus manos apoyadas en el borde de
la escoba, que hace equilibrio sosteniéndole el peso. Ha dejado de barrer y parece detenido en otro tiempo. Tomo Gatorade y le pregunto a Lucas si
quiere. Me dice que sí. Toma Gatorade, opina que no es muy rico, que tiene un
poco de gusto a remedio. Estoy exhausta y él parece recién llegado al mundo.
Se vuelve a hundir y a emerger, chapotea, dice que le gustan las burbujas
porque son como cosquillas. Carla asegura que voy bien, que desde que volví a
nadar voy bien. Sonríe, me hace una señal de triunfo con los puños cerrados y
en sus manos (las uñas pintadas de un azul profundo y hermoso) tintinea el dije
con forma de cruz de su anillo. Adoro que sea tan coqueta.
Gabby llegó de Toronto, de Nueva York, de Rosario y ahora
vino a visitarme a Baires por este asunto de la lectura. Trae de regalo una
foto de Bruce en Nueva York, tomada por Mark Selinger en 2005. Es una foto en
blanco y negro. Bruce está hermoso con sus botas, su guitarra, la ceja
levantada en un gesto sexy de niño proletario. Su brazo descansa sobre el brazo
de la guitarra, como el roce de unos amantes que han hecho un largo viaje en un
colectivo durante toda la noche. Su cuerpo contra dos paredes de
ladrillos que se juntan, señalando un vértice. Recordé que alguna vez, cuando
Bruce presentó su disco Tunnel of love
dijo que se había movido entre dos vértices para escribir esas canciones: el de
la identidad y el del amor. Por entonces, Bruce, tenías unos 37, casi como yo,
y ya estabas haciendo esa música y diciendo esas cosas en medio de otra crisis
amorosa. ¿Cómo no poner tu foto arriba de mis parlantes?
Llego a casa después de una semana intensa de trabajo y
después de algunos movimientos de corazón. Hace un rato nos encontramos con T.
Ella me dijo por celular “mi mamá leyó el cuento… y le gustó”. Quedé en la
escalera del subte, sin querer bajar. Necesitaba que me lo contara todo. “Ahí
voy”, dijo y al rato estábamos las dos en medio de la vorágine del atardecer,
abrazándonos y hablando y riendo y llorando mientras abajo, los trenes de subte
pasaban una y otra vez, resoplando como hombres viejos que quisieran estar
tomando cerveza pero deben seguir cavando un pozo. Ese cuento es una
celebración para nosotras, que en cierto aspecto lo escribimos juntas.
El asunto es así: hace unos meses decidí contar la historia
de T. y de su padre, que sigue desaparecido desde fines de 1976. Nadie supo
nunca nada de él, no hay datos de que haya pasado por una comisaría, un
hospital, un centro clandestino de detención. A fines de 2012, una amiga de la
familia de T. fue a una audiencia durante la apertura de la mega causa Esma.
Ahí escuchó el nombre de este señor, del padre de T. Era un dato ínfimo en un
océano vasto. Pero fue suficiente. Con los meses, la madre de T. fue llamada a
declarar en la causa. Eso causó cierta conmoción familiar, y también, cierta
conmoción en el alma de mi amiga. Ella había construido una historia a partir
de esa desaparición y ahora, la posibilidad de nuevos datos hacía temblar esos
cimientos. Por un lado, era maravilloso; por otro, angustiante. O todo junto. Hablamos
varias veces de estas cosas. Pero bueno, las conversaciones de amigas son así,
desmelenadas, se dice una cosa, se dice otra, se profundiza un asunto y luego
se abandona por otro y quizás más tarde se vuelva. Cada una además lleva su
vida y eso es un oleaje que aleja y acerca las palabras, las vivencias. Y por
entonces, yo estaba enamorada y por primera vez en mucho tiempo, tenía un amor
amable, sin sobresaltos. Esto, lejos de dejarme tranquila, me generaba una curiosidad
absorbente. En fin, que yo sentía que había escuchado varias veces las
circunstancias de lo que mi amiga me contaba pero que me había quedado en la
orilla y ahora era necesario atravesar eso de otra manera.
No quería escribir un relato periodístico sólo porque el periodismo sea mi oficio. De todos modos, para trabajar
desde otra zona la “verdad” de los hechos (las palabras son opacas, construyen
realidad a su modo; la ficción asume eso, hace de la carencia, virtud) tenía que
volver a escucharlos. Quise escribir un cuento, eso. A la ficción y al
periodismo le interesan cosas distintas. Cada cual con su método. El mío, en el
caso de este relato, fue algo así como despeinar una muñeca de rulos armados,
cambiarle el vestido, enloquecerla un poco, colgarle pájaros que hicieran nido
en su cabeza.
T. y yo nos pusimos de acuerdo para hacer un trabajo que
necesitaba mucho amor, mucha colaboración. Nos juntamos un mediodía, ella
empezó a hablar, yo apreté “rec” en mi grabador, trajinado de voces, de historias,
de entrevistas. Estuvimos algunas horas así, ella contando, yo preguntando.
