miércoles, 24 de marzo de 2010

Recuerdo de Leonora

A 34 años del Golpe militar, ni olvido ni perdón.

Atlántida es el nombre de un barrio en Santa Clara del Mar. Está separado del pueblo por una ruta. Allí hay muchos árboles, porque es una reserva forestal, poca gente, calles de tierra. El aire es transparente. También hay una casa de té que se llama Queimada, sostenida por una estructura de madera. Se la reconoce porque está en una esquina y por unos bancos con respaldo de metal labrado debajo de unos pinos. En las ramas de los pinos hay colgados pequeños cuencos de vidrio con velas blancas.

Algunas casas de té de Santa Clara son muy lindas, con sus ventanales al mar. El problema es que los dueños ponen música de radio FM a todo volumen. Es música sin estilo, atronadora, erizada de soniditos de lata que se te clavan en los oídos. Es una música innecesaria con el mar a pocos pasos. Es decir, requiere cierto esmero pensar en una música que sea al menos tan bonita como la del mar. Sospecho que los dueños de los barcitos que dan al mar en Santa Clara no escuchan música por más que tengan la FM prendida todo el día. E ignoran que la decoración “sonora” de un lugar, por llamarlo de algún modo, es tan importante como el color de las paredes. Así es como se esmeran con los ventanales, la carta, los sillones pero todo ese cuidado se hace trizas con un reggaeton que repite “menea, menea, menea”.

Eso no sucede en Queimada, donde hay música instrumental suavecita. Por lo demás, es un lugar turístico como otros. El asunto es que en Queimada, en el barrio de Atlántida, hay una pared con fotos, papeles y dibujos pegados. El relato que se desprende del conjunto es inquietante. Lo que inquieta no tiene mucho que ver con la abulia turística, con ese dejarse estar sin sobresaltos. Lo que inquieta tiene que ver con la memoria.

En el centro está la foto en blanco y negro de una adolescente de rulos vaporosos y ojos claros. Vistos ahora, esos ojos dan la sensación de mirar muy a lo lejos. Es lo que pasa con este tipo de fotografías, quizás por todo el significado que la historia ha impreso sobre ellas. Es la clase de fotos que se ven en Página 12, publicadas por familiares y amigos que recuerdan a sus desaparecidos. Pero en ningún lado se explica quién es la chica de la foto. Hay dibujos también, delicados, de mujeres con los pies desnudos, etéreas sobre papeles. Y hay algunos papeles escritos, retazos de mails, cartas impresas en computadora que reproducen pasajes de cartas escritas a mano. Una dice: Román: te regalo esta flor porque yo la corté en un momento para tapar un poco de mi tristeza, y quiero que sea tuya, para que cubra un pedacito de tu soledad. Leo

El nombre “Leonora” se repite en distintos momentos. Alguien cuenta en esas cartas que ella era su compañera de secundaria, que bailaba muy bien, que estaba preparando una danza para un acto escolar con una música de Pink Floyd. Leonora, de ella se trata, era una chica vanguardista porque escuchaba Pink Floyd en los setenta. Es que el relato también aclara que las cosas ocurrieron por esos días. Y también cuenta que Leonora nunca pudo bailar en el acto escolar y que la maestra de música no dijo nada y que la directora propuso que los/as alumnos/as rezaran por Leonora, por los/as otros/as, porque “algo habrían hecho”.

Leonora Zimmerman. Esa es la chica de la foto.

Era alumna del Colegio Nacional de Vicente López. El 23 de octubre de 1976 fue secuestrada junto a su hermana María. También fueron secuestrados Eduardo Muñiz y Pablo Fernández Meijide. La madre de Pablo, Graciela, se refirió a ellos en su libro “La historia íntima de los derechos humanos en Argentina” (Sudamericana, 2009): “Los secuestros y desapariciones de mi hijo, de las hermanas María y Leonora Zimmerman y de Eduardo Muñiz estuvieron relacionados con la persecución de la Juventud Guevarista como parte de la desarticulación total del ERP. Esta organización, a fines de 1976 (…) estaba totalmente desbaratada. (…) La desaparición de sus líderes fue el acto de defunción final. ¿A quienes persiguieron y aniquilaron entonces los estrategas militares? ¿Quiénes quedaban de esa organización? Los integrantes, simpatizantes, allegados o simples conocidos de la Juventud Guevarista, adolescentes de colegio secundario. Éste es el punto en el que esta historia se cruza con las desapariciones del Colegio Nacional de Vicente López y que ocurren cuando el ERP había dejado de actuar y de existir. El grupo de la Juventud Guevarista estaba constituido entre otros por María y Leonora Zimmerman, Pablo Nemirovsky, Leticia Veraldi, Pablo Pizzutielo, Gerardo Szerzon, Liliana Caimi, Luis Nacht, Marisa Giegner. Recuerdan estos dos últimos ‘Las reuniones (…) eran encuentros de amigos que se ponían serios para hablar de temas serios. Creábamos así un ámbito que era sólo nuestro, secreto, donde estaban presentes tanto la aventura como cierta conciencia social (…). Todo era posible entonces para nosotros. Cuba, el Che, nos inspiraban. (…) Queríamos un mundo mejor’. A ellos podía agregarse Eduardo Muñiz –que había participado también del grupo pero al momento del secuestro había pasado por Franja Morada—y mi hijo, que tenía una relación amistosa con ellos y desde hacía ocho meses, algún noviazgo con María. Todos tenían dieciséis o diecisiete años”.