Volví a casa, desgrabé. Escribo esto, el corrector de word corrige
instantáneamente “desgravé” y supongo que eso será algo como quitar la grava
del camino, esas piedras minúsculas que hacen ruido bajo tus pies cuando vas
sobre ellas. En cierto aspecto, las versiones iniciales del texto requirieron ese trabajo.
Con el paso de los días, el relato fue adquiriendo una voz,
una cadencia, un ritmo. Se fue transformando en una historia. Sensei Osvaldo,
con quien hacemos taller de escritura, fue muy claro: “Ésta es una carta de
amor, antes que todo lo demás”. Y el amor, claro, es personal y político. Así
escribí la carta de amor de una hija a su padre ausente, en primera persona.
Una lee, piensa, reflexiona. Y cuando se sienta a escribir,
todo eso sigue siendo un susurro pero la protagonista es la intuición. Luego
vendrán las correcciones, las ediciones, las decisiones sobre lo que permanece,
lo que se reescribe, lo que se borra. Pero el primer gesto de la escritura, vuelvo a decirlo, es
la intuición. Y es poner una oreja en voces secretas, que vienen de lo más
profundo de esa historia. Una está allí, escuchando lo que el personaje tiene
para decir y para callar. Y lo que ese personaje dice es revelador de su mundo,
no del propio. Su voz, para que esté viva, está plagada de redundancias, espacios
en blanco, repeticiones. También hablamos de esto con Sensei. Me dijo que debía
decidir si quería mostrar que soy una piola bárbara, que me doy cuenta de las
repeticiones y las corrijo porque manejo el oficio o si, por el contrario, me
bancaba que el personaje de ese cuento hablase desde la más vital de las
imperfecciones.
Y algo más: el devenir muestra que aún cuando escribimos
sobre otros, aún cuando creamos universos distantes, estamos revelando algo de
nosotros mismos.
A lo largo de los días, de las semanas, me di cuenta de que
también, sin querer, en las palabras de ese personaje que habla de su familia, de
su madre, de las mujeres valientes de su familia que preservaron las memorias y
los secretos… en esas palabras, digo, también yo le escribía a un amor ausente.
Pero para eso, adopté una máscara. Y eso transformó la historia que escribí
pero también mi perspectiva sobre esa ausencia que me dolía (que me duele). Bruce
dice algo sobre esto que encontré hace un tiempo, antes de cantar “Brilliant
disguise”, un tema de Tunnel of love que
me gusta particularmente. Él dice que las canciones cambian de tiempo en
tiempo, que originalmente pudieron haber tenido una intención pero que en
definitiva, aún eso se modifica al calor de los días. Y también: ¿de qué nos
enamoramos? ¿De quién? ¿Quién es el otro? ¿En quién se va transformando? ¿Y uno mismo? ¿Qué es ese disfraz, esa máscara
donde jugamos el rol que se pretende de nosotros, que quizás también nosotros pretendemos,
mientras ahí mismo se alza nuestro ser más primitivo, nuestra forma más
salvaje, luminosa, siempre sedienta de peligro?
El cuento fue haciendo su camino. Hasta que decidí que, al
menos por ahora, ya estaba escrito. En ese tránsito, me convocaron desde el
Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti, para leer en la Noche de los
Museos. La ex Esma abría sus puertas por primera vez en ese marco.
Las circunstancias que rodean un cuento son eso,
circunstancias, que muchas veces no necesitan estar en el relato sino que se
quedan merodeando, por fuera. De manera deliberada, había borrado casi todas
las referencias que permitieran establecer con claridad el qué, el
cómo, el cuándo… digo, las famosas “cinco W” tan caras al periodismo. Me
interesaba situar al lector, darle pistas para que no cayera al vacío, pero no
del mismo modo que si estuviera leyendo un testimonio periodístico. Y ahora,
ese contexto venía a instalarse: me invitaban a leer en el mismo lugar sobre el
cual había escrito, sin nombrarlo.
La noche que recibí la invitación para esa lectura, T. y yo
nos fuimos a un recital. Bailamos, bailamos, bailamos. Hacía mucho tiempo que
no me sentía tan feliz y tan libre de nostalgias. No necesitaba a ningún tipo
amándome, bailando a mi lado en ese momento. Era feliz en un territorio
conquistado en base a escribir, escribir, escribir, con un compromiso exclusivo
adquirido con el texto, con mi amiga y
con nadie más.
Después del recital T. y yo flotábamos por las calles
oscuras, riéndonos porque sí. Esperé un colectivo que pasó repleto de hinchas
de fútbol que volvían de un estadio, exultantes. No era un buen lugar para una
chica sola un bondi lleno de tipos cantando olé, olé, olé. Así son las cosas.
Entonces decidí tomarme un taxi.
¿Qué día leés en la ex Esma?, preguntó T. mientras
esperábamos algún auto libre.
Le respondí.