Fui dos días a Queimada. La primera vez miré la pared un largo rato. ¿Quién era esa chica? ¿Por qué tenía un espacio tan amoroso en ese lugar? ¿Cómo habían llegado las cartas, los poemas, los dibujos allí, a ese lugar tan turístico y despreocupado? No pregunté nada. Pero el segundo día sí. Y allí supe.

La dueña de Queimada, Marilí, y Leonora eran muy amigas y estudiaban juntas. El 3 de octubre de 2009 Leonora hubiese cumplido 50 años. Por eso Marilí –menuda, pelo oscuro, voz leve– dice que decidió reunir por Facebook a quienes conocieron a su amiga, para evocarla. Dice eso luego de que su marido me cuente que Marilí trabajó con ardor buscando a los compañeros de secundaria dispersos por el mundo, luego de que ella agradezca el cumplido por la casa de té tan acogedora, luego de que diga que teje en telar y se encoja de hombros como si nada de lo que cuenta fuera demasiado.

Su cara angulosa tiene unas pocas arrugas. Es conmovedor imaginar la cara posible de Leonora con pequeñas arrugas como ésas, detenida para siempre en una adolescencia trunca. Pero mientras haya alguien, en algún lugar, que elija recordar, preservar, cobijar con amor los restos del naufragio, mientras algo de eso suceda, hay esperanza, hay belleza en el dolor. Como ocurre en Queimada, una casa de té de un barrio que se llama Atlántida, un nombre que evoca una isla desaparecida bajo el mar.

 

martes, 23 de marzo de 2010

Daniela

Esta mañana anduve por la zona de Congreso y volví a la esquina donde Daniela vende sus budines caseros. Ésta es su historia o al menos, un atisbo de su historia contada luego de estar una tarde a su lado.
Se puede ver el texto acá.

lunes, 22 de marzo de 2010

Bárbara

Hace unos días me crucé otra vez con Bárbara, una chica que vende café en mi barrio y sobre quien escribí hace un tiempo.
El texto, acá.

jueves, 18 de marzo de 2010

Wendy se va

Mi primer encuentro con Wendy ocurrió en 2007 el subsuelo de la maestría, en Buenos Aires, donde funcionaba una redacción que pretendía ser similar a las de los diarios. En realidad, era mejor: las computadoras no se apagaban de repente, los profesores eran más refinados que muchos editores de medios (al menos no despreciaban los libros), se simulaban cierres de edición así que si algo salía mal había tiempo para remediarlo.
De todos modos, Wendy estaba un poco enojada con el periodismo argentino. “Aquí parece que importa más cuán efectista sea tu nota que si tiene buenos datos. Pareciera ser que la vida debe ser un espectáculo. Ni siquiera cuando te lo enseñan dejan de lado ese rollo”, se quejaba. Me explicó que estaba llevándose sus cosas porque ya no volvería a la maestría. “Preparate para aprender cosas buenas pero también para escuchar otras que romperán tu corazón”, advirtió. Me gustó su comentario. Demasiadas veces me han dicho que tengo una visión romántica de la vida en general y del periodismo en particular, una profesión hecha por gente práctica, no necesariamente talentosa, rara vez afecta al romanticismo, que a fuerza de escuchar durante años a otros (en eso consiste su trabajo, en escuchar), termina endureciéndose como un huevo en agua hirviente. Bueno, al fin tenía frente a mí a una maravillosa desconocida que parecía carecer de cinismo. Y de medias tintas. Me gustó, definitivamente.
Yo estaba frente a ella, usando el teléfono para hablar con G. El se había quedado a vivir en Rosario y yo me había mudado aquí, a Capital. Me extrañaba. Yo lo extrañaba. En eso estábamos de acuerdo. Pero no sabíamos muy bien qué hacer con nuestra relación de pareja, quizás porque ya estábamos decidiendo que no habría proyecto común. Antes de venirme a Buenos Aires visitamos algunas veces a una terapeuta con la devoción de quien enciende velas a un santo de yeso. El consultorio tenía una sala de espera diminuta, con las paredes que se te venían encima. Yo esperaba mi turno mientras exploraba mi flamante Nokia 1100 y jugaba un video rudimentario que consistía en una línea que se movía con forma de serpiente que se iba alargando. La idea era que se alargase eludiendo unos puntitos que, si la rozaban, le quitaban vidas. En general, G. llegaba después de mí. Si habíamos tenido una buena semana, nos saludábamos con un beso. Si no, nos sentábamos en sillas opuestas mientras nos mirábamos con enojo y tristeza.
Un día, la terapeuta trazó dos rectángulos y nos dijo: “Este es el tiempo del que ustedes disponen. Dividánlo según el porcentaje que le dediquen al trabajo, a los afectos, al ocio”. Él, astuto, repartió su rectángulo en tres partes iguales. Yo miré el mío y dije: “Mi tiempo no es rectangular. Tiene una forma orgánica que voy modelando como puedo”. La terapeuta me respondió que era sólo una representación. Yo dividí mi rectángulo: la mayor parte quedó reservada al trabajo, y dos rayas finitas para todo lo demás. “Ajá”, dijo la terapeuta. “Ajá”, dijo G. La terapeuta sentenció que mientras ésa fuera mi división del tiempo, no había pareja posible. Me sentí culpable pero al mismo tiempo la rabia me inundó el corazón. ¿Es que ella no podía ver más allá de sus narices? De acuerdo, por esos días, yo ya había comenzado a viajar a Buenos Aires y me había postulado para la maestría de periodismo y trabajaba en un diario y escribía para una revista y daba clases en la universidad. Pero también me había mudado a casa de una amiga luego de una convivencia corta y accidentada con G. luego de que él se pasase un año en Europa en una búsqueda existencial que nunca quedó clara. Todo se estaba haciendo demasiado difícil. Para mí, el trabajo y el estudio y el sueño de una vida en Buenos Aires eran los placebos para enfrentar el dolor de una ruptura que no deseaba pero tampoco podía detener. Además, G. nunca me perdonó mi división del tiempo. Es un problema cuando la gente empieza a acumular recuerdos por los cuales odiarte porque, en algún momento, de tantos pasarlos por la cabeza, es probable que los transformen y los mezclen con sus propios miedos y así ya no te odien por lo que has hecho sino por lo que ellos creen que hiciste.
En fin, el día que conocí a Wendy estaba hablando con G. por teléfono. Entiendo que no es muy conveniente discutir asuntos íntimos en una redacción, real o ficcionada. Pero yo no tenía demasiado dinero para pagar un locutorio ya que, antes de venirme a a Baires, había renunciado a mi trabajo. Además, alquilaba un cuarto en una casa con teléfono compartido.
Por un lado, G. me decía que me amaba y por otro, que no entendía cómo era posible que me hubiera ido. Colgué con furia. Wendy se hizo la desentendida, como que estaba en otra cosa. Hablamos de la maestría. Quizás le pregunté algo yo, no lo recuerdo, quizás me sentí incómoda con un silencio repentino que se hizo. No sé cómo terminamos hablando de cómo era ser mexicana y vivir en Buenos Aires. Ah, sí. Ahora recuerdo. Es que ella acababa de enamorarse de un argentino. “Nunca dejaré de sentirme extranjera. Pero me gusta sentirme un poco en el aire, en la incertidumbre”, dijo.
No puedo decir que no hayamos hecho amigas. Pero nos encontramos en algunos lugares de manera casual y Buenos Aires no es un lugar donde te encuentres a cualquier persona en cualquier lugar. Así es como nos hicimos amigas de Facebook. Ella fue la primera en saber que había terminando de escribir mi tesis de maestría. Fue un invierno raro ese. De lunes a viernes me iba a trabajar hasta quedar agotada para pensar poco y el fin de semana me encerraba a escribir mientras oscurecía a las seis de la tarde. Esa temporada estaba triste porque finalmente me había separado. Pero al mismo tiempo me abismaba comprobar cuánto puede cambiar tu vida en pocos meses: vivía en Buenos Aires; todo el tiempo invertido en mi carrera que el rectángulo había puesto en evidencia sirvió para conseguir un trabajo periodístico en una redacción de veras; había alquilado un departamento, me podía comprar libros y ropa, había aprendido a bajar música de la web. También me había comprado un par de zapatillas. Hacía diez años que no lo hacía. G. pensaba que las mujeres con zapatillas eran poco elegantes y yo había pensado lo mismo. Hasta que me vi con mis zapatillas anaranjadas y pensé que él tenía razón: no era elegante pero me sentía bien.
Aún así, tenía sensación abrumadora y rotunda de que estaría sola por un tiempo, de que era la única manera de curar un poco mi corazón. Además, por primera vez, tenía mi cuarto propio para escribir. En fin, estaba un poco angustiada y Wendy, por chat, me alentaba y vino al depto un domingo a la noche para abrazarme cuando le dije “ya está”.
Ayer a la tarde, nos volvimos a encontrar en una redacción. La recepcionista me avisó que la señorita Wendy estaba abajo. Tenía puesta una remera negra con mariposas de colores. “Me vuelvo a México esta noche. Me separé. ¿Se nota?”, dijo. No, no se notaba.
Es extraño porque ayer mismo conocí a una chica inglesa, Inti. No sé si volveremos a vernos pero sospecho que la ida de Wendy y la llegaba de Inti están atravesadas por alguna curiosa coincidencia. Yo no viajo demasiado, porque es cierto lo del rectángulo que divide el tiempo y me la paso trabajando. Así que las chicas que viajan vienen a mi. Y nos cuidamos mutuamente.