Ah, ok, ese día se cumple un aniversario exacto de que mi
madre diera testimonio en el marco de la causa, dijo. Y el taxi llegó y ella me
abrió la puerta y yo me fui, mirándola por el vidrio mientras ella sonreía y
saludaba, como si todo fuera un chiste. Un chiste extraño, que dejaba la risa
en suspenso, una vuelta de tuerca del destino, la cara verdadera de un disfraz
que se caía como un velo mientras el auto se iba y yo adentro, haciendo un
gesto de estupor. Ella sonreía. Entonces, por más que el asunto estuviera
adquiriendo ribetes insospechados, estaba bien.
La Noche de los Museos es una circunstancia donde todos van,
vienen, pasan. La gente de la organización convocó a un grupo de poetas (yo fui invitada por ser poeta) y de músicos
(en la próxima vida, quizás sea música, nada me gustaría más) que nos
instalamos en una terraza cercana al bar del Conti y a la librería que abrieron
hace poco allí. Había luces, micrófonos de un lado y del otro, mesas y sillas
donde sentarse. Era un lugar bonito. Es difícil escribir “bonito” cuando se
habla de un centro clandestino de detención, emblema del horror, que por
siempre estará rodeado de voces silenciosas. Lo bello y lo terrible pueden
convivir, sin embargo. Son situaciones que no se anulan. Por el contrario,
dialogan de manera constante y juntas, producen una incomodidad que puede
transformarse en congoja. Bueno, la belleza nunca es simple, cualquiera lo
sabe.
La noche era cálida, la gente iba y venía. Los árboles,
alrededor. Muchos árboles con las ramas más altas rozándose. Esos árboles que
vieron.
Fui hasta la zona de la luz y los micrófonos, me senté. Dije
que había nacido en 1976 y que por eso estar allí era para mí, una
circunstancia de enorme compromiso. Puse mi cabeza en blanco porque ya había
pensado demasiado. Sabía que debía leer claramente, sin asustarme de lo que
fuera a pasar, sin temor de aburrir, con el desafío de no aburrir. No lo digo
en un sentido banal: lograr que alguien capte tu atención no es tarea sencilla
y nadie tiene por qué bancarse una lectura que lo excluye. Como cuando escuchás
a la banda que te gusta. Por un instante, pensás que eso que hacen está cerca y
que algo tuyo es parte de eso que acontece. ¿Por qué no hacer de la lectura un
acto performático donde hubiese un despliegue de convicción? Escribimos como
acto de fe. ¿Por qué ocultarlo? Y si la palabra es un acto de fe, listo, ya, que
la voz del personaje me tomase como si yo no fuera más que médium, más que una
circunstancia fortuita que hablaba por otra boca.
No sé si funcionó o no. Espero que sí. Todo lo que sé es que
en cierto momento, el viento sopló con un poco de intensidad, reverberó a
través de las hojas y entre el viento y las hojas hubo un murmullo, un canto,
un secreto que se sentó a mi lado y escuchó. Y luego se fue.
Si hubiese querido acomodar todas estas casualidades, seguro
no lo hubiese logrado. Sólo cuento las cosas como pasaron. Necesito contarlas,
eso es todo. Necesito decir gracias a todas las múltiples, ínfimas
circunstancias que han ido articulando este relato. Y también, a las personas
que estuvieron ahí, sabiendo el significado que esa noche tuvo para T. y para
mí. No necesito explicaciones ni respuestas. Con que la chispa de la intuición
siga viva, es suficiente. Y la intuición me susurra que el vértice donde se
juntan el amor y la identidad (construcciones nómades si las hay), sigue
siendo un espacio de exploración, abierto a múltiples temblores. Hay
gente que necesita escribir de muchas cosas. Lo mío es bastante más humilde:
sólo necesito escribir del amor y del modo en que el amor nos transforma. So heavy my heart.
El tipo cierra la puerta y se sienta frente a mí, al otro
lado del escritorio. Le extiendo los estudios, metidos en sobres blancos, esos
sobres todos iguales que otra gente tenía, como yo, en la sala de espera. Los mira,
sonríe y dice “están perfectos”. Y también “tu corazón está perfecto”. Luego da
media vuelta sobre su sillón giratorio y empieza a anotar los resultados en la
computadora. Supongo que es mi ficha médica. Mientras él trabaja, miro su
escritorio, las biromes, unas carpetas. Los médicos son gente previsible, aburrida,
que no deja nada a la vista con lo que una se pueda entretener. Me
pongo a jugar con un sellito con su nombre que dice “cardiólogo”. El sello está
adentro de una cajita de metal. La abro, saco el sello, lo estampo en una hoja
en blanco, un recetario. Lo hago una,
dos, tres veces. No sé por qué me tomo esa atribución. El cardiólogo y yo no
nos conocemos. Fui a consultarlo apenas unas tres veces en dos años. La primera
vez que lo vi escuchaba Van Morrison en unos parlantes minúsculos. Supongo que
si tu médico escucha Van Morrison, tenés
derecho a jugar con sus sellos. A él no parece molestarle.
Miro también un almanaque de ésos con forma de carpita que tiene
por ahí, con el logo de algún medicamento. Hay una foto de una chica en pleno
nado mariposa: los brazos extendidos a los costados, las manos con las muñecas
laxas, hacia abajo, el cuello arqueado, la barbilla altiva, en el instante
previo a hundirse en el agua. Lleva antiparras, gorro y su gesto es de una
fiereza delicada, a punto de dar el zarpazo, de
impulsarse con las piernas muy juntas para volver a salir con elegancia, porque así es el estilo
mariposa. El agua se abre paso para dejarle lugar a la chica, rodeada de
espuma, vitalísima.
--¿Vos nadás así, verdad?—pregunta el cardiólogo cuando
termina de anotar. Lo miro sin entender porque estaba pensando en la chica, no
en mí. Apoya los brazos en el escritorio, se le corren las mangas del
guardapolvo y veo que tiene una pulserita hecha de hilo, tejida en macramé, y
otra, una cadena finísima de oro. Ninguna de las dos es una hermosura. Ninguno
de mis amigos, de mis novios, de mis amantes, de los hombres que por alguna
razón me interesan han usado pulseras. Bueno, sí, aquellos de la
adolescencia, los de mi época hippie, donde me paseaba por el pueblo con unas babuchas
violetas y aros con piedras color ámbar. Pero no todos. Nunca pude
establecer una relación interesante con un tipo con pulsera. Y esos otros que usan
las de oro, como gitanos, pero sin las artes de supervivencia que los gitanos
llevan en su sangre como la ofrenda que preservan a pesar de siglos de
persecución, me interesan menos. Empiezo a desconfiar del cardiólogo, de que
realmente sepa de qué habla cuando se encuentra frente a un paciente.
--Sí, nado así –respondo. Pero no me sale mentir. Entonces
digo: “En verdad, hace un par de meses que no voy a la pileta”. Me mira. Arquea las cejas, oscuras sobre sus ojos claros, color ámbar, color oro de pulsera. “Y además,
fumo bastante”, lo desafío como para dejar en claro que a pesar de todo eso mi
corazón está perfecto, como él mismo dijo.
--¿Por qué dejaste de nadar?
--Porque tengo líos amorosos.
--No entiendo.
--Me puse triste y no me dieron ganas de levantarme a la
mañana para ir a nadar. Me quedo escribiendo o lloro o miro el techo. Y fumo.
--¿Te hace bien?
--No lo sé. A veces una simplemente no puede hacer ciertas
cosas.
--Pero te gustaba nadar.
--Ahora me gusta más fumar.
--Pero si estás triste, con más razón tenés que cuidarte.
Ahora nadie va a correr por vos si te pasa algo.
--No sé si alguien corría por mí antes. Quizás ése fue nuestro problema. Corría con él y de repente me encontré corriendo sola. La pasábamos
genial corriendo juntos, esquivando bombas, alejándonos de cualquier malentendido, nos podíamos desplomar a la noche uno en
brazos del otro y eso era suficiente para levantarnos al otro día y volver a
correr.
Nos miramos. El cardiólogo parece muy interesado en lo que cuento. Yo siento que me estoy sumergiendo en aguas oscuras. Pero al mismo
tiempo, que necesito contarle a un extraño lo que viene pasando. Quizás porque al otro no le importe mucho y
eso aligera el peso también para mí.
Respiro.
--Mirá, cuando nos conocimos, me pasé dos noches seguidas
leyéndole un libro llamado “Seda”. ¿Lo conocés?
Él niega con la cabeza.
--Es la historia de un comerciante de gusanos de seda que
cruza el mundo varias veces para llegar a Oriente, a fines de 1800. Él es
francés, los gusanos de seda escasean, se embarca en viajes larguísimos a
Japón, su mujer lo espera porque lo ama. Él se enamora de una mujer que apenas
atisba algunas veces, la mujer del monarca japonés que le vende los gusanos. Él
crea a esa mujer en su cabeza y ella siempre se va. Hasta que desaparece
completamente. Su mujer real entiende esa obsesión mejor que nadie. El negocio
fracasa, él deja de viajar y se hunde en melancolía. Ella le devuelve a la
mujer soñada, a su modo, pero él jamás se entera de que cierta carta fue
escrita por la mujer real y no por la chica soñada. La mujer real muere. Sólo
entonces, de casualidad, él comprende.
--Es una buena historia –observa el cardiólogo.
Le digo que hay varias más en el libro pero que yo sólo
recuerdo esa ahora. Y que el hombre que amé se ovilló a mi lado dos noches
enteras para escucharme leer. Y que yo me enamoré de él porque si
un adulto aún puede escuchar cuentos, entonces tiene un alma hermosa. Y que
luego él se fue tras otras mujeres soñadas o tras otras cosas que no tienen que
ver con nosotros.
--Él tiene un alma gitana, como dice ese tema de Van
Morrison que escuchabas la primera vez que vine –sintetizo.