miércoles, 17 de marzo de 2010

Mensajes de texto que guardé por años

Nena, me mandas la dire de donde va a ser la marcha.
(Alejandra, una amiga travesti que quería participar de su primera marcha del orgulloGLTTB)

Feliz día, periodista.
(Mi padre)

Hola mon cheri me quedo re feliz por el depto beijo te cuida.
(Bia, una amiga brasilera que vive en el país y que supo antes que nadie que había conseguido nuevo depto porque ella tiene poderes telepáticos especiales)

Soy como la chica Flash Dance, de día metalúrgica y de noche bailarina.
(Mauricio, cuando consiguió trabajo en una fábrica)

Soñé contigo y me besabas.
(Fabricio)

Apareció la primera glicina. No hace mucho frío. Hay sol. Un día como hoy nacías. Recuerdo mi alegría.
(Mi madre, para mi cumpleaños)

Moreno, provincia de Baires 8 AM con el Turco, autopartes truchas, gitanos; 12 AM tren Moreno a Once caleidoscopio humano, 2 PM Corrientes y 9 de Julio, al fin un Mc Donalds.
(Mauricio)

Romero sabroso pícara pimienta dulce pastelito ¿cómo estás?
(Mauricio)

Hielo celestial, bendición pal whiskilín!
(Luis, durante una tormenta de granizo

jueves, 4 de marzo de 2010

Accesorios

La fila era larga y pensé en irme. Pero me estaba haciendo pis. Lo mismo que la docena de mujeres que me antecedían en el baño del cine que hay en el shopping Abasto. Decidí esperar. Acababa de ver "Precious", una peli explícita según el concepto yanqui –o sea, redundante y obvia por momentos– pero que pone sobre el tapete problemas complejos como la violencia doméstica, diversos tipos de racismo, xenofobias, diversidad sexual, embarazos adolescentes, instituciones que no pueden contener la demanda de las personas más pobres más allá de buenas voluntades individuales. Sí, es demasiado. Pero está bueno que estos temas se repliquen en todas las pantallas. Además, la actriz –con más de cien negros kilos encima y una cara impertérrita como reverso de un alma enb ebullición– es genial.

Rodeada de espejos, todas mirábamos de soslayo nuestros reflejos para matar el tiempo mientras unas se iban y otras llegaban. No sé en qué parte de su cuerpo estarían concentradas ellas. Yo, en verdad, estaba interesada en investigar si me quedaba bien un muñequito de paño blanco con forma de prendedor que llevaba sobre un chaleco negro.

Nunca me gustaron los accesorios. Bueno, nunca me gustaron en mí. Una forma personal de prejuicio, supongo. Alguien que tiene tiempo para decidir cómo combinar una cadena con aros con relojes, por ejemplo, es alguien que tiene tiempo y dinero para sí. Porque previamente habrá decidido qué ropa ponerse, los zapatos, la cartera, si el pelo quedará recogido o no, en fin. Y a esas cosas no las puede elegir cualquiera porque no las compra todo el mundo, al menos profusamente. Y no es lo mismo elegir entre dos remeras que entre diez, o entre una remera y una camisa, ejemplo.