El cardiólogo se empieza a reír. Descubro que estoy
llorando, que unas lágrimas finas ruedan hasta la barbilla. No es un llanto
aluvional. Es como cuando mirás una película o escuchás una canción que te
conmueve. Nada se desgarra, sólo se disgrega. Pero, fuck, no puedo parar de
llorar y es necesario salir ya salir de esa situación.
--Viniste al lugar adecuado porque aquí yo veo muchos
corazones rotos –bromea mientras se levanta y va hacia atrás de un biombo.
Vuelve con unas hojas de papel áspero, de ésas que una usa para quitarse el gel
tras las ecografías. “Es todo lo que tengo”, se excusa. Yo me seco las lágrimas
con las hojas ásperas.
--Mirá, por acá pasa todo tipo de gente. Y veo muchos
corazones que no funcionan bien. Pero lo peor de todo es que hay gente que no
siente nada, que no puede sentir nada. Les pasan cosas todo el tiempo, buenas o
malas, y ahí están, con sus corazón inmóviles. Decime ¿qué se hace con alguien
que decidió no sentir?
Para ser cardiólogo, maneja bien el
asunto de las metáforas, pienso.
--Lo que quiero decir es que mientras puedas sentir amor y
tristeza, mientras tu corazón esté sano físicamente como dice esta ecografía, estás en
una situación más ventajosa que un montón de gente. Ese amor es tuyo, no del otro, y es lo que te va a permitir enamorarte
otra vez. Es probable que ahora creas que eso no sirve de nada. Pero ésa es tu
fortaleza. Todo esto pasará. Mientras tanto, podrías dejarte de joder y
volver a nadar.
Le pregunto por qué usa pulseras.
--La de macramé es de mi hija menor y la de oro es de mi hija
mayor, que hace joyería.
Parece leer lo que pienso.
--Yo no usaría pulseras. Pero las de ellas, sí. El amor es
tonto pero eficaz.
Sonrío. El cardiólogo dice que vuelva en un mes porque me vence
el certificado que necesitan en la pileta cada año para saber que no me hundiré
en el agua. Es su modo de decir que confía en mi estilo mariposa.
Salgo a la calle. Hay un sol gigante. Me compro un alfajor
Suchard y me lo como sentada en una esquina, viendo pasar los autos bajo el
mediodía.
I dreamed of being a missionary / I dreamed of being a mercenary. /My knapsack was a width of linen / tied like a pump on a stick. (tomado de "Woolgathering" de Patti Smith)
Ahí, donde estaba, la casa no existe más. Cecilia lo dice con esa voz tan suya, lenta, suavísima, capaz sin embargo de alzarse por encima
del ruido creciente de la pizzería, donde cada vez entra más gente. Su frase
queda suspendida un segundo en el aire y se cae, vencida quizás por el olor a
muzzarella, por su propio peso. Ella sonríe. Yo suspiro.
Conocí esa casa en 2005. Era grande, sólida, magnífica.
Adelante estaba el estudio de danza, un recinto muy grande con el
piso de parquet y varios espejos en los costados, donde una podía mirarse. La
casa tenía más habitaciones, algunas no se usaban nunca, llenas de muebles pesados, en penumbras. Había un patio central,
cubierto de plantas con una fuente pequeña en el centro. Siguiendo la
escalera, se podía acceder al patio, el territorio de Perlita, la gata tricolor
que aún sigue viva. Me gustaba colgar la ropa mojada en la soga, un lujo que los departamentos que vinieron después no admiten. Me gustaba tomar sol en verano con Perlita, que subía de vez en cuando para refugiarse bajo un techito cercano.
Me quedé a vivir ahí, con algunas interrupciones, hasta
comienzos de 2007, cuando me mudé a Buenos Aires. Tenía mi habitación contigua
al pasillo, donde Cecilia se había armado un cuarto de estar con su
computadora, al lado del estudio. Cuando volvía de trabajar, a veces me ponía a
escribir. Cerraba la puerta de vidrios y madera de la que colgaban unas
cortinas tejidas al crochet para preservar un poco la intimidad. Al lado se
escuchaba música; quizás el mismo tramo una y otra vez mientras mi amiga daba
clases o bailaba sola o con otra gente. Nunca aprendí a bailar.
Había llegado a esa casa de calle Ovidio Lagos gracias a
Adriana. Creo que nos habíamos conocido en la facultad. Por entonces, yo ya me había
recibido en Comunicación, trabajaba en el diario El Ciudadano, estaba cursando
algo que se denominaba “materias pedagógicas”. Supongo que fantaseaba con dar clases,
algo que hice más tarde aunque nunca terminé con el ciclo de las pedagógicas.
Adriana, sí. Ella estudiaba con una aplicación infrecuente. Estaba a punto de graduarse en Bellas Artes. Pero no necesitaba títulos. Era artista
por derecho propio, brillante, inteligente, yendo por la vida con una velocidad
pasmosa.
No tengo muchos recuerdos de esas primeras épocas donde me
mudé a la casa de Cecilia, quizás porque no pensaba demasiado en lo que estaba pasando si no en lo que iba a pasar. Ya no me sentía a gusto en Rosario como antes no me había sentido a gusto en Firmat
y ya se sabe cuando no se está a gusto, es necesario irse. El asunto era dónde
y a hacer qué.
Cosas que recuerdo de Adriana: que era flaca y menuda, que
usaba borcegos que una noche me prestó (no sé en qué circunstancias había
quedado sin zapatos pero se ve que fue así), que adoraba los juegos de
palabras, que leía y estudiaba muchísimo, que amaba el libro “El Pasado” de
Alan Pauls. Que adoraba el color azul. Que se reía seguido. Que alguna vez nos
besamos apenas. Que para ella fue más sorpresivo que para mí y nunca volvimos a tocar el tema.
Al poco tiempo de mudarme a la casa de Cecilia, Adriana me
regaló un reloj despertador. Cuadrado, chino, de ésos que hacen ruido al marcar
los segundos. Adriana me regaló tiempo. Y eso era lo que yo necesitaba, además
de sus charlas. Comenzamos a urdir el Plan Baires en la pizzería Manolo´s, cerca de la casa de Cecilia, que también era mi casa y cerca de la casa de Adriana. Auténticas chicas de barrio. Otra cosa difícil irse; “china”,
decía ella, como el despertador. No conocía a nadie acá. Ni tenía plata. Sólo
mi oficio y una convicción ciega de que había que saltar. Suficiente. Todo lo
demás fue ocurriendo y no es materia de este relato. "Plantá bandera, encargate de defender lo que querés, nadie más lo va a hacer", arengaba Adriana mientras pedíamos otra cerveza y no nos importaba que se hiciera tarde, que fuera de noche.
Cuando me vine, el relojito chino fue uno de los pocos
objetos que me acompañaron. Algunas otras cosas, varias, quedaron en la casa de un
novio de quien me separé al poco tiempo. Los días se hicieron semanas y las
semanas, años. Comencé a volver a Rosario cuando mi madre y mi hermana dejaron
Firmat y se mudaron ahí. Rosario es siempre una ciudad plagada de recuerdos y
como los recuerdos me abruman, la ciudad y yo estamos a cada rato estableciendo
alianzas, renegociando territorios, acá podés ir, acá
no.
Adriana fue quedando en las zonas de esos recuerdos incombustibles.
O más bien, en la zona de gente incombustible. Esa gente que estuvo en cierto
momento crucial. Luego el tiempo compartido se fue diluyendo pero no la
amistad. O quizás la amistad también. Es raro lo que ocurre porque pueden pasar
años pero cuando una ve a sus amigos puede retomar las cosas en el lugar exacto
donde las dejó. Yo nunca tuve el valor de averiguar dónde dejamos nuestra amistad Adriana y yo.
Fue Cecilia quien se tomó el trabajo de contármelo. Ocurrió
la semana pasada, mientras iba a buscarla a su hotel. Pensé cuándo la había visto
por última vez. Sí, a comienzos de 2012. Estaba en su casa medio de casualidad y me quedé ahí hasta la hora de salir. Me había mirado en el espejo, vestida de negro, peleada una vez con esa ciudad que parecía no necesitarme, no vuelvo más no vuelvo más pero acá estaré por unas horas más. Esa noche llovió muchísimo. Esa noche conocí al hombre con quien estuve
hasta hace unos meses. Llegó al bar envuelto en una capa de nylon, recién
llegado de la isla, del río, de esos lugares donde siempre ha tenido sus reinos
secretos. Sonrió, me enamoré, no nos separamos. Para él, la distancia entre
Rosario y Baires se reducía a un colectivo que se tomaba cada fin de semana
hasta que yo volví a hacer lo mismo. De su mano, la ciudad volvió a abrirse
como si esta vez hubiese depuesto armas. Quizás lo hizo, quizás la que no sabe
cómo bajar la guardia soy yo, ahora que Rosario está erizada de recuerdos otra
vez.
Mientras tanto, unos meses antes Adriana se había enfermado de
algo muy grave. Algo que, me advirtió Cecilia cuando me llamó para contarme,
era probablemente irreversible. Vi a Adriana unas pocas veces. Una vez se
había puesto una peluca de tejido denso para cubrir los efectos de la quimio.
Le dije que le quedaba linda. Me dijo que sí, pero que en verano era
insoportable.
Cecilia me escribía cada tanto para contarme cómo iban marchando las cosas. Yo
decía cosas como “sí, dale” pero nunca hice nada. Podría justificarme diciendo
que tuve unos líos importantes pero cualquier cosa que diga resulta de un
egoísmo que me avergüenza.
Adriana murió el año pasado. Ese día decretaron duelo en la
Escuela de Arte. Alguien puso un cartel escrito en letra de computadora sobre
los portales cerrados. Alguien escribió “te voy a amar por siempre” debajo del
nombre de Adriana.