O sea, sobre el tiempo que a cualquiera le lleva arreglarse (suponiendo que tenga qué objetos elegir) toma aún más tiempo para sí alguien que no usa accesorios. Es como quien ha superado la fase de amoblar su departamento con muebles rejuntados entre amigos y parientes y puede elegir decoración de diseño.

Me interesan más las personas sin muchos accesorios. Y como yo llevaba un prendedor, algo inhabitual en mí, me preguntaba si me veía como esa gente que no me interesa.

Lo estaba decidiendo cuando sucedió algo entre dos mujeres y una niña, ninguna con muchos accesorios encima.

Entró al baño una mujer que miró la cola y se quedó al costado, junto con su hija. No hacía fila pero tampoco se iba. Esperaba. Nadie pareció reparar en ella. Le pregunté si necesitaba algo. Me dijo: "Mi hija se está haciendo pis". Le sugerí que esperase que saliera alguna de las chicas que ocupaban alguno de los tres baños, y dejara entrar a su hija, una nena de unos siete años. La mujer asintió. "No creo que ninguna de nosotras tenga problemas en dejar pasar una nena al baño", dije.

Es dificíl que alguna de las mujeres no hubiese escuchado el diálogo porque el lugar era diminuto. Pero las chicas siguieron desfilando hacia los inodoros como si no hubiera pasado nada. La mujer seguía esperando. Llevaba un jogging un poco estrecho sobre sus caderas anchas y tenía una bolsa de zapatería pero ninguna cartera, ningún aro, ningún maquillaje. La nena tenía una remera rosa con brillitos.

Entraron y salieron una, dos, tres chicas. Ninguna cedió su lugar.

Entonces pregunté en voz alta "¿Podemos ser tan amables de dejar que una nena vaya al baño?"
La chica que estaba por entrar miró a la mujer, a la nena y a mí. Se metió en el su cubículo mientras farfullaba "La mujer tiene lengua para hablar. Que pida ella si quiere algo".

Ahora que lo relato se me ocurren frases mordaces para haberle rerspondido. Soy periodista pero no tengo el talento de algunos periodistas para decir genialidades a cada rato. Como el periodismo argentino atraviesa un momento de genialidad inusual (con gente subida a la punta de su ego, con empresarios que compran medios pero ignoran todo del negocio, con sueldos por el piso, con la premisa de que hay que hacer de la realidad un espectáculo) se me complica aún más decir algo. Como la mujer con la nena.

En fin, podría haberle dicho a la chica que considera que hablar eso sólo asunto de lengua algunas genialidades sobre cultura, historia, lucha de clases, semiótica, feminismo. Todo eso, resumido por ejemplo en "Tener lengua no implica necesariamente que una mujer pueda hablar y decir lo que le pasa".

Pero la chica que hablaba de la lengua me dejó muda de sorpresa con su grosería. Sobre todo, porque mientras hacía pis despotricaba contra la mujer al otro lado de la puerta. Su hija, a todo esto, se había colado en un baño que estaba libre, quizás porque las mujeres que esperaban se distrajeron con la situación. Asi que desde la punta de su váter, la chica la explicaba a esta madre lo que significa ser madre, responsable, una perorata horrorosa y bienpensante que remató "porque si no defendés a tus hijos, es que no te ocupás de ellos, como las negras".

"Más negra serás vos", respondió la madre. Bueno, la protagonista de la película, Precious, también se horroriza un poco cuando ve que su maestra y protectora convive con su novia.

Y entonces se trenzaron en una discusión confusa, que se terminó cuando madre e hija se fueron mientras madre me decía "gracias".

La chica defensora de la lengua se quedó con la sangre en el ojo... ¡y esperó que yo saliera de mi cuota de váter para hacer pis! "Escuchame", me dijo. Tenía la piel blanca, la cara lívida y los ojos furibundos subrayados por un delineador oscuro. Estábamos en la zona de lavatorios. Una nueva cola de mujeres, más niñas, ninguna solidaridad con nadie. La chica me miraba desde el espejo mientras me lavaba las manos y las frotaba bajo ese calor artificial y cool que despiden las secadoras.

"Escuchame ¿vos no creés que es mujer es una negra que puede hablar sola?", escupió. UUUUUFFFF. Y encima, con su lógica darwinista a la violeta, agregó: "Te lo digo a vos, porque tenés cerebro". UUUUUFFFF.

"Perdete", se me ocurrió decirle sin ningún entusiasmo.

Desde entonces, ya no estoy segura de que carecer de accesorios te haga portador/a de más onda.