Ahora Cecilia está frente a mí y me cuenta que la casa ésa
que parecía indestructible, no existe más. La vendió y la constructora la demolió para construir un edificio. Por estos días, mi corazón parece anclado en una pena antigua. Ya no hay razones para estar triste y sin embargo, es mentira que el tiempo es lineal, que cura las heridas y todo eso. El tiempo es acumulación. Algo del pasado vuelve y es como una mariposa hecha de furia que bate sus alas y hace volar polvo; incluso toda la tierra. El tiempo es capaz de doler más que antes.
Comemos pizza mientras hablamos muchas cosas, con
naturalidad, con amor, sin ningún tipo de reproche. Ella está igual de hermosa
a cuando dejamos de vernos. Y tiene esa capacidad de tranquilizarme. Hablamos de nuestros amores nuevos. No hablamos de Adriana, no ahora, no ahí.
Caminamos las dos por Corrientes bajo la luna, bajo la noche.Me olvidé de traerle un ejemplar de mi libro de poemas, el que acabo de
publicar. Se lo había prometido. Empecé a escribir algunos poemas en la pieza
de la casa que ya no existe. No puedo dejar que Cecilia se vuelva sin libro a Rosario. Le regalo uno mejor: Tejiendo sueños, el libro de Patti sobre el que escribí hace
unos pocos meses, cuando mi vida dio un vuelco otra vez. Le cuento la historia
del libro, editado por primera vez a comienzos de los noventa en Estados Unidos, cuando Patti dejó la música por un rato y vinieron la muerte de su amigo Robert Mapplethorpe primero y su marido después. El libro no habla de ellos, no directamente, sino de una infancia que Patti vivió o deseó, no se sabe bien. No había traducción en castellano hasta ahora y no era fácil conseguirlo en inglés.
Le hablo a Cecilia del hombre que me ayudó a
traducir algunos párrafos que encontré en internet. No sabía que
viajaría lejos con él, que compraríamos ese libro una tarde adorable de
lluvia en una ciudad donde no hablaban nuestro idioma. Ni sabía otras cosas que sigo sin saber.
Nos refugiamos un rato en un bar. La puerta se abre, a
cuento de nada, entra un poco de viento, caen unas servilletas de papel al
piso. Servilletas blancas, como banderas que ondean un instante, como hojas que esperan ser escritas.
Cecilia me cuenta cosas sobre los últimos días de Adriana.
Lo hace sin énfasis en el dolor, con aceptación del dolor, de lo inevitable. Escucho,
escucho, escucho.
Pienso en el relojito chino, que obstinadamente sigue
marcando las horas en mi habitación.
Pienso en todas las cosas que se extinguieron.
Pienso en todo lo que no puedo dejar atrás.
Cecilia sonríe y dice que a veces siente que Adriana está
cerca.
Julián era mi vecino de al lado. Nos cruzamos en el pasillo
algunas veces. Nunca nos dimos mucha pelota.
La portera me contó que es de La Pampa, que su padre tuvo un
puesto alto en el Congreso, que durante un tiempo Julián mismo anduvo en algo
ahí. Genial, un detestable nenito de papá, pensé. Pasaron los años. Lo escuché
poner música tecno fea cada noche, me escuchó coger. Es que la pared de su
living da a mi dormitorio. Y las paredes aquí son tan finas que a veces los
ruidos van y vienen a su antojo, burlándose de cualquier propiedad privada.
Desde hace unos meses compartimos Internet. Por eso me dejó
su celular. Ni lo anoté en el mío. Puse el papelito con un imán, en un costado
lateral de la heladera. Y lo olvidé.
En algún viaje por ascensor me contó que su padre había
venido a instalarse nuevamente porque tuvo una operación importante en el
corazón. Otra vez avisó que el padre estaba mejor, que los fines de semana se
iba a Tigre y después volvía. Yo sabía cuándo su padre estaba porque escuchaba
a Fantino en la tele y porque escuchaba ataques de tos. Supongo que el
departamento de Julián tiene dos habitaciones porque nunca había escuchado
ruidos contra mi pared, salvo cuando apareció Don Padre. Supongo, entonces, que
el padre ocupó la habitación que Julián no usa. A Julián nunca lo escuché toser
ni coger, sólo música tecno.
Hace un rato, le mandé un mail a un escritor que me cae bien
aunque no lo conozco. Pero me gustan sus textos irreverentes y sucios sobre
putos, travestis, sobre él mismo y las notas periodísticas que publica en Soy y
el sentido del humor que destila en todo eso que escribe. Es que me enteré que
el escritor tuvo un problema gravísimo de salud y zafó. Le escribí para decirle
que causa alivio que su foto de perfil de Alejandro Urdapilleta esté acompañada
de actualizaciones donde habla de su dolor pero también de su entereza. Está
vivo. Escribe. Se ríe de sí mismo. Está vivo.
Después Internet se cayó. Pasó un rato largo y nada. Busqué
el papelito. Llamé a Julián.
Por el pasillo iba escuchando el ring tone de su celular,
que era como de cadenas que se arrastran.
Salí a la puerta. La de él estaba abierta. “Soy yo, tu
vecina”. “Ahí voy”, respondió. “Mirá Julián, que si me desconectaste de
Internet por los ruidos que hago algunas noches, está todo mal”. Se rió.
Lo invité a pasar y a sentarse. Es la primera vez que hacía
eso.
Parecía triste. O agobiado. Sus ojos tenían las persianas
bajas. “Me voy”, dijo, “me vuelvo a La Pampa”.
Quedé muda. Pensaba que este pibe era la clase de gente que
no altera sus costumbres.
Pregunté por qué. “Porque debo estar grande y ya me embola
Buenos Aires, porque tengo ganas de vivir otra vez en La Pampa, de tener mi
propio negocio, de no andar esclavo de esta ciudad”. Es un tipo largo con
rulitos de un rubio claro. Se apoyó en la mesa, medio torcido. Parecía una soga atacada por la
tormenta en un barco a la deriva. Me dijo que volverá en febrero por unos días,
para llevarse sus últimas cosas. Suspiró.
Me preguntó qué onda yo, en qué andaba. Le hablé de mis
cosas por arriba. Pero también le dije que sé lo que se siente cuando sos de
otro lado y estás acá.
--Sí, fueron muchos años. Y siempre me puse de novio con
pibas de afuera. Chicas de Misiones, de Chaco, de allá, siempre de allá. Chicas
que siempre volvían a sus ciudades. La última es de La Pampa, de mi ciudad
–dijo. Era algo parecido a una confesión.
--Bueno, a lo mejor puedan componer.
--No sé, no lo creo. Estar en la misma ciudad no garantiza
nada.
Dijo que su padre vendrá algunos días al departamento, menos
que al principio. Pero que por ahora no me preocupe por Internet. Agregó: “qué
loco que la primera vez que me llames sea justo cuando me estoy yendo. Por ahí
tenés un sexto sentido”.
Se levantó. Se fue. Volvió. “Ya tenés conexión, se ve que
desenchufé unos cables cuando saqué el equipo de música”, anunció. Y también: “ya
no te voy a joder con la música”.
El escritor me devolvió el mensaje. Me cuenta un poco de su
estado de salud que lo ha dejado con debilidad en los músculos. “Es una
experiencia nueva, que me dicen pasará con el tiempo, pero uno siente que el
tiempo es una categoría extraña y que todo es el dolor presente”, escribe.
Escucho a Julián ir y volver un par de veces más. Lo escucho
cerrar la puerta de su casa. Está con alguien, con otro hombre. Le dice “listo,
vamos”. Bajan por el ascensor.
Una llega a creer que lo cotidiano no se modifica, que está
ahí como telón de fondo, como el puerto inmutable donde volver cada vez que
todo lo demás se desmorona. La calle donde decidiste quedarte, la portera, los
árboles, la pintada de enfrente, la puerta de tu casa que no le abrís a
cualquiera. Hasta que alguien se muda, el panadero de al lado se muere, termina
un año y una advierte que también en el alma murieron muchas cosas. Entonces te
das cuenta de que el tiempo no se detiene: ahí donde está el puerto acecha
también el desborde.
El término japonés kokoro significa según el diccionario una variedad de conceptos que van desde "corazón", "mente", "interior", "espíritu", "alma" hasta "intención", "concepción", "voluntad", "sensibilidad" y "sentimientos". Todo ello y algo más es kokoro. Este término representa la capacidad de ser afectado emocionalmente, la concepción resultante (...). ¿Cómo traducirlo? (...) Tal vez la equivalencia menos inexacta que he hallado es la de Lafcadio Hearn (...) cuando definió kokoro como el corazón de las cosas.
(Carlos Rubio en la introducción a la novela Kokoro, de Natsume Soseki/ Madrid, Gredos, 2009)
Nací en Firmat, al sur de Santa Fe, en 1976. A mediados de los noventa me fui a vivir a Rosario. Allí me recibí de Licenciada en Comunicación Social por la Universidad Nacional de Rosario. Además, trabajé en el diario El Ciudadano y colaboré con otros medios: la revista El Vecino y el suplemento cultural del diario La Capital, entre ellos. En el 2007 me mudé a Buenos Aires por cuestiones de estudio. Soy master en Periodismo por la Universidad de San Andrés y el Grupo Clarín.
Trabajé durante cinco años en la sección Cultura del diario Tiempo Argentino. Actualmente gestiono contenidos y prensa en la Fundación Tomás Eloy Martínez y soy periodista free lance.
Escribo poemas, relatos y textos de ficción.
Soy autora de dos libros: "Caja de costura" (poemas, Eloísa Cartonera, 2014) y "Las hamacas de Firmat" (crónica, Editorial Municipal de Rosario, 2014). Próximamente se publicará un nuevo libro de poemas, "Ese animal tierno y voraz", a través de Caleta Olivia.
Me gusta nadar. Sé hacer estilo mariposa.
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